Dibujo de Jesús María Navas

 

VII

 

-Aquí no hay bacalao.

-¿Qué dice?

-Lo que ha oído, que aquí no se hace bacalao- repitió el tabernero.

Un problema así era la primera vez que se me planteaba. Le pregunté a Dimas con la mirada "¿Y ahora qué hacemos?". Y me entendió.

-¡A mí qué me cuentas! Aquí el tragón eres tú, no yo.

-Tengo frío y hambre. ¿Qué hay caliente?- pregunté al tabernero.

-Pues un chorizo al "infierno", y se queda usted que arde.

No tuve más remedio que mirar otra vez a Dimas, en consulta. No sabía de qué iba la cosa, no sabía si es que me tomaban el pelo. Pero Dimas me dio su conformidad con un movimiento de cabeza.

-Usted lo prueba y luego hablamos- añadió el que parecía ser el dueño del Baicacoa. Y se fue a por ello.

El Baicacoa era ese tabernucho que estaba unos metros más arriba del Goitik Bera, era el que se llevaba la palma en cuanto a miseria en sus balcones y fachada. Dentro tenía solamente un par de mesas, en la primera de las cuales estábamos el viejo y yo. En la otra, unos hombres echaban la partida. Por el techo corrían las vigas de madera desnuda. Era pequeño, oscuro y acogedor.

Enseguida volvió el tabernero con un platillo de barro y le acercó el mechero. Según me explicó, lo del platillo era ron, aunque también le añadían algo de alcohol para que ardiese bien. Puso a la llama el chorizo picante y lleno de grasa, pinchado en un tenedor, y lo asó bien. Luego lo metió en una barrita abierta y me lo dio. No pude comerlo con las prisas habituales. Era del todo infernal.

-¿Vino o zurracapote?

-Es la limonada que hacen por aquí- me aclaró Dimas.

-Para pasar esto, vino y del más áspero, nada de zurracapotes.

Mientras lo traían, le comenté al viejo.

-Ya hablamos anoche sobre mi relato del avión. Pero no sé si incluirlo en el libro. Me parece que resultará más auténtico si me limito a escribir lo que tú vas contándome.

-No seas melindroso. La vida es un montón de pedacitos de cosas. Todo el mundo tiene algo que contar, y más tú, que eres escritor.

-Ya sé..... hasta que arriba- dije, señalando con el pulgar hacia lo alto- se junten los pedacitos y el todo tenga sentido. Eso es lo que me dijiste anoche, cuando nos separamos.

-No recuerdo lo que te dije, pero no me choca que fuese eso. ¡Lo he pensado tantas veces!

-¿No crees en nada?

-Esa pregunta ya la contesté ayer. Creer que la muerte es sólo un paso y que lo bueno viene después, ya es tener una gran esperanza, ¿no te parece?

-Me refería a las cosas de aquí abajo, a esa realidad en “pedacitos”.

-¿Cómo creer? Además de no tener sentido, resulta que no dura. Todo se lo lleva el viento.

-Sí, Dimas, pero mientras el viento decide si se lo lleva o no se lo lleva.....

-Pues gozamos como niños o sufrimos como perros. Pero es una quimera, un puro sueño. Las cosas de aquí abajo, por terribles que nos parezcan, vistas desde la eternidad no son nada.

-¡Cualquiera diría que también has estado en la eternidad! Comprendo que has viajado mucho, pero.....

-A ese puerto me queda poco para arribar, pero tiene que ser así. De otro modo, el bien y el mal de aquí no tendrían explicación posible.

-Dimas, a veces dices cosas que sí que son terribles. Sólo he bebido un vaso, tú lo has visto, sólo un vasito.... Pero es que te he entendido que el bien y el mal son cosa de aquí- dije, señalando con el pulgar hacia abajo- pero no de allí- volviendo el pulgar hacia arriba.

-Sólo has bebido un vaso y has oído bien.

Me quedé mirándolo fijamente. Sabía que no lo conocía todavía del todo, pero no sospechaba que lo conociese todavía tan poco.

-Es la primera vez que oigo que el bien y el mal son una tontería, un sueño.

-Todo lo que es del mundo es una tontería soñada. En esa eternidad en la que estoy a punto de entrar, como puedes comprender, no existen el bien y el mal, porque en ese caso tampoco seríamos allí felices, como no lo somos aquí. Solamente conocer el mal ya produce por sí mismo desazón, y la tentación, aunque la venzas, sufrimiento. Dios, la eternidad, es otra cosa que no sabemos en qué consiste. Lo que quería decirte es que el bien y el mal sólo están hechos para aquí, no para allí, y sólo para el hombre, para nadie más, porque es el único de aquí que los conoce. Por eso el hombre es libre y es infeliz, las dos cosas juntas.

-Quieres decirme que el hombre es infeliz precisamente por ser libre.

Dimas asintió con un gesto.

-..... La libertad como una maldición, justamente al contrario de lo que se dice.

Él me miraba fijamente, como esperando a que lo comprendiese.

-.... En todo caso, estás hablando de la libertad y del bien y del mal morales- le dije- Pero si yo en el avión me hubiera estrellado, lo cual nada tiene que ver con lo moral, estoy seguro de que tú, a estas horas, estarías lamentándolo como una cosa mala. El mal existe

-Lamentarlo, sí, porque dejaría de verte de momento; pero cosa mala.... ¿No creemos los dos en la eternidad? ¿No nos veremos allí? ¿Cómo puede ser malo pasar la raya?

-Es que solamente me refería a lo primero, a lo que la muerte supone aquí abajo. Olvídate ahora de la eternidad y dime si no es malo aquí el morirse

-¿Pero quién dice eso? ¿Quién dice que morir aquí es una mala cosa? ¿Quién nos asegura que no vamos a sufrir y a ser desgraciados en lo que resta de vida? ¿Por qué esa manía estúpida de suponer que se nos priva de una vida futura feliz, y no suponer lo contrario, que se nos salva de una vida futura infortunada y despreciable? ¿Quién le dijo a Riverita que iba a vivir de limosnas y a dormir entre cartones? ¿Quién conoce el futuro?

Después de un tropel así de preguntas hizo un alto, aunque yo no contestase a ninguna, y enseguida continuó.

-Hay un relato, quizás de Somerset Maugham..... Perdona mi torpeza, pero es que ahora no lo recuerdo. En él cuenta como a un hombre que llevaba toda la vida de sacristán lo despidió el páter cuando ya era casi viejo. ¿Dónde ir, a su edad? La mayor desgracia que podía ocurrirle. Salió de la iglesia desesperanzado, hundido, y para colmo sin poder fumar, porque se le había acabado el tabaco. Cogió la calle arriba y, cuando al fin la terminó, aunque parecía inacabable, salió un momento de su tragedia interior para darse cuenta de que no había podido comprar cigarrillos porque no había ni un solo lugar donde comprarlos en toda la calle. En ese momento decidió que podía poner ese negocio. Y lo puso, y resultó luego que ganaba mucho más que de sacristán. ¿Era malo o era bueno que lo despidiesen?

-Conozco ese relato. Pero de quien no tengo ni idea es de ese tal Riverita que has mentado antes.

-Un pobre diablo, lleno de mugre, que se pasa la vida sentado en la acera y con la mano extendida. Cuando nació, nadie le advirtió que su vida iba a ser así

Dimas, a veces, se quedaba en suspenso. Jugaba con el vaso de vino, o le daba una interminable chupada al cigarrillo. Yo ya había aprendido que eso significaba que andaba hurgando en la memoria.

-Tómalo todo según viene, sin afiliarte a nada. Sé sumiso. Deja la vida correr, es mucho más poderosa que tú. ¿Sabes lo que le pasó a un tipo llamado Estanis?

-¡Cómo voy a saberlo, si ni siquiera sé quién era Estanis!

-Yo sí que lo conocí. Y un día, sentados ante una mesa como ésta, como tú y yo ahora, me contó lo que le pasó unos años atrás. Viene muy bien para reírnos un poco de la estulticia sin límites de la sociedad. ¡Si este error cometieron con el pobre Estanis, a ver quién se toma en serio la historia de Alejandro Magno!

Saqué el tabaco y le di un cigarrillo, pensando que para esa noche ya tenía trabajo. Gracias a Dios, había dormido la mayor parte del día y estaba fresco y dispuesto a pasar a las cuartillas lo que me contase.

 

 

LA CLOACA

 

En la oscuridad de las cloacas el vapor flotaba, formaba una nube espesa que lo envolvía todo, lo desfiguraba todo. El techo abovedado era tan bajo que Estanis, aunque no era precisa­mente un hombrón, casi no podía erguirse del todo. Avanzaba muy despacio, canturreando entre dientes y arrastrando la pértiga por los fondos del colector, ayudando a circular aquella masa nauseabunda de aguas sucias. Caminaba por la bancada lateral de la cloaca enfundado en su impermeable y sus altas botas de goma, con la pértiga en las manos, siempre empujando, removiendo, siempre aguas abajo del colector.

Nadie había, pero él nunca se sentía solo. Los miles de pequeños murmullos del agua, los goteos solitarios, las resonancias lejanas que avanzaban por las galerías, sin que pudiera saberse nunca con exactitud de dónde venían, todo, envuelto en la atmósfera brumosa y semioscura, sumía a las cloacas en un ambiente estremecedor. Pero Estanis, el pocero, estaba ya habituado, era su trabajo de todos los días, su trabajo ya de treinta años. Avanzaba por la bancada, los ojos fijos en las aguas y la pértiga clavada en los fondos, removiéndo­los, mientras del corazón le subía una cancioncilla que apenas llegaba a brotarle en los labios. Estanis, con su impermeable, sus botas y sus carnes flacas y arrugadas, parecía ser enteramente feliz.

-¡Eh! ¿Qué desayunas por las mañanas? ¿Pamplina? Cantas más que los canarios- le gritaron de pronto.

Estanis se sobresaltó.

-¡A ver si avisas! Creí que estaba a solas con las ratas.

-He tenido que gritarte porque estás quedándote como una tapia, amigo.

-Nada de eso. Lo que pasa es que hoy tengo algo que me rebulle aquí dentro. Te juro que no sé si estoy en la cloaca o en el mismísimo cielo- hizo una breve pausa y concluyó, lleno de júbilo- ¡Desde anoche soy abuelo, Andrés, soy abuelo!

-¿Tu chica?

-Mi chica. Me ha traído un muchacho grande y rollizo como.... como un baúl- dijo, después de buscar la comparación más adecuada, separando los brazos todo lo que daban de sí.

-¡Ostras! Eso se merece un trago.

-¿Y qué crees? Ya tengo apalabrada una garrafilla para esta tarde.

-Tienes suerte, bribón. Yo en cambio, ya ves; tres chicos y ninguno ha sabido darme un nieto.

-Es que mi chica es cosa especial. ¡Te juro que esta noche nos soplamos, Andresillo, nos soplamos todos los tertulianos!

-Pues a tu salud y a la del crío. Cuenta con éste.

Siguió un momento embarazoso, como si los dos pensaran en la misma cosa.

-Bueno, y la madre ¿cómo está?

Estanis movió la cabeza desconsolado. Era la única mancha en su alegría.

-Sin ningún cuidado, es muy fuerte. Pero ya sabes. Como la pobre no tiene marido a quien ofrecérselo....- y tuvo que callar, ahogado por la emoción.

Bah! No pienses en eso. Lo que importa es que los dos estén buenos.

Pero Estanis continuó, entrecortadamente, con rabia.

-Ayer lloraba mi niña. Y yo te juro que si pudiera echar mano a ese canalla....

-Olvídalo, amigo. Este mundo es así. A los que son buenos, ya sabes, les toca perder.

-En fin, ahora tendrá un hijo que cuide de ella..... Bueno, y que cuide del abuelo también, ¡qué demonios!

Se sacó de debajo del impermeable la bota de vino.

-Anda, vamos a darle un tiento a ésta y ya le meteremos mano a la garrafa a la noche.

-No seas impaciente, que se te ha subido lo del nieto a la cabezota. Ahora tengo que seguir con lo mío. Y tú, con lo tuyo. Claro, que tú me da a mí en la nariz que hoy.....

-Yo hoy no sé ni cómo me llamo.

-Pues ¡ojo! Ya sabes que aquí no puede uno dormirse si quiere conservar el pellejo.

Y agarrando la pértiga, el recién llegado se fue hacia la otra galería.

-Entonces, lo dicho- le gritó Estanis.

-Lo dicho. Rondando las ocho, me dejo caer por la tertulia. ¡Ya veremos esa garrafa!

Y desapareció del todo en el tenebroso fondo de las cloacas.

Estanis empinó la bota un buen rato, se la guardó bajo el impermeable otra vez y siguió su trabajo, mientras hablaba a solas.

-¡Está bueno, Dios mío, está bueno! Quién iba a decirme a mí que iba a ser abuelo tan pronto, y tan requetebién, y de un nieto tan gordo, ¡Si es lo mismito que un baúl! ¡Pobre hija mía! Yo me pregunto, ¿cómo coños le cabría dentro?

Y él solito se contestó encogiéndose de hombros, porque no era capaz de comprender el misterio de las mujeres embarazadas. Luego se puso a tararear entre dientes la primera canción que se le vino a la cabeza, mientras caminaba, galería adelante, removiendo sin cesar las aguas.

Un golpe de pértiga, a sus espaldas, le sobresaltó nuevamente.

-¡Otro con las mismas! ¿Pero es que no podéis avisar por dónde circuláis?

-A ti lo que te ocurre es que ya estás ya pasadito, amigo, y se te están quedando de corcho las orejas.

-Todos me venís hoy con la misma cantinela. ¡Que yo no estoy sordo, leñe!- protestó- ¿Y tú de dónde has salido? Porque yo a ti es que no te he visto en la vida.

-Por suerte. Este sitio es una marranada.

-¡Una marranada!- repitió Estanis, disgustado- ¿Y cómo es que su señoría ha caído tan bajo?

-Hay que comer.

Estanis se le quedó mirando y le dijo luego, moviendo la cabeza de un lado a otro.

-No, guapetón, con esa filosofía no llegarás muy lejos. Si sólo lo haces por comer, no te aprovechará y serás siempre un amargado. Las cosas hay que hacerlas por vocación.

El recién llegado soltó una risotada. Estanis, ofendido, le hizo burla con otra.

-¡Sí, por vocación, sí, que sé lo que me digo!- insistió- Claro, que los de ahora no sabéis lo que es eso. No tenéis más vocación que la pasta. Llevo aquí treinta años, ¿sabes?, treinta años como treinta soles. Y no creo que el Magistrado ese de la Audiencia de ahí arriba se haya sentido nunca más a gusto con su levita que yo aquí abajo, haciendo mi turno. ¿Qué pasa? ¿Que a él le llaman Su Señoría? Pues a mí me llaman Estanis, que es más cristiano. Y si me dan ganas de mear, pues aquí mismo me pongo y meo. A ver si él puede.

El otro nada decía. Al fin se serenó y le preguntó, cambiando de tema.

-Dime, ¿desde cuándo estás en el oficio?

-Desde ayer mismo.

-Pues haberlo dicho. Eso se merece un trago, muchacho.

Se sacó la bota de debajo del impermeable, como siempre, se sentaron los dos en el cemento del bancal y bebieron.

-El vino es como los hombres, o son o no son.

Enroscó el tapón de la bota, y como el compañero parecía de pocas palabras, continuó.

-Aquí tienes que abrir bien los ojos, hijo, porque viene de todo. Yo me he tropezado desde relicarios hasta bragas, pasando por dentaduras postizas. A esa gente de arriba se les escurre hasta el alma por el retrete.

-Y de billetes, ¿qué? Lo mismo hacen barquitos de papel y también aparecen de travesía.

-Tú eres un materialista. ¡Sí, hombre, sí, un materialista! Porque un servidor, aunque aquí lo ves, de pocero, todavía tiene sus ideas. Por ejemplo, ¿tú has querido alguna vez a alguien?

-No seas pelma. Eso está bien para un antiguo, como tú.

-¡Lo ves! Si estás muy verde. ¡Qué vas a saber tú de la vida, chavalín! Te has perdido lo mejor.

-Abuelo, sal de la cloaca, aunque sólo sea los fines de semana, y circula un poco por arriba. ¡Eso del amor romántico ya está pasado de moda, hombre!

Estanis, sin escucharle, se sacó de debajo del imprevisible impermeable, que era como un bazar, dos habanos y le ofreció uno.

-Mira, estoy tan contento que, además del trago, voy a invitarte a un habano.

-¿Qué celebramos?

-Que me creía que era pobre.

-Y ahora, de repente, te has acordado de que tienes el mercedes arriba, esperando.

-No. Hablando contigo, me he dado cuenta de pronto de que soy rico. ¡Fíjate qué cosas!

-Entonces éstos los compraste cuando todavía eras pobre.

-Pero menos pobre que tú- le dio lumbre- Anda, enciende y fuma, que es que no coges ni una.

En el claroscuro de la cloaca, envueltos en la nube cenicienta de los vapores, sentados en el bancal los dos, mano a mano con los habanos y la bota, resultaban un cuadro grotesco.

-Esto es un casual, ¿sabes?- le dijo, levantando el cigarro- Aquí lo que te esperan son colillas. Si piensas llegar a ministro, has empezado demasiado abajo, muchacho..

-A mí, de los ministros no me interesa nada más que el cochazo, y ése pienso tenerlo. Sí, no me mires así. Estoy esperando un golpe...... -se contuvo, de pronto, y rectificó-..... de suerte, un golpe de suerte, un negocio.

Multiplicado por las resonancias de las galerías, llegó hasta donde se hallaban un ruido lejano, escalofriante, quizás una explosión.

-¿Qué ha sido eso, abuelo?

-Aquí todo suena a siniestro la primera vez que uno entra. Y si no te importa mi curiosidad, ¿por qué me llamas abuelo? ¿Es que se me nota cara de abuelo?

-Más que nada es porque chocheas.

A Estanis le desagradó en principio. Pero luego arrancó a reír.

-Eso ha sido muy bueno, te lo juro, muy bueno. Y como soy todo un abuelo, no me importaría chochear si es que tuviera que chochear para ser abuelo

-Es que no sé cómo llamarte.

-Estanislao, para servir a su señoría. Pero ya sabes: Estanis por aquí, Estanis por allá.... me lo han recortado en el barrio. ¿Sabes una cosa? La mitad de mi barrio son de este oficio. ¡Y qué buena gente!- dijo, echando el humo del habano- Tengo un nidito en el mismo centro. Poca cosa, dos habitaciones y una cocina. ¡Total, para mi niña y para mí! Todo perro pichi me conoce. "Buenos días, Estanis". "Con Dios, Estanis". Así es que, cuando me meto aquí, ya vengo canturreando. Y como si estuviera en el cielo. Por la noche, una partidita con los colegas de la tertulia, cuatro vasitos de vino y a casa. Yo soy rico, muchacho, por todo eso y porque tengo una hija que es un lucero. ¿Para qué quiero el dinero? Para nada. ¡Si a mí ya me ha tocado la lotería!

-¿A ti?

-Pues claro, ayer mismo. Me trajo mi chica un nieto- y abrió y abrió los brazos, cada vez más- así, como un baúl.

-¡No jodas! Todos los recién nacidos son una porquería.

-Oye, un respeto. Todo lo que quieras menos faltarle a mi nieto, porque te arreo con ésta así....

Luego soltó la pértiga y le preguntó.

-¿Pero a ti quién te ha criado?

-A mí, nadie. Me he criado solo.

-¿Lo estás viendo? ¡Si tengo yo una pupila! Aquí donde me ves, yo leo y tengo mis conocimientos. Tú eres lo que se dice un rechazado prematuro, un frustrado.

-¿Y eso es grave?

-Gravísimo, peor que si estuvieras cadáver. Al fin y al cabo, si te mueres, descansas; pero así, ni descansas ni estás muerto. Vas buscando por ahí algo que ni tú mismo sabes el qué es, aunque te pienses que es el dinero.

-Abuelo, lo tuyo es el púlpito, no la cloaca.

-Y si quieres, sigo- le dijo con cómica suficiencia Estanis.

El compañero apoyó la espalda en el muro de la galería, como dispuesto a escuchar todo lo que le soltase. Estanis le dio una chupada al habano y siguió.

-Cuando no eras nada más que un chaval, abandonaste la escuela y te largaste de casa. Creías que ibas a buscar el mundo, pero en realidad ibas buscando lo que no te habían dado los tuyos. Luego mucha hambre, una pandilla de golfillos y más de una noche en la comisaría. Lo corrientito. Ahora dices que estás esperando un negocio, un golpe.... "de suerte". Yo creo que más bien se trata de un golpe a lo mejor sin nada de suerte, y a lo más que puedes aspirar es a que te metan en chirona por más de veinte años. Y lo malo es que yo me enteraré del "golpe" y no sabré qué hacer, porque me diré que lo has dado tú, y tú eres un amigo.

Siguió un embarazoso momento de silencio. Pero Estanis le tranquilizó enseguida.

-No temas, hombre. Ya te he dicho que soy tu amigo. Yo no soy un chivato- sacudió la ceniza del habano y cambió de tema- Si quieres hablamos de otra cosa, de mujeres, por ejemplo.

-Eso lo tienes tú ya demasiado lejos. ¡Cómo vamos a entendernos!

Estanis tiró otra vez de bota.

-¡Hombre! Desde luego, me cae ya un poco a trasmano.

Echó un trago y se la pasó al compañero.

-Pero según a qué llames tu mujeres- insistió- Para ser mujer, hay que ser honrada, decente y buena. ¿Has conocido acaso alguna de esas?

-Pues mira, sí, una vez conocí una de esas, fíjate. No sé por qué le hice caso, a lo mejor sólo por comparar. ¡Son una empanada que no hay quien la pase! Ésta era delicada como una florecita y más espiritual que un suspiro. ¡Joder! ¡Cómo podréis casaros y aguantar un coñazo así toda la vida! Parece que todavía la tengo aquí delante, con su pelito recogido en la nuca y sus ojos asustados. Tenía los ojos claros y asustados, ¿sabes?, siempre a punto de llorar.

Estanis se quedó mudo, lleno de tristeza, porque también su hija, la que acababa de darle el primer nieto, llevaba el pelo recogido en la nuca y tenía la mirada asustada.

-.... Aunque era más pobre que las ratas, parecía una señoritinga, con su piel tan fina y tan blanca y sus manos delicadas, como si en la vida hubiera fregado un plato. La cosa es que empecé con ella por reírme y la muy panoli se lo creyó. Me miraba con ojos de carnero y temblaba como una hoja cuando le ponía la mano en el cuerpo.

También la piel de su hija era fina y blanca, como la de una señorita. Las palabras comenzaban a caerle encima como mazas, le golpeaban en los oídos.

-.... Como tú has estado con mujeres decentes de esas, ya sabes el resultado: tienen todo lo mismo que las demás, sólo que no saben usarlo. Al principio te hace gracia, pero luego es un coñazo. Tan insípidas, tan delicadas..... Son como pescadillas hervidas, no saben a nada.

Le dio un tiento a la bota y se limpió la boca con la manga. Hablaba de la chica con desprecio, la recordaba con desprecio.

-.... ¡Y vaya perra con llevarme al cura! Me tenía hasta los bemoles con sus lloriqueos. Así es que un día le dije que era la niña del panpringao, que suyo no me interesaba nada más que lo que tenía entre las piernas. No te cuento, abuelo. Se me desmayó.

Cuando quiso darse cuenta, tenía a Estanis de frente, en pie, mirándole fijamente.

-¿Qué te pasa?

Estanis no le contó qué le pasaba. Tomó la vez y continuó el relato.

-Se desmayó. Y cayó enferma. La verdad es que no tenía ninguna gana de vivir.

-Bueno, de eso me enteré más tarde por una amiga de ella. Yo no volví a verla- dijo el compañero, un poco desconcertado.

-Eso es. Tú no volviste a verla, la abandonaste, pero yo sí que puedo contarte el resto. Estuvo muy enferma, sí; hasta tuvo alucinaciones y perdió la memoria. Su padre tuvo que luchar como un león para devolverle las ganas de vivir. Han sido muchos meses de lágrimas. Hasta que ayer, justamente ayer, le nació un chiquillo. Y esa infeliz de mirada asustada que tú decías volvió a llorar, porque no tenía a su lado a quien debería tener.

-¡Pero tú qué sabes!

Siguió un momento largo, insoportable.

-Ese chiquillo que nació ayer es mi nieto.

El compañero se puso también en pie, sorprendido.

-Ya tengo canas, pero aquí estamos solos los dos- le dijo Estanis, recogiendo del suelo la pértiga.

-No seas payaso, abuelo. No quiero hacerte daño.

Estanis no le escuchó, levantó la pértiga en el aire y se fue a por él. El compañero tenía la suya en las manos y le repetía con insistencia, retrocediendo.

-No quiero hacerte daño, abuelo; no quiero hacerte daño.

Era joven y fuerte, pero Estanis llevaba ya treinta años manejando esa herramienta que él acababa de coger por primera vez. La pértiga, para el pocero, era como su brazo mismo. Del primer golpe alcanzó al otro en medio de la cabeza y lo desplomó. Estanis, tan ofuscado como estaba, no pareció comprender lo que acababa de hacer. Se quedó donde estaba, mirando al otro a sus pies.

Canalla!- dijo, lleno de odio.

Lo empujó con la puntera de la bota, como quien empuja una basura. Fue entonces cuando se dio cuenta de que aquello, más que un hombre, parecía un fardo, insensible, arrugado, con los brazos colgando en el colector. ¿Y si estuviera muerto? ¿Y si aquel hombre, de tan inmóvil que estaba, era que ya no respiraba? La sangre, brotando de la cabeza, corría en un hilillo por el bancal y se derramaba en las aguas del colector.

Estanis, de pronto, sintió que el corazón se le hacía mil nudos. Se inclinó sobre el cuerpo del otro. La sangre, que había comenzado por un hilillo y que se hizo luego un reguero, brotaba escandalosamente. ¿Estaba muerto? Le aplicó el oído al pecho. No oía nada, no podía oír nada. Se llevó las manos a la cabeza, lleno de angustia. Pensó que aquel hombre, si no estaba ya muerto, se le moría, pensó que tenía que sacarlo de allí, pensó que si le descubrían sería la ruina de su hija y de su nieto, que a nadie tenían en el mundo, sino a él. Se puso a arrastrar el cuerpo con todas sus fuerzas, avanzando de espaldas. Lo llevaba cogido por los hombros, con la cabeza colgando a un lado, como un pelele, mientras la sangre fluía y fluía, manchándolo todo.

En ese momento se dejaron oír nuevas explosiones, como aquella que ya sonó cuando antes estaban hablando, pero mucho más cerca que entonces. Una espesa niebla, de olor indefinido, invadió rápidamente la cloaca. Estanis, en su obstinación por sacar el cuerpo de aquel hombre, parecía ajeno a cuanto estaba ocurriendo.

-¿Pero a dónde vas?

Estas palabras, a su espalda, y una mano que lo detuvo por el hombro, fueron como una descarga que lo paralizó de la coronilla a los pies.

-Tenemos ahí una salida. ¡Deprisa! ¡Nos asfixiamos!

El recién aparecido, que era pocero como él de toda la vida, le ayudó a arrastrar al compañero, se encaramó en un santiamén por las escalerillas y empujó la plancha de hierro que daba a la calle.

La luz del día, a borbotones, los ruidos de fuera, el rumor de mucha gente que hablaba allá arriba y el sonido apremiante de las sirenas de ambulancias y bomberos invadieron, en un instante, los aturdidos sentidos de Estanis. Tenía pánico de todo eso que le esperaba arriba, pensaba que le acusarían cien dedos. Hubiera preferido abandonar el cuerpo donde lo encontrasen, pero donde no pudiera comprometerle a él. En casa le esperaban su hija y su nieto recién nacido, y eso era sagrado. No era capaz de comprender que el compañero le había tomado por el salvador del herido, no por el verdugo. No lo comprendía, no estaba en situación de comprender nada, pero como le apremiaban a sacarlo, no le quedó otro remedio que seguir los acontecimientos hasta dónde fuera. Y se dejó llevar como un autómata, más muerto que el propio muerto.

-¡Por tu madre, espabila! ¿Qué te pasa?- le urgió con desesperación el compañero, desde arriba.

Se dio cuenta de que tenía entre las manos la cuerda que le habían echado y que cien ojos se clavaban en él. Reaccionó al fin. Deslizó el nudo por el pecho del moribundo y se pusieron a tirar desde arriba. Cuando el cuerpo de aquel canalla, que maldita la hora en que había aparecido en las cloacas, hubo salido del todo fuera del agujero que daba a la calle, manojos de manos se volvieron hacia él y manojos de voces angustiadas lo apremiaron, hasta que pudieron agarrarlo y subirlo en volandas, antes de que tuviera tiempo de salir por su pie.

Los caza-noticias le cercaron con sus micrófonos. Toda la ciudad quedó notificada de que tenían en la comunidad un pocero que era un héroe. Luego saltó a los periódicos: "Grandes explosiones en la red de alcantarillado. Un pocero arriesgó su vida por un compañero malherido".

Sólo unos días después, el señor Alcalde le plantó, en medio del pecho, una medalla enorme y reluciente en presencia de todo el Consistorio, de la prensa y de los vecinos que quisieron unirse al acto, en la sala de plenos, en medio de aplausos y felicitaciones. Estanis, el pobre, al que se le venía encima la sala con todas sus arañas, alfombras y sillones de nogal, se sintió muy mal, se sintió abrumado, pero no podía confesar la verdad, no podía hacerlo en modo alguno. El recuerdo de su hija y de su nieto le tenía cosida la boca. Tampoco se lo confesó jamás a ella, porque ella siempre tenía los ojos asustados y porque le había regalado un nieto como un baúl de grande.

 

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© Gregorio Corrales.

 

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