(Imagen tomada del reportaje “Salvador
Dalí”)
II.- El ser en sí mismo o Ser infinito (Dios) Sobre este tema, Dios, el más apasionante de cuantos pueda
abordar el hombre, junto con el otro tema inseparable ¿qué nos espera más
allá de la muerte?, escribí en mi libro La
otra filosofía las páginas que, con algunas variaciones, voy a insertar a
continuación. La primera reflexión que tienes que
hacerte, antes de aventurarte en este tema, es que el hombre, siendo la
cúspide de lo existente y dominando ese universo que tiene debajo, parece lo
sensato que no se preocupara por bucear en los confines del más allá,
intentando encontrar algo que nunca se le ha perdido. Si, como a primera
vista parece, nos va tan bien, no tiene lógica ponerse a indagar si puede
existir un hipotético después. Si
el hombre estuviera satisfecho con ser el protagonista principal de esta
película, le traería sin cuidado el guionista, que ni siquiera está en el
plató. Pero éste justamente es el problema, que a pesar de ser el rey, por lo
que se ve, le sobra todo su reino. El hombre, desde que amaneció en la
historia, vive con una incansable pregunta en los labios: ¿No habrá otra
realidad, después de la muerte, que pueda explicarnos ésta que vivimos y que
nos resulta tan incomprensible? La respuesta a tal pregunta, sea sí o
sea no, nunca acaba de convencer a nadie. La respuesta a nadie le consta,
pero la causa de que el hombre se haga tal pregunta sí que le consta a todo
el mundo, la causa de esa inquietud que conduce al hombre a olvidarse de su
reino terrenal en busca de lo desconocido, inquietud que llega a adquirir
tintes dramáticos con el existencialismo, esa causa sí que la sabes: la vida
aquí abajo, la realidad, el mundo, no son capaces de explicarse a sí mismos,
ignoramos el porqué de las cosas. Pero es muy diferente el modo de plantearse
esta verdad tan simple según lo haga el hombre racional o el hombre filósofo
(filosofía y racionalidad no suelen ir juntas, aunque te parezca extraño,
porque el distintivo principal de la racionalidad es el sentido común, y el
sentido común no es el distintivo de la mayoría de los filósofos). Certidumbre de la existencia de Dios El planteamiento que se hace el
primero, el racional, es decir, el común de los humanos, nada tiene que ver
con la filosofía. Es un planteamiento intuitivo, directo, basado en la
experiencia y carente de grandes razonamientos. Ya el más antiguo de los
hombres, aunque cavernario, enterraba a sus muertos, en un gesto claro de
impotencia y de esperanza en otra realidad más allá del mundo. Y tanto aquél
como el de hoy, todo hombre sufre en algún momento un parón
en su existencia, dirige la mirada a su interior y le afloran esas preguntas
angustiosas: ¿Por qué es todo cómo es? ¿Qué hago yo aquí? Nadie que sea sincero pone en duda esas
preguntas. Surgen de la radical infelicidad que hay en lo más íntimo de la
existencia. El hombre dispone de un mundo abigarrado de cosas, pero todas
ellas inestables, fugaces, imposibles de perpetuarse en el tiempo. Ni puede
conocer su destino ni volver a vivir su pasado, y las dos cosas le angustian.
En definitiva, no dispone de nada. Además, esa misma fugacidad también la
descubre dentro de sí. Es incapaz de perseverar en sus estados de ánimo, en
sus proyectos, en su visión de lo que le rodea. Perpetuamente anhela lo que
no tiene, aunque esto sea lo mismo que antes tuvo y despreció. En fin, se
siente continuamente frustrado porque es imperfecto y mudable. Y por último,
se ve inmerso en un mundo hostil que él no ha elegido. Como especie, está
inadaptado a la naturaleza, y como individuo, sufre la contradicción de ser
inevitablemente social y, a la vez, sentirse víctima de esa misma sociedad
profundamente injusta a la que no es capaz de renunciar. Los ermitaños son
muy pocos. Todas las desdichas del párrafo
anterior (es decir, redondeando, el mal) privan a la realidad de sentido y
fundamento lógico, la convierten en un absurdo aparentemente vacío de toda
finalidad. Pues bien, ante tal desaguisado, el hombre sensato intuye, sin más
razonamientos, que tiene que existir otra realidad, fuera de la conocida,
donde se repare el descalabro. Incapaz de admitir el sinsentido, el hombre
dirige la mirada más allá del horizonte conocido. Tiene que haber algo más.
La sensatez de un hombre normal lo intuye así, como ha quedado descrito, de
una forma directa y certera. Como pensador puedo estructurarlo un poco más,
de esta manera: ·
La existencia del mal, en general, priva de sentido a la realidad. ·
Una realidad sin sentido constituye un imposible, porque lo
absurdo no existe en el orden natural, todo tiene una causa y un fin y se
inscribe en un plano lógico. ·
Pero la vida no es para siempre, es breve y tiene fin (ésta es la
clave). ·
Si el aparente absurdo tiene fin, es lógico pensar que ha de existir
después otra realidad que explique y restaure el sentido perdido. Una realidad provisional y regida por
el mal (es decir, el mundo) constituye un absurdo, y los absurdos no existen
en la leyes naturales. Tiene que existir otra realidad después que restaure el
sentido de ésta. Hasta aquí, lo que piensa sobre este
tema cualquier hombre de la calle con un mínimo de eso que tanto pondero, el
sentido común. Ahora entra en juego el planteamiento que hace ese otro tipo
poco usual de hombre, el filósofo, el pensador vocacional, un planteamiento
bastante más complejo y sesudo que esa visión directa del hombre normal.
También hay, como sabes, tanto entre los unos como entre los otros (entre los
normales como entre los sabios), quienes niegan la existencia de Dios y ese
más allá. La explicación de esta disensión estriba en que nos estamos
moviendo, hasta ahora, en el plano exclusivo de la racionalidad, y no sólo de razón vive el hombre
(parafraseando las palabras de Jesús); más aún, es que de lo que menos vive
el hombre es de la razón precisamente, suele vivir más de eso que, además de
bombear sangre, dice la cultura popular que sirve para dirigir sus pasos: el
sentimiento, la intuición, la “corazonada”, tanto para acoger la idea Dios como para rechazarla. Las verdades racionales son frías.
Comprender algo no conlleva ni aceptarlo ni rechazarlo. Solamente la
intuición, que tiene tanto de iluminación gratuita, da la seguridad y la
adhesión o repulsa que la razón no consigue. En el tema “Dios existe”, esto
resulta decisivo como en ningún otro tema. En el primer párrafo de mi libro Diálogo de ateos y creyentes tengo
escrito esto: “Ser ateo o ser creyente es un sentimiento, una actitud, una
posición vital”. Lo que trato de proponerte, por tanto, es que este problema
de la fe es, ante todo, de cierto predeterminismo
personal, de mostrarse dispuesto de antemano a recibir la fe o rechazarla;
pero también trato de hacerte ver que la fe no es lo que suelen decir los que
no la tienen (ni fanatismo ni simpleza), pero sí es lo que dicen los que la
tienen (fuente de felicidad). La fe es ajena a la razón, desde luego, pero no
es contraria a la razón, cohabitan armoniosamente. Es una luz que igual ayuda
a la razón para hallar la verdad como se sirve de la razón para hallarla por
sí. Pero estábamos ahora en los argumentos
que la filosofía es capaz de elaborar con absoluto rigor sobre la existencia
de Dios, más allá de esa intuición personal y libre de cada uno. El más
universalmente conocido de estos argumentos es el llamado Cinco vías de Santo Tomás, aunque no
es realmente de este gran teólogo, sino bastante más antiguo, pero bautizado
así porque él fue quien lo actualizó y popularizó. No te lo expondré de forma
exhaustiva, según el modelo de Santo Tomás, sino haciendo referencia de todo
él a su argumento estrella, la causalidad, que descansa en dos verdades: 1.
Nada es inmutable en el universo, todo se genera y se corrompe, es
un devenir continuo. 2.
En ese devenir, nada aparece por sí mismo, nada surge de la nada,
todo lo existente ha recibido el ser de otro que ha actuado como causa, y, a
su vez, se lo dona al siguiente, constituyendo así el universo una cadena de
causalidad. Y sobre esas dos verdades se levanta el
siguiente razonamiento, impecable por lo sencillo y lo evidente: ·
Por mucho que queramos prolongar una cadena de causas no podemos
hacerlo indefinidamente, pues si absolutamente todos los eslabones de la
cadena estuvieran causados por otro anterior, la cadena entera no existiría,
puesto que el eslabón primero no tendría otro anterior del que depender. ·
Pero la existencia de la cadena nos consta (es el mundo que tenemos
delante y experimentamos), luego será necesaria la existencia de un primer
eslabón que la inicie, cuya condición indispensable será que no haya sido
causado por otro anterior, como todos los demás. ·
La cuestión inmediata es poder explicar la existencia de ese primer
eslabón no causado por otro eslabón anterior. En el caso concreto del
universo, el eslabón inicial ha sido llamado por la ciencia Singularidad, una concentración
impensable de energía encerrada en un punto, cuya explosión es conocida como
el Big-Bang. Se
supone que no ha existido nada anterior a él, pero si la ciencia descubriese
otra cosa, el planteamiento seguiría siendo el mismo que ahora hago y que es la
cuestión vital: ¿Cómo apareció el primer eslabón (sea el que sea), no causado
por otro, que inició la cadena universal? ·
Sólo hay una respuesta posible: ese primer eslabón (la Singularidad
que explosionó en el Big-Bang
o lo que la ciencia determine), puesto que no ha sido causado por otro
eslabón anterior, obliga a salir de la cadena y admitir que, de forma
necesaria, hubo un agente exterior, y obviamente superior, que lo creó. A ese
agente llamamos realidad infinita (Dios). ·
A este argumento no se le puede oponer que quizás la cadena no tuvo
nunca un primer eslabón creado por nadie desde fuera, sino que puede tratarse
de una cadena cerrada sobre sí misma, una cadena sin principio ni fin. No
puede oponerse esto porque la evolución conocida del universo lo desmiente.
La evolución del universo es lineal, comenzó en la simplicidad de un punto y
se ha convertido en la inmensidad que hoy es. Si la realidad consistiera en
una cadena cerrada sobre sí misma, no habría tal evolución lineal, sino
evolución plana y cíclica, es decir, constituida por fases de la misma
madurez todas ellas y repetidas continuamente. Puede que estés pensando, sin embargo,
que esto es una auténtica trampa, como la pescadilla que se muerde la cola,
porque si partimos de que todo tiene una causa, ¿quién ha causado a ese
agente exterior que, a su vez, causó al primer eslabón? No te inquietes, no
eres el único en pensar eso mismo. En el Londres de los años veinte, el
filósofo y matemático Bertrand Russell
puso de moda esta misma objeción con una pregunta así: ¿Quién hizo entonces a
Dios? Puede ser que tú también hayas caído en
esa trampa, pero ha sido ahora mismo y a botepronto.
El señor Russell no, este señor tuvo todo el tiempo
del mundo para meditarlo, y además era filósofo y matemático, no era ningún
aficionado. Sin embargo y a pesar de su vitola de pensador y científico, es
evidente que estaba planteando una objeción tonta y que no había comprendido
en absoluto el argumento. Yo te invito a que lo comprendas con un ejemplo muy
utilizado, que es la mejor manera de abrir luz en todo. ·
Un libro cualquiera de geometría, es copia de imprenta de otro
anterior, y todos ellos, a su vez, copia de los manuscritos de los
monasterios medievales, los cuales también fueron copiados de otros más
antiguos, hasta remontarnos al original que en su día se hiciera en pergamino
griego. También eso es una cadena de causas que se inicia en la primera de
todas, el pergamino original en el que se escribió por primera vez sobre
geometría. ·
Pero ¿cómo apareció ese primer pergamino? Todo el mundo lo sabe: es
necesario salir de la cadena de ejemplares copiados unos de otros y buscar la
razón en otra realidad exterior, diferente y superior que creó ese primer
eslabón desde la nada, y ese agente fue el sabio griego llamado Euclides, autor de la obra. Euclides
no pertenece a la cadena, es el autor de la misma al crear el primer eslabón. ·
Ahora sólo te resta sustituir los libros por las cosas del mundo, el
primer pergamino original por el Big-Bang y a Euclides por Dios. El error elemental de Russell cuando pregunta “¿Y a Dios quién lo hizo?”
consiste en extender, sin fundamento ninguno, la causalidad también fuera de
la cadena causal, con lo cual, evidentemente, no le pueden salir las cuentas.
Nos consta que todo tiene una causa .... pero nos consta que esto sucede
dentro de la cadena (el universo), no fuera. De fuera no sabemos nada. ¿Por
qué hay que suponer que lo que exista fuera también ha de ser causado, a su
vez, por otro? ¿Cuál es el fundamento para extender la cadena de causalidad
más allá del universo? El razonamiento nos ha llevado a la conclusión de que
más allá de la cadena causal del mundo tiene que estar el autor de la misma
(Dios), pero nada más. Russell, como matemático, no
sé qué papel representaría en la ciencia, no me he molestado en comprobarlo a
la vista de que, como pensador, dejaba tanto que desear. Estos “despistes” de los científicos
son habituales cuando se meten a filosofar. Exactamente lo mismo que al señor
Russell les ocurre a algunos científicos de hoy
cuando se aventuran en el tema “Dios”, les ocurre que no llegan nunca a
asimilar lo de la cadena de causas y el autor exterior. Es común entre ellos
identificar a Dios con la “energía”, a la vista de que la energía es el
origen de todo…. de todo lo que ellos conocen, claro. Y así lo afirman
algunos sin empacho: “La energía es el principio de todo, es lo que los
creyentes llaman Dios” Y se quedan tan anchos. Igual a como ocurrió entonces
con el señor Russell, son incapaces de comprender
que el primer eslabón en la cadena de la causalidad (la energía) si no ha
sido a su vez causado por otro eslabón como los demás, puesto que es el
primero, ni tampoco ha surgido de la nada por arte de birlibirloque (la nada
no existe), necesariamente ha sido creado por una inteligencia superior y
ajena a la cadena causal. Confundir a Dios con la energía es exactamente lo
mismo que confundir a Euclides con el libro que
escribió. Aunque este argumento tradicional de la
causalidad sigue tan vigente como el primer día, hoy puede ser modificado su
planteamiento a la vista de los nuevos datos que se conocen del universo, y
también puede hacerse una exposición aún más directa y más asequible, sin
necesidad de recurrir a la cadena de causas: ·
Si el universo no existió siempre, si tuvo un principio, lo cual
sabe hoy la cosmología, es que no tiene el ser en sí mismo (aseidad). Todo lo
que tiene un principio es que antes de ese principio no era, lo cual se
contradice con el ser. ·
Si lo universal está sujeto a la evolución, al movimiento, al
cambio, es que no tiene aseidad, puesto que tiene una pérdida continua del
ser anterior al transformarse en el siguiente. Lo que es en sí mismo, es
inmóvil, no cambia. ·
Si lo universal es finitud medible, suma
de partes, es que no tiene aseidad, porque lo que es composición de partes
puede descomponerse y dejar de ser, que es lo contrario al ser. ·
Si las cosas universales se generan y se corrompen sin afectar al
conjunto, es que no tienen aseidad, porque lo que es en sí mismo existe de
forma necesaria, no de forma contingente. ·
Si todo lo universal es imperfecto, si todo participa del bien y del
mal en cierta medida, es que no tiene aseidad, pues lo que es en sí mismo no
participa de nada exterior a sí mismo. ·
Si todo lo universal está ordenado hacia un fin de mayor perfección
en su movimiento, es que no tiene aseidad, pues todo lo que persigue un fin
determinado es que no constituye un fin en sí mismo. ·
Resumiendo: una realidad que no existió siempre, sino que tuvo un
principio conocido (temporalidad), que recibe el ser (causalidad), que lo
pierde igual que lo recibe (movimiento), que participa en lo exterior a sí
mismo (imperfección), que da igual que exista o no exista (contingencia), que
no constituye un fin en sí mismo…. todo eso constituye una realidad (mundo)
que tiene el ser porque lo ha recibido, no porque sea el ser en sí mismo, ya que, si lo fuera, no lo
recibiría, no lo perdería y existiría siempre y necesariamente. El ser no
puede engendrar no-ser, que es lo que ocurre en cualquier cambio. En esta nueva exposición, el fundamento
básico es el más universal y elemental de los posibles, la carencia de
aseidad del mundo. Las cosas efectivamente son, pero tienen el ser prestado,
lo cual no es aseidad, sino abaliedad (de "ab alio", ser por otro). Y
de este hecho se infiere un argumento directo e irrefragable que no precisa
remontarse en ninguna cadena de causas y que es de comprensión inmediata: Nada en el universo es por sí mismo,
todo tiene el ser porque lo ha recibido, luego tiene que existir otra
realidad que sea el SER en sí mismo (ipsum esse subsistens) y que lo haya
trascendido al universo. A esa realidad infinita llamamos Dios. No obstante, los argumentos empleados
para demostrar la inevitable existencia de Dios son muchos más. Te invito, si
este tema te inquieta, a que consultes mi libro Diálogo de ateos y creyentes, en el que una imaginaria discusión
entre Marx y Lutero va
desgranando las diferentes razones que exponen ateos y creyentes sobre la
existencia de Dios. El enigma de su esencia Bien. Hemos llegado juntos a la
conclusión de que, además de la finitud limitada en la que nos desenvolvemos,
tiene que existir otra realidad, para nosotros desconocida, que sea el ipsum esse subsistens (el ser subsistente en sí mismo, sin
límites, infinito) y que ha trascendido el ser al universo. Sin embargo, todo
esto ayuda muy poco a su comprensión. Decir que Dios es el ser en sí mismo resulta enigmático.
Estás acostumbrados al ser recibido y particular de las cosas, pero no puedes
figurarte cómo es el ser en sí mismo.
Tampoco puedes saber en absoluto cómo es lo que no tiene límites, tu
imaginación es incapaz de figurarse algo que no tiene fin, y por esto
precisamente, porque eres incapaces de imaginar tal cosa, sueles caer en la
simpleza de pensar que lo infinito es lo mismo que la finitud, con la única
diferencia de que jamás acaba. Es una simpleza, pero no te preocupes, porque
es una simpleza tan de curso legal que hasta los filósofos incurren en ella. Cuando alguien intenta imaginarse lo infinito,
piensa indefectiblemente en algo enorme, tan enorme que nunca se llega a
descubrirle límites, y cuando se imagina en concreto al infinito llamado
eternidad, lo imagina como un tiempo que jamás acaba. Lo dicho: ésta es una
visión ingenua. Lo infinito es otra realidad que nada tiene que ver con el
espacio-tiempo, otra realidad que no podemos siquiera imaginar porque cae
fuera de nuestra experiencia. Constituye, sencillamente, un misterio. En el
apartado anterior he razonado por qué sabemos que ese misterio existe (Dios
existe), pero no por ello deja de ser absolutamente misterioso. Debe, por
tanto, quedar claro que la diferencia entre finitud e infinitud no radica
exclusivamente en tener límites o no tenerlos, como si por lo demás fuesen
iguales, sino en su radical diferencia como sustancias, puesto que uno es la
“sustancia” en sí misma (valga la expresión) y el otro es la sustancia
creada, recibida, trascendida; uno es la realidad en sí misma y el otro es
una manifestación de esa realidad. La carencia o no de
límites no constituye la esencia de lo finito y lo infinito. sino al
contrario, la diferencia entre lo que es el “ser en sí mismo” y lo que es el
“ser recibido” es lo que conlleva que uno no tenga límites y el otro sí. Y al hilo de esta interpretación ingenua del
párrafo anterior, es importante delimitar el campo de este descubrimiento de
lo infinito, no vaya a ser que puedas caer en nuevos errores e
interpretaciones gratuitas. Conoces la limitación de nuestra finitud. Mas
deducir, a partir de eso, que tiene que existir otra realidad superior no
limitada, no esclarece en absoluto como es esa realidad superior, sólo deduce
que existe y que no es limitada, nada más. Es esencial, por tanto, establecer
una declaración de principios sobre lo que se sabe y lo que no se sabe sobre
la realidad infinita. De ella únicamente (¡únicamente!) puedes saber: 1.
Existe. 2.
Es el Ser en sí mismo (ipsum esse subsistens),
el Ser infinito, lo cual no tienes
la menor idea de en qué consiste exactamente. 3.
Pero sí sabes lo que no es: no es nada de lo conocido en nuestro
universo finito. Este punto tercero tiene una gran
trascendencia porque constituirá, en el apartado siguiente, el fundamento
para rechazar las pretensiones de la teología sobre la comprensión de lo que
Dios es, pretensiones que consisten todas ellas en adjudicarle los mismos
atributos de lo conocido (el mundo finito), pero eso sí, adjudicándoselos en
grado infinito para salvar las distancias. Conviene, por tanto, dejar bien
claro lo que esta declaración de principios implica: ·
Desconoces absolutamente la naturaleza de lo que es el Ser en sí mismo (Dios), ni lo
entenderías aunque te fuese explicado, ni habría palabras tampoco para
explicarlo. Excede a nuestra experiencia y a nuestra capacidad. ·
Por tanto, todo lo que viene planteando el razonamiento humano sobre
este aspecto en la teología y en la teodicea es del todo gratuito y
pretencioso. ·
Tampoco ninguna revelación religiosa aporta nada sobre cómo es el
Ser Infinito. Las revelaciones solamente inciden en lo mismo que conoce la
razón, en su existencia. ·
No hay más vía de aproximación a esa enigmática realidad que la
experiencia mística. Pero esa aproximación es tan sublime que el místico que
la experimenta no es capaz de explicar nada. Los versos de San Juan de la Cruz
son buenos como poesía, pero ridículos como descripción. De Dios sabes que existe, pero nada
más. Dios es un misterio, en otro caso no sería Dios. Sólo el místico lo
entrevé, pero no puede explicarlo. Antes de cerrar este apartado, conviene
aclarar una sutileza que pudiera haber aparecido en tu mente. En el repaso
dado a la realidad conocida (la finitud), has leído sobre el dualismo
espíritu-materia que hasta la propia ciencia (física cuántica) ha puesto en
duda la existencia real de la materia. Parece que el barro del universo es un
espejismo y que la única realidad, por tanto, es la espiritual (en su sentido
más amplio, incluyendo, quizá, el mundo físico como meras formas
inmateriales). Pues bien, quizás estés pensando que si lo infinito (Dios) no
puede ser, por definición, nada de lo que es el universo conocido, ¿no
procede entonces desechar también la idea de que lo infinito sea espíritu?
Si no es nada de lo que hay en el mundo, ¿por qué ha de ser espiritualidad,
que es cosa que nos consta en el mundo? Esta sutileza no es ninguna tontería,
es perfectamente lógica. Si no sabes en que “cosa” consiste lo infinito, es
que no lo sabes. Aventurar algo sobre lo que Dios es solamente se le
ocurre a la teología, y con un lamentable resultado. ¿Es espíritu, o ni siquiera
eso puede predicarse de Dios? La duda está bien planteada, y yo contestaría
que, efectivamente, de Dios nada puede saberse, salvo que existe y que es lo
infinito (lo contrario de la finitud). Nada más. La banalidad teológica Lo dicho en el apartado anterior nada
tiene que ver con lo que se lee en los libros. Si abres cualquier teología te
encontrarás con la sorpresa de que el hombre es capaz de conocer nada menos que
a su Dios-Creador. El catálogo de atributos que se adjudica a la naturaleza
divina no deja lugar a dudas, el Ser Infinito está a nuestro alcance,
conocemos nada menos que sus “atributos entitativos”, “operativos
inmanentes”, “operativos trascendentes” y, en fin, incluso su “vida divina”.
Nada menos que todo eso. Los transcribo según los leo: Dios es simple, único,
infinito, inmutable y perfecto (atributos entitativos); pero además tiene
ciencia y voluntad (atributos operativos inmanentes) por un lado; y creación,
concurso, conservación y providencia por otro (atributos operativos
trascendentes). Y como colofón de todo, resulta que además el Ser Infinito
tiene “vida divina” (que constituye, sin duda, la guinda del pastel, por lo
inusitado). Y de esta serie de tonterías hay hombres sapientísimos que
ostentan nada menos que cátedras. La verdad es que no sé cómo comentar
esto. La pedantería del pobre topo en su oscura galería me deja anonadado.
Los primeros, los atributos entitativos, son ciertos, pero innecesarios,
puesto que más que describir lo que Dios es, lo que describen es lo que Dios
no puede ser, por contraposición a lo que es la finitud del mundo. Realmente
no se trata de que él sea simple, infinito, inmutable y perfecto, como
pomposamente enumera la teología, puesto que nadie puede saber en qué
consiste lo simple, lo infinito, lo inmutable ni lo perfecto porque ninguna
de esas cosas se dan en la experiencia del mundo, que es nuestra única fuente
de conocimiento. Con esa descripción no se conoce a Dios, se describe lo que
Dios no es: ni compuesto, ni limitado, ni móvil, ni imperfecto, que todo eso
sí lo conocemos porque es lo de aquí abajo. Tratar de atar al Ser Infinito es
siempre fatuo. En cuanto a todo lo demás, piensa el
topo, en su galería, que lo que él hace a diario es lo que hacen todos los
seres animados del planeta. Si el topo tuviera imaginación vería al hombre
excavando también galerías, y sería lógico, porque el topo no conoce otra
realidad. Esto mismo le acontece al hombre-topo, que imagina un dios que hace
gala de las mismas virtudes humanas: la sabiduría, la decisión voluntaria, la
conservación de las cosas …., un diosecillo que
lleva a su excelencia todas las perfecciones conocidas; con lo cual, lo que
hace el hombre-topo, en definitiva, es meter el altar en la pobreza oscura de
su propia galería y adorar la quintaesencia de sí mismo. La teología pretende conocer a Dios
extrapolando a él los valores propios del mundo: conservación,
providencia....... Pero mayor necedad todavía es adjudicarle las mismas
capacidades humanas: pensamiento y voluntad. Suponer un “ser infinito” que, para
hacer algo, precisa desarrollar las mismas actividades que desarrolla
cualquier hijo de vecino, suponer que, por un lado “piensa”, luego “quiere” y
por último “ejecuta”, es de una ingenuidad y una torpeza sin límites. Y sin
embargo está en los textos de teología. Un dios así no es un dios, no es
diferente, es un superhombre que en vez de hacer sillas hace universos, pero
nada más. Esto mismo es lo que te cuenta la teología cuando, en su afán de
digerir al Ser Infinito, te dice,
sin ningún rubor, que ese ser infinito tiene “atributos operativos”, nada
menos, es decir, que hace “operaciones” como las hace cualquier mortal.....
En definitiva, un dios en pedacitos, en el que se distinguen “facultades”
diferentes y que actúa en un laborioso proceso de operaciones diferentes,
exactamente igual a como lo harías tú, imaginando, proyectando, planificando,
ejecutando....., un dios repleto de técnica humana. El dios del Génesis bíblico y de la
teología no es Dios, es un superhombre capaz de hacer con la materia
universos en vez de sillas. Ese dios inventado por los hombres no sabe sacar
las manos del barro. Y como los errores llaman a nuevos
errores, la equivocación de proyectar hacia la infinitud de Dios los valores de la finitud del mundo
produce, de forma inevitable, una cierta analogía entre una realidad y la
otra, un cierto sentido de relatividad en todo lo divino que resulta molesto
e inoportuno. De esto se ha dado cuenta la teología y, para salvar
decorosamente el bache, no ha dudado en adjudicar a los valores que extrapola
desde el más acá hacia el más allá la condición de que son en “grado
infinito”, con lo cual el teólogo cree haber eludido la relatividad de cualquier
comparación y haber situado la cosa, de forma definitiva, en el olimpo.
Realmente, lo que ha hecho el pobre teólogo es añadir una blasfemia a otra
blasfemia (blasfemias inconscientes, se entiende), puesto que lo infinito,
por definición, no tiene grados, ni pocos ni muchos. La teología pretende conocer a Dios
adjudicándole los mismos valores del mundo, pero en “grado infinito” para
salvar distancias. Lo infinito, por definición, no es magnitud y no tiene
grados, ni pocos ni muchos. Un “grado infinito” no existe. En la base de esta catástrofe levantada
por el pensamiento humano está, en buena medida, la mente omnicomprensiva
de Aristóteles; omnicomprensiva, pero bastante
plana. En la mente del Estagirita faltaron algunas gotas más de
espiritualidad para acercarse a la verdad. Su verdad es demasiado mundana. Y
para colmo de desdichas, se cruzó en la estela de su legado la no menos omnicomprensiva mente de Santo Tomás, buen bibliotecario,
que desmenuzó, aliñó y elevó al cubo la manía racionalista y desangelada de
su antecesor. Esta visión tan plana le llevó al Estagirita al culto por el
“pensamiento” como lo más excelso del hombre, olvidando que, muy por encima
de eso, está en el hombre la disposición hacia el bien, lo cual es un
sentimiento, no un pensamiento. La segunda parte de mi libro La otra filosofía la encabezo con una
cita que, desdichadamente, a Aristóteles no le cuadra en absoluto: Nadie se asemeja a Dios siendo sabio, sino
siendo recto. Tanto le confundió al sabio griego este
falso ídolo, la razón, que en el c.4 del libro XII
de su metafísica afirmó que, puesto que Dios es el acto puro del pensamiento
y el pensar es la más alta expresión de vida, Dios tiene “vida divina”. El
descarrilamiento es total: concibe a Dios de forma restrictiva, “acto puro de
pensamiento” (Dios reducido a pensamiento); hace una valoración inaceptable,
“lo más sublime del vivir es el pensar” (en vez del amar); y acaba en una
conclusión perogrullesca: Dios goza de vida.... pero eso sí, vida divina,
otra clase de vida más perfecta que la vida del pobre hombre. Lo de siempre.
Seguimos extrapolando lo de aquí hacia allí, pero en grado sublime. Seguimos
adjudicándole a Dios lo de aquí abajo, pero elevado al cubo, para que Él no
se moleste. Resumiendo estos dos últimos apartados,
El enigma de su esencia y La banalidad teológica, únicamente
cabe una certeza, a saber: del Ser en
sí mismo (Dios) únicamente debe predicarse lo que su nombre indica: el
que Es, el único que Es, y por tanto, Ser Infinito. Todo lo demás es temeraria especulación. Hace pocos
párrafos también he dejado escrito esto “.... Pero de la naturaleza de Dios es
difícil aventurar absolutamente nada”, y me alegro de haberlo hecho, porque
las veces que me he atrevido a aventurar algo sobre Él, a menudo he tenido que
acabar recogiendo velas. De ahí el estupor que me causa la teología con sus
osadas afirmaciones. En estos dos apartados he mantenido la postura de que
nada que sea del mundo puede ser extrapolado al Creador, y sigo
manteniéndolo, es argumentalmente correcto, de manera que a Dios ni siquiera
se le puede atribuir el Bien. Dios está
más allá del Bien y del Mal. Esto he dejado escrito y es correcto. Y sin
embargo, las palabras del propio Cristo sobre el Padre eterno me han obligado
a poner en duda también esto (ver el próximo apartado Dios, el Bien y el Mal) Llegar a saber que Dios existe es cosa
de la fe y de la razón. Llegar a saber cómo es Dios es cosa de la estupidez
teológica. El misterio sin límites Para lo que voy a contarte, me ha parecido perfecto
este título, El misterio sin límites,
porque, además de que el Ser en sí
mismo y sin límites constituye un misterio para nuestra mente, además de
eso, esta cuestión de los límites y los no-límites plantea una serie de
problemas que rayan lo misterioso y que es necesario dejar bien claro, porque
tienen solución. ¿Cómo se resuelve la coexistencia de nuestro mundo limitado
con la infinitud sin límites? ¿Cómo se resuelve qué es lo que hay al otro
lado de las fronteras de nuestro mundo limitado? 1.
La primera cuestión responde a la pregunta ¿Son posibles finitud e
infinitud a la vez? Por lo dicho hasta ahora, no sabes en
absoluto en qué consiste lo infinito, pero sí sabes precisamente eso, que es
infinito, que es lo contrario de la finitud, es decir, que no está limitado,
porque los límites significan no-ser, que es lo contrario del ser. Y por la
misma razón, tampoco es movimiento, como lo es el mundo, puesto que
movimiento significa cambio, y cambio implica pérdida del ser. Esto resulta
muy claro, pero parece plantear un gravísimo problema, porque lo infinito,
precisamente por infinito, parece que ha de ser lo único existente. Si
existiera algo más, habría un límite entre ellos y ninguno de los dos sería
infinito. Éste es el fundamento de la corriente
de pensamiento panteísta, cuyo postulado es nada existe además de Dios. Y podrías darlo por bueno si no fuera
porque te consta que también existes tú, y no eres Dios. Entonces ¿qué clase
de convivencia es la que se plantea entre la finitud del universo y la
infinitud del ser divino? Para el panteísmo, sin duda, cualquier cosa (como
nosotros y nuestro mundo) no puede ser sino una mera emanación del propio Ser Infinito, porque nada existe fuera de
él. Para el creacionismo, sin embargo, la omnipotencia de Dios es absolutamente
libre y capaz de hacer algo diferente a sí mismo, de manera que concibe el
mundo como una obra divina, no una emanación de la propia divinidad, sino
algo expresamente creado desde la
“nada”. Resulta evidente que panteístas y
creacionistas han puesto sus miradas en dos aspectos diferentes del ser, de
forma que los dos tienen razón, aunque lleven discutiendo por los siglos de
los siglos, como si la verdad estuviera sólo del lado de uno de ellos. En la
finitud hay panteísmo y hay creacionismo, los dos a la vez, según se
considere el ser en abstracto, es decir, el hecho de ser-existir sin más
(panteísmo), o se considere la forma particular y limitada de ser
(creacionismo) ·
Panteísmo: Todo lo que existe, desde una piedra hasta el arco iris, tiene el
ser, obviamente, porque si no lo tuviera no estaría ahí, no existiría. Y si,
conforme a este libro, prefieres partir de que el mundo material es puro
espejismo y considerar como única finitud la espiritual, el resultado es el
mismo: todas las almas existen porque todas tienen el ser. Esta es la mirada
del panteísta, que reduce toda forma de ser a la abstracción general SER, del cual hay un único titular,
Dios, el que es en sí mismo, el único que realmente ES en el profundo sentido del concepto. De esto deduce que, si
hay algo más que también tiene el ser (finitud), está compartiendo la aseidad
divina por pura emanación o efusión. El panteísmo no se da
cuenta de que, si aceptásemos su tesis tal y como la enuncia, sin más
añadidos, esa nueva entidad que tiene el ser por emanación o efusión no se
diferenciaría en nada de la fuente, es decir, de Dios, sería igualmente el
Ser en sí mismo, no cabría hablar de la existencia de ninguna nueva entidad.
La finitud, por tanto, no existiría. Pero la finitud existe. Al menos nos
consta la existencia de la finitud espiritual. ·
Creacionismo: Pero desde la piedra hasta el arco iris, pasando por todo lo demás,
el ser que han recibido es limitado, diferente sustancialmente de unos a
otros, y esto no depende del ser recibido por emanación (que solamente es
eso, ser-existir, sin más), sino de la voluntad del Dios que ha
emanado ese ser y, a la vez de emanarlo, lo ha moldeado con su mano creadora
hasta hacerlo de una forma particular y determinada. Esa nueva y naciente
realidad (finitud) está en Dios en cuanto que participa del Ser, porque Ser y
Dios es lo mismo; pero no está en Dios en cuanto que participa del ser de
forma particular y limitada, mientras que Dios es el Ser absoluto. La síntesis emanación-creación de la
finitud, por tanto, se resume así: ·
El ser, en efecto, sólo puede recibirse por emanación de quien
únicamente lo es (panteísmo). Pero considerado solamente así, todo se
confundiría con la propia fuente, con Dios, de manera que no existiría más
realidad que el Dios infinito. ·
Por eso, al nuevo ser emanado de sí mismo, Dios le dota de una
entidad determinada que le individualiza (creación) ·
La criatura, por tanto, aunque diferente a su Creador, sigue siendo, pero ya no es el ser en sí mismo, sino el ser recibido. ·
El acto de la creación, en definitiva, no niega la emanación del
ser, la lleva implícita. Todo lo que es emana de Dios
porque Dios es la fuente única del ser (panteísmo). Pero Dios modela
ese ser emanado de sí mismo, creando con él algo único y diferente
(creacionismo). Panteísmo y creacionismo son compatibles. Giordano Bruno, dominico del XVI, , fue más allá del panteísmo y postuló que todo lo
que llamamos creación, no solamente es efusión o emanación, sino que además
esa emanación se produce de forma “necesaria”, de manera que el universo no
se distingue del propio Dios y constituye, más bien, el espejo en el que la
divinidad se contempla. Giordano Bruno acabó siendo
condenado por hereje, probablemente por la osadía de negar la acción creadora
de Dios. Pero la auténtica herejía de este monje (y gorda) no fue la de
considerar al mundo una efusión divina, que en parte así es, su verdadera
herejía fue considerar que esa efusión tenía el carácter de irremediable.
Concebir a Dios sujeto a “necesidades” que le acosan y que no es capaz de
controlar es un ejemplo más de la necedad del hombre, perpetuamente empeñado
en extrapolar a su Creador sus propias vicisitudes y limitaciones. A estas alturas, querido lector, ya
habrás advertido que siempre acabo planteando alguna contradicción o
situación paradójica, y en este caso concreto de la coexistencia de lo
infinito y lo finito no iba a ser menos. Quizás ello sea buena prueba de que
estoy indagando la verdad desde todos los ángulos posibles, adelantándome a
todas las respuestas que pudieras oponerme. En este caso, el problema no
radica en tener que elegir entre emanación o creación en el alumbramiento de
la finitud, puesto que ambas se complementan; el problema surge en las
consecuencias del propio alumbramiento, porque la coexistencia de lo infinito
y la finitud no parece posible ¿Pueden coexistir lo que tiene límites y lo
que no los tiene? ¿Puede realmente existir algo más, además de Dios? Pero la
pregunta inquietante es la que el hombre se hace en sentido contrario a esta
última, es decir, ésta: puesto que el mundo existe, ¿puede existir, además
del mundo, Dios? Ésta es la que nos afecta, la que puede hacer suya el
ateísmo y a la que se contesta así. ·
El hecho de que el ser infinito no tenga límites no significa que no
pueda existir algo además de él. La única condición es que ese algo no sea, a
su vez, otro infinito, pues, siendo los dos sin límites, se excluirían entre
sí. ·
Por tanto, el argumento “Nada puede existir además de lo infinito”
es absolutamente cierto..... siempre que con él nos refiramos a otra realidad
del mismo rango, a otro infinito. ·
Pero finitud e infinitud no son del mismo ámbito. Por el hecho de
que el universo reciba el ser y lo tenga, eso no le convierte
en el ser, y no es, por tanto, incompatible con quien es el ser, Dios. ·
Por consiguiente, la finitud universal, no siendo realidad del mismo
ámbito, ni limita, ni es contradictoria ni pone en duda la existencia de lo
que es infinito. Releo lo anterior y me doy cuenta de
que manejar conceptos corre el riesgo de que pueda parecerte un mero juego de
palabras; pero si lo ilustro con un ejemplo, por otra parte muy conocido, se
aleja toda dificultad. Cuando algo recibe luz y se ilumina, a nadie se le
ocurre pensar que ese algo, por ser ahora luminoso, se ha convertido en luz y
que hay ya dos luces a la vez. La luz sigue siendo la única luz, la del foco
luminoso, y ese otro algo iluminado no es luz, sino que solamente la tiene
porque la recibe, no porque se haya convertido en luz también. De la misma
forma, el universo tiene el ser por recibido, pero no se ha convertido en el
ser, y si no es el ser, no limita con quien lo es y se lo ha donado. El
planteamiento, pues, no debe ser si algo puede existir además de lo infinito,
que sí que puede, lo correcto es plantear (si es que se quiere plantear algo)
justamente lo contrario: si algo puede existir sin contar con lo infinito. Y
evidentemente nada existiría sin Él. El Ser en sí mismo (Dios) es, por
definición, único e infinito. No hay ningún otro ser. Recibir el ser y
tenerlo donado no convierte al universo en el Ser. 2.
La segunda de las cuestiones respondía a la pregunta: Si el universo
es limitado, ¿con qué limita? ¿Qué es lo que hay al otro lado de sus
fronteras? Este segundo “misterio”, bastante más espinoso que el primero,
también tiene solución, aunque inesperada. Esta cuestión de los límites
constituye el enigma en el que se sumerge, al final, toda cavilación sobre la
finitud material: si la nada no existe y la finitud universal es limitada,
limita… ¿con qué? Si detrás de una frontera física no cabe suponer la nada,
¿qué es lo que hay? Utilizando el carácter espacial del universo se hace más
comprensible esta verdad. En un gráfico no puedes pensar en una raya aislada,
ni puedes pensar que hace de límite de un único plano, sino que hace de
límite entre dos, toda raya separa dos planos, limitándolos. Y en un espacio
tridimensional no puedes pensar en una frontera si no es situada entre dos
espacios contiguos. Si el universo es espacio, ¿qué es lo que hay al otro lado
de la frontera de nuestro espacio? No puedes suponer que no hay nada, puesto
que la nada no existe. La respuesta a esta pregunta no es la que parece más a mano y que
acabo de rebatir en los párrafos anteriores, la que decía más o menos así:
“Puesto que lo único que existe, además del universo, es lo infinito, y
puesto que, por ser éste sin límites, no hay nada “fuera” de él, el universo
estará dentro y limitará con él, con el propio infinito”. Esta
respuesta está contestada, pero la contesto de nuevo: ·
Los límites únicamente pueden
existir entre realidades homogéneas. Solamente entre materia y materia puede
establecerse un límite, pero nunca entre materia a un lado y espíritu a otro,
por poner un ejemplo fácilmente comprensible, dado que lo espiritual, no siendo
espacio, no puede aparecer “al lado” de nada. Todos los seres vivos portan el
alma incardinada en el cuerpo, no aparte, en los bolsillos y lindando con el
cuerpo. La finitud espacio-temporal solamente podría limitar con más finitud
espacio-temporal. ·
Puestos a admitir esta
relación finitud-infinitud como una relación contenido-continente (que no lo
es), no cabe imaginar tal situación como un espacio dentro de otro espacio
aún mayor y sin límites. El universo es espacio, pero como lo infinito no lo
es, el universo ni está dentro ni está fuera de lo infinito. La
finitud (universo) ni está dentro ni está fuera de la infinitud (Dios). Entre
los dos no hay fronteras, no son realidades homogéneas. La respuesta anterior, por tanto, no era válida, pero menos puede
serlo esa otra respuesta tantas veces escuchada: “Posiblemente, el universo
limite con la nada”. Quedó ya establecido que la nada no existe, pero si
existiera, menos podría hacerlo limitando con algo, sea este algo lo que
fuere, porque con límites dejaría de ser la nada para pasar a ser,
irremediablemente, también un “algo”, es decir, una finitud más. Al tratar de
la nada en mi libro La otra filosofía,
ya dejé explicado que únicamente cabría concebirla como un infinito, y esto
tampoco podría ser porque nos consta la existencia del ser, y dos infinitos a
la vez (el ser y la nada) constituyen un imposible. El
universo no puede limitar con la nada porque la nada no existe; y si
existiera, sería un infinito y no limitaría con ninguna otra cosa. Entre los científicos es relativamente frecuente (y entre los
pensadores menos, pero también los hay) que defiendan hipótesis que no son
defendibles, o para ser más exactos, que son ingenuas. Una de estas hipótesis
sería: “Puede ser que el universo limite con otros muchos universos todavía
desconocidos”. En realidad, esta afirmación tan simplista, colocando
innumerables universos unos junto a otros, lo que intenta, de forma larvada,
es apoyar la pretensión de infinitud, de cosa interminable con la que los
materialistas sueñan su quimérica realidad. Este argumento es ingenuo porque
la suma de todos los universos finitos que se quiera daría una finitud aún
mayor, pero finitud al fin, por lo que volveríamos a la pregunta inicial:
todo ese montón hipotético de universos, que sigue siendo finitud en su
conjunto, ¿con qué limita? Muchos
universos juntos no resuelven el problema, no se convierten en algo infinito,
sumados siguen siendo finitud. ¿Con qué limitan? Contemplada como un todo, la finitud universal acabas de ver que
es imposible que limite con lo infinito, ni con la nada, ni con otros
universos. El problema sigue en pie. Para solucionarlo tampoco vale recordar
la irrealidad de la materia, porque, a pesar de que el universo físico sea
exclusivamente un universo formal, dichas formas físicas siguen siendo
espacio, aunque un espacio desmaterializado, y todo espacio ha de lindar con
otros espacios. ¿Cuál es la solución a este enigma? Pues la única capaz de
solventarlo, la que vengo defendiendo desde el inicio de este libro y de
todas mis obras, ésta:
El universo no tiene por qué lindar con nada porque es
una “no-realidad”, una entelequia sensorial, una triste y pasajera pesadilla
del alma humana. Como ves, este problema de la finitud material, resumido en la
pregunta “Si el universo es limitado, ¿con qué limita?”, al no obtener
respuesta convincente ninguna, ha acabado por convertirse en una prueba más
de su irrealidad. Únicamente una creación estrictamente espiritual, ajena al
mundo de las cosas, incluso como sólo formas, soluciona del todo el problema,
porque una sola realidad hay que no exige contigüidad con nada, lo
espiritual. La
imposibilidad de que el universo material limite con algo, a pesar de ser
limitado, es una prueba más de su irrealidad. La Creación es estrictamente
espiritual. No hay más filósofo que Él. La
sabiduría del hombre es la luz de la galería del topo. Con esta máxima comencé mi libro La otra filosofía (libro del cual está tomado todo este
planteamiento) y a esa máxima retorno después de tanto rebuscar. La realidad
toda es un misterio para nuestra supuesta sabiduría: lo infinito, porque
sabes que existe, pero no sabes en qué consiste; y lo finito, porque la
no-realidad de lo que con tanto convencimiento percibes siembra la duda y el
desconcierto. El primero de estos dos misterios, el de la naturaleza de lo
infinito, es inabordable para el hombre. En cuanto al segundo, el de con qué
limita el universo, solamente aceptando a éste como una ilusión de los
sentidos admite una respuesta aceptable: no limita con nada porque no existe. La orfandad del
hombre. Todo lo que
acabas de leer en los cuatro apartados anteriores de este capítulo sobre Dios
es, como al principio te anunciaba, copia (más o menos) de lo que en su día
escribí para el libro La otra filosofía.
Pero en aquél desarrollaba pura teodicea, es decir, la visión que un filósofo
puede tener del Ser Infinito. Era un libro de filosofía y, como tal, se
limitaba a contemplar a Dios con la mente, sólo con la mente. Por eso, de la
lectura de los cuatro apartados anteriores te habrá quedado la idea de un
Dios que existe, sí, pero absolutamente lejano, misterioso, inalcanzable. Por
supuesto nada tiene que ver con el Dios del pueblo judío y de su Torá, el Yahvé
personal e intervencionista, tan intervencionista que se pasa de la raya y
resulta arbitrario. Pero pienso que a lo mejor echas de menos ese tipo de
Dios terrible, pero algo más próximo, en vez de este otro Dios maravilloso
que propone el pensamiento, pero tan abstracto y lejano. Pudiera ser. Bien. En este
momento doy carpetazo al filósofo y comienza a hablarte, no la criatura que
ha escrito los cuatro apartados anteriores, abandonada a su suerte y sin más
báculo que su humilde pensamiento, sino el hijo predilecto que se siente
amado. Ya sé que este título, hijo
predilecto, lo reservó el Padre para Jesús en la Transfiguración. Lo sé y
lo respeto. Pero eso no impide que me sienta tan amado que me considere
predilecto, aunque no lo sea. Alguien dijo un día una de esas obviedades en las que nunca pensamos y que están repletas
de sabiduría, dijo que, aunque era uno más entre ocho hermanos, era, sin
lugar a dudas, hijo único para sus padres porque era diferente a los otros
siete. Sin duda, sin duda. Para cualquier padre todos los hijos son únicos, y
para el Creador todos son únicos y predilectos, aunque su familia es tan
numerosa como la arena del mar. En una entrevista, una conocida mujer del
espectáculo, con su pintoresca cultura jerezana, parecía realmente angustiada
por su suerte en el inmenso Valle de Josafat, cuando muriese. Pensaba que,
entre tanto gentío, podría pasar tan inadvertida que quizás no tuviese ni
juicio y quedase en la nada; lo cual, acostumbrada a los focos y los
escenarios, la aterraba. Aquella pobre mujer contaba nada más con que la
familia de Dios es inmensa, no contaba con que ella, aun sin focos ni
escenarios, aunque en medio del gentío, era única para Dios. La palabra más
bella de cuantas he leído en los Evangelios no ha sido el insistente perdón a tantos pecadores, ni los bienaventurados con que Jesús se
refería a los desposeídos de la suerte. La palabra más bella en sus labios es
un cortísimo vocablo arameo, tan breve como lo es
traducido a nuestra lengua y tan cargado de ternura como lo es para nosotros,
justamente el vocablo con el que Jesús, a pesar de su madurez, su corpulencia
y su imponente aspecto físico, se dirigía al Padre eterno cuando con él
hablaba, como un niño, utilizando la palabra más breve y más entrañable de
toda la Biblia: abba (papá) (Mc
14,36: “¡Abba!
Todo es posible para ti; aparta de mí esta copa, pero no sea lo que yo
quiero, sino lo que quieres tú”). Te invito a que pierdas el respeto que
te atenaza, ese “santo temor de Dios” que te han inculcado estúpidamente, que
más tiene de absurdo que de santo, y te dirijas al Padre eterno con la
confianza con que Jesús le hablaba, Papá,
y verás como todo cambia radicalmente, porque tu orfandad solamente depende
de ti. Él siempre está cerca para el hombre-niño que le busca. Abba (papá). Así le llamaba Jesús a solas. Dios siempre está cerca para
el hombre-niño que le busca. Ya he contado,
más de una vez, que no es cierto que Dios “tenga contados tus cabellos”.
Esto, que tan al pie de la letra es interpretado por los teólogos de carril
para justificar una providencia activa y omnipresente, no es otra cosa que
una pura metáfora que sólo viene a decirnos que, al final de todo, siempre
está Dios, lo cual es una obviedad. Pero el número de tus cabellos lo fijan
las leyes biológicas, no Dios, y tampoco se entretiene en contarlos. Contra
lo que te han enseñado desde siempre, Dios no interviene, no dirige, porque,
si lo hiciera, la vida en el mundo sería maravillosa, y no lo es. El mundo
está regido por las leyes de la naturaleza, que son leyes de la materia y
son, en su mayoría, leyes pérfidas. Ellas son las que determinan si has de
ser calvo o no y si has de sucumbir ante una insignificante bacteria o no.
Por eso el haber titulado este apartado La
orfandad del hombre, porque eres un huérfano en toda regla mientras no
alcances la muerte. Nada
puede impedir que te sientas huérfano. “Mientras el corazón del hombre no
descanse en Dios no puede ser feliz (San Agustín)”. Estarás
pensando que este último párrafo se contradice con el anterior y que toda
oración y toda petición carece de sentido, puesto que ese Dios tan lejano
está mucho más allá de las tonterías del mundo, que además resulta que son
soñadas. Si no interviene, si ha dotado al universo de sus propias y
autónomas leyes, parece que deberías limitarte a soportar la vida como mejor
puedas y esperar la muerte para reunirte con Él en la felicidad de los
cielos. Pues no. Tampoco es eso. Dios está lejano…. pero está cercano de
quien se acerca; está ausente…. pero aparece para quien le busca; está al
margen….. pero interviene en quien confía. Supongo que lo has entendido. No
existe esa llamada “providencia” intervencionista de la doctrina oficial,
existe el orden natural establecido. Dios deja a la naturaleza que cumpla sus
fines de forma absolutamente autónoma. Las cosas del mundo las regula el
mundo, las leyes de la naturaleza establecidas por Dios, pero no Dios
directamente. Si las regulase directamente todo sería sublime, y no lo es.
Solamente trastoca las leyes naturales cuando tú te pones en sus manos
incondicionalmente, y es obvio que tal cosa ocurre como excepción de la
regla, no como regla.. No
hay providencia. Dios ni interviene ni dirige el mundo, lo dotó de leyes
autónomas, naturales. Sólo las quebranta a favor de aquél que, lleno de fe y
confianza, se abandona en sus manos. Dios es la
última instancia de justicia, de acuerdo, pero por delante están los juzgados
ordinarios, es decir, las leyes que regulan el devenir cotidiano. Solamente
si tienes en cuenta esta verdad podrás entender el prodigio de los milagros.
Si todo pasara por sus manos desde el principio, no tendría sentido ninguno
que primero dejara al enfermo llegar a las puertas de la muerte para, acto
seguido, salvarlo milagrosamente si se recurre a Él. Sería un absurdo. A las
puertas de la muerte le conduce al hombre la naturaleza, sólo la naturaleza;
a la curación milagrosa, cuando la hay, le conduce luego la mano compasiva de
Dios alterando el orden de la naturaleza. Si de verdad el mundo estuviera
bajo la “providencia”, como la doctrina oficial pretende, éste sería un
maravilloso “mundo feliz”, y eso solamente está en el título de la conocida
novela de Aldous Husley,
no en la realidad. Esto es lo que
explica que la vida sea igual de desafortunada y poco placentera para todos,
porque todos estamos bajo el triste imperio de la naturaleza, todos estamos
en el mismo orfanato. El Sol sale todos los días y sale igual para justos que
para pecadores, dice la Escritura como alabanza, y es rigurosamente cierto;
pero olvida considerar que si no hubiera ni siquiera eso, sol, tampoco habría
ni justos ni pecadores, no habría nada. Bajo esa luz maravillosa del sol de
cada día, que todos sentimos tan placentera, la gente sigue suicidándose.
Siempre que oigo los pomposos salmos
de la Vieja Alianza, alabando la obra del mundo porque “glorifica” a Dios, me
acuerdo irremediablemente de esa otra humilde oración que a todos nos
enseñaron elevar a la Virgen desde niños, en la que los desterrados hijos de Eva recurrimos a ella, gimiendo y llorando en este valle de lágrimas. Ni siquiera sé
quién compuso tan sencilla oración, pero, fuere quien fuere, estaba mucho más
cerca de la verdad que la grandilocuente y estéril alabanza de los profetas y
sus salmos. Dios está en los desconsolados de la Salve, en los que gimen y lloran en el mundo, que es un valle de
lágrimas y no otra cosa, no está en los miopes que ven en el espectáculo
sangriento y grotesco de la naturaleza la “gloria” de Dios. Dios
está en los desconsolados de este valle de lágrimas que se reza en la Salve,
no en los miopes de los Salmos que ven, en el espectáculo grotesco del mundo,
la “gloria” de Dios. Dios está
lejano, sí, he insistido mucho…. pero está cercano de aquél que se acerca. La
no comprensión de este aparente juego de palabras, que más arriba citaba, es
la clave de la infelicidad y desesperación a veces, es el problema de la que
llamo fe desnuda (la que yo
profesaba antes). Si, como la mayoría de los creyentes, piensas que eres un
hombre de fe por el mero hecho de que estás seguro de la existencia del
Creador, te equivocas. La fe es algo más, no es sólo Dios existe, no es la frialdad de una convicción, aunque
maravillosa. Ese es solamente el primer peldaño. La fe está un peldaño más
arriba, está en la confianza en el Padre dispuesto a acercarse, la confianza
en el Dios abba.
Saber que existe, pero no ponerse en sus manos, es fe a medias, es orfandad.
Si a diario, hasta en las cosas más nimias, le olvidas y todo lo esperas de
tu propio esfuerzo te sentirás desamparado. Fe no es creer en quien te ha
dado la vida si, aunque creyendo, te olvidas de poner en sus manos
continuamente esa vida que te ha dado. Podrías
contestarme, y con toda razón, que ninguna confianza ni seguridad en él es
suficiente para evitar el destino en algunas ocasiones. En un naufragio en
alta mar, lo más probable es que acabes ahogado, por mucha fe que pongas en
tu petición de socorro. Pocas veces Dios fuerza el curso de los
acontecimientos hasta ese punto de evitar lo inevitable (aunque también hay
milagros así). Ya te dije antes que el milagro es la excepción, no la norma.
Pero hay otra clase de milagro que sin duda obtendrás siempre: el de tu forma
de aceptar el destino. No es lo mismo hacerlo con desesperación y angustia,
porque ése es el final de todo, que afrontarlo en la convicción de que,
detrás de ese destino, está inexorablemente la felicidad prometida. La
confianza en Dios no es un salvoconducto para evitar las desdichas del mundo
(aunque también), es un salvoconducto que te asegura que el fin último está
garantizado. Puede ser que te ahogues en el naufragio, pero morirás sin la
angustia del punto y final, morirás con la seguridad de que sólo vas a
franquear la puerta última. Tu destino está detrás. Soy consciente
de que primero te dije que Dios, por ser justamente Dios, está inevitablemente
lejos. Luego te he dicho que, aunque lejano, está inusitadamente cerca si a
él te acercas. Y por si fuera poco esta aparente paradoja, en el título de
este apartado campean unas palabras tristísimas: La orfandad del hombre, porque es
inevitable que, mientras estés atado a la carne, te sentirás
irremediablemente huérfano. ¿Cuál es la verdad, entonces? Pienso que quizás
sientas ganas de tirarme el libro a la cabeza y no sepas a qué carta
quedarte. Puede que todo ello parezca un monumental galimatías, pero te
aseguro que es cierto todo a la vez. Estoy hablándote de Dios, y en Dios todo
es posible: Dios no está para quien mira solamente
con los ojos del cuerpo. Está demasiado lejos para quien mira
con los ojos de la razón. Está muy cerca para quien sabe mirar
con los ojos del corazón. Y está en el centro para quien cierra
los ojos y mira dentro. --------------------------------------- Esta publicación está destinada
únicamente a interesados particulares. Prohibida la reproducción total ni
parcial por ningún medio. Todos los derechos reservados. © Gregorio Corrales. |