Monólogo de una autista

 

 

No tendría más de cinco años. En su mirada había un no sé qué de tristeza y también de serenidad, una serenidad imposible a su edad. Miraba las cosas sin inmutarse, pero como fijándolas profundamente. Tampoco era inquieta como las demás niñas, podía pasar horas sin apenas moverse, como si toda la vitalidad la tuviera acumulada en el cerebro, en su redonda cabecita, cubierta de pelo cobrizo y despeinado. Vestía unos harapitos muy humildes y estaba sentada entre la paja.

 

Desde allí veía casi todo el establo, porque el pajar estaba en alto, como una enorme jaula de pájaro en el ángulo superior del establo, junto al techo. Se veían abajo los enormes portalones, y la fila de pesebres, y las vacas, alineadas, con sus enormes panzas colgando, y se oían sus mugidos, tan lastimosos y tan continuos, y el restallar de sus pezuñas en las losas del suelo. De ellas subía, hasta donde la niña estaba, un vaho cálido y reconfortante, porque era todavía marzo y fuera hacía muy desapacible. Llovía sin cesar, y a veces hasta se oía algún que otro trueno en la lejanía.

 

Ella podía verlo todo, el establo con sus vacas porque lo tenía debajo, y el campo verde y empapado porque lo tenía delante, largo, profundo, interminable. Lo veía desde donde estaba sentada, un poco enterrada entre la paja para no pasar tanto frío, delante del bocín que se abría, a modo de ventanuco, en la pared de adobes que daba al exterior. Ahora veía caer fuera, delante mismo del bocín, el goteo interminable de un canalón. Pero en verano, cuando recogían las parvas, por ese mismo bocín que estaba tan arriba, llenaba su padre el pajar desde fuera, con el gario de madera, subido en todo lo alto del carretón de la paja que traían los bueyes.

 

Y allí estaba ella ahora, donde nadie se le ocurriría buscarla, lejos de todo, en el único sitio en el que podía pensar..... y recordar...... Lo que a ella le gustaba era que la dejasen en paz, le gustaba poder escuchar el suave engranaje de su cabecita, dándole y dándole vueltas de noria a los pensamientos...... y a los recuerdos......

 

 

Niña:

 

..... Las gotas son como de luz y caen todas en el mismo sitio. No sé que tienen las gotas que todas se siguen unas a otras. Son tan parejas que todas juntas se hacen como una sola mu larga, que cae, y cae, y cae, y nunca deja de caer. Una, dos, tres, cuatro, cinco....

 

Por mucho que las cuente nunca paran de caer. Y caen todas parejas. Vienen del agujero del canalón, ése que hizo un día padre con un perdigón, cuando le pegó un tiro a una tórtola que pasaba, y se van todas en hilera al suelo, una tras otra, todas en un puño. Se ha hecho un cuenco en la tierra, de tanto caer gotas en el mismo esquinazo. Ciento una, ciento dos, ciento tres.....

 

Digo yo que se ajuntarán por lo menos cien, porque yo he visto que cuando a padre se le acaban los números, arranca otra vez por bajo, pero con cien delante. No sé pa qué será eso de cien, pero las gotas tienen que ser por lo menos cien, estoy segura, porque no paran de caer. Y aunque retruene, las gotas siguen cayendo y cayendo, todas de cabeza al cuenco del esquinazo del canalón.

 

Caen tan aprisa que casi se tocan. Yo las sigo a la carrera, a ver si las veo ajuntarse, pero no se ajuntan. Por eso me sé que no son la misma, porque las sigo y veo que son como los granos de la parva, todos a una, pero cada uno de su espiga. Las gotas se vienen tan arrejuntadas que, cuando una pega en el hoyo, ya tiene otra que la empuja; y todas se cuelan no sé adónde.

 

¿Qué hay por bajo de la tierra? No lo sé. Sólo me sé que aquí está la tierra y allí el cielo. Pero p’arriba del cielo tampoco sé lo que hay. Dice el señor cura que la lluvia la manda Dios. Lo que sé es que las gotas vienen de lejos todas mirando aquí, abajo. Pero tampoco sé por qué lo hacen. Los mayores también andan d’acá p’allá sin parar, como las gotas, todos en ristra y todos mirando al suelo. Los mayores, cuando bregan, siempre van mirando al suelo. Y no es porque vayan a trompicarse con algo, es porque sólo saben mirar lo de abajo. Y a veces van platicando solos. Da igual pa donde miren, porque yo creo que miran sin ver.

 

Las gotas son bonitas porque son como de luz. Yo me he puesto una gota en la mano y veía la mano, pero la he puesto colgando de la horquilla del pelo, he mirado, y no veía na detrás, como cuando miras el campo desde los cristales empañaos de la ventana, todo borroso, como en los sueños. Cuando sueño veo a todo el pueblo que me busca, pero toitos con la misma cara, como un borrón. Y todos dan voces a una, "¡Niña! ¡Niña!", como el primer día que me escondí. Ahora ya se han ido a dar las voces lejos, cada día más lejos. Y yo estoy aquí, al ladito, en el pajar.

 

Cuando vuelven de atardecida y entran a darle a las vacas, les oigo que han estao no sé adónde, y no sé adónde.... ¿Y pa qué, si yo estoy aquí? Los mayores no saben na. Dicen que saben lo que me pasa a mí, pero de veras que no saben na. Yo digo que lo primero sería buscarme aquí, adonde estoy, ¿no?. Pero ellos ¡hala!, voces y voces, "¡Niña! ¡Niña!", y se van lejos y lejos, y es porque no saben na.

 

No sé los días que llevo, pero por lo menos son cinco, porque los he contao. Y tras del cinco ¿qué habrá? Yo creo que no es el diez. Y luego, cuando ya son muchos, muchos, muchos, se pone cien y se arranca otra vez. Cuando padre rompe la hucha y se pone a la tarea de contar las pesetas, empieza con una, dos, tres, cuatro, cinco; pero luego, cuando ya lleva mucho tiempo y está cansao, la coge con ciento una, ciento dos, ciento tres, ciento cuatro, ciento cinco....

 

A mí me gusta eso de ciento, porque ciento es siempre ciento, como las gotas, que son todas iguales. Y como el reló amarillo que me compraron en la feria, que daba todas las vueltas iguales. Decían que gastaba el día entero en mirarlo y me lo quitaron. ¿Pa qué me lo mercaron entonces? Si llueve, me gusta más mirar las gotas, pero si no llueve, me gustaba mirar el reló, siempre dando vueltas, todas iguales y sin parar.

 

El señor de blanco dijo que no me dieran cosas así, como el reló, que siempre hace lo mismo; que tienen que llevarme a muchos sitios distintos, y enseñarme muchas cosas distintas, que no se repitan. Pues yo digo que las cosas que se van no son na, porque si se acaban, ya no son na. Por eso me gustaba el reló amarillo que me mercaron en la feria, porque siempre estaba dando vueltas igual, siempre era el mismo y nunca se acababa. Y me gustan las gotas cuando llueve porque todas caen seguidas y nunca se acaban.

 

Cuando hablan con el señor de blanco se piensan que yo no me entero de na, y me entero de to. Hablan de mí y me miran como si yo fuera sorda; y yo no hablo, pero no soy sorda. Y además se creen que no hablo porque no sé hablar, y no hablo porque no quiero. Es mu pesao hablar. No pienso hablar nunca, aunque se emperre el tío de blanco. Les ha dicho a padre y a madre que tienen que llevarme a no se cuál sitio, pero yo no pienso hablar ni aunque me lleven. Lo que no puedo saber es por qué me miran tanto todos, con tantas niñas que hay en el pueblo. Yo creo que debían llevarlas a ese sitio a ellas, pa que no hablen tanto.

 

Tengo mucha hambre, pero ya no puedo salir de aquí, no tengo fuerzas. Y si salgo pueden verme, y me llevarán a ese sitio que quiere el señor de blanco. Estoy cansá de que todos me miren y me miren, mientras hablan de mí con padre y con madre. Entonces todos dicen "pobrecita" y no sé por qué. En casa siempre le he oído decir a madre que no somos pobres, que aquí hay pan pa todos.

 

Germán y Sátur, cuando vienen a dar a las vacas, dicen que lo mejor sería que no me encontrasen, que así descansarían padre y madre pa siempre. Y yo no entiendo de qué tienen que descansar por mí, si me pongo en una esquina y me estoy quietecita. Dicen que es mejor que no me encuentren.... ¡Qué bobuna! ¡Si yo tampoco quiero que me encuentren! Me estaré quieta, quieta, contando las gotas.

 

Germán y Sátur siempre me traen en lo labios cuando entran a dar a las vacas, pero padre nunca, porque a padre no le tocan las vacas. Cuando entró de repente, ayer, creí que sabía adonde estaba escondía y que venía a por mí, porque padre lo sabe todo. Pero no. No entiendo a qué vino, si a él no le tocan las vacas y no vino a na. Se quedó parao na más trasponer la puerta, como si no hubiera venido a na.

 

Yo le veía desde aquí, pero él a mí no. Tenía la mirada mu rara, de eso como que no se mira a na, como miraba la agüela cuando se murió. De repente tiró la gancha contra el suelo, se sentó en mitad del establo y se puso a llorar él solito. Y daba sorbetones, como los niños. Pero no lloraba a gritos, lloraba en bajito, como si quisiera que naide le oyese. Y yo le estaba viendo. A lo primero se limpiaba los ojos despacio, pero luego metió la cara entre las manos y le entró un tembleque. ¿Y por qué lloraría? Como nunca he visto a los mayores llorar, casi que estuve por salir y ponerme delante de él. Pero ya no tengo fuerzas, y más que na es que no quiero que me lleven adonde el señor de blanco. Germán y Sátur dicen que es mejor que no me encuentren. Así es que me estaré quieta, quieta.

 

Aquí puedo ver todas las gotas. En casa me quitan de la ventana cuando llueve. Dicen que no tengo que mirar todas las gotas, que en ver una ya está, que son todas iguales. No los entiendo. Si las miro es por eso, porque todas son iguales. ¿Por qué iba a mirarlas si no? Como ellos nunca las miran, no saben lo que son y dicen bobunas. Na más saben hablar de si el agua ha llegao tarde pa la sementera, o si ha estropeao la parva. Pero saber, saber, de veras, lo que es la lluvia, no lo saben.

 

La gente mayor no sabe mirar, andan siempre como si les fueran a cerrar la puerta, andan corriendo d’acá p’allá, y nunca se paran a mirar na. El padre de la Rosa sí, el padre de la Rosa le da una patada a la rueda y se queda mirando las chispas que salen de los cuchillos, fijo, fijo, contándolas, como yo cuando veo caer las gotas. Siempre que puedo me escapo a la casa de la Rosa, a ver las chispas de los cuchillos. Me meto a escondidas, me quedo en el rincón y le veo dar a la rueda; y él ni se entera, porque siempre está mirando las chispas. Pero yo no sé qué me gusta más, si las chispas o la cara del padre de la Rosa, que las mira y las mira, fijo, fijo, como yo miro las gotas cuando llueve. No dice na. Le da y le da a la rueda, siempre igual, y salen y salen chispas, todas rojas y amarillas, todas iguales.

 

Las gotas del canalón se meten en el hoyo de la tierra, pero las chispas del padre de la Rosa yo no sé adónde se meten. Las sigo, una por una, y no acabo de saber adónde se cuelan, porque de repente ya no están. El que lo sabrá será el cura, porque él me ha dicho que hay un sitio adonde se quedan todas las cosas cuando aquí ya no las vemos, y me ha dicho que allí estará la agüela. Si no me encuentran nunca, a lo mejor también llego yo a ese sitio y ya no tendré que ver más a la gente, sólo a la agüela. Me estaré quieta, quieta.

 

En ese sitio que dice el cura que está la agüela estarán todas las gotas, y estarán todas las chispas, y podré contarlas sin que me quiten de la ventana y sin que me quiten del rincón. El padre de la Rosa, en cuantito que me ve en el rincón, me agarra de una mano y me lleva a mi casa. Dice que tampoco tengo que mirar las chispas, que las chispas son todas iguales. Pero él sí que las mira requetebién, que le veo yo. No entiendo a la gente mayor.

 

Mi reló amarillo me lo escondió madre, pero ya me encontraré alguno en ese sitio adonde está la agüela. ¡En la feria mercan tantos! Seguro que alguno se habrá perdío y allí irá a parar, como yo. No me importa si no es amarillo, lo que me gusta es ver las agujas siempre dando vueltas, siempre dando vueltas, como la noria de la huerta. Madre le dice a padre que no me lleve a la huerta, que le da espanto verme mirando con tanto arrebato al fondo del pozo de la noria, que un día tiembla que pase algo. Yo no sé qué cosas dicen los mayores, no los entiendo. Yo miro a la noria porque nunca se acaba, me gustan las cosas que no se acaban. Si tuviera más en la hucha, me haría una noria y le pondría a dar vueltas al burro. Pero no le taparía los ojos a mi burrito. Tiene que haber uno al que le guste dar vueltas y vueltas, todas iguales.

 

Lo que no sé es si a ese sitio llegará también padre. Antes sólo quería que estuviera la agüela, porque la agüela era la única que sabía mirar, que no iba d’acá p’allá, haciendo bobunas, como hacen todos. Se estaba quietita y lloraba, siempre me miraba y lloraba, siempre tenía la mirada en mí. La agüela era la que más me quería. Yo le miraba las gotas de la cara, todas iguales. Y un día me di cuenta de que la agüela no era como los demás, que ella sí que sabía mirar las cosas de veras, porque no se cansaba de mirarlas. Pero ahora he visto a padre también llorar, y a lo mejor es que también sabe mirar las cosas.

 

A lo primero estaba mu bien aquí, sola, sin ver a naide. ¡Cómo la agüela ya no está...! Pero ahora tengo frío y hay veces que se me va la vista y me dan vahídos. Pero me gusta, porque ya no tengo que oír a naide. Lo único es que me hizo no sé qué ver a padre llorar, con aquellos sorbetones, como los niños, con las manos en la cara, y me dieron ganas de ponerme delante de él y traerle conmigo, aquí arriba, pa que viera qué bien se está perdío. Pero no sé si él querría estar perdío, como yo.

 

Creo que ya no darán conmigo nunca, porque se han ido a dar las voces mu lejos, mu lejos. Al amanecer, se ajuntan todos ahí, en el prado, y desde aquí los veo que se reparten el campo y se van a dar voces mu lejos, "¡Niña! ¡Niña!" Y yo estoy aquí, perdía, y ya nunca se van a enterar. Luego, de atardecida, entran Germán y Sátur, y les oigo que es mejor así, que pobretica, que mejor es que no me encuentren, por eso de que descansen de una vez padre y madre. Así es que me estaré aquí, quieta, quieta.

 

Tengo frío, pero no de ése que saca sabañones en los dedos, de ése que pica tanto al meter las manos al brasero. Ahora es otro frío que no sé qué es, algo aquí dentro que va cayendo, cayendo, como las gotas del canalón, que se escapa poco a poco no sé adónde. Sé que hay algo que se me está escapando.

 

Una, dos..... cuatro, cinco. La tres no he podido contarla, me se han borrado los ojos.

 

Dice el cura que en ese sitio estará la agüela. En cuantito que me vea me se pondrá a llorar, como siempre. La agüela siempre me coge la cara entre las manos y se pone a llorar.

 

Y todos andarán por ahí lejos, "¡Niña! ¡Niña!" Y yo estoy aquí al ladito, en el pajar, perdía, y ya nunca me encontrarán.

 

Ciento una, ciento dos, ciento..... Ya no puedo contar, me se borran los ojos y me se van las fuerzas...... No sé qué me pasa, no sé qué...............

 

 

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©Gregorio Corrales

 

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