Dibujo de Jesús María Navas

 

VIII

 

Preocupado en memorizar lo que me contaba Dimas, había cambiado el ritmo de vida. Cuando regresaba cada noche a la habitación del hotel, me sentaba ante la portátil hasta la mañana siguiente. Gracias a Dios, o los tabiques estaban insonorizados o no tenía huéspedes cerca, porque nunca recibí una queja. A la mañana siguiente y ya rendido, solía bajar al comedor, tomar un desayuno caliente y meterme en la cama para la mayor parte del día. Era luego, mientras comía algo, cuando rebobinaba la película y recordaba los cabos sueltos de la noche anterior. Entonces contaba las breves horas que restaban para encontrarme de nuevo con Dimas.

Esa noche, cuando llegué al Goitik Bera, él ya estaba allí, como casi siempre. Tenía que preguntarle sobre el relato de la noche anterior. Habíamos acabado la velada tan tarde que no había tenido tiempo de nada.

-Pero aquel hombre, ¿estaba por fin vivo o muerto?

-A mitad de camino. Le faltaba poco para entregar el alma al diablo, pero era joven y resistió.

Ahora que teníamos tiempo le pedí que me explicase algunas cosas. Al pasarlo a máquina me había quedado un final demasiado precipitado.

-Mi amigo Estanis salió atemorizado, como te dije. Él mismo me contó que no le cabía el susto en el cuerpo. Había mucha gente, estaban los bomberos, las ambulancias, la policía..... Le dijeron que se habían producido unas fugas desde las conducciones del gas a las cloacas, que esa había sido la causa. Pero le vieron tan parado, tan aturdido, que se lo llevaron también al hospital para que lo reconociesen, por si estaba intoxicado.

Hizo aquí un alto de esos que acostumbraba para llevarse el cigarrillo a los labios, que en realidad no era para llevarse el cigarrillo a los labios, era para dejarte a ti el alma en vilo.

-.... Durante los días siguientes no vivió, pensando que el otro pudiera hablar. Cuando le citaron para que se personase en la Alcaldía, llegó temblando. Tenía por cosa hecha que si le acosaban acabaría por confesar, aunque en casa no tuvieran de qué vivir su hija y su nieto. Así es que entró con la gorrilla de visera en la mano, con la mirada gacha, como quien comete una profanación, y se encontró con que aquella gente que estaba en el salón, que no tenía ni idea de quiénes eran, comenzaron a aplaudirle, primero sólo algunos y luego todos juntos, poniéndose en pie. Fue tal la sorpresa y el embarazo que estuvo en un tris de desplomarse. Y el señor Alcalde frente a él, al final de aquel interminable salón, esperándole con cara sonriente.... Y Estanis, que no tenía arrestos ni para sostener la gorrilla entre las manos, clavado, atornillado al suelo.... Y el Alcalde esperándole..... Y todos en pie, aplaudiéndole.... Por segunda vez sintió que se le iba la cabeza, según me contó, y tuvo que soltarse una blasfemia en su interior para darse fuerzas y no caer redondo.

Dimas sonreía y movía la cabeza piadosamente, recordando la odisea de su amigo.

-..... ¿Qué crees? ¿Llegó o no llegó? Me contó que mantenerse en pie, vaya; pero tener redaños para cruzar el salón y llegarse hasta donde le esperaba el Alcalde, imposible. Así es que el Alcalde se hizo cargo de la situación y fue quien se acercó hasta él. Cesaron los aplausos y su ilustrísima le dio la noticia: la Corporación Municipal le felicitaba por tan heroico comportamiento, al exponer su vida por salvar la de un compañero herido, le concedía por unanimidad en sesión extraordinaria la medalla al Mérito Civil, o zarandaja similar, le ascendía de categoría y le relevaba de su trabajo en las cloacas. Todo esto, menos lo de la “zarandaja”, que lo he puesto yo, lo leyó el Alcalde en un pliego muy adornado que tenía en las manos y que luego le dio para que se lo llevase a casa, junto con la medalla. Como era de rigor en tan señalado momento, volvieron a arreciar los aplausos.... y a mi amigo Estanis tuvieron que reanimarlo allí mismo, porque era un alma cándida, no estaba hecho a estos trajines y acabó por desplomarse del todo.

-El herido no contó nada....- comenté, aunque realmente era una pregunta.

-Aquel sinvergüenza no deseaba otra cosa que huir del problema. Así es que el uno por esconder su culpa y el otro porque tenía que dar de comer a los suyos, ni el uno ni el otro abrieron la boca.

-¿Vive tu amigo?

-Esto me lo contó siendo más viejo que yo ahora. El pobre hombre necesitaba desahogar su secreto con alguien antes de irse para el otro barrio. Le angustiaba lo de haber estado a punto de cargarse a otro, aunque fuera a un sinvergüenza. Pero era feliz, muy feliz.

Me miró de pronto con la inocencia de un niño y me dijo, lleno de satisfacción, como si hubiera sido él mismo el que lo hizo, en vez de Estanis.

-¿Sabes lo que se le ocurrió? Renunció al ascenso, dijo que ya era muy mayor para cambiar de trabajo, y el primer día que bajó de nuevo a las cloacas se metió la mano en el bolsillo, sacó aquel ilustre medallón al Mérito Cívil, con su pergamino y todo, los dejó caer en medio del colector, removió bien con la pértiga aguas abajo y se puso a canturrear, como siempre, porque acababa de quitarse un peso de encima. Se desmayaría delante de su ilustrísima, pero en las cloacas era él quien mandaba.

Pensando en el patinazo del Consistorio, no tuve otro remedio que pensar en la infinita estupidez de la sociedad, que era la conclusión final a que me conducían, amablemente, las palabras de Dimas todas las noches.

-Creemos saberlo todo y somos un atajo de ignorantes. ¡Cuánto perro de paja en los libros; y sin duda, también, cuánto héroe que no aparece en sus páginas!- me dijo.

-No sigas, ya sé que tú no crees en nada. Y no sé decirte por qué, pero yo sí que sigo creyendo.

-¿No sabes por qué?- me preguntó, como si se hubiera pasado de pronto al bando contrario; es decir, al mío, al de los creyentes.

Dimas estaba lleno de estas adorables contradicciones. Y añadió enseguida.

-Tú crees porque estás enamorado, porque estás viviendo lo único grande que hay en la vida.

-¿Y tú por qué no crees? ¿Es que no has estado enamorado nunca?

-Claro que sí. ¡Pero han pasado tantos años....! De ese tipo de amor ya no me queda, pero ha ido creciendo el otro, el que no necesita a los demás. Si un día no aparezco, no lo sientas, piensa que seré feliz.

A veces decía cosas tan tremendas como ésta sin inmutarse, y a mí me producía un largo escalofrío.

-Te deseo que sigas junto a esa mujer que te adora por el resto de tus días, no sea que no encuentres ningún otro amor.

-Se lo diré a ella, le prohibiré que me deje solo.

-Estoy ya en la cuenta atrás. Pero si algún día, antes de que yo acabe, volvieras a Bilbao con ella.....

Me sentí a punto de que mis emociones me delataran. Me levanté del asiento y me fui a encargar dos pinchos, de esos que allí preparaban repletos de carne en agujas de hacer punto. Pero en realidad fue para darme un respiro, porque este hombre, a veces, me colocaba al límite de mi capacidad. Luego, mientras los asaban, me acerqué a la barra y regresé con la botella de todas las noches.

-Vino, como siempre- le dije, dejando la botella en medio de la mesa-. Me dijiste una vez que no has vuelto a beber cerveza.

-Te dije que la bebía antes, que ahora, de viejo, con la cerveza me siento como si me ahogase en un pantano.

Encendimos dos cigarrillos. Había pasado un rato. Me sentía otra vez tranquilo y le pregunté, siguiendo la anterior conversación.

-¿Sabes lo último que me ha dicho? Que ha conseguido que la presenten un editor muy conocido, que ya le ha dado a leer el borrador que me llevé a Madrid de lo que tenía escrito, y que se ha interesado mucho por esta historia.

-Y conseguirá que te la publiquen- comentó, con la mayor seguridad.

-Ella es así. Vive sólo para mí, para mis cosas.

-Te ama. Eso es todo.

-Yo no debo quererla tanto, Dimas, yo no me acuerdo de sus cosas jamás.

Pero él no me contestó a esto. Siguió el hilo de sus pensamientos.

-Mira que no existe ni tan solo uno que merezca ser amado. Somos todos una miseria. Y sin embargo, la gente ama, y ama, además, tercamente a quien no lo merece. Es lo único inefable que tenemos, lo único.

-No seas injusto. Además del amor hay otras cosas inefables- protesté, aunque no se me ocurría ninguna de momento- .... La naturaleza es perfecta, por ejemplo.

-¡Perfecta!- repitió con ironía- ...... como máquina, como engranaje. Pero hay que ver todo lo que machaca y destripa entre sus ruedas.

-Un biólogo se llevaría las manos a la cabeza, oyéndote.

-Esa gente sólo sabe mirar a través del microscopio. La naturaleza no es un asunto de biología, como ellos creen, es un drama shakespeariano. ¡Qué sabrán los científicos! Media naturaleza se engulle a la otra media cada día, y esa gente sin corazón lo ve tan natural. Realmente no es un drama shakespeariano, es una auténtica tragedia griega. ¡Qué digo! Más aún, es una película de terror.

-Es el precio del equilibrio biológico.

-¡Me cago en el equilibrio!- protestó airadamente, tan alto que los tertulianos de la mesa próxima nos miraron por un momento- Es el precio del mal, no del equilibrio. Según nos contaron, la creación era una sinfonía perfecta. Fue Adán el que se encargó de convertir la sinfonía en una charanga macabra.

Levanté el vaso y bebí a su salud.

-Por ti y por el milagro- le dije.

Dimas no podía saber a qué me refería, así es que levantó también el vaso, pero sin ninguna convicción.

-No soy filósofo, soy un pobre escritor. Nunca me he parado a pensar tan a fondo las cosas. Pero fíjate lo que me pasa: cada vez que hablas, es como si las cosas las conociese de toda la vida y lo único que sucede es que las hubiera olvidado. Eso es un milagro.

El grupo de parroquianos, los que siempre se ponían al final de la barra y le daban a los chiquitos, habían comenzado a cantar "Maitechu", la que se murió de pena en el caserío esperando a que su hombre volviera de América. No sé qué poder de evocación produjo en Dimas, pero esta vez no tomó el vaso entre los dedos para juguetear con él. La mirada la tenía en el ventanuco y el corazón muy lejos. Me di cuenta de que algo excepcional le pasaba.

-Supongo que todavía me quedan muchas cosas por contarte, pero hoy es un día especial. Me lo he pasado entero arrancando a volar. Lo que voy a contarte es lo más entrañable que puedo recordar. Hoy el pasado se amontona.

 

EL JARRO ROJO

 

Había un ruinoso café de puerto, de esos que asoman sus renegridos maderos en la complicidad de la noche. Por los cristales empañados se volcaba al exterior la luz de las bujías. La noche estaba desapacible, cuajada de oscuridades. La luz de la única farola que se erguía en aquel rincón del muelle avanzaba a trompicones, remansándose en los adoquines del pavimento, ahogándose en los charcos. Sobre la puerta del cafetucho se leía "EL JARRO ROJO", escrito así, con letras infladas y mayúsculas. De cuando en cuando, una sirena lejana, de barco que regresa a tientas en la oscuridad, rasgaba la soledad del muelle y de la única farola encendida.

‑Mañana no podré acompañarte a echar la partida.

Nadie había, pero el aire húmedo traía y llevaba las palabras desde la distancia.

‑¿Pues qué pasará mañana? ¿Es que te has echado novia?

Enseguida aparecieron entre la niebla los dueños de la conversa­ción. Eran dos lobos de mar que traían, bajo los gruesos capotones y las gorras marineras, la ruina física de sus muchos años y la añoranza eterna de la mar. Uno de ellos arrastraba penosamente una de las piernas. Se detuvo antes de entrar en el cafetín, oteó la noche, extendió la mano, palpó entre los dedos la niebla, y le dijo al otro.

‑¿Lo ves? Es templada y viscosa, es del sur.

‑¿Templada dices? Para mí que hace un frío de perros.

‑Te digo que es del sur.

-¿Y qué?

‑Pues que antes del mediodía tendremos aquí la galerna, y ya sabes cómo se me pone este maldito remo.

‑¡Vamos, compadre!. Tú ya chocheas. ¡Temporal a estas alturas, y además del sur!

El otro, el cojo, repitió el ademán de tocar la niebla con la mano.

‑¡Pues qué! ¿Has palpado la sopa?

‑Pálpala, pálpala, que se te quedará la mano como un garrote.

La sirena que llegaba desde lejos, desde mar adentro, se dejó sentir otra vez.

‑¿Escuchas? Se oye húmedo. Mañana, galerna.

‑Treinta años en lo alto de un puente y vas a decirme tú ahora cuando viene del sur la moza‑ protestó el otro.

-¡Hay que joderse! ¿Y dónde estuve yo esos treinta años? ¿Jugando a las casitas?

Detrás de la desmedrada fachada, en la que apenas había sitio para algo más que la puerta, dos ventanucos y el letrerón del nombre, se ocultaba un café espacioso, bajo de techos y profundo, en cuyo fondo se veía la barra y una escalerita lateral que ascendía al piso de arriba. Todo él era de madera, tan renegrida como la de fuera, y estaba atiborrado de mesas, taburetes, hombres de la mar y mujeres que se pintaban los labios escandalosamente. En su centro geométrico había, como para que nadie dudase de qué clase de lugar era, un enorme y herrumbroso ancla, rescatado del fondo de la mar, y un montón de estachas enrolladas. Los faroles marineros colgaban de las vigas del techo, y sobre las mesas se extendían las barajas y el humo denso, denso, asfixiante.

Los dos viejos se sentaron ante su mesa de todos los días.

‑Desde luego, a ti no hace falta que te sople del sur para que se te ponga la mar picada‑ le dijo el que cojeaba al otro, señalándole a la cabeza.

‑Yo tengo la mar muy serena y sé lo que digo. En este tiempo, alguna chubasquina al pairo, sobre todo si viene el nordeste. Eso sí, muchas sopas a la mañana y a la tarde.

‑Cualquiera que te oyese pensaría que no has salido del cabotaje ¿Tú sabes lo que es que te pille la fritada allá en medio?

‑Cuando tú andabas echando los dientes, ya estaba yo en La Capitana, haciendo la ruta de El Cabo.

‑¿Y nunca viste cerrarse la niebla, cuando sopla del sur, hasta traernos la viruta?

‑Por debajo del estrecho, lo que quieras; pero aquí, como no te pongas tú a soplar en la bocana del puerto.....

En el cafetín había hombres sombríos y mujeres que se alquilaban para un rato. Había uno, con pelo largo, desordenado y ya canoso, que estaba ante una mesa sin compañía. Se bebió el último trago de su jarra de cerveza y se acercó a la mesa vecina, donde una mujer joven también estaba sola.

‑¿Me aceptas una copa?

Ella nunca le había visto por allí. Pensó que ya estaba demasiado pasadito para trotes.

‑No, no pienses lo que estás pensando‑ se apresuró en aclarar el hombre‑ Ya soy casi un viejo y no pido nada a cambio.

La mujer retiró del taburete su abrigo para que se sentase. El hombre sacó tabaco y se puso a liar un cigarrillo.

‑Tú no eres de la mar, como éstos.

‑Lo fui un día. Ya he perdido la memoria.

‑Eres el primero al que veo liar un cigarrillo. Aquí todos fumamos contrabando.

El hombre se acercó a la barra y regresó con dos copas.

‑¿Llevas ya mucho tiempo sin embarcar?

‑Muchos años.

‑He visto otros más viejos que tú que todavía no le han perdido el gusto. La mar, para esta gente, es como el opio.

‑Tampoco yo la he olvidado.

‑¿Y qué es lo que te dejó en tierra?

‑De eso prefiero no hablar.

La mujer puso encima de la mesa la cajetilla del contrabando, como ella decía, sacó un cigarrillo y lo encendió. Parecía distraída.

‑Si no me lo tomases a mal, te preguntaría qué piensas

‑Pienso en mi padre. Tienes algo que me lo recuerda. Aunque han pasado tantos años que creo que, si pudiera verlo, no lo reconocería.

‑Es mejor que hablemos de ti.

‑¿De mí?¿No me ves? ¿No ves este cochino garito?

‑Esto, hace años, no era así. Era de Sebastián, y Sebastián era un hombre bueno.

‑Sebastián murió hace tiempo.

‑¿Le recuerdas?

‑¡Cómo no habría de recordarlo, si mi padre me dejó a su cuidado!

‑¿Por qué no me cuentas tu historia?

La mujer le miró extrañada. Jamás le habían preguntado quién era ni cuál era su vida. Ella jamás le había interesado a nadie. Pero aquel hombre parecía más dispuesto a escuchar que a hablar. Se decidió a contar esa historia que nunca había contado.

‑Mi padre era de alto como tú. Le recuerdo mal porque yo era entonces una niña. Pero nunca olvidaré las cosas que me decía, cosas extrañas y bonitas que yo no comprendía; tonterías, ¡sabes?, pero tonterías que me gustaban. Un día que me había llevado hasta el acantilado, me dijo de pronto, como si fuera verdad, "Mira, nena, las costas son necesarias para que las olas no se pierdan". ¿Te das cuenta?

El hombre nada decía. Miraba algún punto perdido y fumaba en silencio.

‑.... Mi madre le había abandonado poco después de nacer yo. Pero él jamás hablaba de eso y a mí me daba miedo preguntarle. No sé- dijo, llena de tristeza- era como algo demasiado amargo, como algo que había roto su vida, y nunca me atreví. Cuando se vio solo, dejó de embarcarse para poder cuidarme. Todo lo dejó por mí. Él, que había recorrido medio mundo, se empleó en una Compañía que tenía los almacenes en el mismo muelle, cerca de aquí, para poder atenderme. Jamás volveré a ser tan feliz como aquellos primeros años, los que pasé con él.

‑¿Le querías?

‑Como una loca.

‑¿Qué le pasó?

‑Que un mal día se lo llevaron. Había faltado dinero en la Compañía y dijeron que había sido él. El juez también dijo que había sido él, todos dijeron que había sido él.

‑¿Y tú qué crees?

A la mujer le dolió la pregunta.

‑¿Tú también? ¿Tú también lo piensas?

En la mesa cercana, los dos viejos marinos seguían con la misma porfía, mientras le daban a la botella.

‑Te digo que del sur, que esta sopa a mí no me engaña. Me lo canta el remo. Cuando es del nordeste, como tú porfías, es un dolorcillo que va calando poco a poco; pero cuando viene de abajo, ¡ya, ya!, igual que si me metieran un arpón ballenero entre hueso y hueso.

‑He echado los dientes en la mar y sé lo que me digo. Del nordeste. Si no, no hay temporal.

‑Te digo que del sur. Te coge el cascarón por la popa y ya vas listo.

‑Si no fueras mi amigo, te habría roto ya esa boya que tienes por cabeza ¡Una sopa como ésta del sur....!

Porfiaban tan alto y apuñaban tan reciamente la mesa que la mujer aprovechó la ocasión para romper el silencio que se había hecho entre los dos.

‑Eso del temporal es su manía. Y si viene tiempo de bonanza es lo mismo, apuestan sobre lo que hará de aquí a un mes. Todos los que han navegado son así, nunca llegan a arrancarse el pasado. Mi padre nunca renunció a mirar el paso de las nubes y olfatear el viento. Venía aquí, a tomarse unas jarras con Sebastián, su amigo de siempre, que también había dejado la mar para montar este negocio. Viéndolos juntos no se parecían en nada, pero por dentro eran como uno solo. En nada se diferenciaban, si no fuera en que uno se había enamorado de este cafetín y el otro de una mujer. Brindaban por el pasado, recordando cuando todavía navegaban juntos, y luego tenían la manía de dejar las jarras de cerveza bocabajo sobre la madera, llenándola de aros de espuma. Decían que eso les traía suerte. Pero cuando yo le preguntaba a solas, él me contestaba “No hagas caso, nena, es una tontería que yo me inventé un día y Sebastián se lo creyó. ¿Cómo voy a decirle, a estas alturas, que era broma?” Y se reía como un niño porque llevaba toda la vida engañando en eso a su amigo del alma.

‑En cuanto te dejo me hablas de tu padre. Lo que quiero es que me hables de ti.

‑¿Por qué?

El se encogió de hombros, con un gesto de ternura.

‑Será porque me interesan más las mujeres que los marineros.

De pronto se oyó un grito desgarrador, angustioso. Todo el cafetín se sumió en un silencio instantáneo, como si una mano hubiera parado la película, dejando la escena inmóvil.

Apoyada en el mostrador, una de aquellas mujeres, la que había gritado, gemía y se llevaba la mano a la mejilla ensangrentada. Delante, dos hombres parecían querer jugarse la vida por ella, el uno con un casco roto en las manos, el otro con una navaja. Y como si la misma mano invisible hubiera sacado del estupor al cafetín, aquella chusma de busconas y fanfarrones se puso repentinamente en marcha otra vez, abalanzándose sobre los dos de la bronca. La atmósfera tensa, contenida, de un segundos antes, reventó de pronto en un clamor de voces. Algunas compañeras asistieron a la mujer y se la llevaron escaleras arriba. Los hombres, blasfemando, redujeron a los que se querían matar. Poco a poco, la calma volvió al café en aquella punta del muelle, donde la poli jamás había puesto los pies, porque las cuestiones de los parroquianos las arreglaban siempre los parroquianos.

El humo volvió a remansarse sobre las mesas, aplastando un revoltijo de palabras, ruidos de vidrios y rozar de naipes. Tan súbitamente como surgían las cuestiones entre aquella gente se olvidaban de nuevo. Los tahúres volvieron a sus partidas, los hampones a sus negocios; y las mujeres, con los labios rojos y las ojeras cansadas, se pusieron a esperar, como todas las noches, al hombre que las sacase de aquella vida para siempre.

‑¿Nunca has encontrado un hombre que te quisiera bien?

‑Claro que sí. Encontré uno que me quería tanto que mira dónde me colocó. ¿Pero por qué voy a contarte eso también?

‑Porque abrir el corazón es bueno. Me has hablado solamente de tu padre y de cuando eras niña.

‑Te dije que un día llegaron los polis y se lo llevaron. Yo era todavía una chiquilla. Tuvo que recurrir a Sebastián porque no había más familia. No puedo olvidar aquella despedida entre los dos amigos y la promesa de Sebastián. Y la cumplió. Su cafetín siguió siendo su cafetín, pero la niña pasó a ser el centro de su vida. De vez en cuando me repetía, saliéndosele la ilusión a borbotones por la boca, "Ya verás el día que vuelva tu padre. Va a encontrarse con la mujer más guapa del mundo donde sólo dejó una mocosa". ¡Fíjate! ¡Si yo no tenía más de diez años! Pero me gustaba oírle. Aunque era todavía una niña, me daba cuenta de que Sebastián disfrutaba siendo fiel a su amigo.

Se llevó el cigarrillo a los labios, mirando a ninguna parte.

‑.... Pero Sebastián murió y el café fue a parar a las manos de ese cerdo que ves ahí, detrás del mostrador. Empezó con el contrabando, se metió en los alijos, lo llenó de esta gente que ves, y antes de un año ya lo había convertido en un burdel. ¿Qué podía hacer yo? Habían pasado unos pocos años, había echado cuerpo de mujer y ya no le interesaba que siguiera fregando platos. O trabajaba en lo que todas o a la calle. ¡Este tipo, machacando un día tras otro.....! Me resistí, te lo juro. Me resistí hasta que apareció uno que me volvió loca. El resto no hace falta que te lo cuente.

‑No hace falta. Pero hay algo que no sé. No me has contado qué hiciste por ver a tu padre, por contarle todo eso. ¿Por qué no recurriste a él?

‑De mi padre solamente sé que se lo llevaron a un penal que estaba muy lejos. Sebastián no me llevaba porque no podía dejar esto. Y cuando llegó este individuo, hasta las señas del penal tiró- y añadió, mirándole- No olvides que yo era una niña.

‑Ahora ya no lo eres.

‑Ahora me moriría de vergüenza si me viera aquí. Ya no valgo para otra cosa.

El hombre le dijo, casi a media voz, con una enorme convicción.

‑Nadie sabe de lo que es capaz hasta que lo intenta.

Los dos viejos lobos, los que bebían y porfiaban tercamente sobre el temporal en la mesa vecina, se incorporaron a duras penas, agarrándose al tablero de la mesa para no naufragar. Una vez derechos, o cosa parecida, intentaron echar un pie tras el otro. Pero el que cojeaba se escoró de babor y fue a dar con toda la arboladura sobre ellos. El hombre le sujetó para que no acabara con los huesos en el suelo.

‑Bueno, te lo paso porque tú peinas las mismas canas que yo‑ le dijo el borrachín, con lengua de trapo‑ A ti te permito que me pongas la mano encima. ¡Si llega a ser un marinerito de agua dulce de estos de ahora...!

Le ayudó a seguir andando en busca de la salida.

‑Pero nada más que hasta la puerta, ¿eh?‑ repetía con terquedad ‑ sólo hasta la puerta. En cuanto me dé el frescachón en la cara, se me enderezan todas las jarcias. Y ahora que te miro‑ le dijo, haciendo visera con la mano encima de los ojos, como quien otea el horizonte, a pesar de que lo tenía encima‑ se ve que también tú eres de la mar. ¿Por qué no estabas con nosotros recordando los viejos tiempos, eh? ¿Por qué pierdes el tiempo con una muchacha, a tus años?

Habían llegado, por fin, a la puerta. El viejo borracho acertó a mirarlo otra vez con enorme esfuerzo, siempre haciendo visera con las manos, se encogió de hombros y le dijo, sin venir a cuento, porque para eso estaba borracho.

‑¡Bah! Tú estás barrenado. No te comprendo ni una palabra.

‑Tú sí que estás barrenado‑ aprovechó para mediar el amigo ‑ Tienes por cabeza una boya. ¿Es que no has visto esta mañana, en la barra, el banco de gaviotas, ignorante?

‑¡Gaviotas en la barra! Tú estás con la mojada. Si no se te puede dar de beber. Vete a dormirla y luego hablaremos. Te digo que del sur. Me lo está diciendo este remo, y este remo no se engaña.

‑Te digo que del nordeste.

Y con su porfía se salieron los dos a lo más negro de la noche. A la luz de la farola que había en el muelle, se los vio irse de mala manera, hombro con hombro, borrachera con borrachera, empujando, siempre empujando el uno contra el otro para mantenerse en pie, como bueyes de carreta.

-¿Los ves? Te decía antes que así una noche tras otra‑ le recordó la mujer, cuando volvió él de dejarlos fuera- Se sientan en esa mesa, se beben una botella mano a mano y salen dando traspiés y porfiando sobre el temporal. Ahora reñirán en el muelle y jurarán no volver a verse más. Pero mañana los tendrás otra vez aquí, en la misma mesa, con la botella y porfiando. Los de la mar son todos así.

Como él nada decía, ella insistió.

‑Y tú, ¿por qué lo dejaste?

-Ya me hiciste esa pregunta.

-Yo te he contado mi vida- le recordó ella- ¿Fue por una mujer?

‑Casi una niña.

‑¿La querías?

‑Era todo lo que tenía.

‑¿También se fue, como mi madre?

‑No, no se fue. La perdí.

‑¿Por qué no vuelves con ella?

‑Es que no sé si ella quiere.

‑Búscala y pregúntaselo.

‑Ya la he encontrado. Se lo preguntaré cualquier día.

Apuró la copa, se pasó la bocamanga por lo labios y se levantó del taburete en el que había estado.

‑Ahora te dejo‑ le dijo a la mujer‑ Debo marcharme.

‑¿Volveremos a vernos?

‑Seguro.

‑¿Vendrás por aquí?

‑Eso depende de ti.

‑¿De mí?

El hombre puso la mano sobre el brazo de ella, la miró de una forma inquietante, como si quisiera comunicarle a través del calor de la mano mil palabras, y se fue. Le vio alejarse entre las mesas, las espaldas cargadas, los cabellos encanecidos y en desorden. ¡Aquel hombre...!

Aunque el desconocido ya había salido, ella seguía con la mirada clavada en la puerta sin poder evitarlo, seguía viendo obsesivamente su figura. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Qué extraño poder tenía sobre ella? ¿Qué vendaval de emociones le despertaba sin motivo? ¡Sus palabras...! Ningún hombre, en el Jarro Rojo, le había hablado nunca así. Tenía la sensación de haber vivido, en esa tarde, más que en los últimos veinte años.

Se volvió para distraerse, para no seguir con la mirada clavada, como una tonta, en la desvencijada puerta del café por donde él acababa de irse, para no seguir dando vueltas a esa idea obsesiva y absurda. Y al volverse, sin quererlo, su mirada fue a caer en la mesa en la que él había estado bebiendo solo, antes de sentarse con ella. Sobre aquella mesa, intacta desde que él la abandonase, solamente había una cosa: un jarro de cerveza, grande, de barro rojo, solitario..... y estaba descansando bocabajo.

Lo miraba perpleja. Todas las preguntas, todos los oscuros presentimientos, todo se contestaba con aquella humilde jarra de barro; todo era sencillo, todo estaba claro. El pasado se había puesto en pie repentinamente, como si aún tuviera diez años y Sebastián y su padre siguieran hablando de lugares remotos y fantásticos, brindando con cerveza y dejando luego los jarros boca abajo.

Cogiendo el abrigo, arrastrando el abrigo por el suelo entre las mesas del café, corrió también ella en busca de la puerta, esa misma puerta por la que acababa de salir él, aquella misma puerta por la que había perdido a su padre cuando sólo tenía diez años. Salió corriendo loca de alegría, llamándole a voces sin esperar a alcanzar la puerta, ante la sorpresa de los parroquianos. Ya no le daba vergüenza nada. Su padre había vuelto a buscarla. Su padre la quería tal y como era. Y aún llegó a tiempo de distinguir su figura a lo lejos, allá donde la luz de la farola se diluía en la oscuridad del muelle y de la noche helada. Llegó a tiempo de volver a llamarlo y correr hasta él, como cuando era niña.

* * *

 

A pesar del final tan feliz, Dimas tenía la mirada en otra parte, quizás en el vacío, persiguiendo el pasado, y pude contemplar sus ojos largamente. Los tenía empañados y tristes. Estaba inmóvil, absolutamente ausente de aquel rincón donde acababa de contarme todo esto. Ni siquiera sus dedos jugueteaban con el vaso, nada. En aquel momento, hasta el célebre reloj de péndulo había enmudecido su tic-tac, tan sonoro otras noches. Y comprendí que otro final inevitable había echado por tierra, más tarde, el final que acababa de contarme.

-Hoy creo que no tienes ganas de comentarios, y lo comprendo- le dije.

Aunque me había contado esta historia como si fuera una más, Dimas acababa de desenterrar parte de su pasado ante mí. Sentí un profundo respeto. Me hubiera gustado hacerle mil preguntas. Todo encajaba: su soledad, su poca fortuna, su cansancio. Me hubiera gustado hacerle mil preguntas, menos una: cuándo murió su hija, que era el final inevitable de esa historia. Me pareció que estaba delante de un hombre que había sufrido más de lo que era capaz de soportar y sentí un respeto infinito por él, tanto que no acerté a decirle que, al menos, yo le quería y estaba a su lado.

Permanecimos así el resto de la noche, uno frente al otro, en silencio por primera vez después de tantos días de conversación imparable, como si el peso de su desdicha nos afligiese a los dos a la vez. Como Dimas yo no había conocido a nadie. Mi propia vida ahora me parecía un paraíso ignorado por mí. Contemplaba, de pronto, mis pequeñas desdichas y sentía una vergüenza infinita de mi egoísmo, que tanto las magnificaba. La inestabilidad de mi vida, las muchas horas de escribir sin desmayo, aunque ignorado por todos, ¿qué eran, junto al infortunio de Dimas? Yo tenía a Raquel, no estaba solo. Dimas no tenía a nadie. Comprendí por qué deseaba acabar y encontrarse con la paz y la felicidad que aquí no había alcanzado.

 

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© Gregorio Corrales.

 

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