(Imagen tomada del reportaje “Salvador
Dalí”)
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   VI.- 
  Jesús de Nazaret (Última actualización: 20-04-2017)
 La figura
  humana más trascendente de la historia es, sin ningún género de dudas, la de
  Jesús de Nazaret, conocido como el Cristo o
  Jesucristo, y así lo avalan algunos caracteres que nunca han concurrido
  juntos en ninguna otra figura histórica:  -     Haberse presentado como
  el propio Dios hecho hombre, no como un iluminado más. -     Haber instituido su
  propio martirio como única salvación de todo lo creado. -     Haber dado un vuelco en
  el pensamiento del hombre, destruyendo los valores del mundo. -     Haber situado el amor
  como paradigma de la perfección. -     Haber elevado el destino
  del hombre a una vida personal eterna en el más allá. Se presentó a sí
  mismo como la salvación hecha carne, cambió los valores del mundo y elevó el
  destino del hombre a la eternidad. Jesucristo sigue siendo el centro de la
  historia. Y sin
  embargo, a pesar de constituir el quicio de la historia, la nebulosa que
  rodea su figura es enorme, hasta el punto de que los problemas e
  interpretaciones que plantea no afectan sólo a aquéllos que le rechazan y a
  los científicos que le estudian, también a los propios creyentes y
  seguidores. Para evidenciar este misterio, el misterio de Jesús, basta con
  hacer un recorrido esquemático por algunas de la infinidad de posturas e
  interpretaciones que se han adoptado alrededor de su imagen. Es cierto que la
  libertad y la torpeza del hombre suelen crear verdaderas madejas alrededor de
  cualquier hecho o de cualquier persona, pero nunca tanto como en este caso.
  Este es un esquemático ejemplo de lo que digo: ·              
  Para el judaísmo, que es precisamente la religión monoteísta
  en cuyo seno se manifestó Jesús, ni es aceptable la pretensión de que fuese
  el Mesías ni menos la de una Trinidad de Personas dentro del Dios único. En
  los textos rabínicos Jesús pasa desapercibido, no se hace mayor referencia
  sobre él que la de un profeta que alentaba la apostasía entre los fieles de
  la religión judía. ·              
  Los nestorianos (Iglesia Asiria de
  Oriente) separan la persona humana de la persona divina en Jesús, rechazando
  que el Dios Hijo haya podido ser nunca un niño (este argumento carece de
  base, ver Teoría del alma en el
  capítulo III). ·              
  Los coptos egipcios, por el contrario, rechazan la
  distinción entre ambas naturalezas en Cristo, la divina y la humana (por eso
  llamados monofisitas). ·              
  Los Testigos de Jehová ni lo uno ni lo otro, no consideran a
  Jesús ni Dios ni hombre, sino una excepcional criatura espiritual y única
  creación directa de Dios. ·              
  La Iglesia Científica de Cristo distingue entre el Jesús
  humano y el Cristo, pero éste último como “Idea divina” que gobernó al Jesús
  humano. ·              
  Loa adventistas, en general, son milenaristas y esperan la
  segunda venida de Cristo, la parusía, de forma inminente. ·              
  Los gnósticos mantienen que el hombre se salva por la
  “gnosis”, es decir, por el simple conocimiento de su origen espiritual en
  Dios. Una parte de ellos identifica al Yahvé del Antiguo Testamento con un
  demiurgo o dios inferior que hizo el mundo y cree ser Dios, aunque no lo es.
  El Dios verdadero está por encima de él y envió a Jesucristo.  ·              
  Marción (siglo II) es gnóstico y, como tal, niega al Yahvé del A.
  Testamento; pero se distancia del gnosticismo en cuanto a que considera a
  Jesús Hijo de Dios, no una criatura especialmente enviada al mundo. ·              
  Basílides de Alejandría (siglo II) también creía en las dos naturalezas de Jesús, pero
  consideraba que su naturaleza divina era incompatible con la muerte de la
  naturaleza humana, por lo que mantenía que la muerte en el Gólgota fue una
  muerte irreal, ilusoria. Las iglesias cristianas,
  con su simplicidad y dogmatismo habituales, pretenden no sólo conocer a Dios
  (como así se puede comprobar leyendo sus teologías), también al Cristo
  enviado por Dios. Aquello que, aun siendo verdad, no tiene más acceso que la
  fe, pretenden presentarlo como algo plenamente probado en la letra de los
  Evangelios. En Jesucristo hemos creído y creemos millones y millones de
  hombres, a lo largo de los tiempos, por una sola razón, porque “Yo te alabo, Padre, porque has ocultado
  estas cosas a los sabios y se las has revelado a los sencillos” (Mt 11, 25), pero no porque constituya una verdad probada,
  como la Iglesia pretende. Jesucristo se revela con toda claridad a quien le
  busca, pero la obra humana Evangelio
  dista mucho de constituir una prueba objetiva. A Jesús se le entiende de
  forma individual y directísima viéndole colgado de la cruz, encarnando el
  sufrimiento del mundo, por eso se le entiende mucho más que por los
  testimonios tan confusos y tristemente contradictorios vertidos en los
  Evangelios, que es a lo que se aferran las Iglesias cristianas. Las Iglesias
  se aferran a los Evangelios, pero resulta que en esos mismos textos cada una
  sigue viendo un Jesucristo diferente, lo cual echa por tierra sus dogmas y su
  pretensión de tener claro este gran misterio.  Al misterio
  Jesucristo se accede solamente por la fe. El testimonio evangélico es
  demasiado pobre y contradictorio. Érase una vez…. (el mito judío) Érase una vez….. un pueblo que se
  autoerigió en encrucijada de todos los caminos, el pueblo hebreo, se inventó
  una historia con la que rellenar los numerosos boquetes de su historia real,
  pintó luego la fachada del azul de los cielos para autoconvencerse
  de que, además, esa historia estaba tocada por el dedo de Dios, y más tarde
  se diseminó por todo Occidente y dirigió los destinos del mundo desde la
  sombra. A todos nos consta que su raza es inteligente y trabajadora,
  seguramente por encima de la media universal. También se da por sabido que
  entre los suyos hay gente extraordinaria, íntegra, como en todos los pueblos
  (¡faltaría más!). Pero esto no empece que la
  impronta histórica que ha dejado hasta ahora su paso por la tierra sea la que
  he reflejado en el principio del párrafo: aderezó su pasado hasta autoconvencerse de ser un pueblo elegido y se impuso a
  todo Occidente desde la sombra. Para ello, comenzó por remontar su
  historia hasta enlazar directamente con el primer hombre, según el Génesis,
  Adán. En ese libro se hace un relato de todos los descendientes de Adán,
  pasando por Noé y su hijo Sem hasta llegar a
  Abraham, padre del pueblo judío. Y entonces surgió un grave problema: la
  falta de datos históricos con los que rellenar tantos siglos. ¿Qué hacer?
  Pues no encontraron otra idea mejor que la muy pintoresca de alargar sin
  medida los años de vida de los personajes. Todas aquellas vetustas figuras
  patriarcales vivieron, milagrosamente, entre setecientos y mil años, y la
  falta de datos con los que trabar el hilo histórico la suplieron hilvanando
  aquí y allá. Lo que fuese, con tal de rellenar siglos. Este afán tan
  inusitado como absurdo por presentar un pedigrí completo y selecto, ya hace
  referencia al egocentrismo de este pueblo. Su historia comenzó realmente con los
  patriarcas, 1.800 años a.C. Algunas tribus nómadas de Caldea emigraron a
  Egipto, y entre ellas las de un hombre llamado Abraham, a quien, según dicha
  historia, Dios bendijo y se propuso dirigirle hacia la tierra prometida.
  Judea, como toda tierra montañosa, habría de influir en el carácter cerrado y
  patriotero de sus moradores. Y a partir de aquí, el pueblo judío pretende una
  historia lineal que no parece muy cierta y que obedece, más que nada, al afán
  de fundamentar su individualidad y supremacía sobre los demás pueblos. Nunca
  hubo tal historia lineal, se trataba de diferentes episodios de diferentes
  tribus. Según los estudiosos de hoy, es muy probable que ni Abraham fuese
  padre de Isaac, ni Isaac de Jacob, incluso que cada uno de ellos perteneciese
  a tribus diferentes. Otro ejemplo de ese afán de magnificar su propia
  historia es el hecho de presentar el éxodo como una gran epopeya, pero
  resulta que ni siquiera aparece mencionado en los anales egipcios. Seis siglos más tarde de Abraham, otro hombre
  clave, Moisés, marcó el segundo gran hito de esa historia. El anterior
  vínculo de elección y bendición del pueblo judío por encima de los demás
  pueblos (según ellos) en la persona de Abraham, Yahvé lo amplió ahora con una
  alianza definitiva, entregando las Tablas de la Ley a Moisés en el Sinaí. Se configuró así el fundamento de Israel como
  pueblo elegido de Dios (según ellos), lo que afirman sin empacho ni reparo
  ninguno (“amó más a Israel” Dt 7.6-9). Y se configuró también, como no podía ser de
  otra manera a la vista de estos datos, una cultura fundamentalista que abarca
  todos los aspectos de la vida del pueblo (circuncisión de los hijos varones, prohibición
  del trabajo en sábado, purificación antes de las comidas, prohibición de
  consumir carne de cerdo, etc). Sin embargo, Israel, por mucho que
  pretenda presentar su historia religiosa como único fundamento de su nación,
  lo cierto es que, según la historia moderna e independiente, tanto o más
  influencia tuvieron en ello los sucesos político-militares, al intentar
  asentarse en una zona que ya estaba habitada desde antes por otros pueblos de
  mayor cultura y desarrollo que el hebreo. Si grande fue el factor yahvista en cuanto a la cohesión nacional, no menos
  grande fue el peligro circundante de jebuseos, cananeos, etc. Como tampoco es
  cierto ese blasón monoteísta de que tanto se vanagloria, porque Israel no
  siempre creyó en un Dios único. Ahí están las citas bíblicas (Ex 20,2-5; Jue 11,24; Sal 27,19; Deuteronomio 6,14) que dan fe de su
  aceptación primera del politeísmo y de la pretensión de ser su Dios superior a
  los dioses de los demás pueblos. Su monoteísmo no apareció hasta el VI a.C.  (Es 45,22) Todos estos datos históricos y
  religiosos aparecen enlazados de forma indisoluble en los libros sagrados, el
  Antiguo Testamento, a lo largo del cual se irá reforzando sin descanso la
  convicción de ser el pueblo elegido de Yahvé y al cual acabarán sometiéndose
  todos los pueblos de la tierra, según la promesa hecha a Abraham. Supongo
  que, como a mí, esta creencia del pueblo hebreo de ser el “elegido” y el eje
  del mundo te producirá el respeto que merece cualquiera otra pretensión igual
  de descabellada. Y sin abandonar ese debido respeto, propongo dos reflexiones
  por las cuales yo no sólo no reconozco para nada el Antiguo Testamento, más
  aún, lo censuro y pregunto airado a mi Iglesia cómo puede siquiera atreverse
  a darle cobijo en nuestra doctrina. Estas dos reflexiones son 1.            
  Presenta un Dios terrible (Yahvé), muy distante de la imagen
  de un Padre celestial. Las páginas bíblicas
  están tan saturadas de ese Dios temible que sobra buscar citas para
  atestiguarlo, basta con abrir por cualquiera de sus páginas para toparse con
  el problema. Porque ese tipo de divinidad es un inmenso problema. Si le
  preguntas a alguien sobre la existencia de Dios, puede que te diga que no
  cree, pero si le fuerzas a que se sitúe en la hipótesis, por supuesto te dirá
  que, si creyera, sería en un Dios amoroso y magnánimo, un “padrazo”. Una de
  las razones del ateísmo es precisamente esta imagen del Padre acusador que
  pide cuentas y castiga ferozmente.  Yahvé dirige a su pueblo
  israelita y le regala las Tablas de la Ley para que se purifique, pero lo
  dirige frente al resto del mundo (“… yo
  arrojaré delante de ti al amorreo, al cananeo, al heteo, al fereceo, al jeveo y al jebuseo”
  Ex 34,11) como si, de toda su obra creadora, lo único que le interesase fuese
  la descendencia de un buen hombre, patriarca de una minúscula tribu del
  desierto, llamado Abraham. ¿Y del resto de su Creación, qué? La respuesta
  también está en sus páginas: el resto será sojuzgado por ese pueblo, el
  elegido, sin que sepamos por qué méritos. Por eso Yahvé no duda en intervenir
  en las guerras. Es presentado como un Dios vengativo (“Yahvé se venga contra sus adversarios y su ira es terrible” Na 1,2), como un Dios celoso (“No te arrodillarás ante otro dios, pues Yahvé lleva por nombre
  Celoso, soy un Dios celoso” Ex 34,14), como un Dios inmisericorde (“… por la falta de los padres pide cuentas
  a sus hijos y nietos hasta la tercera y la cuarta generación” Ex 34,7).
  La pregunta adecuada, después de leer estas cosas, es cómo la Iglesia no se
  avergüenza de tanto disparate. 2.            
  No contempla el destino trascendente de la Creación. Todo lo
  contrario, espera un paraíso en la tierra. Todo el Antiguo
  Testamento, con sus profetas, presenta un mesianismo de tejas para abajo que
  nada tiene que ver con el reino espiritual de Jesús: "Mi reino no es de este mundo" (Jn
  19,36) Para el pueblo hebreo, en cambio, el horizonte definitivo se cerrará
  con los tiempos mesiánicos, pero siempre dentro de esta vida. Una mirada tan
  limitada revela un profetismo casero que en absoluto parece inspirado por
  Dios; y en todo caso, una esperanza (con minúsculas) ajena al mesianismo
  lleno de luz de otra realidad más allá del mundo, el reino celestial que
  Jesús proclamó ante Pilatos como su reino eterno. Profetismo y mesianismo judíos La edad de
  los profetas de Israel transcurrió desde el VIII
  hasta el V antes de Cristo, y alrededor de ella se ha tejido un auténtico
  mito de originalidad y exclusividad que en modo alguno se corresponde con la
  verdad. Numerosos estudios recientes han desvelado que el profetismo judío no
  es original, hunde sus raíces en todas las culturas circundantes: Mesopotamia, Fenicia, Grecia, Canaan,
  y especialmente en Egipto, que es considerado la fuente de todos los
  profetismos antiguos. En todas estas grandes culturas del mundo antiguo hay
  elementos que el pueblo hebreo asimiló e hizo suyos, como es cosa ya habitual
  en todos los aspectos en el Antiguo Testamento. Sin embargo, ninguno de esos
  profetismos antiguos presentó algo como lo que tanto inmortalizaría luego al
  hebreo, la universalidad de Jesús de Nazaret. Alrededor
  del término “profeta” se ha construido una auténtica montaña hueca que nada
  tienen que ver con la realidad a la que se refiere. Profeta es palabra
  derivada del griego profetes, que
  significa literalmente locutor,
  es decir, persona que habla, pero que no es el autor de lo que habla, sino
  que se limita a repetir lo que es cosecha de otro. Locutor se dice de
  aquél que pone solamente la voz, no la idea. Referido al tema que nos ocupa,
  queda claro que profeta es
  aplicable a quien pone voz a lo que la divinidad le inspira. En este mismo
  sentido se dice en hebreo nabii, que significa el que ha sido
  llamado, el que cumple la misión
  de enlace entre Dios y los hombres, el “locutor” de Dios. El precedente en la
  antigüedad eran los sacerdotes y pitonisas de los templos que recibían
  oráculos de los dioses. El profeta,
  por tanto, es un iluminado que recibe inspiración divina de cualquier signo,
  pero resulta obvio aclarar que Dios no se entretiene en adelantar el futuro
  al hombre, porque eso, además de un ejercicio absurdo y contra natura, sería
  coartar la libertad. Si Dios desvelase el futuro estaría reduciendo, aún más
  de lo que es, la precaria libertad humana. La locución que Dios pueda
  dirigirte, a través del profeta, estará siempre encaminada a tu
  perfeccionamiento, lo cual, salvo excepciones, no se consigue desvelando lo
  que está por venir. Los profetas, por tanto, no son adivinos de nada, como la
  gente cree, son aquellos elegidos a los que Dios ilumina con la verdad con el
  fin de que desentierren la corrupción en que se mueve la sociedad de su
  tiempo, el pecado generalizado, la banalidad de las costumbres, la idolatría
  de la carne, la explotación del hombre por el hombre….  Esto es
  genuinamente un profeta, un fustigador de la sociedad de su tiempo, un
  testigo de Dios en medio del pueblo. Sin embargo, el significado que se ha
  venido en dar a esta capacidad de recibir oráculos divinos es, precisamente,
  la que antes he descartado, la que se refiere a la premonición de sucesos
  futuros, profecía como sinónimo de “pre-decir”, de
  conocer por adelantado el porvenir, profeta igual a adivino. Y el triste
  origen de esta dislocación del significado se debe al empecinamiento en ver,
  en los textos del Antiguo Testamento, una continua premonición del futuro,
  cosa que en absoluto es cierta (enseguida lo verás con algunos ejemplos),
  pero que ha acabado por consagrar el error de concepto. El origen está en la
  historia sagrada del pueblo judío y en su desafortunada asunción por el
  cristianismo. Profetismo no es igual a premonición, es igual a denuncia de
  las corrupciones temporales. El profeta no predice el futuro, fustiga a la
  sociedad de su tiempo. Una
  característica inseparable del profeta es la convicción profunda de haber
  sido llamado para esa misión. Isaías, el mayor de los profetas judíos después
  de Moisés, así lo explica en Is 6,1-13; si bien con
  la particularidad de que dice haber sido llamado por el “Yahvé de los Ejércitos”,
  y resulta obvio que Dios (Yahvé) no es caudillo de ningún ejército. Debido a
  esa tan dura misión de denuncia, el profeta, a los ojos de sus coetáneos,
  suele convertirse en un personaje molesto, incluso odioso, conciencia y
  espejo social que a nadie gusta y que le conduce a la soledad, el rechazo y
  la incomprensión. Son famosas las quejas del profeta Jeremías en este
  sentido. Tienes, así, las cuatro características propias del profeta: 1.            
  El elegido que habla en nombre de Dios es un iluminado en cuanto que recibe la
  verdad, y es un profeta en cuanto
  que la transmite al pueblo. Todo profeta, por tanto, es un iluminado previo;
  pero no todo iluminado es un consiguiente profeta, sólo aquél que es
  impulsado a esa misión irrenunciable. 2.            
  La iluminación no se recibe inadvertidamente. Todo profeta
  tiene conciencia clara de ser profeta y de su misión. 3.            
  El lenguaje de Dios es claro y conciso. Ninguna “verdad”
  envuelta en términos ambiguos, oscuros o crípticos es profecía ni su autor es
  profeta. 4.            
  El mundo no ama la luz ni la conciencia que Dios envía. Todo
  profeta es rechazado en su tiempo. Ser profeta no es
  ser santo ni ser adivino. Ser profeta es sólo ser voz enviada por Dios para
  denunciar la corrupción de su tiempo. El penúltimo punto es clave del tema, porque la historia está
  llena de pretendidas profecías que no lo son. Quien verdaderamente goza de
  iluminación queda enteramente poseído por el mensaje, diáfanamente
  poseído, de manera que sabe que le viene de Dios y no es capaz de vestir la
  idea que recibe de nada, y menos de oscura retórica. El contraste abismal
  entre la sencillez de los Evangelios y la pródiga verborrea del Antiguo
  Testamento es una prueba irrefutable de esto que digo. La verdad siempre es
  precisa, escueta, preñada de significado y amiga de pocos rodeos, como era el
  hablar sentencioso de Jesús, independientemente de que utilizase imágenes y
  parábolas adecuadas a la cultura de su tiempo. El lenguaje de una profecía ha
  de ser rotundo, sin ambigüedades, porque es así como corresponde a una iluminación
  de Dios y porque, si fuera dudoso e interpretable, cualquier mentira podría
  ser profética. El recurso de exponer lo pretendidamente profético de forma
  enigmática y velada sirve para que pueda ser siempre acomodado a la verdad
  que se pretende, aunque sea con calzador.  Un ejemplo
  que clarifica este papanatismo tejido sobre la veracidad de las profecías es
  la reflexión de Pascal (Pensamientos, 523), “Las profecías sólo se entienden
  cuando se ven luego las cosas acaecidas”. Además de confundir profecía con
  adivinación, Pascal se equivoca porque parte de una verdad inamovible para
  él, aunque falsa: que los hechos que anuncian las profecías son ciertos
  aunque se presenten con lenguaje misterioso, y por eso no le importa que no
  sean inteligibles hasta que se producen los hechos. Pascal se equivoca, es
  justamente al contrario: un lenguaje ambiguo siempre es signo de una verdad
  falsa, y más si es en forma de profecía sobre hechos futuros. Sólo de esta
  fraudulenta manera, tanto si el hecho luego se cumple como si no se cumple,
  en cualquiera de los dos casos la profecía parecerá válida: si se cumple,
  porque estaba predicho, y si no se cumple, porque se considera tan misteriosa
  la predicción que no se ha sabido interpretarla. Pero es que profecías que cumplan esta necesaria condición de ser
  claras y terminantes prediciendo sucesos futuros nunca han existido. La
  retórica oscurantista del A. Testamento constituye el ejemplo más extenso de
  ello, y Nostradamus el ejemplo más desvergonzado.
  Las profecías son otra cosa que, en la inmensa mayoría de los casos, nada
  tiene que ver con el futuro. Desde Isaías hasta Zacarías, pasando por
  Ezequiel, todos ellos han sido un vivo ejemplo del hombre diferente al común,
  rechazados precisamente por ello dentro de su pueblo, verdaderos locos que
  tuvieron la osadía de fustigar a la sociedad en masa por su clara desviación
  de la verdad. En esto fueron hombres de Dios y profetas en su tiempo, pero
  nunca por haber predicho con exactitud nada entonces oculto, en lo cual
  insistieron y no acertaron. Ejemplos de lo primero los encontrarás en cada
  página de la Escritura; de lo segundo, baste con la siguiente muestra de esa
  elasticidad engañosa de las palabras tenidas por premonitorias.  ·              
  Cuando Babilonia estaba todavía en su esplendor, Isaías vaticinó
  su destrucción, sin dar más datos al respecto que sería obra de los medos y
  que dejarían tierra arrasada, al estilo de Sodoma y
  Gomorra (Is 13:19-22).  Este tipo de vaticinios
  está al alcance de cualquiera. Si yo hubiera nacido en el XVI,
  en vez de en el XX, también podría haber augurado
  la caída de nuestro Imperio Español sin dar fecha concreta ninguna y hubiera
  acertado, porque es ley natural que todo lo que está en su cenit ha de
  venirse abajo algún día. Para eso no hace falta llamarse Isaías ni ser
  profeta. Caso distinto sería si Isaías hubiera situado el suceso con alguna
  aproximación en el tiempo (ocurrió dos siglos más tarde) o si hubiera tenido
  acierto en la autoría, porque quien entró vencedor en Babilonia fue Ciro con
  su ejército persa, aunque dentro del mismo hubiera, entre otros, también
  soldados medos. Para tratarse de un oráculo divino contiene demasiados
  errores. Pero en lo que falla estrepitosamente es en el tinte apocalíptico de
  la destrucción, porque cuando Ciro entró vencedor, tal aniquilamiento, estilo
  Sodoma y Gomorra, no se
  produjo en absoluto, según la historia. Como Isaías no podía
  equivocarse (¡faltaría más!), siempre hay alguna explicación a mano para
  justificar el acierto. En este caso se argumenta que los profetas utilizaban
  los mismos esquemas convencionales que eran usados en la historia de
  entonces, de manera que lo que debe interpretarse, según ellos, es que el
  profeta auguró la caída del imperio babilónico, si bien lo revistió con los
  colores de un arrasamiento total que no se produjo, pero que era lo que solía
  acontecer en las conquistas de la época. Este modo de vaticinar “conforme a
  lo usual” es propio de un adivino callejero, pero en un profeta que pretende
  haberlo recibido en un oráculo, pone en duda qué clase de divinidad es la que
  le iluminó de forma tan deficiente. ·              
  Sobre la futura llegada del
  Mesías, Miqueas
  (5,1-2) profetizó que “Belén nos dará
  el que ha de gobernar” y habló de “aquella
  que alumbrará ese hijo”, pero no dijo cuando. -               
  Isaías (7,14) también predijo “La
  joven está embarazada y da a luz un varón”, pero situando el hecho como
  inminente. -               
  Estas metafóricas y bellas palabras, tan imprecisas, son las que se
  requieren para poder ser interpretadas luego cómo se quiera.  -               
  Según los hebreos, esa “joven embarazada que alumbrará un Salvador”
  simbolizaba al pueblo, del cual surgiría algún día el Mesías; pero, según los
  cristianos, no simbolizaba nada, se refería textualmente a la Virgen.  -               
  Por otra parte, la “inminencia” de Isaías ha diferido, respecto al
  nacimiento de Jesús, ocho siglos, y respecto al Mesías judío, todos los
  siglos, puesto que nunca ha llegado hasta la fecha. -               
  Y por último, el nacimiento del Nazareno en Belén (en cumplimiento
  de la profecía de Miqueas), en vez de en Nazaret,
  ha sido severamente refutado por los exegetas (lo trataré en El Jesús histórico) ·              
  Sobre el trono de Jerusalén, Natán
  profetizó que en el mismo siempre estaría sentado un descendiente de David (2
  Sm 7,4-16) y que todos ellos gobernarían con
  sabiduría y justicia. El vaticinio no pudo ser más desastroso. El pueblo
  judío esperaba la llegada del Mesías, entre otras razones, para que acabase
  la corrupción permanentemente instalada en esa misma historia palaciega tan
  ejemplar vaticinada por Natán. Como se ve, un recurso para no fallar,
  en esto de las predicciones, consiste en no fijar el cuándo, como hizo Miqueas, con lo cual se evitó el descalabro de
  Isaías. Pero otro recurso, no confesable, consiste en “predecir” hechos ya
  acontecidos y, por tanto, conocidos. Este sistema infalible consiste en
  situar el autor su vida en un momento histórico anterior a aquél en el que
  realmente vive, fingiendo así que el libro ha sido escrito siglos antes. De
  este modo tenemos nada menos que el Libro de Daniel. El autor narra su propia
  biografía supuestamente como exiliado en Babilonia en el
  siglo VI a.C. pero resulta que ninguno de los profetas de ese tiempo le cita
  y, además, el texto está lleno de vocablos persas y griegos, lo cual
  demuestra que realmente vivió después de las invasiones de Ciro y de Alejandro
  Magno. Por consiguiente, según los exegetas, el libro debió ser compuesto en
  el siglo II a.C, no
  cuatro siglos antes. Pero, a pesar de semejante fraude, nadie todavía lo ha
  desterrado de la Escritura y, con él, la Escritura entera. Hay un rasgo común en los profetas testamentarios que es
  claramente sospechoso. Todos comienzan asegurando que el oráculo de turno lo
  han recibido mediante visiones, audiciones, etc, y
  como esta reiteración suena efectivamente a sospechosa, los que se dedican
  con tanta benevolencia al estudio del Antiguo Testamento suelen decir que
  esto es sólo un modo de hablar, una costumbre de la época que no debe tomarse
  al pie de la letra; dicen que quiere indicar simplemente que lo que sigue es
  transmitido por inspiración divina. Esta explicación tan forzada lo único que
  acredita es que quien la hace parte de la convicción predeterminada de dar
  por cierto el oráculo, de manera que siempre encuentra a mano algún
  argumento, por increíble que sea, para razonar la veracidad del mensaje. Ese esfuerzo exculpatorio de los eruditos oficiales resulta
  inútil. La fórmula de las supuestas visiones y audiciones divinas revela una
  pretensión de autenticidad que sobraría si realmente fuera auténtico el
  mensaje. Cuando el profeta es auténtico, recibe una certeza que permanece
  oculta a los demás mortales, pero simplemente la recibe en su conciencia por
  iluminación divina, de manera que todo aquel que comienza con ese tipo de
  fórmulas “tuve una visión”, “escuché una voz que me decía”, “un ángel me
  dictó”, lo más probable es que se trate de un impostor (aunque siempre sin
  olvidar que las actuaciones de Dios son impredecibles). ¿Ha existido verdaderamente, por parte de los llamados profetas
  testamentarios, auténtica intención de fraude en este aspecto de las
  premoniciones? La cuestión no debe inquietarte, pertenece a una cultura tan
  lejana como ajena. Pero la impresión es que no, la impresión que da es que se
  afanaban en relatar ideas, más o menos inauditas, siempre tocadas de un
  misterioso halo de trascendencia, simplemente porque era el modo de escribir
  entonces, porque interpretaban que era el papel que les correspondía y porque
  así aparejaban mejor las exhortaciones que dirigían a sus conciudadanos. Ese
  lenguaje simbólico, grandilocuente y preñado, sin duda impresionaba a las
  gentes de su tiempo, aunque hoy se vea cómo realmente es, fantasioso y
  ridículo. Niego en rotundo la trascendencia que se ha dado al papel de los
  vaticinios proféticos en la Escritura, no lo considero otra cosa que un
  renglón más en esos textos tan poéticos y tan arcanos de un pueblo sin duda
  singular, el pueblo hebreo; y deploro, por supuesto, la asunción de esa
  historia ajena por parte del cristianismo. Las predicciones
  del Antiguo Testamento o no son diáfanas o no se han cumplido. Sólo se han
  “cumplido” las primeras, las no diáfanas, las interpretables, es decir, las
  falsas. Aquí me imputarás si con estas afirmaciones tan escandalosas
  pretendo enmendar la plana al propio Jesús, que siempre pareció aceptar todo
  ese profetismo anterior de su pueblo. Quizás te gustaría recordarme el
  momento más representativo de esa aceptación, ese día en el que Jesús había
  vuelto a su tierra, había entrado en la sinagoga con todos y, después de leer
  la profecía sobre el Mesías, cerrando el libro y sentándose afirmó con toda
  naturalidad: “Acaba de cumplirse ante
  vosotros esta escritura que acabáis de oír” (Lc
  4, 21). La situación debió ser dramática. Refiriéndose a la anunciada llegada
  al mundo del Mesías esperado, Jesús sorprende a todos diciendo que ya nada
  hay que esperar, porque ése es él. Te preguntarás, entonces, cómo puedo yo
  atreverme a desvincular a Jesús de una historia profética que él mismo
  pareció reconocer. Tratándose del Misterio
  (Jesucristo), nada puede afirmarse con toda seguridad. Ésta es la primera
  verdad a tener en cuenta. Pero consta que el Maestro nunca quiso aparecer
  como punto de ruptura con la cultura de su pueblo, y que ese principio de
  preservar la tradición le guió claramente en su etapa de predicador. Mas
  también es cierto que hay materias en las que no cabe explicación lógica si
  no se supera esa apariencia de mero predicador judío. En este supuesto que
  ahora nos ocupa, ya no se trata tanto de poner en duda la veracidad de las
  palabras puestas en boca de Jesús por los evangelistas (que también cabe), se
  trata más bien de poner en duda, a veces, la interpretación superficial que
  se hace del verdadero significado que tienen esas palabras.  ·              
  Siempre he mantenido que,
  cuando Jesús parecía aceptar el profetismo anterior, no era porque
  admitiese ser el Mesías profetizado, sino porque él era realmente el único
  Mesías de Dios, aunque nada tenía que ver con el de la profecía. Puede que
  suene parecido, pero son dos cosas muy diferentes. Jesús aceptaba solamente
  el fondo veraz de esa pretensión (ser el Mesías), pero eso no conlleva que
  aceptase ser el Mesías concreto esperado por el pueblo. Sus palabras “... Esto acaba de cumplirse ante
  vosotros....” significan lo que literalmente dicen “Yo soy el Mesías y
  estoy ante vosotros”, sin necesidad de entrar a discutir que el verdadero
  Mesías (o sea, él) nada tenía que ver con el que ellos esperaban. Esto es algo más que una interpretación particular, es que hay
  pruebas fehacientes de ello en la propia Escritura. En varios pasajes se pone
  de manifiesto que nunca toleró que le identificasen con el Mesías esperado
  por Israel; es más, llegó a prohibir expresamente a sus discípulos que así lo
  hicieran. Jesús de Nazaret, a estas alturas, aún
  sigue siendo el Gran Desconocido,
  en parte por su naturaleza divina, desde luego, pero también en parte por una
  triste causa: no haber sabido el cristianismo desprenderse de la sofocante
  herencia judía, a lo cual tanto ha contribuido el testimonio de los
  Evangelistas. Los teólogos, sin embargo, siempre encuentran algún resorte, a
  veces pueril, como en este caso, para explicarlo todo. Es común entre ellos
  la explicación banal de que, si Jesús hubiera aceptado ser el Mesías esperado
  en la Escritura, le habrían ajusticiado de inmediato, como así hicieron la
  triste noche de la comparecencia ante el Sanedrín; con lo cual, según los
  teólogos, se habría truncado su misión en el mundo antes de tiempo. Causa
  estupor oír estas cosas. Ya es habitual que los teólogos, cuando hablan de
  Dios, se olviden de que están hablando de Dios, no de un hombre cualquiera, y
  olviden que el destino en la tierra del Dios hecho hombre, por ser Dios, no
  hubiera podido nunca ser torcido por la voluntad de los hombres. Disparates
  de este tipo hay todos los que quieras entre los eruditos de carril. La prueba de lo que digo está en el propio pasaje citado antes.
  Cuando tuvo la osadía de asegurar “...
  esto acaba de cumplirse ante vosotros....”, efectivamente tuvieron la
  idea de lincharle. Dice el Evangelio que lo arrastraron hasta un precipicio
  para despeñarlo, y a continuación aclara “Pero
  aún no había llegado su hora y, pasando por medio de ellos , se marchó” (Lc 4, 27). Más claro y terminante, imposible. Jesús
  podría haber reconocido desde el principio que era el Mesías, y no por eso le
  habrían ajusticiado antes de cuando correspondía hacerlo, conforme a los
  planes de Dios. Por tanto, la cuestión vuelve a quedar en el aire: ¿Por qué
  no lo reconoció desde el principio durante las predicaciones? ¿Por qué lo
  ocultó hasta la noche de la Pasión? La respuesta es sólo una: porque él no
  era el Mesías judío esperado por su pueblo, porque él era el Mesías real, el
  único, el de la Pasión. Jesús jamás se declaró a sí mismo el Mesías judío, y si lo
  hubiera hecho no habría precipitado la Pasión. Está escrito: “Pero aún no
  había llegado su hora y, apartando a la gente, se marchó” (Lc
  4, 27). El
  mesianismo, en cuanto pórtico de lo trascendente, ha sido siempre una
  realidad universal, una necesidad verdaderamente “genética” del hombre, del
  hombre de todos los tiempos y culturas. La humanidad esperando un enviado
  liberador de la esclavitud del mundo, no se trata de una peculiaridad propia
  del pueblo hebreo, como se ha venido en señalar. En un papiro descubierto en Carhak, a finales del siglo pasado, se presenta a un mesías egipcio como salvador del pueblo,
  y en el Valle de los Reyes, en la tumba de Nefertari,
  hay una inscripción en forma jeroglífica que habla de un salvador de Egipto,
  también conocido mediante oráculos divinos. Lo que quiero señalar con esto es
  que el mesianismo, en cuanto característica propia del pueblo israelita, no
  es cierto, el mesianismo es universal.  Se ha
  pretendido resaltar la original personalidad de Israel en relación a los
  demás pueblos de su entorno, en cuanto a ser poseedor de una especial sensibilidad
  hacia lo religioso, como, en otro orden de cosas, la especulación filosófica
  tuvo una especial sensibilidad en el pueblo griego. Pero esta bella teoría se
  halla en contradicción con los datos concretos que aparecen en la propia
  Biblia, en la cual los autores acusan al pueblo “elegido” de ser reacio a
  toda elevación espiritual. Y parece cosa fundada, puesto que el pueblo hebreo
  es semita y los pueblos semitas suelen ser sensuales y materialistas.
  Inclinación innata a la espiritualidad habría que buscarla en pueblos del
  Extremo Oriente, no el semita. También se
  dice que el centro del Antiguo Testamento es la esperanza en el Mesías, que todo el Antiguo Testamento gira
  en torno al mesianismo. Y esto es rigurosamente cierto, sin que por ello se
  contradiga lo anterior. Lo que ya no es cierto es que, de tal verdad, se
  extraiga otra que no lo es, a saber: que el pueblo judío es intermediario entre Dios y la humanidad, que es un pueblo sacerdotal y una nación santa. Esta atribución es completamente gratuita y la desmiente la
  propia Escritura, porque lo que espera ese pueblo,
  pretendidamente embajador de Dios en el mundo, es justamente lo contrario,
  espera un Mesías radicalmente judío y triunfante, que ensalzará el judaísmo
  sobre las demás naciones, que sojuzgará a los demás pueblos. Por otra parte,
  el embajador que ha difundido el monoteísmo por el mundo, y además el
  monoteísmo de un Dios de todos por igual, ha sido el cristianismo, no el
  judaísmo. Ese mesianismo judío esperaba (y espera) una nueva era con la
  llegada, al fin, del Mesías, una era maravillosa de felicidad y bienes sin
  cuento, en la que, por supuesto, desaparecerán la injusticia y hasta el
  pecado; en una palabra, el Edén de nuevo…. pero en el mundo, siempre en el
  mundo que conocemos y habitamos. Es la llamada “nueva era mesiánica”. Isaías
  saluda a la nueva Jerusalén así, hablando por boca de Yahvé: “Y
  tenderé mi mano sobre ti, y purificaré en la hornaza tus escorias..., y te
  llamarán entonces ciudad de justicia, ciudad fiel”, y la describe en numerosos pasajes como
  nueva era llena de paz y bienaventuranzas: “… el lobo habitará
  con el cordero, el puma se acostará junto al cabrito, el ternero comerá al
  lado del león y un niño chiquito los cuidará…”  (Is 11, 6). Como ves,
  los profetas hebreos no gustan de las recompensas espirituales en el más
  allá, después de la muerte. Predicen un futuro feliz, pero siempre aliñado
  con el tiempo del mundo y con la materia, nada de trascendencias.
  Desaparecerá el pecado, se instaurará el reinado integral de justicia y
  santidad en sus ciudadanos y Yahvé los colmará de bendiciones temporales sin
  cuento. En los vaticinios mesiánicos, Israel aparece como el centro político
  y religioso de todo el mundo. Esto arranca ya desde la bendición a Jacob: "Te servirán los pueblos, y las
  naciones se postrarán ante ti." En Is
  49,23 aparece plásticamente reflejada esta bendición “celestial” que, además
  de puramente temporal, coloca a Israel como centro y medida del mundo
  mundial. Así es la fantasía ególatra de este pueblo. El Jesús
  histórico ¿Qué dice la
  ciencia sobre Jesús de Nazaret? Por supuesto que te
  traerá sin cuidado si eres un hombre de auténtica fe. Si es así, tú conoces
  plenamente la verdad y la ciencia no es competente para llegar hasta donde tú
  has llegado, estás muy por encima, puesto que conoces de forma directa
  sin recurrir a pruebas ni análisis. Pero qué duda cabe de que también puedes
  asomarte, aunque únicamente sea por curiosidad, a lo que los estudiosos dicen
  del objeto de tu fe. Pues bien, hasta hace no mucho tiempo todavía había
  quienes negaban la existencia real de Jesús de Nazaret,
  considerándolo sólo una figura mítica de culto, como tantas otras de la
  antigüedad. Hoy día ningún historiador que se precie se atreve a sostener tal
  tontería. El interés y la investigación sobre la grandiosa figura de Jesús de
  Nazaret han puesto de relieve los datos suficientes
  para admitir la autenticidad del personaje histórico, al margen, por
  supuesto, del testimonio evangélico, que nunca puede ser objeto de ciencia. No vayas a pensar,
  sin embargo, que la historia está repleta de referencias al Nazareno y que
  por eso ya todos los estudiosos se ven obligados a admitir su existencia
  real. En absoluto. Los testimonios de los historiadores de la época son
  escasísimos y además consisten en citas casi “de pasada”, como quien hace una
  lacónica concesión a un personaje poco relevante. Pero esto no debe
  extrañarte ni inquietar tu fe, es cosa completamente normal. Si Jesús pasó
  desapercibido en su tiempo y fuera de su entorno geográfico, estos son
  motivos más que suficientes para que pasara desapercibido a los ojos de un
  historiador, sólo los justos para dejar constancia de su existencia y nada
  más. Las citas históricas son las siguientes: ·              
  Plinio el Joven, en el siglo II, en una carta al emperador Trajano, habla de los
  cristianos como “… los que cantan
  himnos a Cristo, casi Dios, según dicen.” ·              
  Suetonio, también en el II, menciona a los cristianos y, en otro pasaje, a un
  agitador, un tal “Chrestus”
  (que se estima una deformación de Christus). ·              
  Tácito, en el mismo siglo II, es
  el que hace una alusión más clara al referirse a las persecuciones de Nerón.
  En sus Anales (15:44:2-3) habla de los cristianos como los seguidores de un
  tal “Cristo, que en época de Tiberio
  fue ajusticiado por Poncio Pilato”. ·              
  Y por último, además de estos tres anteriores romanos, el
  historiador judío Flavio Josefo se ocupa de Jesús
  en dos pasajes. En el primero (el 18,63 de Antigüedades judías) lo hace de
  una forma muy favorable, pero de cuya autenticidad se duda hoy en el sentido
  de haber sido, quizás, añadido por copistas cristianos. El segundo pasaje
  (20,200 del mismo texto), habla de la lapidación de Santiago, al que
  identifica como hermano de Jesús. Como ves,
  poquísima cosa. Y si a esta precariedad de testimonios unes el escaso valor
  que la ciencia da a la única fuente abundante, la de los evangelistas, seguro
  que te preguntarás: ¿Cómo es posible? ¿Cómo tan poco caudal ha anegado tanto
  el mundo? ¿Dónde y cuándo se ha producido esta multiplicación tan impensable
  de panes y peces? Ya te previne al
  encabezar el capítulo así, El Misterio.
  Jesucristo, porque Jesucristo constituye un misterio en todo, en su
  significación y en su literalidad humana. Pero si abres la escritura por el
  13,31-32 de Mateo o por el 4,30-32 de Marco, encontrarás la respuesta a este
  enigma:  ·              
  Jesús y su Reino de los Cielos son exactamente eso, como el grano de mostaza que se hace inmenso
  desde la nada. Eso es lo que contaba en su parábola para hacerse entender por
  aquella gente ruda. Si hubiera hablado hoy, seguramente habría sustituido el
  grano de mostaza por el Big-Bang,
  la explosión de un simple punto desde el que se ha generado todo el universo.
  Así eran Él y su Reino de los cielos, como un incendio que se provoca a
  partir de una humilde chispa, y así ha incendiado el mundo. La chispa que en su tiempo pasó desapercibida para el mundo
  y luego lo incendió no podía ser otra que el Gran Misterio (Jesucristo). Para
  situarle en la historia tienes que recurrir, por tanto, a los textos
  sagrados. Solamente las fuentes cristianas proporcionan suficiente
  información sobre la figura de Jesús de Nazaret y,
  obviamente, no pueden ser tomadas como rigurosos documentos históricos, dado
  que constituyen testimonio de parte interesada. Ese conjunto de fuentes
  cristianas reconocidas por la Iglesia está constituido por los tres
  Evangelios sinópticos (Mateo, Marcos, Lucas), el Evangelio de Juan, las
  epístolas de Pablo y algunos de los Evangelios llamados apócrifos. Pero
  siempre hay que tener presente que la génesis de estas fuentes fue larga y
  laboriosa, pasando por las fases de compilación, redacción, copia y
  traducción a lo largo de un siglo después del paso de Jesús por el mundo, y
  en un proceso tan sumamente largo y prolijo es inevitable que la imagen del
  Cristo haya quedado hondamente desfigurada. ·              
  Primero fue la tradición oral, obviamente. Las primeras comunidades
  cristianas no paraban de transmitir las experiencias vividas junto a Jesús de
  Nazaret. ·              
  Surgieron así las primeras redacciones sueltas en arameo y en
  hebreo, que más tarde fueron reunidas en dos grandes textos, uno de relatos y
  otro de “dichos y palabras”, pero en los que nunca dejaron de añadirse nuevos
  testimonios. ·              
  Según los investigadores
  modernos, llegó a confeccionarse una compilación muy general, conocida hoy
  como documento “Q”, que sirvió de base para los sinópticos, especialmente
  para los de Lucas y Mateo. ·              
  Los Evangelios, como tales, no aparecieron hasta los años 70 después
  de la muerte de Jesús, y el de Juan aún más tarde, en el 95, ya muerto el
  apóstol. ·              
  Todos ellos fueron escritos en griego, que era la lengua común usada
  dentro del Imperio Romano. El latín solamente se usaba como lengua oficial y
  administrativa. ·              
  La forma actual en que los conocemos es del siglo II, en el que fueron traducidos del griego al latín. ·              
  Las copias más antiguas que se conocen de los Evangelios son del
  siglo III, en Egipto, manuscritas en papiro.
  Manuscritas en griego sobre pergamino se conocen más de 2.000 copias. La
  primera impresión por Gutenberg fue en 1456. Por tanto, entre la tradición oral,
  después la redacción primera de los documentos fuente en arameo y hebreo,
  luego la unión en otros documentos compilatorios, más tarde la redacción de
  los evangelistas en griego y, por último, la traducción al latín, el camino
  es tan largo y tortuoso que ofrecen muy poca garantía histórica. Queda claro que el conjunto del Nuevo Testamento es una obra de
  raíz popular, gestada por los propios seguidores del Maestro con carácter
  apologético y dirigida a difundir el cristianismo. No es, por tanto, un libro
  de historia en sentido estricto, como no podía ser de otra forma, puesto que
  Jesús se desenvolvió en un ámbito rural y marginado, totalmente alejado de la
  cultura. Y ha sido precisamente este carácter extrahistórico,
  unido a lo aparentemente inverosímil de la encarnación humana de Dios y a las
  contradicciones internas de los Evangelios, lo que más ha motivado al ateísmo
  para rechazar esta obra. No obstante
  y a pesar de todos los inconvenientes anteriores, debes tener en cuenta que
  el hecho de que no pertenezca a lo que científicamente se considera historia
  no significa que su contenido no sea realmente histórico, es decir, no
  significa que lo que relata no sea cierto. Obviamente, a Dios no se le ha de
  buscar dentro de lo científicamente correcto; más aún, su modo de
  manifestarse va más allá de lo verosímil, lo natural y lo lógico. En otro
  caso no sería Dios, sería uno más de los hombres. Por otra parte, los libros
  evangélicos presentan otros rasgos esenciales que los convierten en obras
  plenamente aceptables:  1.     
  Sitúan la narración dentro de un marco, tanto social como
  histórico, que es del todo verídico. Nada en ellos contradice los perfiles
  tradicionales y culturales del pueblo judío en aquel momento histórico.  2.     
  Presentan una biografía personal congruente en su conjunto,
  homogénea en el fondo de las actuaciones y los sucesos, si bien esto no evita
  frecuentes contradicciones que serán la materia del apartado siguiente El Misterio en manos de los evangelistas. 3.     
  Manifiestan ese carácter único que es esencial a efectos de
  aceptar su autenticidad. Me estoy refiriendo al distanciamiento de toda la
  literatura de su época. Ésta sigue un mismo canon de estilo narrativo, el de
  lo fantástico, exagerado y maravilloso, lo cual choca de frente con el estilo
  sobrio y sencillísimo de los Evangelios. Teniendo en cuenta que no es obra de
  un autor culto que hubiera podido buscar, deliberadamente, ese efecto de
  “desmarque” de lo que era lo habitual en la época, esta independencia y
  originalidad en una obra que es de autoría popular, constituye un claro signo
  de su autenticidad y verdad narrativa en lo sustancial. Del
  Jesucristo hombre solamente los evangelistas Mateo y Lucas hablan de él en
  cuanto a los datos de su llegada al mundo. Y aquí se presentan ya los primeros
  problemas, porque ni la fecha ni el lugar son ciertos. Mateo y Lucas
  coinciden en que Jesús nació durante el reinado de Herodes el Grande, y
  Herodes reinó del año 37 a.C. al 4, pero no al 4 después de Cristo, como
  cabría esperar, sino al 4 antes de Cristo. ¿Cómo es posible? La culpa no es
  de Herodes ni de los evangelistas ni del nacido, obviamente, la culpa está
  en  un error de cálculo de un monje del
  siglo VI, Dionisio el Exiguo, que fue quien fijó la división de la historia
  en dos etapas: antes de Cristo y después de Cristo, pero se equivocó a la
  hora de fijar el año de la muerte de Herodes el Grande, posponiéndola unos
  años, y en consecuencia, también la del nacimiento de Jesús. Según esto, el
  Galileo nació unos años antes del año 1 de nuestra historia y fue siempre
  algo mayor de lo pensado. Por lo tanto, ya tenemos como erróneo el año de
  nacimiento. La fecha oficialmente reconocida, 25 de Diciembre,
  también parece un error de la Iglesia. Fue oficialmente proclamada por los
  Padres de la Iglesia en el año 440 d.C, influidos
  por la tradición del día festivo de la Saturnalia,
  que se observaba cerca del solsticio de invierno y que era una de las muchas
  tradiciones paganas heredadas del sacerdocio babilónico. Sin embargo, las cuentas de los estudiosos del texto sagrado
  no coinciden con esto. Partiendo de la anunciación del ángel Gabriel a María,
  de la visita inmediata de María a su prima Isabel, de que ésta se encontraba
  ya en el sexto mes de embarazo y de que todo esto era en la cuarta semana de
  Diciembre del año 3 a.C, se sitúa el nacimiento de
  Jesús sobre el 29 de Septiembre del
  año 2 a.C. Por tanto, quizás Jesús tuviera dos años más cuando comenzó
  su vida pública y cuando murió en la cruz. Pero estos detalles de la fecha y
  el año concretos de su nacimiento carecen de importancia, lo único que debe
  importarte es que nació. Los estudios
  modernos han acreditado que Jesús nació dos años antes de la fecha tenida
  como histórica por la Iglesia, y quizás en torno al día veintinueve de
  septiembre. En cuanto al lugar, como ya he dicho en
  algún momento, parece que no fue Belén, sino Nazaret,
  según han puesto de relieve los estudiosos de hoy. Lo que menos podían pensar
  Mateo y Lucas es que sus bienintencionadas mentiras, cuyo único fin era el de
  encajar a Jesús en las profecías bíblicas (¡Siempre el problema de las
  infalibles profecías bíblicas!), acabarían siendo descubiertas con el tiempo.
  La verdad es tozuda. Esas profecías del A. Testamento decían esto: ·              
  El profeta Natán había asegurado al rey
  David que siempre habría un descendiente suyo en el trono de Jerusalén (2 Sm 7,4-16) y que gobernarían con sabiduría y justicia. ·              
  La realidad, sin embargo, venía demostrando todo lo contrario. En el
  trono se sucedían reyes corruptos, y cada vez que subía un nuevo heredero en Jerusalén,
  el pueblo se preguntaba si sería el ansiado Mesías. Esta es una prueba más
  del crédito que merecen los vaticinios tenidos por proféticos y tan
  incomprensiblemente asumidos por la teología cristiana. ·              
  El profeta Miqueas, en el 500 a.C., completó la anterior profecía en
  el sentido de que ese Mesías tan esperado no nacería en Jerusalén, como todos
  los reyes anteriores, sino en Belén, el pueblo de David. "Pero tú, Belén Efratá, la menor entre los clanes de Judá,
  de ti saldrá el que ha de dominar Israel... Él pastoreará con el poder y la
  majestad de Yahvé su Dios" (Mi 5,1-3). Estos son los datos bíblicos, los
  cuales le plantean al pueblo judío el problema de que tal llegada, anunciada
  como más o menos inminente entonces, aún no se ha producido, después de
  veinticinco siglos; pero al pueblo cristiano no debería plantearle problema
  ninguno si se hubiera mantenido al margen del profetismo judío y de todo el
  A. Testamento, como debería ser. Pero no. El evangelismo se ha empeñado en
  identificar al único Mesías, Jesús de Nazaret, con
  el esperado por Israel, entroncándolo en la leyenda judía, en el“Érase una vez….” con que inicié este
  capítulo. Se ha dado prioridad al contenido de las Antiguas Escrituras por
  encima del significado personal de la figura de Jesús, y esto nos ha metido
  también en el problema, porque ¿cómo justificamos ahora que Jesús, si era el
  mismo Mesías anunciado por Miqueas y esperado por Israel, naciera cinco
  siglos más tarde y, además, en Nazaret, en vez de
  en Belén?  Aquí entra en acción, una vez más, la
  interpretación elástica y acomodaticia, la explicación oportuna para que todo
  esté en orden y justificado. Según la teología cristiana al uso, esta
  profecía de Miqueas, aunque lo parezca con tanta evidencia, no pretendía
  determinar un lugar concreto para el nacimiento del Mesías, no, no; lo dice
  con toda claridad, pero no es eso lo que quería decir, porque los señores
  teólogos han sido capaces de entrar en la cabeza del señor Miqueas y han
  comprobado que su intención era decir otra cosa muy distinta, han comprobado
  que utilizó esas palabras como meros símbolos de lo que realmente pensaba, a
  saber: que era muy conveniente volver a los orígenes, volver a la sabiduría y
  la justicia de David, simbolizada por Belén; o dicho de otra forma, la profecía
  no quiere decir lo que dice, que el Mesías nacería físicamente en Belén,
  aunque lo dice bien claro, sino que el Mesías volvería a instaurar el
  espíritu davídico y belenita. Y así, con este tipo
  de inverosímiles explicaciones llevamos siglos. Todo con tal de no reconocer
  que el profetismo adivino es un fraude y que Jesús, a Dios gracias, nada tuvo
  que ver con el mesianismo judío. Consciente la teología de lo
  insostenible de esta exégesis tan pintoresca, idea, para apuntalarla, otro
  nuevo argumento: no son aplicables a la literatura bíblica los conceptos de
  la mentalidad occidental de hoy, en la cual distinguimos perfectamente entre
  lo histórico y lo literario; aquella era una mentalidad semita, tremendamente
  imaginativa, y no discernía todavía entre los géneros literarios. Esto es
  cierto, claro, es cierto…. pero no hasta el extremo de sembrar confusión
  diciendo una cosa por otra; y sobre todo, es obvio que, para saber
  exactamente qué era lo que el autor semita de entonces quería decir, habría
  que hacerlo desde una mentalidad como la suya, no desde la nuestra, que es la
  del investigador de hoy que afirma estas cosas. El profeta de entonces,
  metido a futurólogo, era un fraude; pero el investigador de hoy, metido a
  médium, también. Todo tiene un límite razonable. Miqueas quiso decir,
  sencillamente, lo que exactamente dijo y que luego nunca se cumplió, y
  ninguna otra cosa quiso decir. Volviendo a la “autoría” y la
  “palabrería”, tan cierto es que el fondo sustancial del relato evangélico es
  verdadero, es decir, que Jesús era el salvador enviado por Dios, como cierto
  es también que el revestimiento verbal es un desastre en cuanto verdad
  histórica. Como casi toda obra literaria debida a muchas manos, está sembrada
  de contradicciones e imprecisiones; pero no sólo eso, es que también aparecen
  datos que demuestran una intencionalidad deliberada. La absoluta seguridad de
  que Jesús era el Mesías (piensa que los apóstoles estuvieron con él después
  de muerto y resucitado, mayor seguridad imposible) les llevó a dejar para la
  posteridad alteraciones en algunos de los hechos transmitidos, sin duda con
  el fin de dar mayor poder de convicción a la verdad de fondo. Es cosa sabida
  que el fin nunca justifica los medios, pero lo hicieron. Lo que no podían
  prever los bienintencionados evangelistas que transcribieron luego esas
  memorias es que la exégesis de otros investigadores, al cabo de veinte
  siglos, descubriera esas pequeñas trampas. Como ejemplo
  irrefutable de lo anterior tenemos el caso del lugar de nacimiento de Jesús.
  Acabo de señalar, poco antes, que nada tiene que ver con lo augurado por el
  profeta Miqueas. Pero entonces, ¿dónde nació realmente? Dos de los
  evangelistas, Mateo y Lucas, afirman expresamente que Jesús nació en Belén.
  Mateo dice " Jesús nació en Belén
  de Judea, en tiempos del rey Herodes" (Mt
  2,1), y Lucas escribe: "Cuando
  ellos (José y María) estaban allí (en Belén), ella dio a luz a su hijo
  primogénito" (Lc 2,6-7). Sin embargo, ya
  aquí aparece una primera y clara contradicción entre ellos. Según Mateo se
  expresa, da claramente a entender que Jesús había nacido en Belén porque sus
  padres vivían allí, ya que, al referirse a la llegada de los Magos de
  Oriente, dice “Al entrar en la casa….”
  (Mt 2,11). En cambio, según Lucas, Jesús había
  nacido en Belén porque sus padres habían acudido a dicha ciudad con motivo de
  un censo (Lc 2.4). 
 Otros datos
  que avalan lo dicho son numerosísimos. Cuando se relata la entrada triunfal
  de Jesús en Jerusalén, la gente lo aclamaba diciendo: "Este es el profeta Jesús de Nazaret"
  (Mt 21,11), lo cual no tiene ningún sentido si no
  fuera cierto, porque, de ser belenita, sin duda que
  habrían dicho “Este es el profeta Jesús
  de Belén”, ya que, de paso, se situarían así del lado de la profecía de
  Miqueas. En el Evangelio de Juan, las palabras de rechazo de Natanael, por causa de no ser Jesús de Belén, son
  incontrovertibles: "¿Acaso de Nazaret puede salir algo bueno?" (Jn 1,46). Y por último, el testimonio más determinante de
  todos, el que sitúa el nacimiento de Jesús en Nazaret
  de forma irrefutable:  ·              
  En una discusión entre judíos sobre el origen de Jesús, se
  le rechaza como el Mesías precisamente por haber nacido en Nazaret, en vez de en Belén, con estas palabras: "¿Acaso va a venir de Galilea el
  Cristo? ¿No dice la Escritura que vendrá de la descendencia de David y de
  Belén, el pueblo de donde era David?". (Juan 7,41-42) Resulta
  obvio que Mateo y Lucas conocían la verdad, de manera que su tergiversación
  era consciente e intencionada, y no hay más que analizar las circunstancias,
  como han hecho los investigadores, para darse cuenta del porqué de esta
  alteración. Marcos no se sintió tentado a cambiar el lugar de nacimiento
  porque sus lectores eran de origen pagano y desconocían la tradición y la
  profecía sobre el nacimiento del Mesías judío, así es que no tuvo motivo
  ninguno para alterar la verdad. En cambio, Mateo y Lucas escribieron más
  tarde y para lectores que eran procedentes del judaísmo. Presentarles un
  Mesías que no era de Belén, más aún, que era de una zona fronteriza y pagana,
  la llamada "Galilea de los gentiles", y de una insignificante aldea
  con mala reputación, Nazaret, resultaba embarazoso
  para su causa. Con tal de convencer al auditorio de la verdad de fondo, la mesianidad de Jesús, cualquier recurso era bueno, aunque
  faltase a la verdad. Esto último,
  contado así, cómo lo he hecho, es disculpable, o al menos comprensible,
  porque constituía una mentira, pero una mentira al servicio de la verdad de
  fondo. Lo irritante es que la Iglesia y sus teólogos no se conformen con que
  sea comprensible la mentira y se obstinen en demostrar que la mentira no
  existe. John P. Meier,
  uno de los más cualificados entre ellos, intenta justificar lo injustificable
  manteniendo que ese dato no debe juzgarse históricamente porque no pertenece
  a un relato histórico, sino teológico; es decir, intenta aplicar aquí también
  el argumento de los géneros literarios que se ha aplicado al Génesis, lo cual
  es inaceptable por lo siguiente:  ·              
  En el Génesis, la falsedad del relato fáctico de la Creación
  es disculpable porque consistió en inventarse un proceso de formación del
  universo que entonces desconocían totalmente, de forma que procedieron a
  suplir con la imaginación los episodios de tal proceso; pero siempre
  presentándolo como obra, en última instancia, de Dios, como todo lo
  existente. Aquí no es ése el caso, no se trata de suplir con la imaginación
  lo desconocido, aquí se trata de haber cambiado intencionadamente un dato
  histórico que sí que les constaba, y además sin necesidad de hacerlo, porque
  podían haber mantenido silencio en torno al origen nazareno
  de Jesús y nada hubiera pasado. Lo que demuestra este episodio es el empeño
  en tergiversar la verdad con el afán de presentar al Mesías como el mesías esperado por Israel. En efecto, Nazaret era una aldea insignificante y de mala fama, tan
  insignificante que en el Antiguo Testamento no se la menciona nunca. Incluso
  el libro de Josué, que describe toda la región de Galilea (Jos 19,10-16), no hace mención de Nazaret.
  Un dato más garantista: el historiador judío del
  siglo I Flavio Josefo, al relatar las guerras
  judías contra los romanos, llega a citar 54 ciudades galileas, pero entre las
  54 no aparece Nazaret. Todavía hay más: el Talmud, antigua colección de escritos judíos, hace una
  lista de 63 ciudades galileas en la que tampoco aparece Nazaret.
  ¿Cómo admitir que Jesús había nacido en semejante lugar y no en el
  profetizado? El nacimiento del Mesías fuera de Belén y, para mayor escarnio,
  en semejante aldea, produciría escándalo y rechazo inmediato. Fueron
  incapaces de caer en la cuenta de que Jesús nada tenía que ver con el Mesías
  judío y que quiso ser un marginado en todo, incluido el lugar de nacimiento. La obsesión por encajar al Mesías en las profecías judías
  llevó al evangelismo al extremo de alterar intencionadamente el lugar de
  nacimiento. El Nazareno era de Nazaret, no de
  Belén. El Jesús
  bíblico Lo primero
  que se requiere en cualquier predicador es solvencia moral, la solvencia que
  se deriva de una vida ejemplar. Si vuelves la mirada sobre los grandes hombres que han dirigido la humanidad a su destino
  espiritual, los grandes profetas, en todos ellos encontrarás el mismo
  testimonio de vida. Pasaron por el mundo en la pobreza, en la castidad, en el
  sentido de la dignidad, en la palabra de paz y perdón, en el abandono de su
  voluntad y renuncia a su vida, en la fe en lo trascendente y en el valor para
  denunciar a la sociedad. Así han sido los grandes profetas, con independencia
  de que acertasen o no en encontrar a quien con tanto ardor buscaban, a veces
  incluso sin saberlo, al Dios único. Para comprender esto último, haz el siguiente
  ejercicio: lee primero la vida de Jesús, de Buda, de Confucio, de los
  profetas judíos, y lee a continuación la de aquel otro “profeta”, Mahoma,
  cuya vida fue tan opuesta, consumida al servicio de la carne, del poder y de
  la guerra. Comprenderás que era un impostor, a pesar de que su rastro pervive
  en el tiempo con tanto éxito. Su vida personal no dio testimonio de su
  pretendido cometido. Occidente sigue escandalosamente ciego ante esta verdad
  innegable, Occidente ha abierto sus puertas al impostor, ha permitido sembrar
  de minaretes el cielo de sus catedrales, ha dado hospedaje a la cizaña, y la
  cizaña invadirá la casa. ¿Y la Iglesia? En ayunas. Lleva quince siglos
  incapaz de reconocer al Falso Profeta, como lleva más de uno incapaz de
  reconocer a la Bestia Democrática de Occidente. “Os perseguirán, seréis azotados en las sinagogas y compareceréis
  ante gobernadores y reyes por mi causa” (Mc
  13,9). Estas palabras de Jesús sobre la persecución a los cristianos,
  anterior al fin del mundo, ya han comenzado a cumplirse con la invasión de
  los enemigos comunes del cristianismo: el fanatismo envidioso de las masas
  descreídas y el fanatismo de las masas islámicas. La izquierda fanática ha
  puesto de moda la persecución de la fe y Europa reniega de su raíz cristiana. Occidente ha dado asilo a la cizaña. La
  Iglesia no es capaz de distinguir la cizaña de la mies. La persecución del
  cristianismo ha comenzado. Jesús vivió con sus discípulos en la pobreza,
  tanta que a veces llegó a quejarse “Las
  zorras tienen guaridas y la aves del cielo nidos,
  pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza” (Mt 8, 20). Había en el grupo un “tesorero”, Judas (el que
  le traicionó por unas monedas, pero luego se ahorcó desesperado, arrepentido…
  Judas también está en el cielo), había un tesorero, pero el tesoro
  administrado debía ser tan exiguo que a menudo se ve a Jesús invitado en casa
  de alguien, como último recurso. Fue la suya esa pobreza redonda que todo lo
  abarca, no solamente la pobreza del dinero que administraba Judas, también la
  pobreza de la renuncia al poder y al placer. En su boca solamente hubo
  censura para los tiranos y para los hipócritas, y en sus actos sólo hubo
  honestidad y castidad.  La persecución contemporánea, la más
  cruel de la historia de las persecuciones a los cristianos, la persecución de
  las ideas y el descrédito, que es mil veces más ponzoñosa que la del martirio
  de entonces, intenta ensuciar la figura de Jesús con gratuitas suposiciones
  en su relación con María Magdalena. Se intenta por todos los medios presentar
  a Jesús como un hombre más, claudicante ante la tentación, se hacen películas
  y reportajes blasfemos sobre esa falsa relación con la Magdalena, y sobre
  otras muchas mentiras que causan repugnancia por la grosería y la falta de
  respeto con que se presenta la sublime figura de Jesucristo. Las autoridades
  no prohíben este tipo de espectáculos y la Iglesia no los denuncia con el
  vigor y la valentía que debiera, ni ante el pueblo ni ante la justicia. La
  Iglesia actual se ha rendido ante el viento sombrío que nos barre. Afortunadamente, el otro lado de investigadores y
  científicos, el de los descreídos pero no envenenados, ha sido unánime en
  comentar elogiosamente esta inclinación limpia de Jesús hacia las mujeres. Es
  otra de las
  peculiaridades del excepcional personaje. En medio de una sociedad en la que
  las mujeres eran ignoradas, más aún,
  rigurosamente despreciadas, mostró una especial y reiterada inclinación a valorarlas, a
  incluirlas en su grupo de seguidores y a mostrar una tierna predilección
  hacia ellas. Ha llamado la atención de los
  estudiosos la multitud de situaciones en las que Jesús compartió su tiempo y
  su palabra con mujeres, generalmente pobres, marginadas e incluso
  prostitutas, a las que ofreció su consuelo y su perdón, algo inaudito en la
  sociedad de su tiempo, y más en un hombre considerado popularmente como un
  rabí, como un maestro.  En alguna de estas ocasiones, Jesús
  llegó a resumir, en un solo encuentro con una mujer, toda la hondura de su
  vuelco a la moral de la sociedad. Ante el escándalo de los presentes, no sólo
  se dejó regar los pies por las lágrimas de una prostituta, sino que,
  adivinando la vida de aquella mujer a la que no conocía, le perdonó los
  pecados “por lo mucho que has amado”
  (Lc 7,37-47). Otro tanto cuando valoró como la
  mayor de las limosnas, en el templo, la de una viuda pobre que se desprendió
  de lo poco y único que tenía (Mc 12,41-44) Este es
  el nuevo orden que trajo el Nazareno: las palabras por debajo de los actos, y
  los actos por debajo de lo que hay en el corazón. Son tantos los casos que
  solamente en estos encuentros con mujeres podría resumirse todo el contenido
  de su doctrina. Y como colofón, otro hecho llamativo: solamente mujeres
  fueron las que permanecieron al pie de la cruz cuando los discípulos le
  abandonaron, y mujeres también fueron las primeras en verlo después de
  resucitado.  Su predicación fracasó entre los judíos,
  precisamente entre los judíos, como no podía ser de otra manera, puesto que
  Dios eligió para la venida al mundo de su Mesías el único pueblo que lo esperaba,
  pero que había perdido completamente las señas de identidad de aquél a quien
  esperaba. En el salto desde el politeísmo hasta el monoteísmo, Israel se
  había perdido en el camino. Le urgía a Dios enseñar a la humanidad que la
  bienaventuranza no está en el mundo, ni menos en el mundillo de un pueblo
  concreto, que Dios es universal y que su reino está más allá de la frontera
  de la muerte, no aquí. Pero el consejo de la soberbia suele ser terco.
  Israel, con su flamante profetismo, no quiso dar por vencido su brazo ante un
  Mesías humilde y fracasado que, sin embargo, sí fue rápidamente reconocido
  por todos los que nada esperaban. El reino de Dios fue rechazado en la
  pequeña Israel, pero se extendió como fuego por todo el Imperio. Te he recordado el testimonio que Jesús
  dio con su vida personal. Más adelante, en Jesucristo trascendente, te recordaré lo más importante, lo que
  su doctrina representó en la historia de la humanidad. No voy a entrar en el
  testimonio concreto de sus enseñanzas porque tienes a mano los Evangelios, y
  ¿qué podría añadir yo? Pero hay dos rasgos en la personalidad de Jesús de los
  que se habla poco y a mí me han impresionado siempre. Estás tan acostumbrado
  a leer la Escritura que los episodios pasan ante tu ojos casi sin relieve, como
  cosa ya sabida, oída y leída montones de veces. Te pido que abras por donde
  quieras y leas como si fuera la primera vez, como si no supieras de qué va el
  libro. Independientemente de la más trascendente de las impresiones que te
  producirá, la que se refiere al fondo de su predicación, con la cual dio
  vuelta a todo lo establecido (que dejo para luego), sacarás otras dos
  impresiones inmediatas: ·              
  El Nazareno era valiente. No se atenía para nada a lo que todo
  mortal se atiene. Nunca decía lo socialmente correcto. No era diplomático ni
  contemporizador. No respetaba los intereses mundanos. No se callaba lo que
  podía comprometerle. No pactaba con el Poder. En resumen, no hacía ninguna de
  las cosas que hace la Iglesia de hoy. Y era este estilo independiente y agresivo,
  de valor y de compromiso frente al orden social establecido, estilo que la
  Iglesia actual ha abandonado vergonzosamente, pasando a compadrear con el
  Poder, era este estilo el que atraía de forma irresistible porque constituía
  un signo infalible de verdad. “... la
  gente estaba admirada de cómo enseñaba, porque lo hacía con autoridad y no
  cómo los maestros de la ley”” (Mt 7,28-29).
  Esto podría repetirse al pie de la letra hoy respecto de los maestros
  actuales de la ley, la Iglesia. ·              
  El Nazareno tenía una sabiduría no humana. La prontitud espontánea y
  no meditada que había en muchas de sus reacciones siempre me ha causado
  estupor. Y de esto que tanto me ha impresionado siempre es de lo que quiero
  hablarte ahora, recordando para ello un par de pasajes en los párrafos
  siguientes a éste. Se pueden decir cosas parecidas, en el fondo igual de
  sabias, pero no con la prontitud y la originalidad de que hacía gala el
  Maestro, una prontitud y originalidad no humanas. “Le llevaron una mujer sorprendida en
  adulterio, la pusieron en medio y le dijeron: Maestro, esta mujer ha sido
  sorprendida en flagrante adulterio. Moisés nos mandó en la ley apedrear a
  estas mujeres. ¿Tú qué dices?” (Jn 8,1-11) Si esta situación tan
  imprevista nos la hubieran planteado a ti o a mí, no sé muy bien cuál hubiera
  sido nuestra reacción, y no estoy refiriéndome al partido que hubiéramos
  tomado, si a favor o en contra de la pecadora, sino al modo de reaccionar
  para convencer a todos del veredicto. Si en vez de esta situación tan
  perentoria nos hubieran dado un día entero para pensar, es posible que esa
  noche, después de meditarlo largamente, a lo mejor hubiéramos optado por
  recordarles a todos que eran igual de pecadores que la mujer a la que querían
  lapidar, como Jesús hizo. Es posible. Lo que es de todo punto improbable es
  que por la mente de un hombre cualquiera, como tú y como yo, se pasara en ese
  mismo instante esa misma solución genial: “Aquel
  de vosotros que esté sin pecado, que arroje la primera piedra”. Valiente
  como siempre, puesto que acusó de hipócritas a todos, pero más que nada
  genial, porque le bastó un instante para dar con la respuesta que desarboló y
  humilló a todos los verdugos, de manera que todos se marcharon. La de Jesús
  no era sólo sabiduría humana. La segunda cita que
  voy a recordarte puede ser que ya te la figures. “Le preguntaron: Maestro, sabemos que hablas y enseñas con rectitud y
  que no tienes en cuenta la condición de las personas, sino que enseñas con
  franqueza el camino de Dios. ¿Nos es lícito pagar tributo al César o no?”
  Por las alabanzas que anteceden a la pregunta se ve que esperaban un “no”
  rotundo, con lo cual poder luego acusarle de agitador ante el Procurador. El
  Maestro no cayó en la trampa, tenía que decirles que debían pagar, pero….
  ¿cómo decirles que debían pagar? Cualquier líder político, de entonces y de
  ahora, habría repetido un manoseado discurso sobre la independencia entre los
  deberes cívicos y los morales. Jesús no, Jesús improvisó este modo tan
  “visual” de resolver el problema: “Les
  dijo: Mostradme un denario. ¿De quién lleva la imagen y la inscripción? Ellos
  respondieron: del César. Él les dijo entonces: Pues bien, lo del César
  devolvédselo al César, y lo de Dios, a Dios “ (Lc
  20,20-26). ¿Qué hombre habría contestado así? Era la vida de Jesús de esa pobreza redonda que a todo
  renuncia, y era su palabra de esa luz valiente que todo lo denuncia. Vivía en
  el mundo al revés de cómo se vive en el mundo. Este hombre
  único en la historia, verdadero, valiente y genial, acompañó además toda esa
  excepcionalidad con hechos sobrenaturales. Con esto quiero entrar contigo en
  el capítulo de los milagros, que es quizás el más decisivo, porque si se
  admiten es que el Galileo estaba por encima del mundo y de sus leyes. Pero
  este signo de divinidad , tan definitivo, es una ocasión que no podían
  desaprovechar los perseguidores, y no la desaprovecharon ni la desaprovechan
  todavía hoy. Los
  investigadores actuales han adoptado en general la postura que era
  previsible, la de la duda escéptica. Como mucho, son capaces de admitir
  aquellos hechos que pueden ser explicados a la luz de la intervención
  psíquica del propio paciente (curaciones milagrosas, exorcismos de
  pretendidos demonios…..); pero, como era de esperar, no ceden ante esos otros
  hechos milagrosos en los que se relatan suspensiones de las leyes de la
  naturaleza sin más. Por ahí no podía pasar la ciencia, ¡faltaría más!
  Consideran que testimonios como el de la obediencia del viento o el de
  caminar sobre las aguas constituyen puras fantasías perfectamente explicables,
  según ellos, por el fenómeno de “proyección de la fe” de aquellos discípulos,
  entregados anímicamente al Maestro. Morton Smith no ve en Jesús nada más que un mago, al estilo de
  otros de aquella época, y Rudolf Bultmann se ha dedicado a buscar paralelismos entre los
  milagros de Jesús y otros de la tradición helenística. Menos mal que, al
  menos, no se han atrevido a decir que todo eso han sido puros inventos. Un hecho milagroso siempre es auténtico para quien lo presencia,
  pero increíble para quien se lo oye a quien lo ha presenciado. Esta regla no
  falla. Y es lógico, porque lo milagroso supone el quebranto de las leyes
  naturales, y eso es mucho más fuerte que la confianza en el testigo. Pero,
  por supuesto, esta desconfianza en el mensajero también tiene un límite. Sin
  duda que conocerás a alguien que te merece todo crédito y de quien no serías
  capaz de poner en duda sus palabras. Y en el caso de un científico que se
  limita a testificar como tal, entonces no tendrás más remedio que creer en lo
  que él certifica, aunque no lo hayas visto. Esto mismo es lo que ocurre hoy
  en Lourdes, que un tribunal médico certifica que la curación se ha producido
  sin explicación posible para la ciencia médica por una de estas dos causas:
  bien porque se ha producido de forma repentina, bien porque se trata de una
  enfermedad que es incurable. El problema está en que en los tiempos de Jesús
  no había estos tribunales médicos de hoy, pero, si los hubiera habido, te
  aseguro que sus veredictos tampoco hubieran sido aceptados hoy, hasta ahí
  llega el empecinamiento en negar una evidencia tan molesta.  Lo único que puedo hacer es poner al
  descubierto la insidia de los enemigos de la fe. El recurso más a mano de los
  descreídos consiste en afirmar que todos los milagros se produjeron en “aquellos
  tiempos”, pero que hoy no se produce ni uno. Lo has oído mil veces, pero no
  lo dejes pasar ni una más. Lourdes tiene un archivo impresionante de
  curaciones sin explicación médica, y Lourdes no es de “aquellos tiempos”.  Lo que ha variado con el paso del
  tiempo no ha sido la producción de milagros, lo que ha variado ha sido la
  indiferencia y el rechazo ante los milagros por esta  sociedad alejada de Dios. Otro recurso, el de aquellos que se han
  molestado en rebuscar entre los libros confirmaciones que avalen su
  incredulidad personal, consiste en echarte en cara que muchos de los
  pretendidos milagros de Jesús ya estaban en otros relatos y eran, por tanto,
  historietas pertenecientes al acervo cultural de épocas anteriores. No lo
  admitas, no es cierto.  ·              
  La curación del paralítico o la resurrección de la hija de Jairo no
  son plagios de pretendidos milagros atribuidos a Apolonio
  de Tiana. Este personaje, tenido por mago, fue
  contemporáneo de Jesús, pero sus “milagros” fueron narrados por Filóstrato cien años después de los Evangelios, de manera
  que, puestos a dudar quién plagió a quién al escribir las historias de los
  dos personajes (lo cual ya es bastante ridículo) parece claro que el plagista fue Filóstrato, no los
  evangelistas. ·              
  El milagro de Jesús y Pedro caminando sobre las aguas (Mt14,25-31) nada tiene que ver con lo narrado por Buda
  seis siglos antes, porque Buda, en su libro Parábolas, no pretendió narrar milagro real ninguno, sino simples
  cuentos imaginarios, como él mismo los llamó. No es admisible apoyarse en la
  coincidencia con una historieta, con una ficción, para negar la verdad de
  algo tenido por real. ·              
  Y en cuanto a uno de los mayores milagros, la concepción virginal de
  Jesús en el seno de María, su autenticidad no puede negarse por el hecho de
  que en los Evangelios se cite a José y a Santiago como “hermanos” de Jesús.
  José y Santiago no eran hermanos de Jesús, eran primos carnales, hijos de la
  hermana menor de la Virgen, María la de Cleofás, cuestión totalmente aclarada
  en Mateo 27,55-56 y Marcos 15,40 y 16,1. Ha sido ya repetidamente denunciado,
  por activa y por pasiva, que el hecho de que en las Escrituras se llame
  “hermano” a alguien no significa, en absoluto, que se trate verdaderamente de
  hermano en el sentido de hoy, porque era costumbre de aquella cultura llamar
  así a los parientes próximos, como en este caso a los primos. Prueba
  irrefutable de esto es que el propio Jesús llegó a llamar hermanos a sus
  discípulos (Mateo 28,5-10). La palabra hermano
  aparece más de 500 veces en el A. Testamento como sinónimo de familiar. Para referirse a un
  verdadero hermano de sangre se decía “hijo de su misma madre” (Dt 13,7). ·              
  Pero quizás “el milagro de milagros” (excepción hecha de su propia
  resurrección y la de Lázaro) fue un acontecimiento sin duda no tan llamativo
  como estos prodigios físicos, pero también inexplicable. La soledad del
  Redentor en la última noche, la de su prendimiento, debió ser realmente
  pavorosa. Los doce que acababan de cenar con él desaparecieron: Judas para
  venderlo, los otros once presas del pánico. El más señalado de todos, Pedro,
  incluso le negó tres veces. Pues bien, fueron estos mismos hombres tan
  escandalosamente cobardes los que, sólo unos días después, impulsados por el
  aliento del Resucitado y luego por el Espíritu en Pentecostés, se dispersaron
  por el mundo confesando públicamente su fe, predicando el Evangelio y
  afrontando muchos de ellos el martirio. La pregunta es inevitable: ¿Cómo es
  posible la conversión repentina de oveja en lobo? El cambio es tan numeroso
  (once discípulos), tan radical y tan fulgurante que no admite explicación si
  no se acepta una fuerza exterior a ellos, si no se acepta lo milagroso. El testimonio de su vida, el testimonio de su palabra, el
  testimonio de sus prodigios… Todo en Jesús confluye en la divinidad. El Jesús
  mesiánico Es cierto que hay afirmaciones directas del propio Jesús sobre su
  filiación mesiánico-judía, en concreto una bastante rotunda: “No
  penséis que he venido a abolir la Ley y los profetas. No he venido a
  abolirlos, sino a darles cumplimiento” (Mt
  5,17). Con esto parece admitir que es el mismo que esperaba el
  mesianismo judío. Pero esta es precisamente una de las muchas lagunas
  contradictorias de que están sembrados los Evangelios, porque con estas
  palabras, el Jesús reflejado en la Escritura se contradijo con sus propia
  doctrina. A pesar de esta filiación mesiánico-judía que parece reconocer, es
  incuestionable que lo que hizo fue echarlo todo abajo, es
  incuestionable que instauró un nuevo orden y que, además, así lo hizo
  constar, de forma solemne, con la proclamación de una Nueva Alianza al consagrar el cáliz en la última cena con los
  discípulos. Dio un vuelco radical al contenido de la Antigua Alianza, y en lo
  poco que conservó, lo hizo dándole un significado diferente y nuevo. Estima
  tú mismo si fue un vuelco o no: 1.            
  Sustituyó al Autor de la Ley.  El Yahvé exigente y
  justiciero del A. Testamento, el que se declaraba “celoso”, el que intervenía
  en la historia de “su pueblo” y había establecido una Ley de prohibiciones,
  fue sustituido, en las enseñanzas del Maestro de Nazaret,
  por el Padre amoroso de la Buena Nueva, acogedor de los despreciados, amante
  de los fracasados, perdonador de los pecadores, un Dios no sólo diferente,
  sino radicalmente opuesto al anterior. 2.            
  Sustituyó el ámbito de aplicación de la Ley. El Maestro la
  universalizó. Desde él ya no había sido promulgada para un único pueblo, el
  escogido. sino para todos los hombres. Más aún, practicó una continua
  denuncia sobre ese supuesto pueblo escogido: “Había muchas viudas en Israel, pero a ninguna de ellas fue enviado
  Elías, sino a una viuda de Sidón. Y había muchos
  leprosos en Israel y ninguno fue purificado, sino Naamán
  el sirio” (Lc 4,25-27). Denuncias éstas que ya
  venían desde Juan, su precursor (“raza
  de víboras” Lc 3,7). 3.            
  Sustituyó la propia Ley.  Unos versículos más
  adelante de esa declaración anterior que decía “No penséis que he vendo a abolir la Ley y los profetas. No he venido
  a abolirlos, sino a darles cumplimiento” (Mt
  5,17), estableció otra Ley que no es “superior”, como se pretende, sino que
  es auténticamente nueva, diferente y esencialmente contraria a la anterior: “Habéis oído que fue dicho: No
  cometerás adulterio… Pues yo os digo que todo el que mira con deseo a una
  mujer ya cometió adulterio en su corazón. Habéis oído que fue dicho: Ojo por
  ojo y diente por diente… Pues yo os digo que al que te abofetee en la mejilla
  ofrécele también la otra. Habéis oído que fue dicho: Amarás a tu prójimo y
  odiarás a tu enemigo… Pues yo os digo que améis a vuestros enemigos y roguéis
  por los que os persigan” (Mt 5 20-47) No sólo modificó el alcance y el
  sentido de cada Mandamiento concreto de la Ley, como ves, sino que le dio a
  la Ley toda un vuelco completo en su significado, impuso otro orden
  diferente, más atento a la intencionalidad y motivaciones del pecador que a
  la ejecución de actos concretos. Lo acabas de ver en el adulterio del párrafo
  anterior, cuando primó el deseo sobre el acto, y puedes seguir viéndolo en Lc 7,36-50, cuando puso el mucho amor de la pecadora que
  lloraba a sus pies por encima de los muchos pecados que había en su
  conciencia. Las prohibiciones de lo que hace materialmente el pecador han
  pasado a ser prohibiciones de lo que hay en su mente y en su corazón, que no
  siempre es lo mismo. ¿Por qué aseguró, entonces, que solamente venía a completar lo ya
  instaurado, si de hecho no lo completó, lo sustituyó por entero? ¿Por qué
  aseguró que no venía a derogar nada, si de hecho proclamó una nueva Ley, la
  del Sermón de la Montaña, absoluta antítesis de la vieja Ley Mosaica?
  Solamente puede ser atribuido a una más de las múltiples deformaciones que
  sus palabras sufrieron en manos de tantos como las llevaron a la posteridad.
  No puede ser que el Maestro se contradijera a sí mismo. Pero en todo caso y
  puestos a elegir en cuál de los dos momentos fue vertido correctamente a los
  textos, es obvio que el auténtico Jesús es el de la creación del nuevo orden,
  y no el de la pasiva aceptación de lo anterior. Sustituyó al Autor de la Ley,
  sustituyó el ámbito de aplicación de la Ley, sustituyó la propia Ley. ¿Era el
  Mesías judío que venía a completar o era el Mesías de Dios que venía a
  demoler? La Iglesia,
  por supuesto, mantiene que la continuidad entre el Mesías anunciado por el
  profetismo del A. Testamento y el Jesús del N. Testamento es absoluta y
  resulta patente en la lectura de los Evangelios. Sin embargo, no solamente yo
  niego esa diafanidad que la Iglesia pretende, es que también los
  investigadores de hoy ponen de manifiesto que es un asunto no resuelto. Los
  estudios recientes abogan por que su identificación como el Mesías de Israel
  es una aportación posterior, obra de las primeras comunidades cristianas, no
  del propio Jesús. Esa obsesión por encuadrarle en la tradición llevó a sus
  primeros seguidores, y a los propios evangelistas, a cometer licencias que
  están fuera de toda discusión. 1.            
  Manipulación
  de los Evangelios para que coincidiesen con las profecías. En el próximo apartado, El
  Misterio en manos de los evangelistas, me ocuparé de algunas de esas
  licencias que los autores se permitieron para casar la figura emergente de
  Jesús con la tradición hebrea, y en páginas anteriores me he ocupado ya de
  una de esas manipulaciones de la verdad en la formación de los Evangelios.
  Jesús no nació en Belén, como dejaron escrito Mateo y Lucas con el único fin
  de que su nacimiento cuadrase con el lugar de nacimiento del Mesías anunciado
  por Miqueas. El Nazareno nació,
  como este gentilicio indica, en Nazaret, y te
  remito a páginas anteriores para más datos sobre este tema del lugar de nacimiento
  de Jesús. 2.            
  Encaje forzado de las
  profecías judías en el Nuevo Testamento (tres ejemplos). -               
  La profecía de Amós “…levantaré la tienda de David, caída en
  tierra” (Am 9,11), se refiere, con toda
  claridad, a la restauración del pueblo de Israel después del destierro, pero
  la interpretación que da la teología cristiana, con el fin de encajar esta
  profecía en Jesús como el Mesías judío, es que la tienda no se
  refiere al pueblo de David, sino al cuerpo de Jesús (que era de la estirpe de
  David), que la imagen caído en tierra
  no corresponde al pueblo desterrado, sino al Jesús muerto y enterrado, y que,
  por tanto, la imagen de levantarlo
  no se refiere a la restauración del pueblo, sino a la resurrección de Jesús
  del sepulcro. -               
  La profecía del Emmanuel, de
  Isaías (Is 7,14), “La joven
  está embarazada y da a luz un varón”, ya citada en páginas anteriores, en la que el profeta, con motivo
  de la crisis nacional planteada por la invasión asiría, presenta el próximo
  nacimiento del Mesías liberador como solución, es obvio que está refiriéndose
  a un hecho inminente, un nacimiento que está a punto de cumplirse, pero que
  no se cumplió. Lo traigo de nuevo a colación porque, para este patinazo del
  profeta, también tienen los defensores una explicación, ésta: los profetas no
  tenían perspectiva del tiempo, confundían
  y superponían con frecuencia los planos históricos, de manera que enlazaban,
  sin más, un hecho futuro con otro que era actual como si ambos fueran
  simultáneos. Esta oportuna suposición ha servido de excusa, a los exegetas
  cristianos, para encajar la predicción de Isaías en el nacimiento de Jesús,
  que se cumplió siglos más tarde, cuando lo único que revela, por la
  inminencia con la que se anunciaba el hecho, es que el arte de futurizar estaba tan lejos de Isaías como de cualquier
  otro mortal. -               
  Al final del apartado Profetismo y mesianismo judíos, te
  hablaba sobre la Nueva Jerusalén
  esperada por la tradición profética hebrea con la llegada del Mesías, algo
  así como el Nuevo Edén aquí en la
  tierra, descrito por Isaías como repleto de bienes sin cuento y regido por el
  pueblo judío sobre todo reino y toda estirpe (Is
  60). Pero como esta “verdad visionaria” del profeta no cuadra en absoluto con
  la Nueva Alianza del cristianismo, los teólogos de la Iglesia, siempre
  dispuestos a cuadrar las cuentas cómo sea con tal de hacer pasar a Jesús por
  ese Mesías de Israel, se nos han escabullido con una explicación genial: debe
  interpretarse que este mesianismo terrenal, temporal y victorioso de los
  judíos no ha de tomarse como lo que realmente dice, sino como puras metáforas
  que aluden, de forma figurada, a bienes exclusivamente espirituales. La
  abundancia material que describe Isaías debe entenderse, según esta
  ocurrencia interpretativa, como abundancia
  de gracia en los sacramentos. Mejor dejarlo así. La mentira, cuando además
  ridícula, se comenta sola. El
  secreto mesiánico Llama la
  atención, en el estudio de los Evangelios, el llamado secreto mesiánico, el no reconocimiento explícito de Jesús de ser
  el Mesías esperado por su pueblo. Todos los indicios no hacen sino confirmar
  la disyunción entre la conciencia que Jesús tenía de sí mismo y la conciencia
  que tenía sobre el Mesías bíblico. No sólo nunca se nombró, cuando hablaba de
  sí mismo, como el Mesías, sino que incluso prohibió a los discípulos que así
  le llamaran. Se nombraba siempre, con reiteración verdaderamente abrumadora,
  como el Hijo del hombre, término aparentemente ambiguo y que a tantos desconcierta, aunque
  tiene un significado harto claro: Hijo
  del hombre era la expresión que utilizaba para referirse a lo
  excepcional, a lo insólito de aparecer en el mundo como uno más, como “hijo
  de hombre cualquiera”, a pesar de haber sido engendrado por Dios. Con ese
  heterónimo hacía hincapié en la paradoja de presentar cuerpo humano el que
  era hijo de Dios.  Esta insólita metáfora, “hijo de hombre”, aplicada
  a cualquier ser humano constituiría un circunloquio innecesario y que nadie
  utiliza, porque, evidentemente, todo hombre tiene cuerpo de hombre y es hijo
  de hombre. La cosa carece de sentido. ¿Entonces? Entonces esto: el hecho de
  que ese circunloquio, a pesar de tan aparentemente innecesario, fuese tan
  repetido por Jesús, tanta reiteración en lo que era innecesario por obvio,
  viene a indicar justamente lo contrario, que ni era innecesario ni era obvio,
  que no era un mero circunloquio, sino algo trascendente; viene a significar
  que el hecho de que él habitase también en un cuerpo de carne y hueso de la
  especie humana no era cosa determinante en su naturaleza, porque tal herencia
  humana la había recibido sólo de la Virgen que le albergó en su seno; ese
  aparente e innecesario circunloquio viene a significar que su “ser”, sin
  embargo, no había sido creado por Dios, como el de todos los demás hombres,
  sino engendrado.  Leído esto anterior, estarás pensando que si
  aludía a lo insólito de tener cuerpo humano heredado de su madre, la
  expresión exacta habría sido Hijo de la
  mujer, en vez de Hijo del hombre;
  pero recuerda que en aquella sociedad la mujer no era absolutamente nada, y
  eso, además, unido a que el vocablo hombre
  tiene un sentido genérico, explica perfectamente por qué se hacía llamar así.
  Después de tantos testimonios y de tantas traducciones, resulta difícil saber
  cuáles fueron las palabras exactas usadas por Jesús en este caso. Nos han
  sido trasladadas como el Hijo del
  hombre, pero quizás lo que Jesús quiso decir en su lengua aramea fuese el
  Hijo humano (de Dios). Aparte de este significado profundo de la expresión Hijo del hombre, la cuestión sigue
  estando en por qué prefería esta forma de ser llamado en vez de el Mesías, si, en definitiva, vienen a
  ser una misma cosa. Si, según la teología al uso, Jesús era el mismo Mesías
  ya anunciado en el A. Testamento, ¿por cuál misteriosa razón mostraba ese
  empeño en no ser nombrado el Mesías, sino el Hijo del hombre? La respuesta es
  contundente: porque Jesús tenía conciencia plena de ser el Mesías único,
  auténtico y universal, no el esperado por Israel, porque no quería que le
  identificasen con el Mesías de la Escritura judía. Si pretendes salir de dudas en este tema acudiendo al reciente libro Jesús de Nazaret,
  del Papa Benedicto XVI, ahórrate el trabajo, porque
  dedica varias páginas a tal cuestión, pero las consumirás sin hallar una sola
  razón de fondo al porqué del Hijo
  del hombre, hallarás un laberinto de consideraciones menudas que acaban
  por no decir nada, un laberinto retórico en todo semejante al de la savia
  perdiéndose en el laberinto de las hojas cuando se aleja del tronco.
  Benedicto XVI, a pesar de su docta aureola,
  efectivamente escribe mucho y bien, pero dice muy poco, como es lo habitual
  en la mayoría de los que escriben. Otros teólogos sí, otros teólogos tienen
  respuestas muy concretas en esto, pero igual de inconsistentes que concretas: ·              
  Primera hipótesis: “Si hubiera
  admitido abiertamente ser el Mesías esperado, habría sido considerado
  blasfemo y habría adelantado su condena a la cruz…. y para poder llevar a
  cabo su misión debería disponer de un tiempo necesario antes de la
  crucifixión”.  De esto ya he hablado. Quienes así piensan demuestran que han olvidado
  que están hablando de Dios. Es inconcebible que se le suponga a Dios sujeto a
  los avatares de la vida, como cualquier hombre. Jesús, obviamente, no
  precisaba engañar a nadie para darse tiempo suficiente a cumplir la misión que
  le había traído al mundo, la habría cumplido de todas formas, se pusieran los
  hombres cómo se pusieran. Es ridículo pensar que los hombres son capaces de
  interferir en los designios divinos. Pero es que, además, olvidan la prueba escrita en los propios Evangelios,
  en el episodio que cuenta la predicación en su tierra: “Acaba de cumplirse ante vosotros esta escritura que acabáis
  de oír”
  (Lc 4, 21).
  Esto fue lo que dijo al acabar de leer la profecía sobre la llegada del
  Mesías. Indignada la concurrencia por lo que estimaba una blasfemia
  intolerable, intentó despeñarle. “Pero
  aún no había llegado su hora y, pasando por medio de ellos , se marchó” (Lc 4, 27). ¿Dónde
  está esa precaución medrosa y humana de no proclamarse como el Mesías antes
  de tiempo? ¿Dónde está esa posibilidad de que le ajusticiasen antes de
  tiempo?  ·              
  Segunda hipótesis: “Si Jesús hubiera reconocido públicamente ser el
  Mesías esperado, y puesto que ese Mesías habría de llegar como liberador del
  pueblo frente a Roma, habría propiciado la ruptura de la paz y se habría
  constituido en fuente de rebeliones”. Como ves, esta otra excusa se fundamenta justamente en el supuesto
  contrario. En el argumento anterior se nos presentaba un Jesús débil, incapaz
  de dominar la situación y sacrificado antes de tiempo si reconocía ser el
  Mesías. Ahora se nos presenta un Jesús triunfador, líder de masas, pero que
  supo anteponer la prudencia a la verdad para no provocar una rebelión. Lo
  malo es que quienes urden estos argumentos es obvio que nunca han llegado a
  conocer a Jesús, porque él jamás se comportó como aquí se le presenta. Ni fue
  nunca cobarde ni fue diplomático y calculador, resultó ser el más osado de
  los revolucionarios de la historia humana. Jesús nunca tiñó la verdad de
  otros colores, nunca tuvo en cuenta las conveniencias por encima de la
  verdad. Si lo que aparece en las Escrituras es que Jesús rehusaba ser llamado
  el Mesías, no era por ninguna de estas dos razones, era solamente porque nada
  tenía que ver con el de la tradición de su pueblo ni llegaba en cumplimiento
  de ninguna predicción. Todo lo contrario. Se personó en carne judía
  precisamente para demoler el concepto equivocado del mesianismo bíblico. En
  la escena del Sanedrín, la noche del prendimiento, en aquellas tensas
  palabras “¿Eres tú el Cristo, el Hijo
  del Bendito”. “Sí, yo soy” (Mc 14,61-62), sin
  duda que Caifás estaba hablando de un Mesías y
  Jesús de otro. Si así no fuera, si realmente fuese el esperado, no existe
  ninguna razón para que no lo hubiera proclamado en alta voz desde el
  principio de su vida pública, como acabas de ver en los dos supuestos
  anteriores. Aquí, Caifás le preguntaba por el
  Mesías de Israel y Jesús contestaba por el Mesías de Dios. No existe razón objetiva ninguna
  que justifique el “Secreto mesiánico”. El Hijo del hombre, sencillamente, no
  era el Mesías esperado por Israel. Este empeño de los teólogos cristianos, expuesto en los párrafos
  precedentes, de encajar, uno en otro, dos mesías
  tan manifiestamente diferentes, les ha llevado a elaborar un argumento tan
  inverosímil como forzado. Se trata de la teoría llamada de la “revelación
  ascendente”, y dice así: El pueblo no era apto para recibir la noticia de la
  salvación tan de pronto, había que madurarlo poco a poco, había que darle la
  gran noticia de forma gradual y progresiva, de forma muy lenta y ascendente,
  había que prepararlo. Esta es la razón, según ellos, de que la revelación
  haya ido perfeccionándose a medida de que el pueblo iba estando preparado
  para recibir la gran verdad; según ellos, es la razón por la que la primitiva
  idea del Mesías conquistador y justiciero del Antiguo Testamento se haya ido
  espiritualizando, acercándose poco a poco en el tiempo a la idea del Mesías
  amoroso y redentor por el sufrimiento, que es como aparece en el Nuevo
  Testamento. Esta pretendida
  explicación ni es lógica ni tiene fundamento racional, es voluntarista
  y obedece a este fin: ¿Cómo vincular a Jesús, tan diferente, con el Mesías
  esperado por Israel? ¿Cómo vincular el Dios misericordioso y universal del
  cristianismo con el Yahvé justiciero y excluyente del judaísmo? Pues de la
  única forma posible, fabricando una idea ad hoc que
  no resiste el más mínimo análisis. Esta inverosímil “revelación ascendente”
  ni está justificada ni es congruente ni es proporcionada:  ·              
  No está justificada por una verdad de cajón que a nadie se
  le escapa: una previa “preparación” solamente la precisa una mala noticia, no
  una noticia que nos llena de felicidad.  Sin duda te preguntarás,
  como yo me pregunto, por qué había que guardar ese secretismo a ultranza, te
  preguntarás por qué razón había que preparar el ambiente antes de dar la
  noticia si la noticia no era mala en absoluto, todo lo contrario, era la
  mejor de las noticias imaginables, la feliz noticia de que la vida no se
  acaba con la muerte y que el Mesías esperado no se limitaría a reinar en este
  mundo perecedero, sino que inauguraría la resurrección para toda la
  eternidad. ¿Cuál es el motivo racional para esa pretendida preparación del
  pueblo? Ninguno. Los políticos preparan a los ciudadanos cuando se avecinan
  tiempos difíciles, y los amigos preparan a los familiares antes de darles la
  noticia de un fallecimiento. Pero tanto unos como otros se apresuran cuando
  lo que hay que anunciar es fantástico.  ·              
  No es congruente porque una cosa es preparar y otra muy diferente
  es confundir.  Preparar a alguien para
  una noticia cualquiera consiste, simplemente, en administrarle esa noticia
  poco a poco, de forma progresiva. En este caso, sin embargo, no se procedió
  así, se comenzó por presentar al pueblo una noticia radicalmente opuesta a la
  que era el objeto de la preparación, se le predijo la futura llegada de un
  Mesías mundano que reinaría solamente sobre el pueblo elegido. Para explicar
  la futura llegada de un Mesías salvador de la humanidad entera, enviado por
  un Dios amoroso, resulta grotesco y descabellado comenzar amenazando con un
  Mesías opuesto, un Mesías exigente enviado por un Dios justiciero.
  Perdóneseme el símil, pero esto es en todo parecido al sinsentido de comenzar
  a hablarle a alguien de la posibilidad de que su padre haya fallecido…. para
  luego acabar dándole la feliz noticia de que sigue vivo. ·              
  No es proporcionada porque la pretendida “preparación”
  comenzó nada menos que ocho siglos antes del nacimiento de Jesús de Nazaret.  El profetismo judío se
  inició en el siglo VIII a.C. Pretender que un
  pueblo, y menos un pueblo tan despierto como lo es el judío, precisaba de
  ocho siglos nada menos de verborrea profética para que fuera haciéndose a la
  idea de que estaba en camino un Mesías salvador, resulta tan exageradamente
  desproporcionado que raya en lo pintoresco. Por
  consiguiente y en resumen, ¿cuál podría ser la razón para la ocultación de
  algo tan sumamente maravilloso y la necesidad de suministrarlo en etapas, a
  lo largo de varios siglos? Pues está claro: ninguna, no existe razón ninguna,
  constituye un absurdo carente de toda lógica, constituye, como ya he dicho,
  una razón ad hoc para poder mantener a Jesús, que
  representa la felicidad en la eternidad, entroncado en ese A. Testamento
  judío que representa todo lo contrario, la felicidad en el mundo. Resulta tan
  radicalmente insensato este argumento de una pretendida preparación lenta y
  paulatina de un pueblo que ni siquiera bajo la óptica de la fe judía, es
  decir, ni siquiera para la llegada del Mesías del Antiguo Testamento está
  justificado el montón de siglos de preparación que lleva ese pueblo
  esperando. Tratar de justificar una pretendida“revelación ascendente”,
  de nada menos que ocho siglos de duración, para “preparar” al pueblo sobre
  una noticia que no es mala, sino maravillosa, carece de sentido. Sólo las
  malas noticias precisan preparación, y nunca de ocho siglos. ¿Por qué
  Jesús nació en Judea? Pero ahora supongo que me plantearías tú a mí, si delante me tuvieras,
  por qué entonces Jesús de Nazaret fue a nacer,
  precisa y casualmente, dentro de ese pueblo de Abraham y de David si no se
  correspondía con el Mesías esperado por ellos. El mundo es enorme (el mundo
  civilizado, se entiende). En aquellos tiempos, no tanto, pero también enorme.
  Que Jesús fuera a caer en ese mismo rincón geográfico en el que ya esperaban
  un Mesías, no voy a pretender que constituya una pura casualidad. Pudiera
  ser, pero resulta demasiado chocante. Tal coincidencia del nacimiento donde
  parece que ya le esperaban no es mera casualidad, puede tener un fundamento
  teológico que lo explique, por supuesto, pero no el fundamento que te han
  contado toda la vida, el de que Jesús fuera precisamente ese salvador
  esperado por Israel, porque no resultó serlo en modo alguno ni él mismo lo
  reconoció. ¿Por qué Jesús nació judío, si no era el Mesías esperado en Judea? Esta
  es tu pregunta, más que sensata. Y yo te contesto con una nueva pregunta: Si
  de ti hubiera dependido, ¿dónde habrías situado la venida del Mesías?, ¿cuál
  habría sido el lugar más adecuado? Pero antes de que me contestes, déjame que
  te recuerde cual era la misión de Cristo en la tierra y luego decides. Jesús
  no vendría a consolidar al mundo, no vendría a establecer un orden justo y
  perfecto entre los hombres, no vendría a restaurar el Edén perdido; todo lo
  contrario, vendría a recordarle a la humanidad que su destino está más allá
  de la muerte y que, por lo mismo, no hay más camino que la renuncia al mundo.
  Y una vez aclarado esto, te formulo nuevamente la pregunta: ¿Dónde habrías situado
  tú la venida de ese Mesías tan espiritual, si de ti hubiera dependido? Desdichadamente no puedo escuchar tu opinión, pero la intuyo, porque es
  la más lógica. Ese mensaje de renuncia y espiritualidad cuadraría en un
  pueblo acostumbrado al silencio y la pobreza, un pueblo hecho al sufrimiento,
  sin duda un pueblo de oriente, quizás el hindú. Esto es lo que me figuro que
  piensas que hubiera dispuesto el Padre Eterno… si en vez de ser Dios fuera
  hombre, claro, porque estás pensando con lógica humana. Pero Dios no es
  humano, es Dios, y nos resulta siempre imprevisible. Dios siempre actúa por
  la vía de la excepción, de lo inesperado, de lo aparentemente ilógico para
  nosotros. Esta es la ley de oro que dejé formulada páginas atrás, el criterio
  sorprendente que explica la aparente inexplicabilidad
  de las actuaciones divinas, tantas veces constatada en los hechos que se
  narran en la Escritura y en los hechos que acaecen en nuestra propia vida
  cotidiana.  Jesús podría haber bajado a la tierra en una cuna más “cómoda” para su
  misión salvadora, pero no lo hizo así. En la encrucijada del mundo, sin
  embargo, en el Cercano Oriente, había un pueblo muy diferente a todos, un
  pueblo que ya esperaba un Mesías, pero un Mesías “suyo”, enviado por un Dios
  nacional que culminaría su predilección racista con un Mesías triunfador
  sobre la faz de la tierra e instaurador del predominio judío…. justamente un
  Mesías opuesto al auténtico, al que Dios enviaba. ¿Lo comprendes ahora? Era
  preciso sembrar en medio del páramo, iluminar en medio de la oscuridad. Ese
  era el escenario perfecto para descender la verdad en medio del error, y ése
  eligió.  Si el Mesías venía para derribar
  los mitos del Paraíso en la tierra y del Dios nacional, nada mejor que
  hacerlo en el corazón mismo del error, en medio del pueblo que se aferraba a
  esas ideas. No otra es la razón de que naciese en Judea. Ahí tienes
  la única y verdadera razón teológica de que Jesús naciese en el seno de
  Abraham, no para ser su Mesías (al que no se parece ni de lejos), todo lo contrario,
  para destruir el error mesiánico de Israel. Y así ha sido: el cristianismo se
  ha extendido, el judaísmo sigue estancado. Pero, como ves, Cristo sigue
  siendo, a pesar de los siglos, el Gran Desconocido. Ni los teólogos ni la
  Iglesia han sido capaces de comprender la verdadera razón por la que el
  Mesías nació en el centro del error, incapaces de valorar la imposibilidad
  del Jesús judío y predicador junto al Jesús universal y redentor, a pesar del
  abismo irreconciliable entre uno y otro. Si Jesús es el de la última cena y
  el de la cruz, no puede ser también el Jesús de los profetas y de la
  condenación eterna. Leyendo los Evangelios, si un Jesús es verdad el otro no;
  los dos juntos es obra de los evangelistas. Por eso en los templos se siguen leyendo textos que a uno le
  dejan perplejo, textos que para un cristiano auténtico no son palabra de
  Dios, son palabra contra Dios, porque hablan del Dios y del Mesías privados
  de un pueblo determinado, el del Antiguo Testamento. A uno le deja perplejo
  que la teología cristiana siga haciéndose eco de una historia anterior y
  ajena que nada en absoluto tiene que ver con el Dios universal y
  misericordioso. Jesucristo no vino a coronar una historia ajena, no tiene
  nada en común con el Mesías anunciado por los profetas judíos, no vino a
  completar nada, vino a instaurarlo todo. Jesucristo es entendible por sí
  mismo, sin necesidad de echar mano de un pasado histórico con el que no tenía
  otro vínculo que la sangre hebrea de una bendita hebrea, María. Sé que mis
  palabras serán motivo de escándalo, pero son palabras sinceras. --------------------------------------- Esta publicación está destinada
  únicamente a interesados particulares. Prohibida la reproducción total ni
  parcial por ningún medio. Todos los derechos reservados. © Gregorio Corrales.  |