Dibujo de Jesús María Navas

 

III

 

El día siguiente amaneció lleno de luz, cosa rara, porque llevábamos una racha inaguantable de oscuridades y tristezas. Me levanté y me fui apresuradamente a la ventana, dispuesto a apurar la buenanueva. Ni siquiera allá, en el horizonte, junto a la raya de las montañas que rodean Bilbao, había ni un cachito de nube. En ese festejo de transparencias, todas las cosas: los coches, los árboles, los balcones.... todas las cosas parecían sonreír. Se podían escuchar los pitorreos de los pájaros en bandadas. Todo estaba rabiosamente vivo. Y yo también. Dimas tenía la habilidad de ponerme el alma de punta con sus historias y sus ideas, incluso sólo con su presencia.

Me senté ante la portátil y metí un folio. Pero a medida que iba transcribiendo la historia del refugio, una inevitable rebeldía contra las ideas de Dimas se fue apoderando de mí. De acuerdo, somos unos ignorantes, nunca sabemos lo que nos espera, pero no tuve más remedio que preguntarme, haciendo uso de otra filosofía menos derrotista: "¿Por qué no pelear, aunque nos equivoquemos? ¿Por qué no intentar siempre ser los dueños de la situación, incluso a pesar de que eso pueda llevarnos a la muerte, como le llevó a David, el de la historia de ayer?"

Volví al teclado de la máquina y continué la historia, pero casi enfadado. Ahora se me ocurrían todos los argumentos que por las noches no encontraba para rebatir al viejo sus personalísimas ideas. Estaba deseando que cayese el día para ir a la calle Iturribide y decirle a mi amigo, sin más, que no estaba de acuerdo y que la vida no era exactamente como él la pensaba.

Y cayó el día, claro. Cogí la gabardina y me fui a la callecita aquella. Me asomé al Goitik‑Bera, que además de ser la primera de las tascas, era algo así como la casa matriz donde solía recalar él. Pero no estaba. Unos pasos más arriba, el Baicacoa. En éste, el balcón avanzaba tan encima de la puerta y en tal estado de ruina que tuve que hacer un esfuerzo de autocontrol para pasar por debajo. Toda la calle era ruinosa y vieja, pero esta fachada del Baicacoa se hallaba en estado terminal. Tenía un color indefinido, entre rojizo y negro humo, que se abría paso, a retazos, por entre los costurones de ladrillo y cal de los desconchones. Tampoco allí estaba Dimas. Enfrente, el Etori‑Bi. Cuando hube abierto sin éxito todas las puertas de Iturribide, volví a recalar en el Goitik‑Bera.

Pedí la botella y los dos vasos y me senté a esperarlo. El reloj, aquel inusitado reloj de péndulo colgado junto a la ventana, corría los minutos con pereza desesperante. El día, que había amanecido tan risueño y soleado, parecía torcerse al final con la ausencia de mi amigo. Cuando quise darme cuenta, estaba embarcado en un sin fin de pensamientos nada agradables. Quizás el viejo, del que nada sabía, no volviera más. Me levanté con decisión y me fui al mostrador, a preguntarle al tabernero por Dimas, dónde vivía, quién era.

‑¡Ah!, no lo sé‑ me contestó, mientras fregoteaba vasos‑ no lo sabemos. Aquí viene casi todas las noches desde hace un año o más, se sienta, pide sus chiquitos, se los bebe y se marcha.

‑¿Pero no sabe dónde vive?

El tabernero se encogió de hombros.

‑Es pasando el puente de San Antón‑ insistí‑ ¿Nadie puede decirme dónde?

‑Pues no. Estamos en Bilbao, oiga. ¿Qué quiere, que nos conozcamos todos?

‑Suponía que podría saberlo por otros parroquianos.

‑No habla con nadie. Eso de que ahora se tome la botella a medias con usted es un milagro.

Volví a la mesa tan perplejo como descorazonado. ¿Por qué tanta naturalidad conmigo desde el primer instante, si no hablaba con nadie? Bueno, la verdad era que, conociendo la profundidad de Dimas, la gente de allí poco podía interesarle. Quizás a eso se debiese su fama de solitario.

‑Hola.

Levanté la mirada y resultó que lo tenía frente a mí. Debí poner un gesto tal de satisfacción que al viejo se le escapó una sonrisilla de complacencia, mientras se sentaba.

‑¡Vaya! Pensaba que a lo mejor no volvería a verte.

‑¿Por qué?

‑No lo sé. Porque no llegabas.

‑No te preocupes, no tengo nada que hacer a estas horas. Bueno, ni a ninguna. Y la verdad es que me gusta este rato de charla con un vaso de vino delante.

‑De acuerdo. Pero como no sé ni dónde vives.....

‑Si es que estás pensando que a lo mejor me muero y no te enteras, descuida, que aún no estoy para estirar la pata.

‑Eres un hombre misterioso. Resulta que nadie sabe ni una palabra de ti.

‑Has estado investigándome‑ me reprochó.

‑¡Hombre! ¡Tanto como investigarte..... ! Me gustaría saber al menos dónde vives, para un caso de éstos.

‑Un caso.... ¿de qué?

‑De que un día no aparezcas.

Sacó tabaco, me dio un cigarrillo, encendió él otro y al fin me dijo, dejándolo al borde de la mesa en cuanto hubo dado la primera chupada.

‑Mira, no me lo tomes a mal, pero me gusta vivir así, al margen de todo el mundo. Si diera mi domicilio sería como si diera parte de mí mismo, ¿me comprendes?- y se contestó él solo, como hacía tantas otras veces- No, creo que no me comprendes.

‑Sí, claro que te comprendo, que te gusta ser independiente, que eres un solitario,.

‑No es que no quiera tratar con la gente. Es cierto que a la mayoría la detesto, lo reconozco. ¡Casta de animales vacíos! Pero también me gusta hablar cuando encuentro alguien como tú.

‑¡Hablar conmigo! ¡Pero si aquí yo no pongo nada más que los oídos! El único que tiene un montón de cosas que contar eres tú. Te he dicho alguna vez que me desbordas.

‑Sabes escuchar, desde luego. ¡Y qué remedio, con este viejo pesado!

‑Amigo Dimas, te pregunté por tu casa. No sé si te das cuenta de que estás escabulléndote otra vez.

‑Me doy cuenta. Pero ya sabes la contestación. Me gusta tener mi vida para mí solo, y cada día más, porque cada día soy más viejo y más raro. Atraería tu compasión, ¿no lo comprendes? Mis miserias de anciano las quiero nada más para mí. Pienso que el día en que ya no pueda con estos huesos me moriré hablando sólo con Aquél, sin incordiar a nadie- dijo, apuntando con el índice hacia arriba.

‑Dimas, estás metiéndome el corazón en un puño. No sé cómo morirás, porque yo no estaré aquí, por desgracia. Pero si estuviera, ten por seguro que tendrías un amigo en ese momento, aunque no quisieras.

Él nada dijo. Nada más puso sobre mi brazo su mano callosa, reseca, casi retorcida, y una chispa de ternura le brilló en los ojos. Levanté mi vaso en el aire. Dimas alzó el suyo y lo chocó muy despacio, suavemente, sin duda conmovido.

‑Total ¿para qué tantas prisas en verme?, ¿para decirme cuatro ternezas?- protestó, cariñosamente.

‑Para decirte que anoche te equivocaste. Estaba deseando volver a verte para decirte que no estoy de acuerdo con nada de lo que me contaste.

Se lo dije de una forma tan rotunda que abrió los ojos, lleno de estupor.

‑¿Y por qué no me lo dijiste anoche?

‑Porque soy hombre lento. Tengo que digerir las ideas, rumiarlas y hasta dormirlas, como las buenas borracheras. Y hasta que despierto y las remuevo bien, no les encuentro las claves.

‑Pues comienza‑ me dijo, invitándome con un movimiento impaciente de manos.

‑Oyéndote anoche parecía que, por si nos equivocamos, lo mejor es no moverse. De momento, llegaste a convencerme. ¡Claro que somos animales ciegos! Pero si pretendes con eso demostrarme que es más sabio pasar de todo, te equivocas. Eres nihilista, eres derrotista. Tu filosofía puede a tu voluntad, porque tu cabeza le saca varios cuerpos a tu corazón.

‑No, no‑ se apresuró Dimas‑, no me has entendido. David hizo lo normal. Probablemente yo, en su caso, habría hecho lo mismo; y creo recordar que así te lo dije. No intento parar el mundo. ¡Dios me libre! El mundo es eso, movimiento, hacer cosas, y así seguirá siendo. Solamente pasa que no lo miro desde dentro, lo miro desde la orilla, a cierta distancia, y nunca acabo de comprenderlo. Lo veo moviéndose porque así debe ser, pero moviéndose tontamente.

‑Dimas, que me lías. ¿Apruebas o no apruebas la actuación de David?

‑No sé si la apruebo, pero desde luego la comprendo, si eso te reconforta. Primero buscó un refugio, y luego resultó que se sentía preso en él. El hombre es así, es inconformista. Lo que quería transmitirte anoche es que, si confiáramos un poco más en el destino y en los acontecimientos y no tanto en nosotros mismos, si fuéramos menos soberbios, no meteríamos tanto la pata. Lo malo no es que seamos un atajo de ignorantes, lo malo es que somos un atajo de ignorantes-pedantes. Pensamos que somos capaces de cambiar el universo, pero el universo nos desborda.

‑Ahí justamente está la cuestión. Yo creo en la voluntad de intervenir en el mundo y cambiarlo, aunque sea equivocadamente. Con acierto o sin él, el hombre es superior y es capaz de cambiarlo

‑No hablarás en serio, ¿verdad?

Vi en él la misma expresión que si yo hubiera soltado una blasfemia gordísima.

‑Pues naturalmente que hablo en serio.

‑Lo digo por eso de ser nada menos que "superior" al mundo.

‑Eso he dicho.

Se quedó mirándome tan fijamente que consiguió que me sintiera confuso.

‑¿Y qué pasa cuando al mundo le da por soplar y caer agua hasta anegar medio continente, o le da por escupir a una montañita de esas que tienen en todo lo alto un agujerito? ¿Por qué no vamos los omnipotentes hombres con una tapadera, para que no siga saliendo eso tan calentito y que tanto nos molesta?

Me obligó a sonreír. A menudo resultaba cómico por lo gráfico y ocurrente que era.

‑Estoy seguro de que al hombre no hay nada más que darle años, tiempo, y acabará consiguiendo eso de la tapadera que ahora te parece tan descabellado.

‑No seas ingenuo. La naturaleza se deja manosear, cortejar, pero al final siempre acaba por imponer su ley. Somos poco más que los enanitos de Blancanieves, siempre jugando a mayores.

Bailoteaba el vaso entre las manos mientras hablaba, y en cada pausa daba un insignificante sorbo.

‑.... Recuerdo cuando, de chico, me hablaba el maestro de las maravillas que ha hecho el hombre, de las grandes obras, del arte, de los grandes mitos. En mi imaginación de muchachuelo crecían y crecían las catedrales, disparándose hacia arriba, hacia el cielo, empujadas por las vehementes palabras del maestro. Más tarde, cuando vi la primera, comprobé que sí, que las catedrales eran verdaderamente meritorias. ¡Cuánto sudor y cuánto esfuerzo, Dios mío!

Sin duda que no había acabado de decir todo lo que quería decir. En mis coloquios con Dimas ya había aprendido cuando debía esperar antes de contestarle.

-..... El problema surgió luego. Años después tuve ocasión de ver Nerja. Las comparaciones son odiosas, efectivamente. Ante aquel fasto de la naturaleza, no pude evitar recordar las catedrales con una sonrisa indulgente, con la misma que recordamos los juegos infantiles. Nerja se hizo sola, sin arquitectos, sin planos, sin plomadas ni escuadras, y para más escarnio, aguantando encima el peso de una montaña sin venirse abajo- y añadió con ironía- Pero, claro, no hay en sus bóvedas el sudor del hombre, el sudor del ombligo del mundo.

Ahora sí, ahora había acabado de decir todo lo que quería decir. Sin embargo, eso tampoco era toda la verdad, era la verdad de Dimas, quizás la más irrefutable, pero no la verdad completa.

‑Hace ya mucho que el hombre ha superado esa miseria de pensar que ha de limitarse a copiar lo que ve. El hombre no tiene que imitar necesariamente, el hombre se expresa y crea, crea cosas que nada tienen que ver con lo natural. Esa concepción del arte hace mucho que caducó.

El viejo se encogió de hombros.

‑Bien. Aunque así se mire, aunque admitamos que el hombre es capaz de inventar formas, lo cierto es que, comparadas con las naturales, resultan irremediablemente ridículas. La realidad es infinitamente más expresiva que la palabra o que el pincel. Solamente hay una forma de expresión en la que el hombre es superior a la naturaleza, solamente una.

Quizás esperaba que le preguntase cuál, quizás lo que pretendía Dimas, con estas pausas, era que yo aprendiera a pensar sobre las cosas. Lo cierto es que era aficionado a intercalar estos suspenses.

‑..... Se trata de una forma de expresión que en la naturaleza no existe, que no es copia de nada, que es puro patrimonio del hombre. Tú puedes oír algo sugerente, como el murmullo del agua o el murmullo de los pájaros en el silencio del parque. Puedes oír algo impresionante y sobrecogedor, como el zumbar del viento y el estallido de las tormentas. En la naturaleza existen sonidos fantásticos, pero no existe la música. Es lo único que el hombre ha parido realmente y en lo cual no tiene nada que imitar. Porque los artistas y los escritores fabuláis sobre lo que conocéis, sobre el mundo que os rodea. Solamente el músico expresa su mundo íntimo, el de su espíritu, lo que es genuino de él y sólo de él. La música es la quintaesencia del hombre‑ me dijo, con una emoción que trascendió hasta mí.

‑Quizás tengas toda la razón. Pero hablas tanto que te has ido del tema.

‑No lo creas. Lo recuerdo muy bien. La cosa empezó porque yo dije que el hombre es un pobrecito que no sabe a dónde camina. Dije que aquel oscuro día David se equivocó. Tú mantienes que, a pesar de los errores, hay que hacer cosas para intentar vencer al destino. Estoy contigo, ya ves. Sería absurdo cruzarse de brazos. Pero eso no impide que resulte cómico ver cómo nos colamos una y otra vez. Cuando menos lo pensamos, cualquier fruslería basta para echar por tierra todas las fantasías de nuestra voluntad.

El viejo se interrumpió, bebió más largo que de costumbre, encendió un cigarro y me dijo, después de tenerme tan interminable paréntesis esperando.

-¿Todavía no te he contado la historia del Zuli?

Hice un gesto de ignorancia y me dispuse a escuchar, como siempre.

‑Pues la verdad es que el Zuli no es el personaje principal de la historia, pero es al que más recuerdo, porque el Zuli era un tipo de raza. Hay personajes que son clave, y aunque pasen de lado por el argumento, acaban ocupando el centro de los recuerdos. La cosa es que yo también estuve en prisión. Me mandaron a un penal de Astorga donde se roía uno los codos de hambre y de frío, y donde los tíos estábamos arracimados como abejas en panal..... ¡qué digo, qué digo!.... como chinches en costura‑ se rectificó a sí mismo sobre la marcha, porque lo de las abejas le pareció un símil demasiado dulce para las miserias del penal de Astorga.

‑¿Pero qué demonios hacías tú en un presidio?

La verdad era que yo a Dimas no lo conocía realmente de nada. Podía haber estado en un penal, haber sido un estafador, un truhán y hasta un forajido. ¿Qué sabía yo de él? Nada. Pero teniéndolo así, delante, tan sublime, tan distraído, costaba un montón figurárselo detrás de unos barrotes.

‑¿Qué hacía? Lo que todos, aguantar. Allí nadie estaba por gusto.

‑La verdad es que te he preguntado una tontería. Perdona.

‑No, no te cortes. Estás pensando que por qué me habrían metido en el talego. Pero esa es una cuestión dolorosa en la que no quiero hurgar.

Tuve el deseo de seguir disculpándome por mi indiscreción, pero fui incapaz.

‑..... Entonces las cárceles no eran como las de ahora, que son como balnearios. Estaban en la ruina, sucias, malolientes, hacinadas de hombres y cada hombre hacinado de inquilinos. Pero por lo mismo de que estábamos dejados de la mano de Dios, también la seguridad andaba por los suelos. No era como ahora, que te espían por un circuito de televisión y, si pasa algo, caen de improviso veinte puertas y saltan mil alarmas. Entonces todo era deliciosamente casero, y los medios para escabullirse también, faltaría más. Ya sabes: se hacían túneles, se fugaban vestidos de sanita­rios..... Escucha, escucha y verás como los acontecimientos siempre nos superan. Tú vas por un camino y la vida marcha por otro.

 

 

LA EVASIÓN

 

Era de noche y estaba encendida la humilde bombilla que pendía del techo. Hasta ellos llegaba el murmullo de mil conversaciones, el golpear de rejas que se abrían y cerraban a lo largo de la galería, risotadas sin tregua, voces destempladas y blasfemas. Y el olor, el olor concentra­do a humedad y a tío.

El Zuli, tirado sobre la litera baja, los hombros apoyados en la pared, rasgueaba la guitarra y canturreaba bajito, como para matar el rato y sin ánimo de que nadie le escuchase. Era un tipo agitanado que, con sólo clavar la mirada, parecía reírse de quien tuviera delante. Su pelo negrísimo, encrespado, y el color aceitunado de la piel lo denunciaban.

Más arriba, en la otra litera, royendo sonoramente un cantero de pan, estaba Ángel, con sus gafas impresionantes, de vidrios tan gruesos como los de un vaso. Y ante el lavabo, de espaldas a los otros dos, zarandeándose todo él al compás del movimiento que daba al cepillo de dientes, estaba Rogelio, con su cuerpecito desmedrado y atildadito.

Así estaban cuando apareció la vigilancia acompañando a un hombre joven que dejaron con ellos. Cerraron y desaparecieron por el corredor. El nuevo inquilino se quedó agarrado a los barrotes de la parte alta de la puerta, mirando hacia fuera, como si hasta ese momento no hubiera llegado a darse cuenta exacta de lo que acababa de perder.

‑No te lo pienses tanto, chavó- le dijo el Zuli.

El recién llegado tenía un aspecto muy distinto al de los compañeros de celda. Era joven también, pero cuadraría mejor en el claustro de una universidad que en la sombría celda de una prisión.

‑Aquí no nos comemos a nadie‑ añadió el Zuli, pero rectificó enseguida, señalando a Ángel- Bueno, con el permiso de éste, porque cuando éste tiene gusa, es capaz de comerse a un tío vestido.

‑Mi nombre es Juan- dijo el nuevo, acercándose.

‑El menda, Zacarías. Pero olvídalo, porque todos me conocen por Zuli.

Apenas habían hecho las presentaciones, cuando aparecieron de nuevo los vigilantes y se llevaron otra vez a Juan. Y en cuanto los pasos se perdieron por el corredor, los tres se reunieron inmediatamente.

‑Éste ha venido a joder todo.

‑¿Y qué hacemos?

‑Pues nada, chaveas. Al que le toque se pira, y este novato cerrará la cremallera‑ aseguró el Zuli, recorriendo los labios con un movimiento de dedos, como si realmente su boca fuera una cremallera.

-Lo mismo ya no vuelve. ¿Y si se lo llevasen a otra celda?

‑No hay más cama en toda la galería que esa‑ dijo el Zuli, señalando a la de arriba de una de las literas - Y hay que prevenirle, porque está suelta, no vaya a ser que se suba y se nos escoñe.

Y otra vez los vigilantes. Y otra vez la llave...... ¡clac!..... ¡clac! Y otra vez el nuevo que entra y los vigilantes que se van, rebotando sus pisadas en la bóveda de la galería.

‑¿Ya te han hecho el harakiri?

‑Se les había olvidado no sé qué papel. ¿Cuál es mi cama?

‑Tranquilo, muchacho. Aquí no hay prisas nunca para nada‑ le dijo el Zuli.

‑¿Queda mucho todavía de luz?

‑Casi nada, un momento. Pero es que primero tenemos que echar una parrafada.

Juan se le quedó mirando. Juan era un finolis, pero era como un gallo de pelea.

‑No, amigo; a mí reglamentos no. Si tenéis vuestro código, me parece genial. Pero yo voy por libre, ¿sabes? Yo hago mi vida.

‑¿Pero de qué coños me habla este lila?‑ preguntó Zuli a los compañeros‑ ¡Qué código ni qué leches! Yo tengo que hablarte de..... de lo que tengo que hablarte. Tú siéntate ahí y cierra la muí.

No tuvo más remedio que sentarse. El Zuli también se sentó a su lado, muy junto, y le fue diciendo en tono confidencial.

‑Me da por el bul, pero no tengo más remedio. Te juro que me cabrea tener que contártelo- y de pronto le advirtió, por si acaso- Pero aquí somos más de quinientos, ¿eh? Como te vayas del mirlo......

Le contó que justamente esa noche, en cuanto pasase la vigilancia, tenían preparada la estampida. Pero para hacerlo bien, para que no se enterasen hasta el recuento de diana y diese tiempo a evaporarse con todas las de la ley, sólo se iría uno de cada celda. No podía dejarse vacía nada más que la litera de arriba, la que apenas se veía desde la galería, de manera que los turnos de vigilancia durante la noche no pudieran advertir nada. Todos a la vez lo notarían enseguida y no podrían escapar muy lejos.

‑¿Y quién es aquí el guapo que decide quién va a tomar las de villadiego?

‑Éste‑ dijo el Zuli, sacando un dado y agitándolo en la mano.

‑¿A los dados?

‑A los dados.

‑Jamás he perdido una partida.

El Zuli entornó los párpados y le dijo, luego de un rato.

‑Pero es que tú precisamente no entras, guaperas. Esta partida es nada más cosa de los que ya estábamos aquí.

Juan recorrió con la mirada a los tres, como para asegurarse de que no tenía nada que hacer. Lo pensó entonces un instante, se adelantó hasta la puerta y gritó a pulmón lleno.

‑¡Vigilancia! ¡Aquí!

El Zuli se abalanzó sobre él.

‑¿Qué haces, desgraciado?

‑¡Vigilancia!, ¡vigilancia!

‑Yo te juro por éstas que de aquí sales mañana con los pies por delante. Somos quinientos‑ le advirtió, ahogando las palabras.

‑¡Vigilancia! ¡Aquí!

‑¡Calla! Tú ganas, pero calla‑ fue lo último que tuvo tiempo de decirle, porque se echaban encima los vigilantes.

Llegaron preguntando de dónde habían salido esas voces, pero nadie en la galería lo sabía. En la galería, nadie sabía nunca nada. Amenazaron entonces por megafonía que no se tolerarían nuevos jaleos, lo de siempre, y todo volvió a la normalidad.

Juan les había salido un chulo y un jeta, les había jugado una mala pasada, pero en una noche tan seria como aquella no tenían más remedio que aceptar las cosas como venían. Se juntaron los cuatro, hicieron una piña contra el suelo, unos en cuclillas, otros arrodillados, y se pusieron a rodar el dado para que decidiese quién habría de buscar aquella misma noche la libertad. El último en tirar fue precisamente Juan. Recogió el dado, le dio un par de vueltas con suavidad en el cuenco de las manos y lo dejó caer. ¡Aquel odioso novato....! Acababa de llegar, se había permitido la osadía de chantajearlos y encima les ganaba a los dados lo que ellos tanto tiempo llevaban tramando.

‑Ya estoy figurándome la cara de esos cabrones cuando mañana vean que no les ha dado tiempo ni a ponerme una vacuna. Y ahora venga, ¿cómo es la cosa y a qué hora?

‑En cuanto pasen, en el primer cambio de vigilantes‑ le dijo el Zuli de tan mala gana que más parecía un insulto que una aclaración‑ En ese momento sonarán dos golpes en el tabique.

‑Pregunto qué es lo que hay que hacer. No creo que baje San Pedro del cielo con las llaves.

‑Si te asomas debajo de esa litera, verás un boquete tapado. Todas las celdas dan por ese lado a una vieja galería que tapiaron hace un año. Ahí te encontrarás con los demás, no tienes nada más que seguirlos‑ y renegó de pronto‑ ¡Maldita sea! ¡Y pensar que no puedo abrir la boca por no estropear el pastel a los colegas.... !

Pero al ver que Juan se dirigía a la cama de arriba de la litera, la que estaba suelta, la que bastaba casi con poner las manos encima para que se desplomase, por los tres se pasó el mismo pensamiento, los tres se dirigieron entre sí la misma mirada de entendimiento, los tres se retiraron a la vez de donde estaban y se pusieron a esperar acontecimientos a un lado de la celda, donde no pudiera alcanzarlos. Juan llegó a subirse y casi llegó a tumbarse; pero al fin, la litera se vino abajo con estrépito, resonando en la bóveda de la galería como un pequeño cataclismo. Atrapado entre el montón de hierros y el suelo, comenzó a gritar, pero ninguno de los tres compañeros se movió. Todo lo contrario, se pusieron a llamar a voces a los vigilantes.

‑¿Qué ha pasado aquí?

‑Éste, que se ha enamorado de la litera.

La retiraron y sacaron a Juan, que se quejaba de una pierna. Llegaron más vigilantes y entre todos se lo llevaron, después de cerrar la puerta.

En cuanto se perdieron los pasos por la galería, el Zuli apremió a los dos compañeros para repetir la partida. Pero en ese momento se fue la luz de las celdas. Los reclusos recibieron el apagón con abucheos y silbidos para que nada fuera diferente a las demás noches. Se imponía cumplir con los ritos habituales para no levantar sospechas.

‑¡Vaya! ¡Lo que nos quedaba!‑ protestó el Zuli.

-Un dado se ve con cualquier cosa.

Se inclinaron los tres, encendieron un mechero y volvieron a lanzar el dado, metiendo casi las narices en el suelo. El primero, como en todo, fue el Zuli. Sacó una "Q" y le pasó el dado a Rogelio.

‑Toma, tú, Tirillas, a ver si lo mejoras.

‑Te he dicho ya un montón de veces que me llamo Rogelio.

‑¡No empecéis, leche!- protestó Ángel.

El Zuli no tenía su noche. Antes, se le había subido a las barbas el universitario. Ahora, el chisgarabís de Rogelio acababa de ganarle la partida. Nada le salía bien.

-Pero conmigo no valen tretas, como con ese novato, ¿eh?- les advirtió Rogelio, levantando un dedo amenazador en el aire- Como intentéis algo, le cuento todo a los guindas.

‑Mira, sabandija, no me amenaces, porque cojo y te ato a la pata de la litera, como a un guau‑guau, y te tengo toda la noche moviendo el rabo. Y no me vengas con que se lo largas a los polis, porque eso podría hacerlo ése que se han llevado, que era un tío, pero tú.....

Otra vez el taconeo inconfundible de los vigilantes en el silencio de la galería, y otra vez el haz de las linternas en la celda. El Zuli pensó que desde luego no era su noche, que todo estaba a punto de irse al cuerno.

‑A ver, tú, Rogelio, fuera.

‑¿Yo? ¿Por qué?

‑Porque te toca lavandería.

‑¿Es una guasa? ¡A estas horas!

‑Nada de guasas. Mañana hay restricción de agua todo el día.

‑¡Y a mí qué!

‑Pues que hay que lavar por la noche, ricura. Y sal, que me estoy calentando.

‑Es que a mí no me toca de esta celda. La última vez estuve yo.

‑Tengo tu nombre en la lista.

‑Zuli, díselo tú. Te toca a ti.

Pero el Zuli era una tumba. Siempre que había que dar testimonio de lo que fuese, el Zuli era una tumba, y más en aquel caso. Agarraron de los brazos a Rogelio y se lo llevaron por el corredor, casi en volandas, mientras se desgañitaba gritando.

‑Le toca a él. Me las pagará, os juro que me las pagará.... Yo estuve la última vez, ¿me habéis oído? Estuve la última vez.....

Las voces de Rogelio fueron acogidas con un intenso murmullo en la galería, que luego se volvió silbidos y golpear en las rejas de las puertas. Era una noche señalada. Los nervios andaban a flor de piel. ¿Qué demonios pasaba con los colegas de la celda veintitrés?

‑Eso es de ley, Zuli, te tocaba a ti. ¿Por qué no lo has dicho?

‑¡Calla, gilí! Ése es una rata y las ratas están muy bien en alcantarillas como ésta. Además, si esos tíos se han equivocado o no, eso no es asunto mío. Ahora tenemos la ocasión de jugárnosla tú y yo a solas.

Tampoco tuvo que insistir mucho más. Se inclinaron de nuevo, uno hasta sentarse en el suelo, el otro arrodillándose, y con el encendedor entre las manos, que arrojaba a trechos la sombra de los dos contra las paredes, se jugaron el destino. Rodó el dado sobre sus aristas, por unos instantes, y el Zuli explotó en una exclamación de júbilo, aunque ahogando la voz.

‑Tú siempre te crees el rey del mambo-le advirtió Ángel-, pero luego nunca ganas. Y eso que es tuyo el dado, que si no lo fuera.....

Dicho esto, Ángel recogió el dado y lo lanzó, todo seguido, sin batirlo entre las manos, desmañadamente, como hacía todo. Luego se agachó hasta meter literalmente las gafas en el suelo.

‑¿Qué ha salido? ¡Ah! Es un as.

Visto y no visto. Zuli recogió el dado y le dio la vuelta hábilmente entre los dedos.

‑De as, nada. Tú eres un calisto, ¿eh? Aquí hay un nueve.

‑¿Un nueve? ¡Ni hablar! Yo he visto un as.

‑Tú ves menos que un pichón.

‑¿Por qué lo has cogido? ¿Por qué no lo has dejado en donde estaba?

‑Oye, comechuscos, yo no hago trampas, ¿te enteras? Y ya me estás cargando.

Ángel sabía que era una locura enfrentarse al Zuli, y menos estando los dos solos.

‑Bueno, hombre, bueno. Tampoco te pongas así.

‑Pues ya lo sabes. El que se larga soy yo.

‑Está bien, está bien. Ya lo he oído.

Hubo un momento de tenso silencio y luego le preguntó, porque Ángel parecía el tonto de la celda, pero al final era el que siempre daba con las cuestiones clave.

‑¿Y la vigilancia?

El Zuli no le entendió, pero quiso asesinarlo con la mirada. Aquel gordo insufrible, cuando no estaba comiendo, se pasaba la vida vaticinando calamidades. Angelito tuvo que explicarse inmediatamente, para no caer fulminado.

‑Es que, como ya somos nada más que dos, lo natural es que duermas abajo, ¿no?

‑¿Y qué?

‑Pues que cuando pasen, si ven que sólo estoy yo.....

‑Comes tantos chuscos que sufres empacho mental de migote. ¿Sabes lo que es eso? Pues que estás apanarrado y no circulas‑ le dijo, tocándose la sien‑ Deshago esa de arriba, dejo el mono y la camiseta colgando, como si estuviera en ella, y ya está. Verás.

Pero no le dio tiempo. No era su noche, no era su noche. Según estaba quitándose el mono, aparecieron una vez más los vigilantes con las linternas. Era la noche de los vigilantes, no era su noche.

‑Tú, no tengas tantas prisas en acostarte. Andando.

‑Andando..... ¿a dónde?

‑A la lavandería.

-¡Esto es un cachondeo! ¡Pero si ya os habéis llevado al Tirillas!

-Rogelio no puede trabajar porque tiene la mano como un bombo y se lo han llevado a enfermería. Y dice que se la has reventado tú.

Zuli abrió los ojos todo lo que pudo. Desde luego, no era su noche y no era su noche.

‑¡Ese hijo de mala madre! Pregúntale a éste, a ver si le he tocado yo. Se lo habrá hecho él mismo nada más llegar. De aquí ha salido bien. Pregúntale a éste.

Los vigilantes se volvieron hacia Ángel. Estaba sentado en la litera, tras los gruesos cristales de sus gafas, tras su mirada aburrida y perpetuamente indiferente. Ni siquiera los focos de las linternas le hacían mella.

‑Díselo tú, Ángel; diles a ver si yo lo he tocado.

Ángel estaba sentado en la cama baja de su litera. Se dejó caer hacia atrás hasta apoyarse en la pared, se quitó las gafas, las sopló con desgana y se puso a limpiarlas con el faldón de la camisa, como si la cosa no fuera con él.

-Si tampoco hace falta que éste diga nada, porque no es la primera vez que sacudes a Rogelio- le dijeron los polis.

Se lo llevaron a empujones por la galería, mientras se revolvía y gritaba. Un murmullo de estupefacción se levantó desde las celdas.

‑Diles que eso no es verdad, diles que yo no lo he tocado. Ángel, díselo..... ¡Te juro que me las paga­rás! ¡Me las pagarás! .....

Sus gritos se perdieron ahogados en el creciente murmullo, y más tarde en los silbidos, los insultos a los vigilantes y el restallar de objetos contra los barrotes de las puertas. Ya habían perdido la cuenta de tanto jaleo. ¡Y en una noche así! Estaban nerviosos, creían relacionar tanto suceso con la inminente fuga y temían que alguien, al final, lo echase todo a perder.

Unos instantes después, no quedaba más luz que la penumbra de los pequeños pilotos y la calma se había instalado de nuevo a lo largo del corredor. Ángel seguía sentado en la misma litera en que lo dejaron, en la misma postura en que lo dejaron, con las manos cruzadas detrás de la nuca, apoyado en la pared, pensando que los acontecimientos iban rodando a pedir de boca.

Oyó que le chistaban en baja voz. Se acercó al tabique medianero, giró la percha de la ropa y puso el oído en el diminuto orificio por el que se comunicaban, unas con otras, casi todas las celdas.

‑¿Qué es lo que pasa ahí?

‑Nada, nada.

‑¿Por qué se han llevado a los otros?

‑Tú, tranquilo.

‑¡Joder, yo tranquilo, y hay más movimientos que en un mercancías!

‑Tú calla y hazme la señal cuando llegue el momento.

Se retiró otra vez a la litera y se metió tal y como estaba, vestido, porque había que andar presto en cuanto llegase el momento. Y contra su costumbre y por una vez en la vida, se puso a pensar, porque era imposible pegar ojo en una noche así.

“Ese cerdo, con sus trampas... ¿Qué se ha creído, que soy tonto? Era un as, sí señor, un as más gordo que la tía Joaquina, que lo he visto yo con estos ojitos. Estos tíos se han creído que soy burriciego y que pueden dármela cuando les venga en gana. Que si Angelito por aquí, que si Angelito por allá, que si Zampabollos, que si Comechuscos.... Pues no soy tonto, no señor. ¡Hala!, todos al talego y Angelito a volar. ¡Y si veo un as es porque es un as, coño!”

Detuvo por un momento la máquina de discurrir, no porque se le hubiera calentado en exceso, que aún tenía capacidad para un poco más, sino para poder escuchar. Y como no había novedad ninguna, se dio de nuevo al vicio.

“..... Este Zuli tiene más humos que un general. ¿No me has cambiado el dado? ¡Pues anda y que te salgan sabañones como bolas de billar en la lavandería, a ver si te sepulta el detergente!”

Echó el freno un instante y volvió de nuevo a la carga.

“.....Y el otro, el Rogelio, ¿qué? Con sus aires de pampringao, aunque es un donnadie, siempre tan remilgao y tan peinadito, oliendo a colonia y con la boca llena de dentífrico de ese..... ¡Gilí! La boca se ha hecho para el pan”.

Y prosiguió su discurso en la soledad de la celda, la que había compartido con ellos, despachándose a gusto en las tinieblas. ¡Para una cochina vez que podía cantarles las cuarenta.....!

“.....¿Pues y el lila ese del universitario que nos han endilgado hoy? Esto es una prisión para tíos, oiga, no para niños pijos. Aquí se sorbe la sopa y se limpia uno los mocos con la manga. ¡Qué iba a hacer aquí ese finolis, con su cabezota atiborrada de letras! Ahora, que te aseguro que la litera se ha encargado de desparramárselas todas. ¡Que los den por el bul con mimo a los tres!”

Se entretuvo en contar los barrotes de la parte alta de la puerta. Los contó hacia adelante, hacia atrás, de dos en dos, a la pata coja, es decir, saltando uno.... Siempre daba catorce, idénticos, verticales, rígidos, como si fueran de hierro, unidos por barras horizontales para que nadie pudiera forzarlos. Y además siempre habían estado ahí, sin faltar un solo día desde que él llegó, hace ya tanto. Y detrás de los barrotes estaba la galería, con su profundo patio y sus resonan­cias metálicas, donde formaban cada día tantas veces: para el desayuno, para la comida, para la cena, para el recuento, para la inspec­ción...... sobre todo para el desayuno, para la comida y para la cena, lo demás no le interesaba.

Llevaba ya dos años, dos años en semejante cuchitril de cuatro por cuatro, compartido con Rogelio y con el Zuli, y antes con otros colegas, saliendo a las mismas horas y a los mismos lugares. La vida monótona y exacta de la prisión era, para él, como un terreno de nadie entre toque y toque de sirena para acudir al comedor. El aburrimiento era una experiencia maravillosa que, sin duda, le estimulaba las glándulas gástricas hasta límites insospechados. Sabía que, al escaparse sin un céntimo encima, lo iba a pasar mal hasta lograr el contacto con los suyos. Sabía que tendría que atravesar campo y viajar en los mercancías, sabía que a las ocho no oiría la sirena para el café y el chusco, y los sudores se le venían uno tras otro, porque si le hubieran avisado con tiempo, ya habría prepara él un hatillo, como en las novelas.

‑¡Tú!‑ sonó una voz ahogada del otro lado del tabique, donde tenían hecho el boquete por debajo de las literas.

‑Ya voy, ya voy‑ contestó Ángel, al tiempo de firmar el acuse de recibo con un golpecito en la pared.

Por una sola vez en su vida torpe y lenta, se incorporó en esta ocasión con tanto salero, tiró de las mantas tan apresuradamente, que las gafas, sin saber cómo, salieron por el aire.

‑¡Dios mío! ¡Mis gafas!

Se inclinó hacia el sitio en el que le pareció que habían caído, se puso de rodillas y comenzó a rastrear las manos en todas las direcciones, pero no topaba con ellas. Fue poniéndose nervioso, y lo que en principio era un rastrear más o menos metódico, adelante, atrás, a derecha y a izquierda, para no dejarse ni un palmo, fue tornándose en un desordenado y frenético manoteo. Ángel, pesado, aburrido y pasmarote, acababa de perder la cachaza, por primera vez en su vida, y se había puesto a hablar consigo mismo, con voz quejumbrosa.

‑Mis gafas..... ¿Dónde puedo ir así? ¿Cómo salir sin mis gafas?..... ¡Dios mío! ¿No ves que no puedo dar ni un paso sin ellas? ¿Dónde están, dime, dónde están?..... ¡Mis gafas, Dios, mis gafas!.....

Y buscaba arrastrándose por el suelo en todas las direcciones, manoteando con rabia. Si no las encontraba inmediatamente, se fugarían todos sin él. O mejor, presentía que ya se habían fugado sin él. Desengañado, explotó en un grito que retumbó como un trueno en toda la galería.

‑¡¡¡Mis gafas!!!

Y se puso a llorar a moco y baba, como un niño desconsolado, tirado en el suelo todo lo grandote que era.

‑..... Mis gafas..... Mis gafas.....

 

* * *

 

Cuando llegué al hotel, no me dio tiempo de alcanzar el ascensor. El conserje de noche, el hombre que tenía la piel como un mapa, a manchas oscuras y claras, aquel hombre tan lacónico que apenas musitaba el "Buenas noches" con evidente esfuerzo, se incorporó, al verme entrar, y me alcanzó antes de que yo abriese la puerta del ascensor.

‑Buenas noches‑ me dijo, poniéndome en la mano una carta‑ Es urgente. La han traído a media tarde.

Me quedé de una pieza. Lo primero, porque acababa de comprobar que aquel tipo resultaba no ser un robot, como me temía; y lo segundo, porque ¿quién podría escribirme a una dirección tan provisional? Di la vuelta inmediatamente al sobre y vi el remite. ¿Por qué me escribía allí? Y además, ¿por qué me escribía con urgencia? No acertaba a hallar una explicación lógica. Seguía con la carta entre las manos, un poco perplejo, mientras el ascensor trepaba hasta la cuarta planta. No quería abrirla hasta encontrarme en la habitación, intuía algo desagradable. Salí del ascensor, entré en la habitación, encendí la luz, dejé la gabardina en la butaca y me senté en la cama. Abrí con mano agitada el sobre.

 

"Querido amigo: Me ha dado tus señas tu mujer. Te he llamado dos veces al hotel y no estabas. Tengo que darte una mala noticia: nos van a cerrar el periódico. Creo que es algo que todos veníamos temiendo desde hace tiempo, aunque preferíamos no hablar de ello,. Las cosas han ido de mal en peor en los últimos días. Ahora ya sabes, reuniones y más reuniones; pero de ésta no hay quien nos salve. Todos conocíamos las dificultades de esta casa, todos, pero ninguno queríamos admitir que el momento llegaría. Perdona que sea yo quien te dé la noticia. No he querido decírselo a tu mujer, no me parecía acertado. Un fuerte abrazo."

 

Me quedé tal cual estaba, sentado en el borde de la cama y con la carta colgando entre los dedos no sé cuánto tiempo. El compañero tenía razón, esa noticia era un toro que hacía ya tiempo que habían echado de chiqueros y se le veía venir. Tenía que autoconfesarme que había cerrado los ojos tercamente a la realidad. Yo, como el violinista de la primera historia que me contó Dimas, me había negado a reconocer que el muerto estaba asquerosamente muerto: el violinista, dando largas al pasado; yo, esperando estúpidamente un futuro que no existía.

Tenía una terrible confusión en la cabeza, la tenía en desorden, no acertaba a responder a la pregunta de por qué la vida es tan cruel con algunos, tan horrible y machaconamente cruel con quienes le han dedicado todo su entusiasmo. "La vida es cruel, cruel y tirana. La vida no merece ser vivida", me dije. Y dicho, me di cuenta de lo terrible de mi abominación. Me dolía la cabeza, un dolor amargo que se me había contagiado de la mano amiga que me había escrito la carta. No tenía fuerzas para nada, ni siquiera para apagar la luz y desnudarme.

 

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© Gregorio Corrales.

 

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