Dibujo de Jesús María Navas

 

 

V

 

Esa noche apenas pude dormir. Eran demasiadas sensaciones en las últimas horas: el cierre del periódico, el adiós a mi última oportunidad, la conversación telefónica con Raquel, los relatos del viejo.... Di mil vueltas en la cama, tuve pesadillas, me sorprendí soñando a grito pelado. Al fin, comprendí que estaba necesitándola urgentemente, que Raquel era imprescindible a mi lado en esos momentos. Sentía, o mejor, me dolía en el alma, dejar a Dimas. Incluso era probable que no volviera a verlo nunca más. Una vez en Madrid, no creo que Raquel me convenciese para regresar a Bilbao. Pero aún así, la necesidad de verla era insostenible, apremiante. Me tiré de la cama. Ya no había nada que pensar. Metí las cosas como pude en la maleta y bajé a recepción.

-¿Qué aviones tengo para Madrid?

-Muchos. No sabría decírselo. Tengo una guía con las horas, pero ya sabe, no son fiables

-Pídame un taxi, por favor, y hágame la cuenta.

Las manos del recepcionista, manchadas irregularmente de moreno, casi de cobre, y de un blanco lechoso, me producían una desagradable sensación. Al fin me vi en el taxi, y poco después en el aeropuerto. Me informaron que el primer avión lo tendría en diez minutos, pero la verdad es que la impaciencia tuvo tiempo de roerme, paseo arriba y abajo del vestíbulo, durante más de una hora.

-Bienvenidos a bordo. Les hablo en nombre del comandante de la nave. Vamos a efectuar el vuelo Iberia, cuatro, cinco, ocho, Bilbao-Madrid. Volaremos a una altitud de diez mil metros y a una velocidad de crucero de novecientos kilómetros hora. El tiempo de vuelo será de cuarenta minutos. Se prevé buen tiempo en ruta. Abróchense los cinturones y no fumen durante el despegue. El comandante y la tripulación les desean un feliz viaje.

Y el avión despegó porque así estaba previsto, dejando abajo el cemento de la pista, más tarde las cuadrículas verde y ocre de los campos, luego el algodón flotante de las nubes, hasta meterse en un azul impecable, infinito, angustiosamente mudo. Yo sabía que más allá de todo eso estaba ella esperándome, sabía que siempre, detrás de todo, estaba aguardando ella. Raquel existía por mí, sólo para mí, yo era la razón última de su vida. Me di cuenta de que estaba demasiado sensible y me puse a mirar otra vez fuera, por la minúscula ventanilla. Pero nada pude ver que me distrajera en el inagotable y silencioso azul que se extendía en todas las direcciones.

Los que siguieron fueron días inolvidables. Raquel estaba más hermosa que nunca, mucho más. El amor la embellecía. Como me conocía tan íntimamente y era capaz de intuir mis reacciones una por una, me confesó que desde el mismo momento de colgar el teléfono, el día anterior, estaba esperándome.

-Conozco tus impulsos. Eres como un chiquillo grandote- me decía, y se quedaba mirándome de una manera indefinible, mitad por cómo era yo, mitad por el misterioso poder que de penetrar en mi alma tenía.

Había regresado con la intención de plantearle que nunca más volvería a perder todo el tiempo en fantasías literarias, y que, si no me hacía un hueco a sus órdenes en el negocio de las decoraciones, saldría a buscar trabajo por ahí. No estaba dispuesto a seguir alimentando esa vanidad mía de triunfar como escritor. Me apresuré a aclararle que eso tampoco significaba guardar la pluma para siempre. Podría continuar escribiendo y esperando hasta el día mismo de mi defunción. Pero era urgente trabajar en algo que me sacudiese el complejo de parásito que se había adueñado de mi concien­cia en los últimos meses.

-¿Pero en qué? ¿Llevando rollos de papel a las casas y pegándolos en las paredes?

-No, mujer; puedo hacer algo más .....

-Es lo mismo- me interrumpía- ¡Cualquier trabajo estaría muy lejos del tuyo!

-¡Raquel, dejémonos de fantasías! Hasta la fecha, ni el perro del mayordomo del ayudante de la secretaria del último de los editores me ha mirado.

Raquel entonces se levantaba de donde estuviese, se acercaba despacio, con una indefinible expresión entre iluminada y herida, clavaba sus ojos en lo más profundo de mí, y después de un largo paréntesis me decía, poniéndome sobre el pecho un dedo profético.

-Triunfarás. No sé cuándo, pero sé que está por llegar el día en el que el mundo reconocerá lo que vales. Vuélvete y continúa ese libro de viajes que estás escribiendo.

¿Qué hacer ante una fe tan ilimitada? Me acordé de los consejos de Dimas. Él también pensaba que no debería abandonar la pelea hasta el fin, y que el amor y la fe que ella tenía en mí no debería traicionarlos jamás.

-Pues hágase vuestra voluntad y no la mía- concluí, recordando las palabras evangélicas

-¿La voluntad de quiénes? ¿Por qué hablas en plural?

La dejé intrigada, pensando en quién sería esa segunda persona que tenía la osadía de aconsejarme lo mismo que ella. Raquel jamás había sido celosa, Raquel no necesitaba un hombre para ella, lo necesitaba para entregarse a él. No estaba celosa, simplemente intrigada. Pero no quise revelarle el secreto de Dimas por no destripar el libro. Así sería más libre su juicio al leerlo. ¿Sería capaz de percibir, a través de las páginas escritas, la realidad de la existencia de Dimas, o pensaría que era una pura ficción mía?

Decía que fueron días maravillosos los que pasamos en aquel retorno mío. Raquel abandonó casi enteramente su negocio para pasear conmigo, a veces sin rumbo, a veces con la intención de ver cosas y visitar sitios que, en realidad, nada nos interesaban. Comíamos donde nos pillaba y volvíamos a casa a buena hora, porque ninguno de los dos éramos amigos de trasnochar. Antes del último beso, cada noche, ella siempre me repetía.

-Tienes que escribir, tienes que escribir mucho, sin cansancio. Ese día llegará.

Y así se quedaba dormida, con esa seguridad profética en mi futuro.

Lo primero que hice aquellos días fue acudir al periódico. Mayte me advirtió, con una mueca muy expresiva, frunciendo juntos la boca y la nariz, que no era el momento oportuno de ver al director. Pero según estaban las cosas, el momento oportuno no sería ya nunca, así es que empujé la puerta y me lo encontré en su sillón giratorio, los codos sobre la mesa, la frente sobre las manos abiertas, como a quien le duele la cabeza o como quien está abatido. Había graduado la persiana. El despacho estaba sumido en la penumbra. Todo era tristeza y desolación. Pensé que aquel hombre estaba mucho más afectado que yo por el rumbo de las cosas, y me sentí de pronto mal por ser tan egocéntrico. Al fin y al cabo, yo perdía muy poco porque nunca había llegado a ser nada en el periódico; pero él .....

-No te esperaba- me dijo, levantando la mirada, pero sin ninguna emoción- Siéntate, siéntate.

Me senté frente a él. Recogió las manos sobre la mesa y me dijo de forma distraída, quizás cansado de repetir lo mismo durante los últimos días.

-Siento que regreses en este momento. Claro que, si lo hubieras hecho más tarde, a lo mejor te habrías encontrado esto ya cerrado. Porque tengo que comunicarte algo nada agradable.

-Lo sé, lo sé; estoy informado.

-Pues, sinceramente, celebro que ya lo sepas. Así el golpe no te lo doy yo. ¿Has concluido el viaje? Me ha extrañado no recibir nada. Pensaba que irías mandando artículos a medida de que fueras escribiéndolos.

-La verdad es que el proyecto se ha convertido en algo más ambicioso. He conseguido una serie de relatos que pienso que merecen mejor un libro.

-Me quitas un peso de encima. Fui yo quien te embarcó en esa tarea para nada, como ves. Aunque los gastos, por supuesto, te los pagará el periódico.

Protesté tímidamente.

-No te empeñes. En la situación actual, como comprenderás, los números rojos poco van a variar por eso.

-¿Es muy inminente el cierre?

-Puede decirse que ya tenemos los pies en la calle. Es cuestión de días.

-Todos sabíamos que esto no iba bien, pero nadie quería hablar de ello.

-He hecho cuánto estaba en mi mano. Pero editar un periódico ha dejado de ser cosa de periodistas para convertirse en una estrategia de poder. El centro se ha desplazado de la mesa del redactor a la penumbra de los despachos, de las finanzas y de las intrigas políticas.

-De finanzas sé poco- le dije, con toda justicia, a la vista de cómo me iba en la vida- pero de lo otro sé mucho.

-Te saco bastantes años. Antes se escribía para decir cosas hermosas. Me refiero a la literatura, claro, no a la prensa.

-Ahora se escribe para decir cosas soeces, y si no las dices, no te comes una rosca.

Me quedé sorprendido por mi propio lenguaje, tan cercano a lo mismo que pretendía censurar. Además, estaba con el director.

-.... Quiero decir que no vendes ni un solo libro.

-Nuestras generaciones, las de posguerra, las que hemos alumbrado este mundo de hoy, somos una gente imbécil y reprimida. Hemos salido de un mundo oscurantista y no acabamos de adaptarnos a este ritmo democrático de hoy. Porque ahora es cuando se ha aprendido a vivir, ¡faltaría más!

Me lo dijo tan aparentemente serio, natural y rotundo que no supe si tenía que sonreír, por lo que a mí me parecía una tremenda ironía, o tenía que llevarle la corriente.

-.... La verdad es que ser honesto es una auténtica ordinariez- prosiguió, sin pestañear- Eso está bien para gente hortera y sin clase. El alma de las generaciones está precisamente en los marginados, en los que tienen el debido coraje para saltarse la moral adocenada de la mayoría: los delincuentes, las prostitutas y los homosexuales. Ahora lo que se estila es hacer honoris causa, por la universidad y con el beneplácito del monarca, a un tipo que no sabemos si es un gran banquero, pero sí sabemos que es un gran chorizo. Se estila condecorar por los servicios prestados a la sociedad a vedettes, folklóricas, actrices y demás personajes de la farándula, que en las horas libres pueden ejercer de prostitutas mayores del reino. ¡Ya era hora de acabar con los tabúes y los prejui­cios! Todo eso de respetar el nacimiento de los hijos no deseados, la pérdida de tiempo con el abuelete chocho, la fidelidad de la pareja..... ¿A dónde puede conducir semejante lastre?- preguntó con vehemencia, abriendo los brazos, lleno de santa indignación, como si estuviera en un escaño del Congreso defendiendo una moción auténticamente progresista.

Y como yo no le contestaba, optó por cerrar los brazos y proclamar con un estilo impropio en él.

-..... ¡A la mierda con todo eso! A la gente de bien hay que dejarla que se pudra despacito. Son una rémora.

Una vez que comprobé que al director era necesario que se le fuera al garete el periódico para que tirase de una secretísima y divertida vena irónica, no tuve más remedio que recordarle que ni él, ni sobre todo yo, éramos nadie.

-Cambiar el mundo queda una pizca lejos de nuestra mano- le advertí.

-De la mía. Tú eres más joven.

-No tengo ninguna influencia en ninguna parte, ni siquiera en los medios de comunicación, de verdad- le comenté, con una sonrisa indulgente por su despiste.

-Pero llegarás a triunfar. Yo sé dónde puede llegar cada uno de los que han trabajado conmigo.

Me resultaba sorprendente y hasta pintoresca esa fe tan unánime que a los demás les había dado por depositar en mí, de repente. Después de tantos años en el limbo, ahora resultaba que todo el mundo confiaba en mí.

-Pues hasta ahora no he dado una en el clavo- le comenté.

-Cuestión de modas, ya lo he dicho. Modas también en la pluma. Pero las modas las trae y las lleva el viento.

Tiró del cajón de la mesa y sacó una tarjeta.

-Tengo un buen amigo que se dedica a esa otra locura de editar libros, tan peligrosa como ésta de editar periódicos. Ignoro qué opinará de lo que escribes, pero si lo rechaza, piensa que se debe a que es hombre sensato y sabe que lo tuyo no está de moda, como decíamos; porque le conozco y sé que tiene que gustarle.

Escribió unas palabras de recomendación y me dio la tarjeta. Luego se quitó las gafas y se restregó los ojos con manos cansadas. Era la primera vez que yo veía al hombre tal y como realmente era, y una grata sorpresa me invadió. En ese rapidísimo instante que media entre dos frases de una conversación, me dio tiempo a comprobar que aquel hombre valía, como persona, bastante más que como director.

-Ahora que ya me voy- le dije con toda sinceridad- quiero que sepas que siempre has sido muy justo con todos. Te debo cuánto has hecho por mí. No sé qué otra cosa puedo decirte en estos momentos.

Me tendió la mano de forma tan preocupada y ausente que pensé si me habría oído siquiera. Lo dejé en su despacho, en su penumbra, en su sillón giratorio. Sin embargo, sólo con franquear la puerta, uno se encontraba con Mayte, y Mayte parecía la de siempre, como si su puesto fuera ajeno al naufragio general.

-¿Te ha atendido o estaba en otro mundo?

-A medio camino.

-Desde que sabemos que nos vamos a pique, a mí me parece que su mayor ilusión es ahogarse con el barco.

-Me ha dado una tarjeta para un amigo suyo editor. No me lo esperaba.

-Eduardo Guzmán- me dijo Mayte.

Saqué la tarjeta del bolsillo y comprobé que así era. En la mirada de Mayte había una extraña complicidad. La pausa se hizo tan larga que al fin exclamó, con un doble sentido que a mí me pareció entender.

-¡Cómo no voy a conocer a quien me ha metido aquí!

Mayte era una mujer descarada, sin complejos. Sonreía maliciosamente. Y como me pareció entenderla, no supe qué decir.

-Yo también puedo echarte una mano, hombre. Y a lo mejor la mía te ayuda más que la del director. A Eduardo lo veo todos los días.

Comenzaba a quedar claro por qué a Mayte no le inquietaba, ni poco ni mucho, la inminente catástrofe. Pero estaba tan desconcertado por ese descubrimiento que le pregunté una solemne tontería.

-¿Qué harás ahora, cuando cierren?

Se encogió de hombros y me dijo con toda naturalidad.

-Ya se encargará Eduardo de eso.

No pude evitar pensar que, si yo fuera Mayte, ya tendría todo publicado.

-¿Vas a ir a verle?- me preguntó.

-Todavía no. Primero quiero acabar el libro. Tengo otros, claro, pero prefiero llevarle el que estoy escribiendo.

-Bueno, puedo ir hablándole de ti. Así, cuando llegue el momento, todo será más fácil. Cuéntame de qué va ese libro. Le diré que estoy leyéndolo y que es fascinante.

La propuesta de engañarle no me gustó, aunque al tal Eduardo ni siquiera lo conocía. Pero comprendí que no podía cometer la locura de dejar pasar de largo una oportunidad así.

-Es un libro de relatos, ¿sabes? Pero van todos unidos por el personaje que los cuenta, que es Dimas, y por mí, que soy el narrador. En realidad es una novela con relatos.

Seguí contándole algunas cosas más. Y sobre todo, le hablé de Dimas, del maravilloso Dimas.

-La tarjetita esa que te ha dado el jefe no sé si te servirá para algo, pero ya verás como entre tú y yo lo conseguimos. Siempre me ha parecido que eres de lo mejor de la casa.

-La verdad es que no sé cómo daros las gracias a todos. Va a resultar que el hundimiento del barco se convierte en mi gran ocasión.

-A mí no tienes que darme las gracias, chico. Lo haré encantada.

La observé con detenimiento mientras ella movía papeles. Creo que andaría por los cuarenta y poseía todo el esplendor de las mujeres a esa edad, sin duda la más interesante. Era muy morena, de ojos oblicuos, casi orientales, y vestía y se cuidaba con todo lujo. Pero lo que más me atraía de ella era su cabello, brillante, anárquico, lleno de energía, como ella misma. Me acerqué, siguiendo un impulso, apoyé las manos en su mesa, me incliné y le dejé un agradecido beso en la frente. No estaba acostumbrado a que nadie se interesara por mí. Ella me miró gratamente sorprendida, sin duda igual de poco acostumbrada a que la gente le agradeciera las cosas así. Nos miramos, no nos dijimos nada más y me marché. Si me daba prisa, tendría tiempo de visitar, antes del mediodía, alguna de las editoriales en las que había dejado, meses atrás, la última novela.

Llegué a la primera sin ninguna ilusión, todo sea dicho. El despacho en nada se parecía al sombrío y bien amueblado del director del periódico. Era desordenado y pobre, y sobre todo estaba inundado de la luz que se precipitaba por el ventanal, de persianas descorridas.

-Pasa, pasa.

El asesor literario, o lo que fuera, ése que jamás ha escrito un libro, pero que sabe más que todos los escritores juntos, me recibió sin levantarse del asiento. Era joven, evidentemente maleducado, y vestía una americana de grandes cuadros marrones y verdes, con camisa azul fuerte. Con esa indumentaria no íbamos a entendernos de ninguna manera.

-Dejé hace un par de meses una novela- le dije, a modo de saludo.

Comenzó a remover fardos y fardos de pobres ilusiones de escritores, amontonados sobre la mesa en absoluto desorden, un desorden tan insultantemente desordenado que resultaba vejatorio. Y aunque parecía cosa poco probable, acabó dando con mi novela, con mi asustada novela, aplastada, olvidada, despreciada.

-¡Ah!, sí, la recuerdo. La leí de un tirón, y eso te honra. Sabes escribir. Es más, yo diría que escribes magistralmente. ¿Cuál es tu profesión?

Daba por supuesto que viviría de otra cosa, y acertaba, pero para mí era un insulto que alguien pusiera en duda mi única y auténtica profesión.

-Pues ésta, lógicamente.

Me miró de arriba a abajo, como no creyéndolo.

-Bien. La novela es muy interesante. Pero vayamos por partes.

Abrió la novela y leyó un breve párrafo, suficiente para tomar tierra y tener algo qué decirme. Luego hizo que la hojeaba para vestir la situación, como si estuviera recordándola. Y al fin me soltó la contestación que ya tenía preparada desde antes de entrar yo, desde siempre, esa contestación que se tiene preparada para autores que alientan la insospechada pretensión de publicar.

-En la forma eres perfecto- aseguró, como si la hubiera leído entera- Tu estilo es ameno, suelto, como lo es un coloquio entre personas reales. Porque sabes que el primer vicio de todo el que se sienta ante una máquina de escribir es creerse obligado a hacer literatura, ¿me comprendes?.... las frases bonitas, redondas..... los adjetivos aquí y allá, sonoros, abundantes..... las palabras rebuscadas..... En suma, el vicio de construir una especie de fuego de artificio que nada tiene que ver con la vida misma. ¿Estás de acuerdo?

-Sí, sí, por supuesto. Por eso yo.....

-Por el contrario- me interrumpió, porque lo que yo pudiera decirle no le interesaba- en tu obra todo es natural. Emana frescura, espontaneidad.

Se tiró de los puños de la camisa. Yo aproveché la coyuntura para intentar decir algo.

-Esa espontaneidad es mi primera preocupación. Por eso yo.....

Pero ni hablar. Este jovencito de la chaqueta a cuadros marrones y verdes no tenía absolutamente nada que escucharme.

-En cuanto al tema- volvió a interrumpirme- no te niego que es interesante, muy interesante.....

¿Qué tema? No tenía ni idea de qué trataba la novela, no la había leído, pero en su contestación estándar entraba hablar así, de generalidades, con lo cual jamás podría equivocarse. Yo aproveché para meter a toda prisa cuatro palabras, las justas.

-Entonces, todo está bien.

-Todo está bien, todo está bien- repitió enseguida, antes de que yo tuviera la osadía de decir más- Pero....

Habíamos llegado al inevitable punto del "pero". Era, por supuesto, el punto clave de toda entrevista en una editorial.

-.... Pero lamento que tanta calidad no se halle en la línea que es propia de esta casa. Hay cientos de editoriales y cada una tiene su sello particular. Aquí hemos optado por la literatura de tipo experimental, y es obvio que lo tuyo no encaja para nada en este tipo- aseguró otra vez, a la vista del párrafo leído- Te aconsejo que busques una casa que esté en la línea clásica.

Era tan despreciable la situación que opté por dejarle solo frente a ella; quiero decir que me quedé como estaba, sin pestañear, frente a él, mirándolo fijamente y sin decir palabra. Acabó por ponerse nervioso.

-Ya me entiendes, ¿no? Lo nuestro es la literatura experimental, agresiva, informal, sin rigor. No es que queramos dárnosla de ser los niños listos, es que la narrativa está en evolución y el mercado hoy demanda otro tipo de escritura. Nosotros pretendemos ser avanzados en este aspecto.

Recordé que ni una sola de las personas a quienes se pregunta en las encuestas confiesa que le seduzca nada de nada ese tipo de libros. Ni demanda ni niño muerto. Las modas las imponen ellos, los editores. Pero seguí callado, impávido, fijo en él.

-Bien. Si no tienes nada que decirme, te doy mi sincera enhorabuena por tu libro y ya sabes, te sugiero que visites otra editorial más adecuada.

¡Claro que tenía que decirle! Estuve a punto de soltarle un montón de cosas que nos hubiera enzarzado en una agria discusión. Me callé.

Se levantó del asiento, lo que no había hecho cuando entré, ahora evidentemente confuso, y me tendió la mano. Después de unos eternos segundos yo también me incorporé, recogí mi asustada y maltratada novela y salí del despacho con la mayor naturalidad. No estaba enfadado, ni le guardaba rencor, puedo jurarlo. Sencillamen­te es que no me apetecía estrecharle la mano. Y no se la estreché.

Fuera esperaba otro autor que había llegado casi a la vez que yo. Era un señor muy atildadito, muy convencional, muchísimo más que yo, con su corbatita y todo. Me detuve un segundo ante él y le dije, señalando con el pulgar al despacho que acababa de dejar.

-Viste chaqueta a cuadros marrones y verdes y camisa azul rabioso. Según vas vestido tú, no tienes ni la más remota posibilidad. Aquí son experimentales.

Y desde aquel despacho, al siguiente, porque, puestos a locuras, mejor todas en la mañana. Me hicieron esperar solamente lo justo para anunciarme.

-Don Ataúlfo le espera. Pase usted- me invitaron enseguida.

"¡Vaya! Éste es visigodo", pensé.

Y pasé.

Este despacho se parecía más al de mi director. Predominaban los tonos oscuros y las líneas severas, como correspondía a un don Ataúlfo. Contra lo esperado, era más bien un rey visigodo venido a menos: delgadito, bajito, poca cosa, en cuya precaria anatomía lo más sobresaliente era la boca, desproporcionada con el dueño, de labios abultados y dientes amarillos y cuadrados como piezas de dominó. En fin, un avechucho. Pero le gustaba guardar las formas. Se levantó para recibirme y me habló de usted. Estaba perfectamente educado, lo cual ya era una satisfacción.

-He leído su novela. Utiliza usted un lenguaje medido y muy directo que confieso que me ha captado. No soy partidario de este tipo de prosa, tan llana y tan simple. Usa usted unas frases excesivamente coloquiales, y para oír hablar como en la calle, se va uno a la calle, no hace falta un libro. Sin embargo, su prosa tiene un encanto innegable. Quizás se deba al tono idealista, ¿me comprende?

Comprendido. Yo aguantaba el chaparrón y me preguntaba cuándo llegaría el "pero". Estaba claro que no había ido allí para escuchar una lección magistral, y menos aún si el objeto de la lección era mi propia literatura. Pero ¿y si en cualquier entrevista se producía el milagrito de que no hubiese "pero"?

Tiró de uno de los cajones del lado derecho del escritorio y sacó la novela a la primera. Al menos no la había tratado con el desprecio que lo hizo el otro, el de la distinguida chaqueta a cuadros verdes y marrones. ¡Vaya! Respiré con alivio. Una obra escrita es como un niño nuestro, pequeñito y querido, y se agradece en el alma cualquier consideración con él.

-....Y para que vea que no le engaño, aquí está, a mi derecha. Los originales que merecen la pena, a la derecha, y las bazofias -dijo, tirando del cajón del otro lado- a la izquierda.

"Venid, benditos de mi Padre, a mi derecha....."

-..... La suya, como ve, está donde los justos, y yo no sabía que iba a venir usted hoy.

La hojeó sin prisas. La hojeó de verdad, haciendo memoria.

-...... También la construcción es perfecta. Va planteando el tema en distintos capítulos independientes entre sí, de manera que pudiera empezarse por cualquiera de ellos el libro e ir leyendo para atrás. Hasta la mitad, su novela no adopta una línea seguida de actuación que haya que seguir por ese mismo orden.

Confieso que aquí me sorprendió. No solamente se la había leído, es que la había diseccionado.

"¿Cuando llegará el pero? ¿O es que hoy será el día ansiado del milagrito?"

-..... Y cuando entra en ese orden de relato, la atención se mantiene hasta el final. Está construida con lógica y con interés. Todo en su novela es positivo. Pero.....

"¡La jodimos!"

-..... Pero lamento el tema que ha elegido. Se trata de una cuestión polémica y descalificada de antemano, que no se halla, por supuesto, en la línea de esta editorial.

-Pues no lo entiendo. Si además de estar bien escrita es polémica, miel sobre hojuelas.

-Esta casa tiene su manera, su ideario, digamos, para que me entienda.

-Sí, sí, lo sé- le interrumpí para que no se me fuera ahora por la filosofía de la editorial, en otro insigne rollo.

-Pues bien, esta casa procura huir de lo heterodoxo, de lo sensacional. Digamos que la moraleja del libro es demasiado..... ¿cómo diría yo?... demasiado aperturista. Son ideas demasiado avanzadas que no entro a juzgar, pero que sin duda nuestros lectores no esperarían encontrar en un libro nuestro.

-No lo comprendo, sinceramente. Para mí, el tema es el primer valor de esta novela. Y creo haberlo tratado con objetividad.

-No, no es ninguna censura lo que he intentado exponerle- se apresuró, levantando las manos, como si le hubiera apuntado con un revólver- La novela es perfecta, perfecta. Otra cuestión es que no sea la adecuada para esta editorial. ¿Me comprende?

-Le comprendo.

-Le sugiero que se dirija a quien esté en esa línea.

-¿Pero es que hay más “líneas”?- le pregunté, con todo el candor de que fui capaz- Las he recorrido todas.

-¡Claro que sí, por Dios! Somos muchos los editores, cientos. Insista y verá como se lo publican, porque la novela realmente merece la pena.

Ganamos los cuatro pasos que nos separaban de la puerta.

-Lo siento, créame. Me hubiera complacido ser su editor.

-Lo siento, créame. Me hubiera complacido ser su escritor- le contesté, parodiando, pero con toda seriedad.

Bueno, ya estaba, ya era bastante por ese día. La tercera estación nada tenía que ver con las dos anteriores de mi particular vía crucis. Iba a pasarme, de un salto, de los misterios dolorosos a los gozosos. Golpeé ligeramente con los nudillos y me abrió Raquel. Estuve en un tris de saludarla con un "Ave María Purísima".

-Hola, amor. ¿Es que has perdido la llave?- me preguntó.

-Ha sido por inercia, perdona. Es que me he pasado la vida llamando a las puertas y ya no hay quien me pare.

-No se te ha dado bien- dedujo.

Pasamos al cuarto de estar. Raquel estaba en bata, a medio arreglar. Me puso en la boca un cigarrillo de los que había en la tabaquera.

-Anda, fuma y cuéntame lo que sea mientras acabo. Dejo las puertas abiertas.

Y se fue del cuarto.

Encendí el cigarrillo y me fui hasta la ventana sin pensarlo. El día se había puesto gris. Yo lo veía gris.

-¿Por qué no hablas?- me preguntó, desde el lavabo.

-Perdona. Se me había olvidado.

-¿Qué has hecho?

-He ido a dos de las editoriales en que dejé la última novela.

Raquel vino en cuanto oyó esto. Apareció en la puerta.

-¿Por qué no me lo has dicho ya?

-Porque todo sigue igual. Descuida, que el día en que te salgas con la tuya serás la primerita en saberlo.

-¿Qué te han dicho?

-Lo de siempre.

-¿En las dos?

-En las dos. En cien que vaya.

-No lo entiendo, no lo entiendo- protestó, acercándose- Sé que esta suerte tuya tiene que cambiar.

-Son como un disco rayado. Parece como si todos hubieran aprendido en un mismo libro, una especie de Manual de Editoriales titulado “Cómo despachar a un autor”. Todos con la misma cantinela: “Escribe usted muy bien, la novela es impecable, pero.....”

Ella me miraba a los ojos, anhelante y disgustada.

-Pero.... ¿qué?- me apremió.

-Pues eso, "pero". El pero es una cosa grande, enorme, como un saco inmisericorde donde amontonar autores cuyo nombre no suena. ¿Cómo romper ese maleficio? ¡Ah! Ése es un misterio que nada tiene que ver con la calidad. Cela es Cela, ¿me comprendes?, un solemne creído.... Y Umbral es Umbral, un solemne cretino..... Escriben bien, pero esa no es la razón del culto colectivo. La sociedad no sube a los altares a los mejores, glorifica a los más fantoches, a los que más venden haciendo el payaso.

-Ten fe- me dijo, siguiendo mis pasos por la habitación.

-Antes estuve con el director. Me dijo que los periódicos hoy ya no son periódicos, son empresas. Me habló del marketing, de la política y de todas esas cosas.

-No lo pienses. Cualquier día dará la vuelta.

-¿Quién?

-Tu bola de cristal.

Ella tardaba sólo unos segundos en asimilar las malas noticias. Enseguida reaparecía la mujer animosa.

-También a ti te subirán a los altares algún día. Sólo espero que ese día no te vuelvas un fantoche ni un cretino.

Ignoro si ella tendría el poder de dar vuelta a las bolas de cristal, pero desde luego poseía el encanto de dar vuelta a casi todo, incluido a mí mismo

-Eres una mujer demonio- le dije, saliendo de mis penurias.

-Soy una mujer que te quiere.

Me cogió las manos.

-¿No te has dado cuenta de que tu marido es un inútil?

-Mi marido domina el castellano como el mejor de los catalanes.

No podía entenderla.

-¿No es acaso catalán el que mejor escribe en castellano, Gironella?

No tuvimos más remedio que reír juntos por la ocurrencia. Raquel estaba junto a mí, en el sofá. La bata se había descorrido levemente entre sus piernas, dejando al descubierto su piel blanca, suave, increíblemente tersa. Las piernas de Raquel eran como dos alabastros hechos de humanidad. La miré a los ojos de una manera distinta. Las editoriales y el periódico, de pronto, se los había llevado el diablo. Ella dejó quietas sus pupilas, llenándose de mi mirada, dispuesta siempre a dejarse llenar de mí. La estreché..... la estreché entre mis brazos.....

 

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© Gregorio Corrales.

 

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