Dibujo de Jesús María
Navas
Crónica de un soñador La niebla
confundía los contornos, borraba las cosas de donde estaban. Podía ver mi
aliento delante de mí, fundiéndose en la atmósfera pesada y blanca de la noche
a la luz de las farolas. La humedad lo bañaba todo, resbalaba sin prisas,
insistente. El silencio era absoluto. Había cuatro fachadas viejas y una
hilera de soportales en la parte alta, que morían las unas y arrancaba la
otra en el mismo punto, engullidos por el fantasma de la niebla. Era una
plaza desierta y rota en cuatro alturas, donde no quedaba a esas horas ni el
eco de los pasos. Solamente estaba vivo mi aliento, regular, silencioso,
extendiendo sus blancas alas por delante de mí a cada paso, bajo el claroscuro de la noche y de la
agonizante luz de las farolas. ..... Y más
allá, en el fondo indeciso, casi adivinado, una figura que se alejaba, mitad
mujer, mitad misterio. La seguí. Mi aliento se apresuraba y se extendía por
momentos delante de mí, ocultándolo todo. Creí perderla. Pero no, allí
estaba. Dobló la esquina de una calleja y se detuvo por un momento en las
puertas del viejo cafetín. Se detuvo sólo un instante, lo justo para que
pudiera verla entrar; y la seguí. Dentro era
otro mundo. Una oleada de calor y de vida me sacudió. Ella me esperaba al
fondo, sentada en el rojo diván que recorría la pared, tras un velador
antiguo de mármol. Me senté a su lado. Sus ojos eran claros y su piel blanca,
como la luz húmeda de la noche. ‑¿Cómo
has sabido que era yo? ‑Eres
la única que está aquí‑ le dije. Se lo dije
con toda convicción, como si el cafetín no estuviera lleno de gente que
gesticulaba, iba, venía y se tropezaba, como en un hormiguero enloquecido.
Pero yo no veía a nadie, a nadie. La luz
incierta de la noche también se había colado dentro. Unas lámparas
septuagenarias la remedaban cansadamente. También la atmósfera era
macilenta, embotada por el humo, y colgaba espesa y blanca, como el manto de
la niebla fuera. ‑Ya
pensaba que nunca llegarías‑ me dijo, llena de felicidad. ‑Vine
sin saberlo. No me preguntes por qué. Ella puso
las manos sobre el velador. Eran dos ramos blancos sin dueño, finas,
solitarias, hechas para ser acariciadas. Y estaban las dos sobre el mármol,
confiadas y quietas, trascendiendo el alma que latía dentro, esperando,
siempre esperando. Las tomé, y un beso reprimido estalló en las mías y trepó
por las suyas hasta lo más íntimo. ‑Estás
helada ‑Ha
sido el beso‑ me dijo muy segura, como
si la caricia hubiera sido realmente beso. La gente se
había ido. Las salitas del cafetín, desiertas, acababan de hundirse en el
recuerdo. De pronto, habían desaparecido sus paredes color ocre con gruesas
cenefas de guirnaldones de flores, sus cartelones de .......................... ‑¡Señor!‑ gritó casi, tocándome
levemente el hombro‑ ¡Señor! Estaba
pegado a mí y era inmensamente largo, visto desde mi asiento. Todo él era
camisa blanca, tirantes, pajarita y
brazaletes negros en las mangas, como si acabara de regresar de una vuelta al
pasado. Lo miré atónito por un momento. Era un camarero del diecinueve en un
cafetín del diecinueve, el mismo café en el que había entrado yo poco antes,
claro; quizás el único que así se conservaba. ‑¡Ah!...
Sí, sí. Dígame. ‑Le
preguntaba qué va a tomar usted. Miré por un
momento a mi alrededor. No sabía qué podía pedirse en un sitio así. ‑¿Va
a tomar algo o sólo desea beber? ‑¿Puede
traerme un vienés? Se fue como
pudo entre la maraña de gente, con su bandeja y su liga negra en la manga de
la camisa, todo uno con el cafetín, en
busca del café vienés. Encendí un
cigarrillo. "¡Total, un poco más de humo....!", pensé. "Los
camareros son como los despertadores", seguí pensando. Y sin
perder un segundo, me sumergí de nuevo ...... .............................. ".......
como si el cafetín no estuviera lleno de gente que gesticulaba, iba, venía y
se tropezaba, como en un hormiguero enloquecido. Pero yo no veía a nadie, a
nadie. La luz incierta de la noche también se había colado dentro. Unas
lámparas septuagenarias la remedaban cansadamente. La atmósfera era
macilenta, embotada por el humo, y colgaba espesa y blanca, como el manto de
la niebla fuera". ‑¿Qué
me miras?‑ me preguntó. ‑Tus
ojos. ‑Mis
ojos existen porque tú los miras. Dije antes
que eran claros. Sus ojos eran un corredor hondo y luminoso, un corredor de
cristales por donde uno podía perderse para siempre. Y le llegaba el corredor
hasta el alma, y la niña que habitaba en aquel cuerpo de mujer me miraba
sorprendida desde el fondo, feliz, limpia, clara, enamorada. Llevaba mil años
siendo la misma porque no sabía lo que era el tiempo. Todo se había parado en
un instante interminable en ella. Ahora sí llevé sus manos a mis labios, y un
mismo estremecimiento nos unió. ‑Te
amaré siempre‑ me dijo. ‑Te
he buscado toda mi vida. ‑Yo
no cambio, ¿sabes? Yo soy para siempre. Su cuello
era grácil y largo, exageradamente largo, como el hondo corredor de sus ojos.
Pero no se podía medirlo. La delicadeza no tiene dimensiones. Ella era ella.
Era así. Me miró más
cálidamente que nunca y una sonrisa le subió hasta los labios. Hizo un mohín
tierno, ladeando la cabeza, y me dijo, casi riñéndome. ‑¿Por
qué has tardado tanto? ‑Siempre
que he venido a esta ciudad era de día. Todo estaba tan claro, tan real.....‑ me disculpé‑ De
todas formas, jamás había entrado en este sitio. ‑¿No
me has dicho que te gusta la eternidad?‑ me dijo, en tono de reproche,
más que de pregunta, dando por obvio que tendría que encontrarla en un sitio
como aquél cafetín. Al fin,
había hallado lo inmutable. Los dorados del café tenían la pátina de los
años, y las fotografías de principio de siglo, ya color sepia oscuro,
colgaban de la pared desde entonces. Todo estaba desde entonces: los espejos,
los muebles de época, la barquillera, el fonógrafo de inmenso altavoz, la
radio antigua, casi de los tiempos de Marconi. Sentí que se paraba por fin mi
azarosa vida, como quien llega cansado de paisajes a la estación. ‑Odio
las cosas que cambian. Odio los amores que se van. Odio las palabras que se
lleva el viento. Odio la vida de fuera‑ le confesé, en un
susurro. Tomó mi
cara entre sus manos y se asomó insistente a mis ojos sin decir palabra,
gritándome sin voz que tuviera fe, que toda mi vacía vida anterior había
terminado, que ya sabía donde podría reunirme con ella siempre.......... ......................................... ‑¡Señor!
¡Señor! Esta vez
casi tuvo que zarandearme. Nos miramos
por un instante, como dos extraños. ‑Tiene
que irse, señor. Vamos a cerrar. Extendí la
mirada. Una llamarada de soledad se me vino encima. Así, vacío, sin la gente
vestida de vaqueros, con su decoración del diecinueve, tan romántico, el
cafetín parecía más intacto que nunca, como un retrato en blanco y negro,
como un cafetín hecho para un soñador. Salí
sintiendo que el corazón se quedaba atrás. Crucé las viejas puertas del
cafetín, y no pude evitar volver la mirada por un instante. Al fondo,
desolado, permanecía el velador donde ella había extendido unos momentos
antes sus manos, como dos ramos blancos sin dueño; y en el rojo terciopelo
del diván que recorría la pared, bajo los guirnaldones de flores, bajo el
ocre gastado de la pintura y los retratos de época, permanecía la huella
soñada de su cuerpo. "Te
amaré siempre", me había dicho casi en un susurro, con voz íntima y emocionada, con mirada
transida de sinceridad. "Siempre".... "siempre"..., se
repetía gozosamente en mi interior. Salí a la
noche con ese dulce secreto en el corazón. "......
Fuera, la niebla confundía los contornos, borraba las cosas de donde estaban.
Podía ver mi aliento delante de mí, fundiéndose en la atmósfera pesada y blanca
de la noche a la luz de las farolas. La humedad lo bañaba todo, resbalaba sin
prisas, insistente. El silencio era absoluto. Había cuatro fachadas viejas y
una hilera de soportales en la parte alta, que morían las unas y arrancaba la
otra en el mismo punto, engullidos por el fantasma de la niebla. Era una
plaza desierta y rota en cuatro alturas, donde no quedaba a esas horas ni el
eco de los pasos. Solamente quedaba vivo mi aliento, regular, silencioso,
extendiendo sus blancas alas por delante de mí a cada paso, bajo el
claroscuro de la noche y de la agonizante luz de las farolas." El
Escorial, 12 de diciembre de 1993 --------------------------- Esta publicación está destinada únicamente a
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