Dibujo de Jesús María Navas

 

 

La casa maldita

 

 

Aterricé en aquella maldita casa una noche helada de enero. Siempre he odiado el frío, y hacía un frío espantoso. Ya es suficiente que te manden donde no quieres y encima esto. La miré con espanto, sabiendo que allí iba a permanecer de por vida. Era una construcción muy vertical, de duras aristas, como don Quijote puesto en pie con toda su armadura, pero sin yelmo arriba, con el minarete al aire; al cual el viento, al cabo de los años, fue arrebatándole las tejas hasta dejarle la terraza desnuda y brillante. Me hice a la idea y crucé el umbral con un suspiro que los servidores interpretaron como un gemido, y se pusieron a correr todos a la vez para hacerme ver que aquello funcionaba...... Y la verdad es que funcionó.

 

-¿Ves? Aquí vas a estar como los ángeles- se apresuraron a decirme, como haciéndome ver que cada uno cumpliría con su deber- Un poquito de calor y ya está todo arreglado. Y tómalo con paciencia, porque aquí vas a estar hasta que se te caiga el minarete..... Bueno, o hasta que se te estropee la bomba...... Porque aquí hay cosas de “cosas”, ¿me comprendes? Puedes hacer lo que quieras, para eso eres el dueño, pero el minarete, las transmisiones, los pilares, la bomba, el estanque y la depuradora son intocables. O te llevas bien con esos artistas o te arruinan la existencia.

 

Tomé buena nota. A mí, lo de los oficios no me va, pero las reglas son las reglas. Porque ¿qué hacer, si luego empiezan las goteras, se viene todo abajo y encima te piden cuentas, a pesar de que yo no quería este destino?

 

-Y yo......¿Dónde......?- pregunté,como si me urgiera dejar el equipaje en alguna parte, a pesar de que no llevaba equipaje ninguno. Más aún, es que ni siquiera estaba vestido.

 

-Oye, haz lo que te dé la gana, acomódate donde quieras. Para lo que vas a hacer..... Nos han dicho que la casa es tuya, pero que te conste que nos valemos solitos. Si la cosa se pone fea, ya sabes, como en los aviones, le damos al piloto automático y a seguir navegando. ¡Puedes dormirte, puedes dormirte! No te creas que por muy dueño que seas vamos a echarte de menos. Ya sabes. Nosotros le damos al piloto automático y listo.

 

¡Pues sí que empezamos bien!, pensé. Yo no pedí venir y encima esto.

 

Al principio me quedé en los pasillos, pero no me gustaba el ambiente. Había demasiado trasiego y un no sé qué irrespirable. Tan pronto pasaban con camillas como le daban a los ventiladores, y además se escuchaba un runrún de fondo, como un martillo pilón al que le hubieran envainado una sordina, un martillo que machacaba el silencio con su compás y que yo percibía en todas las direcciones, zas, zas...... zas, zas........ zas, zas......, como las bombas de los aljibes, sólo que de dos en dos...... zas, zas...... zas, zas..... zas, zas......

 

Todo era en colores, en vivísimos colores, ocres, turquesas, rosáceos, amarillos limón y granates, sobre todo granates: las camillas eran granate, los celadores granate, el granate lo inundaba todo hasta producir un hartazgo de granate. Todo estaba en colores, pero unos colores en los que no se reflejaba ni la chispa de un destello de luz. Dentro de la casa maldita no había luz, aunque cada cosa denunciaba su existencia de una forma tan sórdida como patente. ¿Cómo era posible? No acertaba a explicármelo. ¡Jesús, qué cosa más deprimente! Y opté por subirme al minarete.

 

Escalera de caracol arriba, escalera de caracol arriba, escalera de caracol arriba.... (¡Hay que fastidiarse, que apestosa escalera de caracol!)..... y al fin, llegué. Enseguida me di cuenta de que estaba en lo mejor, en mi sitio. La estancia era blanca, un blanco algo cremoso y mullido, como cuajado de surcos, en el que podía deslizarme de un lado a otro sin obstáculos, flotando como flotan los astronautas, y repleto también de instalaciones eléctricas y ordenadores como en las naves espaciales. Pero lo que a mí me ilusionó enseguida fueron las dos ventanas, muy pequeñas, casi ridículas, pero ventanas al fin. Y me asomé......

 

¡Qué asombroso! ¡Si resulta que me encontré con el mundo! Y yo me pregunté: ¿Y por qué me habrán confinado en esta miseria? A mí me gustaría que me hubieran instalado en una lucecita de esas brillantes que bailaban por el globo celeste en todas las direcciones. Porque la verdad es que la casa, por dentro, era un prodigio en cuanto a bien organizada, un equilibrio tan complicado, tan al borde del abismo y la descomposición, que resultaba un milagro que tuviera cuerda para cerca de cien años. Y cada vez que se producía un fallo (porque también los había) ni te cuento el barullo que se armaba: los sanitarios subiendo y bajando a toda pastilla, las defensas todas con el botón rojo, y los fontaneros y mecánicos, con el croquis en la mano, liándose a martillazos con todo lo que no funcionaba. Eso es cierto, funcionaba muy requetebién. Pero a mí me gustaba muchísimo más el equilibrio de fuera, ése que contemplaba asombrado desde las ventanitas del minarete.

 

En la lejanía se veían esos puntitos brillantes de que hablaba, como lucecitas que parpadeaban en medio de la espesa negrura de la bóveda. Lo llamaban “estrellas”. Pero luego, cuando menos lo esperaba uno, se inundaba todo de luz y aparecía un disco cegador sobre el horizonte, y se veía que el mundo estaba repleto de cosas, de montañas, carreteras y árboles, y hasta de racimos de casas que llamaban “ciudades”. De vez en cuando, azotaba los cristales de los dos ventanucos una caricia suave y fresca a la que llamaban “viento”. Y yo allí, encerrado detrás de los dos ventanucos de aquella casa nauseabunda, sí, nauseabunda, a pesar de la perfección de su funcionamiento tan autónomo, apestosamente autónomo, porque resulta que yo era el dueño, pero la casa maldita funcionaba ignorándome por completo....... “Tan pronto pasaban con camillas como le daban a los ventiladores, y se escuchaba un runrún de fondo, como un martillo pilón al que le hubieran envainado una sordina, que machacaba el silencio con su compás y que yo percibía en todas las direcciones, ¡zas, zas...... zas, zas........ zas, zas!, como las bombas de los aljibes, sólo que de dos en dos, ¡zas, zas...... zas, zas..... zas, zas......!”.

 

Obvio es decir que me pasaba la vida en el minarete, contemplando la libertad de fuera y soñando que, incluso más allá de todo eso que veía, tenía que existir algo todavía más espléndido, un lugar donde la luz del sol no se alternase con la oscuridad de la noche ni las cosas se hiciesen viejas y murieran, un lugar permanente hecho de felicidad permanente, un lugar......

 

....... Pero no me dio tiempo casi a imaginarlo. Según estaba, asomado al minarete, sentí algo parecido al zumbido de un cataclismo y todo se detuvo. Los fontaneros, los mecánicos, los sanitarios, todos se bloquearon de repente. Hasta los rojos botones de las alarmas se apagaron, y la casa maldita se paralizó de inmediato. Sólo yo seguía con vida y estaba todavía en el minarete, sorprendido y sin saber qué hacer. Pero tampoco me dio tiempo a nada, porque inmediatamente escuché un leve gemido, vi dos lágrimas que se deslizaban por los cristales de los dos ventanucos y, sin saber cómo, me encontré fuera.

 

¿Dónde estaba? No sabía dónde, en un sitio que no era sitio, puesto que no tenía fronteras, donde la luz no cesaba ni las cosas se hacían viejas ni se movía el tiempo, como yo siempre había soñado y como, sólo un instante antes del cataclismo interior de la casa, había comenzado a imaginar.

 

¡Al fin! ¡Era libre! ¡Se acabaron para siempre las miserias de la casa maldita, funcionando en un equilibrio perfecto (..... zas, zas..... zas, zas..... zas, zas.....) pero miserable, un equilibrio repleto de vísceras repugnantes que excretaban sin cesar los desechos de su repugnante funcionamiento, marranada a la que la ciencia médica de los hombres reverenciaba como el “perfecto equilibrio fisiológico”! ¡Al fin la luz sin fronteras, la libertad sin rejas, el amor sin caducidad, la vida para siempre.......!

 

En medio de esa sublime felicidad no pude evitar la tentación de una leve mirada hacia abajo. Desde aquella altura luminosa se veía el mundo como de lejos, como la gélida profundidad de un pozo al que llega una chispa de luz y nos devuelve la imagen reflejada en el fondo..... Y allí abajo, en un pequeñito rincón del mundo, adornado de cipreses y transido de silencio, estaba la casa maldita. Yacía huérfana, descarnada, echada a perder entre insoportables hedores y harapos de mortaja, cubierta con la piedad de unas pocas paladas de tierra, abandonada en la soledad del camposanto.

 

¡¡Al fin!!

 

 

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©Gregorio Corrales

 

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