(Imagen tomada del reportaje Winterda)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Irrealidad del mundo material

 

Hasta aquí los argumentos que unos y otros vienen echándose en cara, desde hace siglos, para hacer valer su postura en este tema tan capital. Sin duda me habré dejado algo en el tintero por puro olvido, pero creo haber sido todo lo imparcial que uno pueda ser en esta cuestión, y si uno de los dos oponentes aparece como vencedor (sin duda Lutero), será debido a que la verdad esté de su parte. La verdad siempre acaba imponiéndose.

 

Pero si cerrase el libro sobre estas últimas palabras de Martín Lutero en el debate, incurriría en una omisión verdaderamente imperdonable. Imperdonable porque sería hurtar al lector la clave que puede arrojar la mayor luz sobre la controversia, algo así como la salida a escena del autor, después de acabada la representación, para aclararnos cuál fue la solución que, en la vida real, tuvo esa historia que se ha representado en el escenario.

 

La clave a la que estoy refiriéndome son los últimos descubrimientos que la ciencia, en el todavía calentito siglo veinte, ha realizado en torno al problema que aquí se ha debatido. No se trata de que la física relativista ni la física cuántica hayan sido capaces de averiguar si Dios existe o no. Debido a ser el objeto del conocimiento del hombre, y de toda la ciencia por tanto, sólo lo experimental, jamás podrá demostrar una ciencia que Dios esté ahí, ni mucho menos todavía que no esté ahí. La física moderna no nos va a transportar a la meta, pero nos va a despejar el camino de toda maleza; no nos va a demostrar que Dios existe, pero sí que va a dejar fuera de combate a su oponente, ése que se obstina en negarle, ése que parece contradecirle con su insultante presencia en la esquina opuesta del cuadrilátero: el mundo material.

 

La ciencia es una especie de notario que levanta acta de la verdad de algo, pero siempre con varios siglos de retraso respecto a lo que ya ha dicho la filosofía. La trascendencia de este último capítulo es tal que pienso que, para muchos de los lectores, será precisamente lo más interesante del libro, justamente porque se sale del ámbito de la especulación, de la controversia y de la prueba lógica, y se zambulle en el de la prueba científica, que es lo único que parece dejar satisfecho de verdad al hombre de hoy. Se trata de lo siguiente:

 

Hay dos “verdades” que consisten en dos inexistencias, dos realidades fantasmales que inundan el pensamiento del hombre, la una porque se la proponen los sentidos, la otra porque se la propone la fantasía: la materia y la nada. Que la nada no existe, por tratarse de una obviedad lógica de muy breve y fácil exposición y por constituir el nudo gordiano de alguno de los argumentos, ha sido el abogado de los creyentes quien lo ha expuesto en páginas anteriores. Sin embargo, el fantasma de la materia lo abordamos ahora y aparte por varias razones: es una exposición demasiado extensa, es técnica y está más allá de los conocimientos del hombre de la calle, de modo que mal cuadraría en una discusión que pretende ser normal. Pero además de por todo eso, también porque descubrirla antes habría supuesto destripar el debate. ¿Cómo podría Karl Marx defender un mundo eterno, si la substancia del mismo es algo tan difuso y fantasmal como ha puesto de relieve la ciencia actual?

 

Buscando los científicos las últimas partículas, mediante la difracción de rayos equis, que no "ven" pero "detectan" a nivel subatómico, andan en medidas como el ángstrom, que es la diez millonésima del milímetro. La razón de dar este dato es para que se comprenda lo increíblemente sutil en que se transforma lo material cuando, indagando, se llega a lo más íntimo de su esencia. Además, el mundo de lo sensible comprende otras realidades que ni siquiera son materia, como las ondas. A pesar de esta opacidad en su trasfondo y a pesar de la pluralidad con que se presenta, el hombre busca una solución única para todo lo que percibe. La diversidad es inquietante, es motivo de confusión y desasosiego. Al hombre le gusta la seguridad de una fuente o causa única. ¿Cuál es el fundamento de todo? No es concebible que la realidad sea, en definitiva, tantas y tan dispares realidades.

 

Lo primero para poder contestar a la pregunta anterior es reconocer que, además de la multitud de cosas que nos rodea, hay otro ámbito de "cosas" que no son materia palpable, pero que son tan reales como las primeras. Un pensamiento, aun sin ocupar espacio, es una inmensa realidad, como todo el mundo sabe por propia experiencia. Pero un deseo, un anhelo, es una realidad aún más sutil, que une al pensamiento afecto y emoción. Pero, con todo, un acto libre de la voluntad es algo todavía más sublime, tanto que es capaz de anular a los dos, al pensamiento y al deseo, y dirigirlos por otro sendero sin causa objetiva ninguna. ¿Quién ni qué máquina, técnica o cálculo científico puede predecir el futuro de los actos libres del hombre? Y a lo anterior habría que unir el amor, el sentido de la justicia, el espíritu creativo..... Todo este orden de cosas, tan realísimas como las otras aunque sin presencia física, integran el llamado mundo espiritual. Acabamos de reducir la realidad, por tanto, a dos grandes capítulos: el de la materia y el del espiritu.

 

Si ahora hiciéramos la pregunta primera ¿cuál es el fundamento, en definitiva, de todo lo existente? a un científico, la solución más probable que nos daría, porque es la que tiene más a mano por razón de su profesión, sería que todo, desde las cosas hasta las vivencias, son formas de presentarse la substancia material o productos de la misma. Pero resulta evidente que la presunción del científico es absolutamente gratuita, porque con el mismo derecho cabe pensar justamente lo contrario, que todo, desde las vivencias hasta las cosas materiales, son formas de presentarse la substancia espiritual. ¿Cuál es el fundamento para optar por la primera de las dos soluciones posibles y no por la contraria? Sencillamente, ninguno, no existe. Aplicando la lógica al problema, si difícil es que lo espiritual se presente bajo forma material, igual de difícil es que lo material segregue a lo espiritual; si difícil es que la masa encefálica sea una forma de presentarse el espíritu, igual de difícil es que el espíritu sea una mera segregación de la masa encefálica. ¿Por qué la absurda tendencia a otorgar prioridad a lo material sobre lo espiritual?

 

La contestación que el científico nos daría a esta última pregunta, sería que la prioridad está en la materia porque, interviniendo en el cerebro con el bisturí, se puede cancelar la facultad, lo cual, según él, es prueba de que la causa está en el cerebro, y sus pensamientos, anhelos y decisiones son la consecuencia. El científico, por razón de su preparación profesional, piensa esto y no se plantea, ni por asomo, lo que se plantea un filósofo: que si se interviene en el cerebro es simplemente porque el bisturí también es materia, como el cerebro, y puede modificarlo, pero que si pudiéramos disponer de un "bisturí" espiritual y lo aplicásemos a la facultad, obtendríamos el resultado contrario, la cancelación del cerebro (en cuanto cerebro. Seguiría habiendo un montón de células en forma cerebral, lo cual no sería un cerebro). El fenómeno es reversible.

 

En el supuesto, muy lógico, de que dentro de la finitud todo sea una única realidad, la hipótesis de que lo espiritual es una mera manifestación de lo físico y no al contrario, es un apriorismo sin fundamento.

 

Hemos desembocado en un auténtico problema. ¿Quién mueve a quién? ¿La materia al espíritu o al contrario? Porque aquél que sea el origen del fenómeno será el único que realmente existe, y el otro será su manifestación. El Martín Lutero del debate ha anunciado varias veces que, al final del libro, le aguardaba una gran sorpresa a su oponente, el materialista Carlos Marx. ¿Es que, quizás, la única substancia existente es la espiritual, y la materia no es, a lo sumo, sino una forma de presentarse aquella, o mejor, una pura ilusión sin contenido alguno? Vamos a verlo desde el viejísimo ángulo de la filosofía y, lo que es más interesante, desde el novísimo ángulo de la ciencia.

 

El espiritualismo en la Filosofía

 

En filosofía hay algunas corrientes muy diversas entre sí, pero que guardan un cierto paralelismo en este aspecto que nos interesa. Una es la que defiende que la única substancia existente es la espiritual, llamada monismo espiritual, y defendida por pensadores como Leibniz. Otra es la que afirma que lo que captan los sentidos no son "cosas", no son materia, sino solamente fenómenos, llamada empirismo fenomenista y defendida, entre otros, por Hume. Y aún cabe encontrar otros pensadores que participan tanto del espiritualismo como del empirismo, con su "espíritu que percibe fenómenos, pero no materia", como es el caso de Berkeley. Aunque sobre presupuestos diferentes, todas esas corrientes filosóficas tienen un aspecto parcial en común, la materia no existe como substancia. Al margen de lo que dice cada una de ellas en concreto, esta teoría puede ser resumida en una argumentación que ya ha sido abordada en algunos momentos del debate, pero que exponemos más detalladamente ahora:

 

·               Frente a lo infinito sin límites, finitud (es decir, universo) consiste en aquello que es limitado, que es magnitud, reunión de partes.

 

·               Pero el número de partes que integran lo limitado, por definición, no puede ser infinito, porque una suma infinita no puede dar por resultado lo que es esencialmente limitación.

 

·               Si tomamos la extensión como propiedad fundamental de la materia y la dividimos sucesivamente, esta operación no puede repetirse de forma indefinida, pues siendo el número de partes que la integran limitado, tiene que llegar forzosamente el momento en que la extensión se agote.

 

·               Luego al efectuar la última de las divisiones posibles, aquella en que la magnitud se agota y desaparece como extensión, las partes que han resultado de esa última división ya no son extensas, no pueden serlo, pues si fueran extensas serían nuevamente divisibles.

 

Hemos llegado al resultado, sorprendente, de que los elementos más simples constitutivos de lo extenso no son extensión. Y a la misma conclusión llegaríamos si en vez de atenernos a la extensión considerásemos cualquier otra propiedad de la materia, como la masa, por ejemplo. Dividiendo ésta, llegaríamos a obtener, en la última de las divisiones posibles, unas partes simples que no tienen masa ninguna. En resumen, la reunión de partes que no son extensas ni tienen masa, ni ninguna otra entidad, que no son materia en sí mismas, producen ese fenómeno sensible de una entidad continua llamada materia. Podemos enunciarlo en esta máxima:

 

Lo material consiste en una percepción debajo de la cual no hay substancia real ninguna. No es una "cosa", es solamente un fenómeno, un suceso que captan los sentidos, una pura apariencia

 

El modo de razonar esto mismo por parte de Leibniz es otro, pero con el mismo resultado:

 

·               La parte siempre es anterior al todo. Un "todo" necesita de las partes para poder constituirse, mientras que cada una de las partes no necesitan de nada para quedar constituidas en lo que son cada una de ellas.

 

·               Poder dividir lo extenso de forma indefinida, supondría que todas las partes que se fueran obteniendo en cada división fuesen, a su vez, "todos" compuestos de nuevas partes, es decir, "todos" nuevamente divisibles

 

·               Pero como la parte es siempre anterior al todo, ese caso es imposible. La serie tendrá que cesar en una división determinada en la que se obtendrán partes indivisibles, no nuevos "todos" divisibles. La parte es siempre lo primero.

 

·               Luego el todo material está compuesto, en última instancia, de partes que no son materia (indivisibles), que es la misma apódosis del razonamiento anterior.

 

El lector puede estar pensando que lo expuesto se contradice con las matemáticas y que las matemáticas son infalibles. Efectivamente, ya fue explicado que, por mucho que efectuemos la operación matemática de dividir una cantidad, siempre puede seguir dividiéndose más. La serie de divisiones, en matemáticas, es indefinida, no es limitada. Pero es que el lector debe recordar que la matemática es una ciencia teórica y, como tal, lo que divide son cantidades teóricas, no reales; es decir, siempre parte del supuesto gratuito de que toda cantidad es divisible, circunstancia que en la realidad no se produce.

 

Esta verdad conceptual veremos, más adelante y con más detalle, como Planck, con su descubrimiento de la mecánica cuántica, ha venido a corroborarla de forma experimental. Planck descubrió que la realidad física no es un continuo que puede dividirse indefinidamente, sino que tiene naturaleza corpuscular, es decir, que está constituida por un número determinado de mínimos o partes indivisibles, llamadas "cuantos" (las “partes” de Leibniz). Pero indivisibles no quiere decir que los cuantos no sean divisibles, quiere decir que no son divisibles "como materia", es decir, que si pudiéramos dividirlos nuevamente, las partes resultantes ya no serían materia, no serían nada. Lo material surge, o aparece, con una entidad corpuscular mínima, debajo de la cual no hay nada.

En apoyo de lo anterior, los razonamientos prácticos expuestos por la filosofía para comprender esto mismo de una forma sencilla y al alcance de cualquiera, no son del siglo veinte, como Planck, son tan antiguos como el pensamiento del hombre. Entre ellos es célebre el de Aquiles y su tortuga. Aquí pondremos un caso más a mano, pero idéntico en el fondo conceptual: si una distancia pudiera dividirse indefinidamente (como pretende la matemática), jamás podríamos alcanzar la puerta de la habitación, pues, por mucho que nos desplazásemos, si lo que nos falta en cada momento para alcanzarla siempre fuera nuevamente divisible, como pretende la matemática, jamás se acabaría esa distancia y nunca alcanzaríamos la puerta, lo cual todos experimentamos que no es cierto.

 

Pero atención. Frente a este argumento filosófico de la realidad sólo aparente del mundo material, se ha venido oponiendo, también por parte de la filosofía, otro no menos demostrativo de todo lo contrario:

 

·               Las partes últimas constitutivas de lo material o extenso no pueden ser inextensas, porque la suma de muchas inextensiones no puede dar jamás como resultado lo extenso. Por mucho que se sume cero, jamás se obtendrá cantidad ninguna.

 

Ambos razonamientos, el de antes y este nuevo, parecen por igual verdaderos y conducen a una contradicción sin aparente salida. En realidad, los dos describen el mismo fenómeno, pero invirtiendo el enfoque, de arriba abajo (división de lo extenso) y de abajo arriba (suma de lo inextenso). La filosofía ha discutido a lo largo de los siglos este problema, echándose en cara uno u otro argumento, según la filiación del filósofo de turno. Puesto que son contradictorios, uno de los dos argumentos tiene que ser falso necesariamente. Y así es. La clave para la resolución de este problema está en:

 

·               Todas las operaciones matemáticas parten de la existencia previa de lo que es cuantificable, de la magnitud. Con lo que no es magnitud, el cero, no puede hacerse operación matemática ninguna.

 

·               Por tanto, el argumento primero (dividiendo lo extenso se acaba en lo inextenso), puesto que aplica una operación matemática (división) a una magnitud (materia) es válido.

 

·               Pero el segundo argumento (la suma de muchas inextensiones no puede dar como resultado lo extenso), puesto que aplica una operación matemática (suma) a lo que no es magnitud ninguna (partes inextensas), no es válido.

 

Por tanto, no es que la suma de muchas partes que no tienen dimensión nunca pueda dar como resultado una magnitud, como reza ese segundo argumento que oponen algunos, es algo más radical y previo que eso, es que esas partes sin extensión no pueden ser en modo alguno sumadas, justamente porque no son magnitudes, con lo cual todo el argumento se desvanece. Deshecha la contradicción, queda solamente la apódosis primera, que decía: “Lo material consiste en una percepción debajo de la cual no hay substancia real ninguna. No es una "cosa", es solamente un fenómeno, un suceso que captan los sentidos, una pura apariencia”

 

Comprendo al lector que se niegue en redondo a admitir que lo que conoce experimentalmente no pase de ser un espejismo. Por eso debo recordarle con urgencia que:

 

·               La experiencia no da fe de la esencia de nada, solamente da fe de lo que perciben los sentidos

 

·               Lo que perciben los sentidos ante un objeto no es el objeto en sí mismo, sino solamente la apariencia sensible de dicho objeto.

 

·               Por otra parte, los sentidos no son un medio imparcial de conocer, ya que son parte del propio mundo sensible al que perciben.

 

·               El conocimiento sensible, por tanto, no avala naturaleza o substancia ninguna, avala sólo formas sensibles y a través de órganos igualmente sensibles

 

La posición de la ciencia hoy

 

Dentro de la corriente científica del reciente siglo, puede comprobarse la división en dos posturas contrarias. Por un lado están los recalcitrantes, los científicos aferrados a la herencia de autosuficiencia recibida desde el siglo diecisiete. La historia de las ciencias es una auténtica carrera de descalabros en el aspecto teórico. Todos los avances conseguidos han sido posibles previa demolición de los principios y teorías anteriormente vigentes. El último y más sonado ha sido el hundimiento del concepto determinista, para el cual el mundo era una realidad objetiva, sujeta a leyes invariables con las que se podía explicar el pasado y prever el futuro, y que ha sido derrumbado estrepitosamente por la relatividad y la física cuántica. Resulta evidente, pues, que:

 

El éxito que las ciencias consiguen en el orden práctico y del progreso material, se constituye en un fracaso rotundo en el otro aspecto, el de la posibilidad de llegar a explicar nunca la esencia y el porqué de la realidad.

 

Y sin embargo y a pesar de ello, esta rama, llamada "cientifismo", no abdica de su euforia. Léase "Historia del tiempo", de Stephen Hawking, sobre la fe en llegar, algún día, a remontar la actual descripción del còmo y alcanzar la explicación del por qué de las cosas. Véase la postura cerrada de Wittgenstein y el Círculo de Viena, sobre lo experimental como objeto único del conocimiento.

 

Aparte del rotundo fracaso teórico comentado, la crítica obligada sobre este tipo de postura es harto conocida. La realidad es tan vasta como compleja, y pretender explicarla toda entera mediante un enfoque determinado y parcial (ciencia), constituye un error de planteamiento llamado reduccionismo. En alguna página del debate, Lutero ha reprochado a su oponente justamente esto, que pretendiera tener una visión exacta de la plaza mirando sólo desde una de las esquinas (ciencia), en vez de hacerlo globalmente y desde arriba (filosofía). Para entender cabalmente la ingenuidad de la ciencia a este respecto, podemos poner el ejemplo de un mal médico que, aplicando el estetoscopio al pecho del paciente y ante la evidencia de los latidos y ruidos respiratorios, dedujera que todo el paciente es únicamente corazón y pulmones, y que no hay ninguna cosa más dentro de él. Pues igual de exacta, pero igual de estrecha y reduccionista, es la visión de la ciencia.

 

Frente a esta postura, existe entre los científicos otra de signo opuesto, impregnada de realismo y prudencia, y que, olvidándose del prejuicio de posesión de la verdad de las tres centurias pasadas y ateniéndose a los últimos y espectaculares descubrimientos, ha perdido la confianza en poder llegar nunca al final de la meta en solitario. El conocimiento experimental de las cosas ha pasado, de ser la realidad incuestionable que antes era, a ser una perspectiva cada vez mas mudable e incierta. Léase al matemático Whitehead, sobre la naturaleza espiritual de las unidades mínimas de la materia. Véase el convencimiento profundo de Max Planck, Premio Nobel de Física, sobre la necesidad de un referente Absoluto y extrauniversal al final del camino, puesto que, cuanto mayor es el misterio que la ciencia consigue desentrañar, mayor aún es el siguiente que aparece.

 

En cuanto a qué es realmente el mundo físico y comenzando por su base, la energía, hay un principio, sobradamente conocido, que asegura que la energía ni se crea ni se destruye, solamente se transforma (aunque últimamente parece que tampoco esto es cierto del todo, como tampoco lo es la constancia de la velocidad de la luz). Así, por ejemplo, la energía consumida en elevar un cuerpo en el espacio no se ha perdido, continúa transformada en energía potencial dentro del cuerpo, la cual se desarrolla nuevamente, como energía cinética, al dejar caer dicho cuerpo a su posición inicial; o lo que es lo mismo: el trabajo consumido para elevarlo, es devuelto por el cuerpo, al caer, en nuevo trabajo que puede ser aprovechado con otros fines. Ni tenemos más ni menos energía que antes, la tenemos simplemente transformada.

 

Sin embargo y a pesar de este trascendental descubrimiento, quizás el más grande, la física sigue hoy sin saber qué cosa es exactamente la energía. Se manifiesta de múltiples maneras (cinética, térmica, eléctrica, nuclear, etc), pero nadie ha sido capaz de fijar su naturaleza, nadie ha podido definirla, la ciencia no la conoce, sólo la describe, sólo conoce su existencia a partir de los efectos que produce; es decir, vemos que se producen efectos y deducimos que son producidos por algo, a lo que bautizamos como energía. Y de ello, a su vez, no tenemos más constancia que la de los sentidos. Resumiendo: la energía no es nada concreto, es una pura capacidad, una pura potencia, un puro poder de producir efectos observables. Este concepto, o casi mejor "no concepto", debe quedar bien claro

 

Por otra parte, también dice la ciencia física que la materia no es otra cosa que una acumulación de energía, lo cual queda probado en el inmenso desprendimiento de ésta cuando se desintegra la materia en los experimentos nucleares. Podríamos decir que la materia no es otra cosa que la energía "hecha visible". Así es que, mirando nuestro planeta, con sus inmensos océanos y continentes, y mirando luego al gigantesco universo, plagado de astros organizados en galaxias, y éstas en cúmulos, etc, no estamos contemplando otra cosa que la primitiva y concentrada energía de la Singularidad inicial (Big Bang), que se ha desplegado y se ha hecho visible.

 

Hemos quedado en que, a pesar de que la materia podemos tocarla y verla, no es otra cosa que energía acumulada, y que la energía no es nada concreto, es únicamente una capacidad de producir determinados efectos, entre ellos precisamente el de acumularse bajo la forma de materia. Entonces, ¿en qué se nos ha quedado, a fin de cuentas, el universo material? En nada que sea un soporte, que sea un substrato, que sea una substancia o naturaleza determinada, se nos ha quedado en una pura "capacidad de producir efectos sensibles". Por de pronto, decir que es una "capacidad" es no decir nada, pero si encima esa capacidad es para producir efectos sensibles únicamente, la oscuridad es total, ya que lo sensible acredita sólo que existe para los sentidos, no acredita que exista realmente fuera del ámbito de los sentidos. Y si tenemos en cuenta que los sentidos que la captan son parte de la propia materia, llegamos a una conclusión clara:

 

La materia-energía es una realidad ilusoria que solamente existe para ser captada por sí misma.

 

En el primer cuarto del siglo veinte, se ha producido un vuelco espectacular en la ciencia física, merced a dos enormes hallazgos: la relatividad y la mecánica cuántica, que, como antes decía, han propiciado una actitud mucho más cauta y humilde entre gran parte de los científicos. Estas dos grandes aportaciones de la ciencia moderna han sido la Relatividad de Einstein y la Física Cuántica de Planck. Pero con el fin de no hacer este capítulo excesivamente oneroso y ajeno al carácter humanista del libro, he decidido reducir este tema final únicamente a tres de las conclusiones más aceptados hoy, en el seno de la comunidad científica, en cuanto a los “Modelos de la Realidad”, y emplazar al lector a consultar el contenido completo en el capítulo VI de mi libro La otra filosofía, o en el capítulo I de mi libro Teosofía de la Verdad. Estos tres modelos son, en síntesis:

 

1) "En el mundo físico, no existe una realidad profunda".

Representada por Niels Bohr. Este físico no niega la evidencia del mundo percibido por los sentidos, pero mantiene que esa realidad "flota" sobre algo que no es real.

2) "La realidad material no existe. Es creada por el acto de observar".

Esta máxima ya ha sido suficientemente explicada en las páginas precedentes.

 

3) "La realidad es un todo indivisible".

El sujeto cognoscente (el hombre), no es exterior a la realidad física, y por tanto no la crea al observarla. Es un todo indivisible con ella, sea real o no.

 

Pero la conclusión que puede extraerse de los tres modelos es una sola, y coincide plenamente con lo que la filosofía defendía páginas atrás. El modelo 1, con esa materia flotante sin realidad ninguna debajo, y el 2, con esa materia que solamente existe para el observador, son exactamente lo que la filosofía nos decía en una de las máximas anteriores: Lo material consiste en una percepción debajo de la cual no hay substancia real ninguna. No es una "cosa", es solamente un fenómeno, un suceso que captan los sentidos, una pura apariencia. Y el modelo 3, incluyendo al observador en el propio fenómeno, es lo mismo que la filosofía nos advertía sobre que, los sentidos que perciben a la materia, no merecen crédito, puesto que son a su vez materia también.

 

En alguna página de las anteriores dije que "La ciencia es una especie de notario que levanta acta de la verdad de algo, pero siempre con varios siglos de retraso respecto a lo que ya ha dicho la filosofía". Pues bien, usando las palabras del Mesías en la sinagoga de su propio Nazaret, la verdad de esta afirmación anterior "acaba de cumplirse ante vosotros", queridos lectores. Sin duda con bastante retraso, como en la cita bíblica, también aquí la ciencia ha acabado por admitir la verdad de las profecías espiritualistas de la filosofía sobre el espejismo que es el mundo. Con siglos de retraso, pero, al fin, lo ha admitido.

 

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© Gregorio Corrales.

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