Dibujo de Jesús María Navas

 

VI

 

Cumpliendo sus deseos regresé a mi destino de escritor, y apresuradamente, porque la idea de volver a las tascas de Iturribide, junto al viejo, me llenaba de ilusión. Era cierto que estaba escribiendo de largo e intenso como nunca y que, haberlo dejado en ese momento, hubiera supuesto una irrenunciable y definitiva decisión. En el fondo de mi corazón y a pesar de los escrúpulos, reconocía una vez más que dependía de ella. ¡Raquel! ¡Siempre Raquel! Me hubiera gustado un paréntesis más largo, unos días más en Madrid, juntos; pero no lo quiso ella porque, según el maravilloso horóscopo de su cabecita, la fortuna estaba a punto de caer sobre mí. Así es que obedecí.

Dejé el equipaje en la misma habitación del hotel. Según me informó el conserje, tenía mucho gusto en alojarme en el mismo sitio porque en esos días nadie lo había ocupado. Y se despidió, después de abrirme la habitación, con una especie de pequeño saludo al estilo militar, llevándose la mano casi a la sien, su mano intrigantemente parcelada en manchas irregulares.

Creo que, salvo los metros que me separaban del altar y del cura el inolvidable día en que me casé, jamás había recorrido ningún camino tan jubilosamente como el de las callejas del viejo Bilbao esa noche. También yo tenía algo que contarle a Dimas. El vuelo en el avión de ida a Madrid me había sugerido una historia. Dimas solamente las adornaba. Yo no, yo me la había inventado enterita a partir de la conversación de dos compañeros de vuelo. Me pareció que había quedado interesante, aunque nunca podría resultar como las que me contaba él. En eso nadie podría aventajarle.

Cuando abrí la puerta del Etori-Bi y le descubrí al fondo, en la última mesa, una grata sensación de felicidad me invadió. Y cuando al llegar frente a él, este hombre, siempre concentrado e imperturbable, se incorporó del asiento para darme un apretado abrazo y una chispa mal disimulada de emoción le asomó en la mirada, me di cuenta de los lazos tan profundos que la vida puede tender.

Nos sentamos y me acercó la cajetilla del tabaco. Todo estaba igual, todo seguía lo mismo. Era lógico, pero yo no podía evitar la sensación de que esos pocos días, tan lejos y tan intensamente vividos, hubieran sido como una eternidad. Estábamos nuevamente el uno frente al otro, satisfechos por habernos encontrado.

-Creí que no volvería a verte- me confesó- Lo que más me dolía era que no me hubieras dicho adiós.

-De pronto me faltó ella.

-Y ella te ha alentado a volver, estoy seguro.

-Quiere que termine este libro, aunque tú eres realmente más autor que yo.

-Pues la obedeceremos. Continuaremos el libro entre los dos: yo aquí, en las noches de este viejo Bilbao, en la trastienda; tú en el escritorio de tu habitación, llenando cuartillas.

-Pero la celebridad es tuya. El libro llevará tu nombre.

-Yo no creo en nada, y menos en la celebridad.

-¿En nada?

-En nada.

-¿Ni en Dios?- le pregunté a bocajarro, sin saber por qué.

Dimas se quedó por un momento sorprendido.

-¡Diablos, cómo vienes!

-Me cuesta pensar, por lo poco que te conozco, que no creas ni en eso.

-Así.... nada más entrar....

-Nada más entrar. Si hemos de ser amigos, necesito saber quién eres.

-¿Y si no soy cómo esperas?

-Nadie es del todo como uno espera.

-¿Pero por qué estas prisas? Acabamos de vernos.

-Te juro que no sé por qué te he hecho la pregunta. Pero está hecha.

Se concentró un momento y luego me dijo.

-Tiene que haber algo más allá, tiene que haber algo forzosamente. Si no fuera así, esta vida que conocemos no tendría ningún sentido, sería como una tonta casualidad, sería un absurdo. Creo en Dios, claro que creo. El problema que me angustia es que no le comprendo en absoluto. No sé por qué las cosas son como son, tan miserables. Pero sí sé que ha de darme allí todo lo que aquí no he sido.

-¡Pero Dimas! ¡Si has sido de todo!- le dije, bromeando, para aligerar la conversación.

El viejo no pudo reprimir una sonrisa.

-No creas. Todo lo que he vivido no ha sido sino un montón de ilusiones tontas. Si he dicho que allí seré lo que aquí no he sido, me refería a la felicidad. Porque, a pesar de haber vivido tanto, ya te dije el otro día que tengo la oscura sensación del vacío. A todos nos gustaría ser diferentes y que el mundo también fuera diferente. Estoy cansado, amigo mío.

Nos interrumpió el tabernero. Como siempre que me veía, apareció con su bacalao humeante, su barra de pan, su botella y su paño en el brazo.

-Hoy necesito una cerveza- le dije.

Nos aseó un poco la mesa, dejó lo que había traído y se fue a por ella.

-Hay días que me come la sed- comenté.

Luego me di cuenta de que Dimas jamás la bebía.

- La gente de la mar, y tú lo has sido, suele ser gente de cerveza, menos tú.

-También yo lo era. Pero con los años todo se seca y se encoge. Ahora tengo un estómago tan chico que ni me cabe la comida ni la cerveza. Hay días que pido una, por eso de volver a los viejos tiempos, y me acomete la sensación de que estoy ahogándome en un pantano. Me he pasado al vino y al aguardiente, que ocupan menos.

Aprovechó la vuelta del tabernero con la cerveza para cambiar de tema definitivamente. Hablar de Dios y del mundo parecía demasiado para comenzar la noche.

-Aunque nunca me hubieras confesado que estás enamorado de tu mujer, lo habría adivinado. Solamente han sido unos días y has vuelto cambiado.

-Ya que estás de adivinanzas, ¿sabes lo que me ocurrió en el vuelo de ida?.

-Sé que has sido feliz allí. Eso es todo lo que sé.

-Como si el destino quisiera compensarme de lo poco que viajo comparado contigo, en un solo vuelo he sido testigo de una inquietante historia.

Hice un alto para continuar con la cazuela de bacalao. Luego le dije a medias, sin dejar de comer.

-¿Quieres que te la cuente?

-Si puedes- me dijo, viendo mis prisas ante el plato.

El único inconveniente de nuestros felices encuentros de todas las noches era ése, que Dimas comía tan poco y tan despacio que me colocaba en una situación embarazosa. Me veía obligado a ralentizarme por no parecer un maleducado glotón. Le dejé una parte decorosa, para que fuera pinchando, y me aventuré en el papel de narrador por primera vez desde que nos conocíamos.

-Pues verás. Era tan apremiante la necesidad de volver junto a ella que subí a un avión, aunque no me gustan nada. Justo a mi lado cayó un hombre ya entradito en años, muy callado él, de esas personas que parecen tener conciencia de cometer un pecado donde entran, de tan tímidas e inseguras que son. Miraba de una forma tan suplicante, tan infeliz, que daban ganas de acariciarlo. Pero más interesante aún que su aspecto era el paquetito que llevaba sobre las rodillas, cuidadosamente embalado. Lo protegía con las dos manos, lo trataba con auténtico celo y jamás se desprendía de él. Me tenía intrigado. No sabía lo que habría dentro, y precisamente por eso, porque no sabía qué podría ser, perforé mil veces con la imaginación la cubierta que lo ocultaba. ¿Qué demonios sería esa cosa tan celosamente custodiada?

Buen alumno de mi maestro, interrumpí aquí el relato para que él tuviera tiempo de preguntarse también por el paquete.

-..... Bueno, pues en el asiento siguiente al suyo fue a caer una niña de lo más progre que puedas figurarte: pantalones ceñidos, cinturón con una chapa en el ombligo más escandalosa que la de un romano, ojos pintados a lo pantera y cabellera rubia alborotada. Pero la cría no tendría más allá de los dieciséis. La cosa es que los dos juntos, el uno al lado de la otra, hacían una pareja disparatada, él tan circunspecto y tan fosilizado, ella tan moderna y tan explosiva. Y sin embargo y contra todo pronóstico, hicieron amistad, fíjate qué cosa tan extraña. Por supuesto que el milagro se debió a ella, que era incapaz de mantenerse callada. ¿Qué podía hacer yo, Dimas? No pude evitar escucharles todo lo que hablaron, aunque no era mi propósito.

 

IBERIA 4, 5, 8

 

-Bienvenidos a bordo. Les hablo en nombre del comandante de la nave. Vamos a efectuar el vuelo Iberia, cuatro, cinco, ocho, Bilbao-Madrid. Volaremos a una altitud de diez mil metros y a una velocidad de crucero de novecientos kilómetros hora. El tiempo de vuelo será de cuarenta minutos. Se prevé buen tiempo en ruta. Abróchense los cinturones y no fumen durante el despegue. El comandante de la nave y su tripulación les desean un feliz viaje.

Simultáneamente comenzaron a oírse los clics de un montón de cinturones que se encajaban precipitadamente.

Jo!- comentó Bea- Siempre dicen lo mismo. Menos mal que yo paso. Me pondrían los pelos de punta.

Y como si de pronto recordara lo alborotada que era su cabellera se la tocó, por si acaso. Luego se volvió hacia el vecino. No sabía vivir sin ligar.

-¿A ti no?

-¿Me decía a mí, señorita?

-Que si tú no crees que esto es demasié. ¡Tanto silencio! ¡Tanto cinturón!

-Sí, es un poco embarazoso.

-Si yo fuera ésa, largaba ahora un cubata, un poco de rock, y cuando quisiera darse cuenta la gente, pues ya estaba arriba.... ... Bueno, o abajo, de cráneo, pero sin enterarse. ¡Es que le dan una “cosa” a la “cosa”! ¿A ti qué te parece?

Antonio hizo un gesto de asentimiento y ella prosiguió, mirando al exterior por la ventanilla.

-Fíjate esto cómo sube. ¡Cómo le dé por bajar igual...! Mira, ya ni los árboles. Chema dice que ésta es la distancia mala, que desde más arriba ni te enteras. Cuando quieres llegar abajo, ya estás tieso, aunque solo sea por asfixia, ¿sabes? Pero desde aquí, llegas todavía pataleando y te la pegas. ¿A ti qué te parece?

Pero antes de que él se decidiera a contestar nada, continuó ella por su cuenta.

-Yo es la tercera vez que subo y no pienso en ese rollo para nada, ¿sabes? ¡Para qué! Como dicen los curas, esto es cosa de cuatro días. A mí me la trae floja todo- se interrumpió un instante y aclaró de inmediato- Es en lo único que estoy de acuerdo con los curas.

Antonio no parecía muy dispuesto a tomar el relevo. Pero ella podía hablar por los dos.

-Ahora ya sí que no se ve nada. Justo desde aquí es desde donde dice Chema eso de la asfixia. Pero vete a saber. A lo mejor resulta que es más rollo lo de asfixiarse poco a poco que lo de dártela y acabar de una vez. ¿No te parece?

Se apagó el luminoso y aprovechó para comentar, quitándose el cinturón.

-Ya te puedes descinchar, tío.

Con la última palabra todavía en la boca, se sacó de dentro del calcetín, a la altura del tobillo, la cajetilla de tabaco.

-¿Quieres?

Antonio rehusó con un movimiento de cabeza.

-Pues un vuelo sin darle al porro, ya me dirás.

Se interrumpió lo justo para encender el cigarrillo y continuó. Todo estaba alborotado debajo de su alborotada cabellera.

-Lo que te decía, un cubata y un poco de rock. Desde que nos sueltan esa letanía hasta que llegamos arriba, aquí no se ven nada más que cadáveres. ¿Te has fijado en lo tieso que se pone el personal en un avión? Más que en misa.

Se quedó mirando de pronto al compañero, como si hubiera dado sin querer en el clavo.

-Y a propósito de curas, te pareces a Moisés con el Arca de la Alianza. ¿Por qué no lo dejas ahí arriba?

-¿Por qué me dice eso?- preguntó Antonio, sin atreverse todavía a tutearla.

-No sé, oye. ¡Lo llevas con tanta cosa.... !

-Es que..... es que es delicado.

-A diez preguntas- le propuso ella, llena de animación.

-A diez preguntas.... ¿qué?

-Estás en el limbo, tío. Nos jugamos algo, yo te hago hasta diez preguntas, y si acierto lo que es, he ganado.

Antonio no pudo evitar un movimiento reflejo de protección de su inseparable paquete.

-Bueno, abuelo, bueno, como quieras- dijo ella, desistiendo- Era nada más por matar el rato.

Se cortó la conversación por primera vez. Mientras, la chica masticaba chicle y fumaba sin parar, Antonio, siempre con su misterioso paquete sobre las rodillas, dejó volar la imaginación en busca de su casa, de su mujer, de lo que estaría ocurriendo en esos precisos momentos entre las personas que lo esperaban......

 

....../......

 

Clara, con las gafas clavadas en la punta de la nariz, hacía punto y escuchaba una pequeña radio de pilas. Sonó el timbre. Se levantó, apagó la radio y se fue a abrir llena de felicidad. Forzosamente sería su hija.

-Felicidades, mamá.

Lucía le plantó dos besos y le puso entre las manos un regalo.

-Es para ti- le dijo, mientras se dirigían al cuarto de estar.

Clara hizo un gesto de indulgente desaprobación.

-Bueno, pero ¿es que no vas a abrirlo?

Clara se puso a abrir el paquete con manos temblorosas. Dentro había un estuche de colonia, las cosas que suelen regalarse. Sentía tanta ternura que fue incapaz de decir nada. Simplemente miraba a Lucía como una tonta, a punto de que se le saltasen las lágrimas.

-Pero sigue. Te dejas la mitad.

Había también un envase con una tarta diminuta, casi de juguete. No pudo reprimirse y le dio un abrazo a su hija.

-No seas tonta, mamá.

-Eres mi única hija, ¡qué quieres!- y se puso a recordar con emoción, sin soltar a Lucía de entre sus brazos- Todavía te veo delante de mí, así de pequeñita, con tus coletas y tus dos lacitos. Me dabas un beso cada mañana, cuando te dejaba en la puerta del colegio, y me decías siempre "Adiós, mamita", con tu lengua de trapo. ¡Quién iba a decirme que, con los años, llegarías a ser periodista, si hablabas tan mal!

-Bueno, deja los recuerdos. Hay que comerse esto, ¿sabes?

-Tienes razón- dijo Clara, volviendo de su mundo- Verás, para estas ocasiones tengo yo una botellita de jerez.

Entre las dos fueron poniéndolo todo: el mantel, los platos, los cubiertos, los vasos y el jerez dulce, con todo detalle, como si fueran a celebrar una gran fiesta.

-¿Qué más nos falta?- preguntó Lucía.

-Unas flores- dijo su madre- ¡Si yo lo hubiera sabido!

-Eso ya no tiene remedio. Pero falta otra cosa muy importante que tengo aquí, en el bolso- sacando una velita de cumpleaños que clavó en el centro de la tarta- Esta vale por todos los que has cumplido y por todos los que vas a cumplir.

La encendió y miró a su madre, porque ya todo estaba listo.

-Si estás esperando a que diga algo, no voy a hacerlo- dijo Clara- En estos casos, siento vergüenza hasta cuando los que hablan son los demás.

Rieron las dos. A Clara se le asomaron otra vez dos lágrimas, y para disimular sopló aquella única vela que lucía en el centro. ¡Bien!.... ¡Bravo! Luego cogió el cuchillo con las dos manos, para controlar un poco las emociones, y se puso a partir la tarta.

-Vamos, no me mires, me pones nerviosa..... ¿Quieres más?

Siguió un momento de silencio, mientras comían. Luego se puso a preguntar a Lucía por su trabajo. Pero su hija nunca parecía satisfecha.

-¿No te van bien las cosas?

-Sí. Tengo una columna diaria, y eso cuesta mucho conseguirlo. No me refería al periódico, sino a las cosas que tengo que escribir cada día. Con esta política de empleo, con esta presión fiscal, ¡cómo se puede pretender que las empresas funcionen!

Clara nunca opinaba de eso, ni entendía a su hija en absoluto.

-Perdona. Siempre se me olvida. Ya estoy aburriéndote otra vez.

-No, no me aburres. Lo que pasa es que desde Franco estoy oyendo yo eso. Y ya antes me decía mi madre que se lo oía a Maura, y mi abuela a Cánovas. ¿Y lo arreglaron? No. ¡Pues entonces! No vas a arreglarlo ahora tú con tu periódico.

-Mamá, las mujeres de hoy no somos las de antes. No vivíais, no opinabais, no existíais. Erais como el reloj de pared o la cafetera, necesarios, pero nada más. ¿Qué has hecho a lo largo de tantos años?

-No has probado el jerez. ¿Es que no te gusta?

-No me has contestado, mamá. Y me has oído.

-Claro que te he oído. Lo que pasa es que no quiero contestarte. He vivido una vida muy sencilla, lo sé; pero he sido muy feliz.

-La felicidad de los mártires.

-Las dos personas que he tenido cerca me habéis querido con locura- dijo, como que era todo lo que necesitaba- Perdona, hija, pero a mí me parece que tu trabajo tan importante, en vez de hacerte feliz, te sobresalta..

-Vamos a dejarlo. Al fin y al cabo, la culpa de tu vida no la tienes tú.

-Eso es lo que menos me gusta, que en este, según tú, desaguisado, presentes siempre a tu padre como el desafortunado cocinero que lo ha estropeado todo.

Habían acabado y Clara se puso a recoger la mesa.

-El tema de papá me irrita, no puedo evitarlo.

-Él, sin embargo, te adora.

-Lo sé, mamá, lo sé. Pero no se puede ser tan pasmado en la vida.

-Tan bueno.

-Tan pasmado, mamá, tan pasmado. Las cosas son como son.

Lucía no controlaba fácilmente su carácter.

-.... Todavía tengo en la memoria aquella empresa de embalajes de cartón. Alguna vez, a la salida del colegio, iba a buscarle. Era yo una cría y ya sentía vergüenza por él. ¡Señor! ¡Cómo le trataba aquel déspota que tenía por jefe! Después le recuerdo en un estudio fotográfico, en la recepción del despacho de un arquitecto, de contable en una empresa y hasta de representante de ropa interior de caballero. Bueno, esto último ya era inimaginable. Conociendo a papá, el milagro sería que hubiera llegado a vender un solo calzoncillo.

Clara callaba, se esforzaba en ocultar lo que sentía. Cuando Lucía se dio cuenta acudió junto a ella.

-Acabo de ser dura, mamá, perdóname. Me he puesto a recordar y me he olvidado de ti.

-No te preocupes. ¿Qué crees que hago yo aquí sola tantos días? Recordar. Lo malo es que ahora veo a tu padre obsesionado. A sus años y aún se cree obligado a buscar un trabajo firme. ¡Fíjate qué disparate! Si en otros tiempos más difíciles pudimos salir adelante con mis costuras, ¿por qué no vamos a salir ahora, que además nos ayudas tú?

Lucía se sentó frente a ella y le cogió las manos. Acababa de descubrir que estaban peor de lo que ella pensaba. Clara hizo una pausa para secarse las lágrimas y se sinceró.

-Mira, Lucía, voy a contarte algo que has de guardar como un sepulcro. Por nada del mundo quiero que esto trascienda hasta él. Ya sabes, perdería la confianza en mí.

Lucía la miraba ansiosamente, presintiendo que algo grave estaba pasando para que su madre se decidiera a hablar de esa forma.

-Tu padre tiene la obsesión de que va a morir muy pronto. No me preguntes por qué, pero la tiene. Aunque a mí nunca me ha ocultado nada, pienso si algún médico le habrá dicho algo que no quiere revelar. La cosa es que lo veo más inquieto y atormentado que nunca y no sé qué hacer para ayudarle.

-Seguiréis teniendo la misma sociedad sanitaria.....- dijo Lucía, pensando en voz alta.

-Sí.

-Lo primero que haré mañana será hablar con el médico.

-A lo mejor tu padre ha ido a otro.

-¿Papá? Papá no tiene imaginación para nada- dio unos pasos y continuó- Eso va a ser lo primero que haga. Y lo segundo será arreglar un cuarto para que os vayáis a casa.

-¿Qué dices?

-Lo que has oído.

-No puede ser, hija. Nosotros ya tenemos hecha nuestra vida aquí.

-¿Qué clase de vida?- casi gritó, mirando en derredor suyo.

-Lucía, hija, eso no se decide así, tan de pronto. ¿Y esta casa?

-¡Ya es hora de perderla de vista! Quiero que durmáis en una habitación en la que por las mañanas, cuando se descorran las cortinas, entre el sol y sintáis la vida, en vez de este agujero oscuro.

-Pero ten paciencia. Habrá que decírselo a tu padre.

-Por supuesto. Quiero que deje ese trabajo temporal y que regrese, quiero decirle que no necesita ya nada, que para eso estoy yo.

-Pues verás..... Vas a decir que hoy guardo demasiados secretos. .... Creo que no vas a tener que pedirle que deje ese trabajo. En realidad no tiene ningún trabajo. Fue a Bilbao a una entrevista, porque dice que necesitaban una persona mayor, como él. Tenía muchas esperanzas, pero no le aceptaron. Luego se ha quedado buscando otra cosa. Dice que allí hay más oportunidades. Perdona si no te lo he contado antes.

-Entonces.... ¿Qué hace? ¿Por qué no ha vuelto ya?

-Déjame acabar, hija, déjame acabar. Iba a decirte que precisamente he recibido una carta suya hoy, en la que me cuenta todo eso. Y también me dice que regresa.

Sacó la carta del cajón del viejo aparador, la desdobló y se la dio a Lucía.

-Toma, léela tú misma. Yo tendría que cambiar de gafas.

 

....../......

Mientras, a bordo del avión que le devolvía a Madrid, Antonio recordaba todo lo que le había escrito a su Clara el día anterior. Mantenía sobre las rodillas cuidadosamente el paquete. Antonio tenía un aire eternamente ensimismado, sumergido en el mundo de sus pensamientos.

-¡Eh! Hablaba contigo.

Se volvió hacia la compañera de viaje.

-Te decía que me llamo Beatriz. ¡Jo! ¡Qué cursilada! Pero todos los de la panda me llaman Bea. ¿Y tú?

-Antonio.

-¿Sabes que eres una momia? Hablas menos que un sello.

-Soy así.

-¿Estás seguro de que eres así, o es que te pasa algo?

-No, no; no me pasa nada.

-Pues entonces es que eres más triste que un tango. ¿Tú te has fijado en la letra de los tangos? Yo sólo he oído tres, dos por casualidad y otro que me puso Chema para reírnos un rato.

Como por un milagro, insistiendo, insistiendo, consiguió meter al fin la mano en uno de los bolsillos de los vaqueros, que parecían a punto de reventar, sacó chicle y le ofreció. Antonio rehusó con un gesto.

-¡Ya sé!- exclamó de pronto, chascando los dedos en el aire, como quien hace un descubrimiento repentino- A ti lo que te pasa es que estás con la menopausia. Pues eso debe ser un coñazo. ¿A ti te gustan las tías?

-Hace mucho que estoy casado.

-¡Joder! ¿Y qué tiene que ver eso?

-Que quiero a mi Clara- declaró Antonio, como una cosa inevitable.

-No seas gilí. Yo digo para acostarte. Porque ella será otra anciana como tú.

Antonio estaba perplejo.

-Es como yo, claro. Habrá recibido mi carta y estará esperándome. Habrá ido Lucía. Lucía es nuestra hija, ¿sabes? Pero ya es mayor, está casada. Le habrá llevado algo y Clara habrá sacado la botella de jerez dulce.

-¡Qué guay!- exclamó, muerta de risa- ¡Si resulta que a tu edad estás pasadito por otra tan vieja como tú!

-Lo normal, ¿no?- se defendió el pobre Antonio, cortado y dándose cuenta de que enrojecía.

-¿Sabes lo que te digo? Que si yo fuera así de vieja me gustarías. ¡Eres tan pobrecito!

Antonio retiró las manos para sacarse algo del bolsillo. Bea intentó sujetarle el paquete, pero él se lo impidió casi con brusquedad.

-¡Qué llevarás ahí! Ni que fueras espía. Los espías tienen cara de tontorrones, como tú.

Aprovechó que la chiquilla nada le decía para reclinar la cabeza en el respaldo, cerrar los ojos y sumergirse en su mundo. Podía ver realmente a Clara y a Lucía en el cuarto de estar, después de haber leído la carta....

 

....../......

 

"Mi querida Clara: Una vez más, las cosas no han salido bien. Sin duda soy ya tan viejo que a nadie puedo interesarle. Perdóname que te ocultase que el nuevo trabajo falló desde el primer día. Si me he quedado un poco de tiempo ha sido por buscar algo, pero inútilmente, así es que regreso mañana en avión. No hay más novedades, salvo que se me olvidó contarte que suscribí, hace muy poco, un seguro de vida; pero estas cosas no debes comentarlas con nadie. Perdóname una vez más por tantos fracasos, por haber rodeado tu vida de pobrezas. Haga lo que haga, recuerda que te amo con todo mi corazón y que todo lo hago por ti, no olvides esto. Adiós, Clara. Dales un beso muy fuerte a nuestra Lucía y a los niños. Adiós, Clara".

-Bueno, ¿qué te parece?

Lucía no contestó. Se puso a leer de nuevo la carta.

-¿Qué es lo que pasa?- insistió Clara

-Mamá, concéntrate y procura no exagerar. ¿Estás segura de esa depresión de papá?

-Yo no entiendo de depresiones. Está preocupado por sus cosas y está muy raro, ya no sé más.

-Me has dicho que está empeñado en dejarte algo seguro. Me has dicho que tiene la obsesión de que va a morir muy pronto, porque se lo haya dicho algún médico o por lo que sea, es lo mismo.

Le tomó las manos a Clara y se quedó mirándola.

-Mamá, procura serenarte y perdóname si me equivoco. Puedo equivocarme, ¿sabes?

Clara no dijo nada, no comprendía la situación.

-No tengo otro remedio que decírtelo, porque a lo mejor corre prisa. Esta es una carta triste, casi desesperada. Desde la primera línea suena a despedida. Incluso pide perdón por todos los pasados errores. Después del mea culpa dice que regresa en avión, que ha hecho un seguro de vida y que no lo comentes con nadie. Y al final, unas pocas palabras que se me han clavado en el alma: "Haga lo que haga, recuerda que todo lo hago por ti. Adiós, Clara. Dales un beso muy fuerte a nuestra Lucía y a los niños. Adiós, Clara".

-Bueno, ¿y qué? Tu padre es así de trágico.

-¡Mamá, por Dios!- poniéndole la carta entre las manos- Esto es una carta de despedida. ¡Ojalá me equivoque!

-¿Qué quieres decir?

-Que está clarísimo, que papá ha tomado esa decisión terrible que estás pensando ahora mismo.

-¿Tu padre?

-¿Puedes explicarme por qué demonios vuelve en avión, si los tiene miedo, si jamás ha montado, si andáis tan mal de dinero?

Clara se llevó las manos a la cara, horrorizada. No podía admitirlo.

-Sería monstruoso, sería condenar a muerte a un montón de personas- Se rebeló.

-Monstruoso para ti. El que está desesperado no ve otra cosa que su desesperación.

Clara solamente acertó a musitar un "¡Dios mío!" que apenas pudo oírse. Lucía le preguntó en qué avión venía.

-No lo sé, no lo dice.

-Pero sabrás al menos dónde vivía en Bilbao.

-Sí, claro, en una pensión. Tengo las señas aquí.

Buscó la dirección en el mismo cajón del que había sacado la carta. Lucía marcó los números del teléfono con ansiedad

-¿Oiga? Póngame con don Antonio Ramos- siguió un momento de silencio- .... ¿Hace mucho que se fue?.....

Se despidió precipitadamente y colgó.

-Ya no está allí.

-¿Y qué podemos hacer?.

-Llamar a la Policía- resolvió Lucía, al tiempo que marcaba el número- ¿Policía?.... Es muy urgente. Mi padre regresa en avión de Bilbao. Tiene una fuerte depresión y ha hecho un seguro de vida, ¿comprende? Es muy urgente que le impidan hacer ese vuelo..... Mi teléfono es.....

-¿Qué pasa ahora?- preguntó Clara, viendo que colgaba.

-Que tienen que comprobar la llamada.

Inmediatamente sonó el teléfono.

-Dígame..... Sí, sí, yo he llamado..... Ya se lo he explicado antes, no hay tiempo. Lo que no sabemos es en qué vuelo viene. Puede estar para salir en estos momentos..... No lo sé, no lo sé, pero algo va a pasar...... No podemos seguir perdiendo el tiempo al teléfono, ¿es que no lo comprende? ..... Su nombre es Antonio Ramos..... Por favor, dese prisa, compruebe si aún no ha salido, impídale hacer ese vuelo.

Colgó el teléfono todavía agitada.

-Que comprobarán los vuelos. ¡Dios sabe lo que tardarán ahora!

-Llama al aeropuerto.

-En el aeropuerto atenderán mucho antes a la Policía que a mí

Clara se dejó caer en el sillón, impotente, escondiendo la cara entre las manos.

-Tranquilízate, mamá, ya verás como llegamos a tiempo. Estoy segura de que ese avión no ha salido aún; lo sé, lo sé, ya lo verás- repitió, llena de fe, y añadió, encarándose con el teléfono- ¡Suena, por favor, suena!

Y apenas dicho, sonó el teléfono.

-Sí, sí; dígame..... Que el vuelo de Bilbao acaba de despegar - fue repitiendo en alta voz lo que le informaban- ..... y que el señor Ramos figura entre el pasaje.....

Pero, de pronto, se interrumpió. Con el auricular entre las manos, sin responder a la voz que insistía desde el otro lado del aparato, Lucía parecía invadida por la sorpresa y el estupor. Tenía la mirada inmóvil, llena de asombro, fija en la entrada de la habitación; y Clara, sin poder entender la actitud de su hija, también se volvió hacia la entrada. Frente a ellas, en la puerta abierta que daba al pasillo, estaba Antonio, con su expresión inocente, su raída gabardina y su inseparable paquetito entre las manos, como si hubiera llovido del cielo sin hacer el menor ruido, quizás como si hubiera retornado del otro mundo después de destruir el avión Bilbao-Madrid. Estaba inmóvil en la puerta, sin comprender tampoco la extraña reacción de las dos mujeres, esperando que alguien le dijera algo.

-¿Qué pasa?- se atrevió a preguntar al fin, en vista de que su mujer y su hija estaban tan paralizadas.

Pero ninguna de las dos le contestó.

-Ya he vuelto- añadió, como si quisiera despertarlas.

-¿De dónde?- preguntó Lucía.

-Pues de Bilbao, no va a ser del otro mundo.

-Acaban de informarnos que estás ahora en pleno vuelo- dijo, como si aún no estuviera muy segura de que el que tenía delante fuera de carne y hueso.

-¡Ah! Es eso- comprendió Antonio- Es que.... es que cambié con otro pasajero que no pudo salir por una emergencia. El pobre iba a perder el billete, y como yo estaba en el aeropuerto mucho antes, pues lo arreglaron y salí en el vuelo anterior.

Las dos mujeres permanecían perplejas, intentando digerir el final tan imprevisto de aquella pesadilla. Antonio seguía en la puerta, un poco asustado por el modo de recibirle y con su intrigante paquetito en las manos.

Clara fue la primera en reaccionar. Corrió hacia su marido para abrazarlo. Por fin lo tenían de nuevo en casa. Pero Antonio, al ver que se le echaba encima, protegió contra el cuerpo el misterioso paquete. Clara entonces se detuvo. Le cambió el color de la cara.

-¿Qué llevas ahí?- le preguntó Lucía, llena de desconfianza, sin acabar de creerse este desenlace.

-¿Por qué me lo preguntas así?

-¡Vamos, papá! ¿Qué llevas?

Antonio las miraba cada vez más confuso.

-¿Qué llevas, Antonio?- se unió también Clara a la pregunta.

Sin moverse de donde estaba, todavía en el umbral de la puerta, sin comprender la inesperada actitud de su mujer y de su hija, comenzó a desenvolver cuidadosamente aquel paquete que tantas curiosidades y tantas sospechas había suscitado desde que lo compró. Desató el lazo. Desenvolvió el papel. Se acercó a su mujer.

-Es para ti, ¿sabes? Aunque estaba fuera, no se me podía pasar que es tu cumpleaños. Felicidades, Clara.

Y le dio una caja transparente, dentro de la que se veían dos rosas blancas.

* * *

 

-Y bien, ¿qué te parece?- le pregunté a Dimas.

-Me ha intrigado. También yo pensaba qué diablos llevaría en el dichoso paquete. Pero desde luego, en ningún momento he creído que fuese una bomba con la que hacer saltar el avión para que ella cobrase el seguro.

-¿Por qué no?

-Estaba claro que ese Antonio era demasiado inocente y demasiado bueno para hacer una barbaridad así.

-También Clara pensó eso, porque Clara lo amaba y lo conocía a fondo. Lucía, sin embargo, era una gran extraña para su padre, y pensó en él viéndolo a través de la columna de un periódico, que era su modo de ver el mundo; seguramente a través de la columna de sucesos.

-De acuerdo. Pero, ¿tú qué sabes de Lucía y de Clara, qué sabes de lo que ocurrió en la casa, si al bajarte del avión ya no volviste a saber nada de ese compañero de viaje?

-¿Se te ha olvidado que soy escritor?

-No me digas que te has inventado todo, de principio a fin.

-Antonio existe. Antonio iba en el avión con su cara de santo y su dichoso paquete sobre las rodillas. Ni un solo instante se desprendió de él. No tuve más remedio que inventarme las mil posibles respuestas a esa obsesiva pregunta: ¿Qué llevará ahí este hombre?

-¿Ves? Tú no necesitas darte de narices con el mundo para vivir las mismas cosas que yo he vivido.

-Las mismas, no. Ya sé que adornas tus historias, pero esta mía trasciende a irreal desde el principio.

-¿Y qué? ¿No se vive igual lo que se sueña que lo real?

No quise explicarle que el libro, además de esos pequeños relatos, tendría también nuestra historia real, la que estábamos viviendo él y yo en nuestros encuentros. No quise aclararle que trataría de inmortalizarlo tal y como era, con sus canas revueltas y su mirada incisiva, con su cigarrillo siempre lejano, siempre abandonado y consumiéndose en el borde de la mesa. No quise decirle que tenía que escribir sobre él porque era el personaje más colosal que nunca me había tropezado, Y al llegar a este punto me sorprendí asustado de lo que acababa de pensar, porque en mi vida también estaba Raquel y la había olvidado por un momento. Pero enseguida me tranquilicé. Raquel no tenía que estar delante ni detrás de nadie, Raquel no era otra cosa distinta de mí, Raquel era yo mismo. Entre su alma y la mía no había ninguna distancia.

-¿Nos vamos?

Intenté volver de mis pensamientos.

-Ya es tarde y esta gente quiere cerrar- me aclaró.

Yo me puse mi gabardina, él su capotón de paño, como los de la gente de la mar, y los dos nos fuimos de la tasca. Lloviznaba, como aquel primer día que salimos juntos. Las pisadas también sonaban misteriosamente a lo largo de la calle Ronda. Íbamos en silencio. Al llegar a la esquina con Achuri, frente al puente en el que nuestros pasos se dividían todas las noches, el viejo me preguntó, sin que yo supiera por qué al cabo de tanto tiempo.

-Oye, y esa chiquilla, la del avión, ¿también era de carne y hueso?

-Claro. Era la pasajera que iba al lado de Antonio, y todo lo que te he contado que hablaron entre ellos fue así. Verlos tan diferentes y tan enredados en sus conversaciones me llamó la atención casi tanto como el misterioso paquete.

Zein harrigarria den bizitza! (¡Qué extraña es la vida!)

Después de esta sentencia en su endiablada lengua, se quedó mirando hacia lo alto, hacia lo oscuro de la noche, y me dijo.

-Tiene que haber algún sitio donde todo esto de aquí abajo se junte y tenga sentido.

Se fue hacia el puente y yo tomé mi camino de la Ribera. Pensé que también en alguna parte de allá arriba nuestros caminos se juntarían un día y serían uno solo, para que la vida, efectivamente, pudiera tener algún sentido.

 

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© Gregorio Corrales.

 

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