El techo de la ciudad Descendió desde el ático en la escalera mecánica.
Unos pasos más y se vio en la calle. Sintió que toda la sangre del cuerpo se
le agolpaba en el corazón, y que de éste a la garganta fluía como un río incontenible,
asfixiándole. La riada de hombres y mujeres caminaba tan en silencio como si
fuera la imagen de un sueño. Ellos y ellas desfilaban ante su mirada pálidos
y graves, indiferentes, como una legión de autómatas, como el desplegar de un
ejército de robots, embutidos en sus brillantes y ajustadas indumentarias de
colores: verde, azul, rojo, según las diferentes funciones sociales de cada
uno... Las clases no hay quien las
evite, pensó. En el blanco inmaculado del chándal de una hembra, de
perfecciones anatómicas inimaginables, pudo leer: "Centro Experimental.
Estudios sobre el mejoramiento de la raza humana". ¡Qué horror! Se echó a caminar entre aquella babel, apretando
fuertemente contra el pecho la pequeña caja que llevaba. A pesar de la
deliciosa temperatura de la ciudad artificial, sintió que las primeras gotas
de sudor le corrían por las sienes. Tenía miedo. Era que tenía miedo. El
miedo le mordía, le atenazaba.... Me
descubrirán.... Acercó la nariz a la caja.... No, no huele a nada.... Pero ni esta convicción pudo
tranquilizarlo.... Si tropiezo con la
patrulla de seguridad.... Los fluorescentes se abrían y cerraban en
guiños inmensos. Sobre la cabeza, el zumbido interminable del monorraíl,
deslizando su brillante panza partida.... Debería
tomar ese artefacto, o quizás el suburbano. Al fin y al cabo, todos los días
lo hago, ¿no?.... Pero el sudor volvió a deslizarse por la frente a la
sola idea de meterse en el infierno humano de uno de aquellos transportes....
Me aplastarán la caja, me la destrozarán.
Una idea afortunada le sacudió de pronto: a dos
bocacalles tenía el parque.... Si hay
algún lugar adecuado, ése es. Sería imposible llegar hasta casa....
Abriéndose paso entre la maraña de gente, pudo doblar la última esquina y
llegar al parque; pero lo vio casi tan saturado como las calles que acababa
de dejar atrás. Millares de muchachas esperaban, con la mirada vacía,
impasibles, sumergidas en la orgía de luz y música que trascendía el aire en
los parques. ¿Esperaban? ¿Qué esperaban? ¡Quién sabe! Quizás que alguien las
despertase con una de aquellas historias de cuando aún las mujeres usaban
faldas y se ruborizaban si el aire las levantaba, una historia de aquellas
ciudades de entonces, en las que caían el agua y el sol, y el viento corría
como un loco por las calzadas, empujando ruedas inacabables de hojas secas.
Aquí no había ni eso, ni hojas secas. Aquí no había nada que no sirviese para
nada. La ciudad nueva era perfecta. Los paseos eran anchos, asépticos, como ríos de
piedra; y enormes sombrillas, igual a gigantescos hongos verdes, hacían las
veces de los árboles, desparramando sus artificiales brazos bajo la luz de
los focos. Había estadios para el ejercicio colectivo del
mundial-arte-deporte, salas de percepción del cine sensorial, terrazas para
despegue de paseos espaciales; pero no había tierra. Los hombres habían
llegado a la conclusión de que no podían desperdiciarse los espacios en
plantar setos y macizos de magnolia, que solamente servían para producir
humedades, polen y un sin fin de inconvenientes. Los setos y macizos de
magnolia estaban allí, estaban, sí, pero trucados, producidos por una ilusión
óptica, con sus fabulosos colorines y todo, sobre balaustradas de materia
sintética, como el alma seca de un anticuario. En vano buscó un rincón por
donde la tierra asomara su parda piel. El mundo había sido sepultado bajo
aquel otro mundo fantasmagórico creado por los hombres.... y perfecto. El
mundo nuevo era perfecto. Con la caja entre las manos salió del parque. Una
sirena retumbó por los cuatro costados de la ciudad techada, trastocándolo
todo. Era la hora del trabajo, una única hora, como única era el alma
colectiva que alentaba en todos los cuerpos, tan idénticos.... No puedo seguir andando. Me ocuparía todo
el día llegar a casa.. La llamada de la sirena había multiplicado las
masas hasta convertir las avenidas en verdaderos ríos humanos, legiones de
hombres y mujeres que avanzaban como si viniesen de una sesión de hipnosis.
Había visto este espectáculo a lo largo de tantos años, y ahora le pareció de
pronto brutal, incomprensible, insistente como un sueño pesado. Protegió con
los dos brazos su caja de forma irracional. Estaba ante la oscura boca del
suburbano, que escupió en un instante una bocanada de muchedumbres que lo
envolvió, lo envolvió y lo transportó como una humilde hoja en un vendaval.
Gritó con desesperación, pero nadie le escuchaba. Los grandes portalones de
las factorías amenazaban tragárselo. Pudo asirse con las últimas fuerzas a un
mástil de altavoces hasta que la vorágine pasó. Luego, dio unos pasos para
apoyarse en la fachada. La cabeza le daba vueltas como una noria y la
sensación de vacío le trepaba desde el estómago. -¿Te pasa algo? Abrió los ojos. Tenía delante los luminosos
uniformes de la patrulla. -¿Cómo es que estás aquí, sin hacer nada? ¿Qué te
pasa? -No, no; no me pasa nada. El pánico acabó por espabilarlo del todo. ¿Y su
caja? Sí, allí seguía, entre los brazos, contra el pecho. Así es que salió
con paso apresurado, dejando a los de la patrulla con la palabra en la boca. En el primer cruce, un pequeño de pelo encrespado
y ojos saltones, programado en el laboratorio para vaya usted a saber qué
tipo de misión cuando creciese, ahora, ajeno a su futuro, le sacó la lengua y
salió corriendo.... Si no fuera por los
chiquillos, no creería ya en el mundo, pensó. Al fin, tuvo que decidirse por subir en el primer
elevador del monorraíl. Era angosto y asfixiante, como todos. Ya en el vagón,
plantó una trinchera con los brazos alrededor de la caja. Pero en cada parada
entraban más y más viajeros que le prensaban ferozmente. El sudor volvió a
correr por la frente, frío, incontrolado........... Me la aplastarán. Me descubrirán, pensó, llenándose de angustia.
No tuvo otro remedio que cambiar de estrategia, renunciar a su genial guerra
de trincheras y optar mejor por una táctica aérea, elevando la caja con las
dos manos por encima de la cabeza. Y así diez minutos, treinta. Los
rascacielos, a los pies, se veían como
pequeñas arañas compitiendo por escalar el techo de la ciudad, la gran bóveda
blanca y fofa como la crema de un pastel que todo lo cubría. Y entre terraza
y terraza, el pozo insondable de las avenidas, y el insistente traqueteo del
vagón sobre la línea de acero del monorraíl, tragándose el espacio. Por fin, se vio en el distrito doce. Después de
unos minutos de descenso en las cabinas, se encontró de nuevo en la calle.
Apretó el paso. Estaba muy cerca de casa. De pronto, al volver una esquina,
alguien le dio un tremendo empujón, y su caja, su inseparable caja, salió por
los aires. Un movimiento reflejo, instantáneo, y pudo recuperarla antes de
que cayera al suelo. Sabía que en ese momento se le vería desencajado, porque
la angustia se había apoderado nuevamente de él. Temía que le aplastaran lo
que llevaba, pero temía aun más que le descubrieran el delito cometido. Sin
embargo, aquel individuo se disculpó en una jerga internacional y continuó su
camino sin mayor interés por él. El corazón le latía pesadamente. La gente se
multiplicaba, yendo, viniendo, fluyendo de la nada, apareciendo mágicamente.
Aceleró más el paso. Miraba a derecha y a izquierda, lleno de inquietud, con
la caja siempre aprisionada contra el pecho. Tenía la certeza de que todo el
mundo le miraba, le señalaba, le perseguía.... ¡Más deprisa!, ¡más deprisa!,
¡más deprisa!.... Cuando quiso darse cuenta, ya no estaba andando, estaba
corriendo. Los rascacielos bailaban ante sus ojos, oscuros, mudos, sórdidos,
muertos. Corrió y corrió y corrió.... Hasta que pudo aporrear nerviosamente
la anhelada puerta de casa. ¡Al fin! -No te asustes, mujer- pudo decir, entre resuello
y resuello- Es sólo que he venido corriendo. ¡Si me pescan los de Uno de los niños intentó tocar la caja y él la
retiró bruscamente. Le miraban asustados. -Es muy importante que nadie se entere de esto, o
me veré en un lío muy serio. Tenéis que prometerme.... Mientras hablaba y hablaba sin control, como
poseído de una súbita locura, tan pronto suplicando como amenazando, había
retrocedido hasta dar con la espalda en la pared, siempre protegiendo la
dichosa caja. Tenía por momentos el aspecto de un demente. Su mujer y sus
hijos lo miraban sorprendidos, sin llegar a comprender qué era lo que le
sucedía. -Os digo que es un secreto que no debe salir de
estas cuatro paredes. Si habláis.... -¡Por Dios! Dinos ya qué es lo que pasa. Guardó un instante de silencio, recuperándose, y
dijo luego en tono confidencial, bajando mucho la voz. -Está aquí. Lo tengo aquí. -Tienes.... ¿el qué? -Pero nadie debe saberlo. Puso la caja sobre la mesa y levantó la tapa muy
despacio, con manos temblorosas. ¡Ah! Los ojos de la mujer se llenaron de emoción.
¡Increíble!, !increíble! Los chiquillos le rodearon sin comprender nada. -¿Qué es, papá, qué es?- preguntaban una y otra vez. En el fondo de la caja, surgiendo de su verde y
breve tallo, se veía, simplemente, una flor, una flor roja como la sangre. -Una amapola, hijos. -¿Una a-ma-po-la?- deletrearon, con extrañeza. -Una flor. -¿Es papel? -Es agua y luz. -¿Se come? -Se mira. -¿Sólo? -¿Os parece poco?- les dijo, levantándola por el
tallo, girándola con mimo entre las yemas de los dedos. Y tuvo que contarles su pequeña historia. -Ya sabéis que tengo la habitación en el ático de los
laboratorios, y sabéis que ese rascacielos es el más alto de la ciudad, que
casi toca en el techo. Desde hace tiempo me asaltaba una tentación
irresistible. ¡Hace tantos años que nos vinimos a la ciudad, que no vemos el
campo, el sol, las estrellas!, ¡tantos años sepultados bajo este gran techo
artificial, siempre con la misma temperatura, con la misma luz!, ¡tanto que
no siento en mi cuerpo la lluvia y el viento! Tanto hace de todo eso que no
pude vencer la tentación. Y una noche, durante la guardia, bajé al
laboratorio. -¿Qué es el laboratorio, papá? -Un sitio horrible. Entrar allí me da miedo, no
puedo evitarlo. Está lleno de cosas tremendas y monstruosas que yo veo en la
penumbra. De los frascos salen montones de seres raquíticos que me invaden;
de las probetas, fuegos fantasmagóricos; en el fondo de los cultivos veo ojos
fosfóricos que se mueven con patas de araña. -¿Y para qué bajas entonces?- preguntó protestando
el más pequeño, con su lógica aplastante de niño. -Me estás poniendo los pelos de punta- se quejó
ella. -A pesar de todo, bajé. Había oído muchas veces
cual es el potingue misterioso, el ácido con el que disuelven el techo de la
ciudad cuando es necesario. Agarré ese frasco y subí de puntillas. Sí, os lo
juro, de puntillas, como quien hace un delito. ¡Qué tontería! ¡Si allí no
había nadie más que el vigilante, que soy precisamente yo!. Subí, y llegué, y
me encaramé en el brazo mecánico, y pude tocar con estas manos ese techo
macilento y repulsivo que nos envuelve. -¡Ahivá!- exclamaron los niños a coro. -¿Y te has atrevido?- preguntó ella, alarmada. -Bastaron dos brochazos y el milagro se produjo.
Esa piel fofa que nos cubre, que rechaza la lluvia, el viento y el sol, que
incuba bajo su vientre este mundo absurdo que nos rodea, se desgarró
inmediatamente, despidiendo un tufillo que me recordó al de la carne quemada.
Fuera también era de noche, de noche de verdad. La claridad de la luna me
acarició como nunca me había acariciado antes. Desde entonces, todos las
noches, cuando se marchan y entro de vigilancia, me tumbo debajo de mi
ventana secreta y siento la brisa en la cara, y veo el cielo, como cuando tú
y yo subíamos al campanario del pueblo, ¿recuerdas? -¡Dios mío! ¿Y si lo descubren? -La cosa es que en una esquina de la terraza ellos
vaciaron hace tiempo los restos de un cultivo, tierra traída de fuera que
usan para los experimentos, y el viento de mi ventana se ha encargado de
hacer el milagro. Este es mi secreto. En la olvidada esquina de la terraza,
sobre un puñado de tierra inútil, ha venido al mundo esta dulce amapola, la
única de la ciudad, algo que la gente ya ha olvidado y que los niños no han
visto jamás. Al coger nuevamente la flor, se deslizó de entre
los dedos la hoja de calendario que envolvía el tallo. Hizo tres rizos en el
aire y quedó en el suelo, panza arriba, enseñando sus letras gordas de color
grosella: "Mayo. Año 2200". --------------------------- Esta publicación está destinada únicamente a
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