II.-
EL SER CONOCIDO,
LA FINITUD
En el capítulo I hemos abordado el Ser en cuanto única realidad que
todo lo inunda, es decir, en cuanto absoluto; si bien hemos aludido, de
pasada, a las dos formas del ser: por un lado, al ser y el existir diferentes
y propios de la finitud, y por otro lado, al Ser único y verdadero, lo
infinito. Ahora toca tratar un poco más a fondo esas dos clases de ser, en
cuanto a que uno sólo lo es por recepción (la finitud, lo conocido) y el otro
lo es por sí mismo (la infinitud, lo desconocido).
La realidad conocida, la que nos consta y experimentamos, es decir,
el todo universal, constituye en filosofía la llamada finitud. En su sentido etimológico, finitud es aquello que tiene
fin o término, que está acabado, pero lo que viene entendiéndose en filosofía
por finitud es más bien lo que es limitado; no tanto el sentido de
acabamiento o finalización de algo como el de que ese algo está encerrado
entre límites. Realmente, se trata de una diferencia sólo de matiz, porque
los dos vienen a converger en el mismo significado: si algo se considera como
acabado, esto quiere decir que ha llegado a sus límites naturales, que tiene
límites, porque, de no tenerlos, resultaría imposible acabarse.
Toda
la realidad universal, tanto la física como la espiritual, es una realidad
finita, limitada.
Todo lo que conocemos es finitud porque todo en el universo tiene
límites: la medida de un cuerpo, la capacidad psíquica de un ser vivo, la
maldad moral de un acto, la perfección estética de una música,..... todo es
limitado. Sin embargo, ya a la vista de estos pocos ejemplos se percibe la
sensación de que el término límite
encierra una cierta complejidad, porque los límites de un objeto físico nada
tienen que ver con los límites del alma de un ser vivo, por ejemplo. A
primera vista parece (sólo parece) que en lo físico se trata de límites
puramente cuantitativos y en lo espiritual de límites puramente formales.
Así es. En todo lo que pertenece a la finitud física se antepone el
sentido de lo cuantitativo, de lo espacio-temporal, por la razón bastante
simple de que el espacio-tiempo es el “habitat”
natural de la materia: tan fácil es medir lo extensivo (los metros de una
pista) como lo intensivo (la frecuencia de las ondas). Pero en cuanto se
trata de la realidad espiritual, que ni ocupa espacio ni tiempo, parece que
las diferencias entre unas cosas y otras nada tienen que ver con lo que es
magnitud y por tanto medible, sino con lo que es diversidad
en las formas de ser, en las formas sustanciales: no es lo mismo un lapsus lingüe que la belleza de
un paisaje, o el alma de un mamífero que las leyes de Newton.
Y sin embargo y aunque a primera vista no lo parezca, toda finitud
responde siempre a los parámetros de ambas dimensiones, la cualitativa y la
cuantitativa, independientemente de que se trate de lo espiritual o de lo
físico. Lo hemos visto en el capítulo anterior: el ser (esto o aquello) y el
existir (aquí o allí). Porque lo psíquico, aunque espiritual, también es pura
magnitud en algún tipo de escala. El alma de un mamífero y el alma de un
artrópodo, aunque almas las dos, son perfectamente valorables
dentro de la escala de la complejidad y perfección de los seres vivos. Y lo
físico, aunque primordialmente cuantitativo, también es pura cualidad dentro
del abanico de las formas sustanciales. Un puente de madera y un puente de
hierro, aunque puentes los dos, son perfectamente distinguibles dentro del
campo de las propiedades esenciales de cada uno. No obstante lo cual, resulta
obvio que, aunque todo magnitud, no es lo mismo medir la longitud de una
pista que la maldad moral de un acto humano. Los dos son magnitud, pero en el
primero se aprecia la composición de partes con cualquier instrumento y en el
segundo solamente cabe la valoración subjetiva, que también es, en
definitiva, una forma de medir, aunque imperfecta.
Toda
realidad limitada, toda la finitud, sea física o sea espiritual, es
cuantificable.
Y tan verdadera es esta máxima que indujo a Pitágoras (569 a.C) a pensar que el principio único de todas las cosas no
había que buscarlo en el ámbito de lo cualitativo, como habían creído todos
los filósofos anteriores a él. En la Escuela de Mileto (Tales, Anaximandro,
Anaxímenes.....) habían propuesto determinadas
sustancias como el origen de todo: el agua, el aire o la materia
indeterminada en sí misma (llamada apeirón).
Pitágoras propuso que esas diferencias formales o sustanciales no
son el origen de la diversidad, sino todo lo contrario, la consecuencia, ya
que, según él, es precisamente la proporción, la cantidad, el número lo que
informa y determina a la materia a ser lo que particularmente es en cada
objeto. La armonía del universo, según Pitágoras, no se debe al equilibrio de
las formas sustanciales, sino a que éstas son el resultado del equilibrio
cuantitativo, el triunfo de la medida sobre lo indeterminado.
Sea la realidad como la imaginaban en la Escuela de Mileto, como
la imaginaba Pitágoras o como la han imaginado todos los demás filósofos, en
cualquier caso así es la finitud, hecha de cosas que “miden” y que producen
un universo limitado..... excepto para el señor Hawking.
Este eminente cerebro contemporáneo mantiene que el universo es todo lo
contrario a lo que sabe la filosofía, según él es “infinito y sin fronteras”.
El problema insuperado (e insuperable) de una gran mayoría de
científicos es que su enorme sabiduría en una ciencia determinada, junto a su
indigencia en el mundo de los abstractos, constituye una mezcla explosiva que
nunca se sabe qué engendro puede alumbrar, en cuanto intentan salir de la
reducida parcela de su ciencia particular. Voy a limitarme a analizar tan
infortunada afirmación en su doble aspecto de redundancia y de contradicción,
doble reparo que da fe del desconocimiento de conceptos que, aunque
elementales, resultan desconocidos para este señor tan “genial”.
·
Redundancia: “Infinito y sin fronteras” es la misma cosa, de manera que esa
afirmación tan pintoresca del Sr. Hawking,
traducida al lenguaje de la lógica, queda así:
“El universo es infinito y sin fronteras” quiere
decir que “El universo es infinito y además es infinito”, o bien que “El
universo no tiene fronteras y además no tiene fronteras”.
·
Contradicción: Si constatamos que absolutamente todas y cada una de las cosas que
hay dentro del universo son magnitudes, son finitas y tienen fronteras, no se
puede, acto seguido, afirmar que el conjunto o suma, el universo entero, es
todo lo contrario, “infinito y sin fronteras”. Esto constituye una pura contradicción,
porque una suma de magnitudes da otra magnitud mayor, pero nunca un infinito
(x + x = 2x,
pero nunca x + x = infinito).
Esta contradicción del Sr. Hawking, traducida al
lenguaje de la lógica, queda así:
“El universo es infinito y sin fronteras” quiere
decir que “A pesar de ser finito, el universo es infinito”, o bien que: “A
pesar de que sí que tiene fronteras, el universo no tiene fronteras”.
Después de comentar la genial idea del Sr. Hawking
y de constatar que lo universal es una magnitud, el segundo carácter esencial
que apreciamos en la finitud es que está en continuo movimiento. Cuando se
habla de movimiento, el común de la gente entiende exclusivamente los cambios
locativos a través del espacio, los meros cambios de lugar. También eso es movimiento,
pero el genuino sentido en filosofía se refiere a los cambios de naturaleza
del tipo generación-corrupción-generación (aunque esto solamente puede
afectar a la finitud material, no a la espiritual) o cualquier otro en el que
desaparece una forma sustancial y aparece en su lugar otra forma sustancial
diferente, como ocurre, por ejemplo, en las mutaciones genéticas.
En cualquier caso, la suma incesante de tantos movimientos da por
resultado una finitud que es muchas cosas y no es nada en concreto, nada
estable o definitivo, un devenir incesante, una realidad fugaz. Antes de que
pases esta página, ya habrá cambiado algo en tu cuerpo y en tu mente; pero
también se habrán apagado algunas estrellas para siempre, habrán aparecido a
la vida millones de nuevos seres, se habrán consumido algunos minutos en el
reloj ....
Con esta evidente fugacidad de todo lo que existe se cegó la mirada
de otro gran filósofo de la Grecia Antigua,
Heráclito (V a.C.), de la Escuela de Éfeso, apodado “El Oscuro”. Él, junto a Parménides, iniciaron la auténtica filosofía, es decir,
la búsqueda del principio metafísico que explique lo que hay detrás de la
apariencia sensorial del mundo. Pero así como Parménides
puso el foco en la verdad sustancial de fondo (el Ser), Heráclito se perdió en lo más
aparente, en el movimiento incesante. Dedujo que el ser es esencialmente
inestable porque todo tiene su contrario, si bien el resultado de esa
permanente lucha es armonioso y no caótico porque existe una ley, el Logos, que todo lo encauza. No fue capaz de ver el ser,
sino la incesante metamorfosis del ser. En honor a la verdad histórica, hay
que resaltar que la famosa Dialéctica Trascendental de Hegel
es esencialmente una versión tardía (24 siglos después) del devenir heracleidiano, versión nueva en la que se ha cambiado
únicamente el final: la lucha armoniosa, pero sin fin, de lo contradictorio (Heráclito) por la fusión de los contendientes en la
síntesis (Hegel).
Parménides y Heráclito, cinco siglos antes de
nuestra era, descubrieron las dos caras de la finitud universal: el Ser y el
Movimiento.
Constituyen dos caras de una única moneda, la realidad finita,
porque esta moneda de la que hablamos es como la de la copla, una “falsa
moneda”, algo que no es lo que parece (movimiento) ni parece lo que es
(aseidad). Pero es precisamente esta falsedad de lo universal la que nos
conduce a la verdad última de por qué se nos presenta así, tan inconsistente
y fugaz, lo que, aún apareciendo tan versátil, consiste en lo único que jamás
cambia y todo lo explica, lo definitivo, eso que nadie conocemos pero todos
intuimos como cosa necesaria para que la falsa moneda deje de rodar de mano
en mano:
·
El Ser, como ha quedado establecido en el
primer capítulo, constituye la única realidad existente. Ni la nada existe ni
nada es posible entre el ser y la nada.
·
Pero el Ser que
conocemos se presenta limitado e inestable.
·
Tanto los límites como
la inestabilidad constituyen lo contrario al ser, la pérdida del ser.
·
Si la finitud
universal tuviera por sí misma el Ser nunca lo perdería, sería estable y sin
límites.
·
Si tiene el Ser y lo
pierde es que no lo tiene por sí misma, sino que lo tiene por haberlo
recibido.
·
Si el Ser recibido es
limitado y en continuo cambio, es porque lo recibe, instante a instante, de
quién es el Ser en sí mismo.
La
finitud, además de limitada, es fugaz, mudable. Sólo lo que no tiene el ser
por sí mismo, sino porque lo recibe continuamente y continuamente lo pierde,
resulta ser limitado y mudable.
La finitud, por tanto, tiene dos propiedades inseparables, ser
limitada y ser móvil, y las dos apuntan a una misma causa: es limitada y es
mudable porque el ser no es suyo, lo ha recibido. Pero hay dos formas de
adquirir el ser, que es lo mismo
que decir adquirir la existencia:
el ser que es recibido por generación y el ser que es recibido por creación.
·
El ser recibido por
herencia, por generación, consiste en una nueva composición de partes que ya
existían, que habían sido liberadas por la descomposición de otros seres
anteriores. Proviene, por tanto, de lo ya preexistente y está sujeto a las
leyes de la causalidad, constituyendo una cadena de transformaciones.
·
El ser recibido por
creación no consiste en una nueva composición de lo ya preexistente y
descompuesto, sino que le es otorgado el ser desde la “nada” por la acción de
un creador. Constituye, por tanto, un ser único y solamente puede cesar por
aniquilación.
LA
FINITUD FÍSICA
De las dos formas posibles de recibir el ser que, según acabamos de
ver, tiene la finitud, la que corresponde al universo físico podemos
comprobar todos que es la primera, la que se va transmitiendo de un ser a
otro por el movimiento incesante de generación-corrupción-generación,
movimiento causal que constituye una cadena y que, igual a como tuvo un
principio conocido, el de la “explosión” de la Singularidad
inicial hace unos quince mil millones de años, tendrá también un final
inexorable.
Lo
que tiene un origen en el tiempo no puede durar eternamente porque no es
eternidad, es justamente tiempo, y la realidad tiempo no es materialmente
posible si no tiene principio y fin.
Sin embargo, la primera impresión que producen esas dos formas de
adquirir el ser inclina a pensar justamente lo contrario: que esta primera
forma, la cadena causal, es la que goza de autonomía propia, puesto que la
segunda forma reclama la presencia de un Creador que le otorgue entidad, y
esto de un Creador por encima del mundo no está de moda. Esta impresión tan
superficial es la que ha llevado a tantos pseudopensadores
a suponer:
o
Un mundo físico
inagotable, partiendo del error de presumir una cadena sin término que se
pierde en lo infinito, o incluso que enlaza consigo misma y constituye una
rueda sin principio ni fin.
A este error tan sumamente elemental se ha apuntado, por supuesto,
la ciencia con aficionados al pensamiento como Hawking,
antes aludido, y también con principios como el conocido “La energía ni se
crea ni se destruye, únicamente se transforma”, que también lleva a deducir
un mundo físico eterno, principio que los últimos descubrimientos de la
física moderna ha puesto en cuarentena.
Antes de entrar en lo que la finitud física es, parece urgente
aclarar lo que desde luego no es, es decir, lo expuesto en el párrafo
anterior sobre la pretensión de un universo infinito, por parte de la ciencia
y de algunos pensadores. El siguiente razonamiento será expuesto con más
detalle en el capítulo sobre la existencia de lo infinito, pero se hace
imprescindible una primera alusión aquí:
·
La finitud física
constituye una cadena causal que va transmitiendo el ser de unos eslabones a
otros.
·
Si cada eslabón de una
cadena causal debe su existencia al anterior, quiere esto decir que cada
eslabón existe, pero ninguno de ellos por sí mismo, sino por el anterior.
·
Si absolutamente todos
los eslabones cumplieran esa misma condición, la cadena entera no existiría,
puesto que ni uno solo de los eslabones existiría por sí mismo.
·
Se precisa un eslabón
que no cumpla esa condición, es decir, que no deba el ser a otro eslabón
anterior, para que sea el primero e inicie la cadena.
·
Ese primer eslabón que
no ha recibido el ser de otro eslabón anterior lo ha recibido, consecuentemente, desde fuera de la propia
cadena.
·
Una cadena causal
precisa, por tanto, un agente exterior a la propia cadena que le dé el ser a
un eslabón que constituya el principio de todos los demás.
Para la exacta comprensión de esto suele ponerse el siguiente
ejemplo, que me limito a repetir porque es perfecto: cada ejemplar de
geometría ha sido copiado de otro anterior, constituyendo una cadena causal.
Remontándonos en el tiempo, llegamos a la primera geometría de todas, que
constituye el primer eslabón que no fue causado por otra geometría anterior.
Esa primera geometría fue escrita por Euclides, que
es el agente exterior a la propia cadena y que le dio el ser al primer
eslabón, necesario para iniciar la cadena causal.
Lo que resta por aducir es muy simple: lo mismo que la cadena no
viene del infinito, sino que tiene un principio muy concreto (el primer
eslabón), tampoco se pierde en lo infinito sin final, porque todo principio
inicia una magnitud y, como toda magnitud tiene un número de partes
determinado, también tiene forzosamente un final. Justamente por eso es
limitado y se llama finitud. Y pensar que enlazando a la cadena sobre sí misma
desaparece el problema, constituye una auténtica ingenuidad. Siempre existirá
un primer eslabón, independientemente de que el autor de la cadena causal lo
una al último o no lo una. Una cadena siempre es una cadena, extendida o
enlazada sobre sí misma, y siempre tiene principio y final.
Toda
cadena causal exige la existencia de un primer eslabón, no causado por otro
anterior, que inicia una magnitud temporal en la cadena y que tendrá, como
toda magnitud, un fin en el tiempo.
En cuanto a la desafortunada ayuda de la ciencia en fomentar este
error de la supuesta autonomía o eternidad del mundo físico, es preciso
recordar que los incesantes hallazgos de los científicos, durante el anterior
siglo veinte, han puesto en precario la solidez de esos pilares que se creían
inamovibles.
o
El primer estrepitoso
fracaso fue el de la concepción de
Newton de un espacio y un tiempo absolutos, ajenos a que en su interior se
desarrolle o no se desarrolle lo que llamamos universo.
o
El culpable de este
primer mentís a lo que la ciencia creía inamovible fue Einstein
con su descubrimiento de un espacio-tiempo relativo al universo, propiedad
del universo y no al revés.
o
Pero a su vez, su
célebre “ecuación de ecuaciones”, E = m.c2 (energía
igual a masa por el cuadrado de la velocidad de la luz), que converge en la
pretendida conservación eterna de la energía, y por consiguiente del
universo, también se tambalea, porque se apoya en una pretendida constancia
de la velocidad de la luz que se ha demostrado no ser cierta. La velocidad de
la luz va decayendo continuamente, si bien de forma tan infinitamente lenta
que no es cosa fácil comprobarlo.
No
cabe suponer ninguna finitud sin límites, es contradictorio. Un universo
eterno en el tiempo y de expansión espacial indefinida es un imposible.
Otro vericueto ideado para salvar la pretendida eternidad del
universo consiste en la tesis de que la fuerza expansiva lo conducirá hasta
un límite determinado en el que, su debilitamiento progresivo, acabará en un
colapso de las masas sobre sí mismas por la inextinguible fuerza
gravitatoria, concebida como “atracción de masas”. Pero esta “caída” del
universo nuevamente hacia su origen, esta gran contracción hacia el estado
inicial de la
Singularidad, producirá la repetición del fenómeno, es decir,
una nueva explosión con su correspondiente nueva expansión..... y así
sucesivamente, en una serie indefinida de contracciones-expansiones, una
serie indefinida de universos sucesivos que apuntan, de nuevo, hacia la
pretendida eternidad de la finitud.
Lo primero que cabe comentar sobre esto es que la gravitación por “atracción de masas”
no es cierta, con lo cual se desbarata toda la teoría. Ya Einstein
introdujo en el fenómeno gravitatorio un nuevo elemento, la “curvatura del
espacio”. En mi libro Nueva visión del
universo, demuestro que la vieja concepción de la “atracción de masa”
jamás ha sido probada y no existe. La gravitación universal se produce por la
combinación de los movimientos de expansión y de rotación, por lo cual,
acabado todo movimiento al llegar el final de la expansión, acabará también
toda gravitación y las masas jamás colapsarán sobre sí mismas en una nueva
contracción. Todo lo contrario, se desintegrarán y producirán el fin al que
está abocado inexorablemente el universo, su extinción.
No obstante y al margen de esta explicación científica, volviendo a
la filosofía y en el supuesto de dar por buena la teoría de la “serie
indefinida de expansiones-contracciones”, esto no es otra cosa que un nuevo y
encubierto intento de eternizar al universo sumando infinitos
universos sucesivos, lo cual es un imposible. Nos encontramos otra vez en la cadena
de antes.
o
Una suma de universos
sucesivos no puede perderse en lo infinito, tiene un final necesariamente,
porque la suma de muchas partes finitas (eslabones) solamente puede producir
una finitud mayor (cadena), pero nunca lo infinito. Lo infinito no tiene
medida ni es la suma de nada.
Una
serie de universos sucesivos por contracción-expansión constituye una suma y,
por lo tanto, una magnitud mayor, no un infinito.
En resumen: Todo el dinamismo del universo material va
extinguiéndose de forma lentísima, pero sin tregua, y esa extinción continua
a todo afecta: a la desaceleración de la velocidad de la luz, a la pérdida de
energía, a todo.... El problema consiste en que lo hace de una forma tan
desesperantemente lenta que resulta imposible percibirlo en espacios de
tiempo que no sean tan gigantescos como el propio universo.
Este es el problema de la ciencia: que no puede comprobarlo en unos
poquitos años, como pretende. Si se estima en quince mil millones de años lo
que ha invertido el universo en llegar al estado actual, es fácil suponer los
millones de millones de años que precisará para llegar a desaparecer por
extinción total de su movimiento; y también los miles de años necesarios para
que un observador, que haya comenzado ahora, pueda comprobar ese paulatino
decaimiento. Pero el final es inexorable. Se trata de una finitud.
Desde aquí invito al lector a que consulte mi libro Nueva visión del universo si quiere
conocer todo lo relativo a este tema con más detalle. Trataré de exponerlo,
de forma resumida, en el siguiente punto.
Escenificación: el universo espacio-temporal
Un buen día del año 1929, el señor Hubble
descubrió algo que resultaba sorprendente: los sistemas de astros (galaxias)
se alejaban continuamente unos de otros en el espacio. Y unos años más tarde,
en 1965, Penzias y Wilson descubrieron en el
espacio la “radiación de fondo”, algo así como un fósil, enfriado a -270º,
que daba testimonio de un universo primitivo muy diferente del actual,
constituido exclusivamente por fotones, es decir, por radiación. Esos dos
descubrimientos iniciaron una nueva concepción del cosmos, a saber: no había
sido siempre el mismo, no se trataba de una obra acabada (ni siquiera en el
Génesis bíblico había sido así), sino que era una realidad evolutiva que
había alcanzado la complejidad actual a partir de un origen simple en
expansión continua.
Pero poco antes de todo esto, Einstein ya
había llegado, con sus desarrollos matemáticos, a una conclusión parecida: el
universo no era algo ya hecho y estable, sino que estaba en crecimiento. El
problema de este hombre es que, le asustó tanto su propio descubrimiento, que
introdujo una constante para que la ecuación diese un universo estable, es
decir, un universo siempre igual a sí mismo, que era lo que la ciencia creía
en aquel momento. De esto podemos extraer dos enseñanzas igual de valiosas:
o
La primera es la
cerrazón y dogmatismo de la ciencia, que jamás aprende de los infinitos
patinazos del pasado y cree estar en posesión de la verdad en cada momento de
la historia.
o
La segunda, que no
basta con ser sabio, para ser un auténtico genio hay que arriesgarse por
encima de dogmas y tabúes, que es lo que no supo hacer Einstein.
Cuando más tarde Hubble descubrió que,
efectivamente, el cosmos era una obra evolutiva que se expandía, nuestro
sabio tuvo que lamentar la falta de valor que le había privado de ser el
primero en exponerlo.
Pues bien, si el universo es una expansión, retrocediendo en ese
movimiento expansivo llegaremos, forzosamente, a un origen que consistiría
simplemente en un “punto” casi matemático, tan irrepetible, tan prodigioso,
tan singular que precisamente fue bautizado así, Singularidad. ¿Qué ocurrió para que ese punto generase este
universo? Según la ciencia, ocurrió que estaba sometido a una presión y una
temperatura inconcebibles (la temperatura se estima en un billón de grados),
tales que su “explosión” ha generado esta expansión monumental. Suena bien,
muy bien; pero claro, aquí ya surge una cuestión capital y jamás explicada, a
saber:
o
¿Hacia dónde, cómo y a
costa de qué se expandió tanto, si resulta que fuera de la finitud universal
nada existe? Parece que la ciencia se ha olvidado de pronto de Einstein y sigue profesando la fe newtoniana, del siglo
diecisiete, sobre un espacio infinito, el cual envuelve por fuera al universo
y puede absorber los efectos de una explosión.
No es posible que reproduzca aquí, ni tampoco procede, porque este
libro es una filosofía, no una cosmología, la teoría expuesta, en
contestación a esta pregunta, en mi libro “Nueva
visión del Universo”, hacia el cual emplazo al lector. No obstante,
inserto en los siguientes párrafos, en forma esquemática, los resultados de
ese trabajo:
·
La astrofísica parte
de concebir el Origen como una partícula sometido a gran presión y
temperatura, pero que era interiormente estática.
·
Como consecuencia de
esas condiciones internas de presión y temperatura se produjo la “Gran Explosión”
de la partícula.
·
Esta pretendida
explosión provocó (como todas las explosiones de lo que es estático) una
proyección radial hacia fuera de sí misma, una expansión invasiva
de lo exterior.
·
Sin embargo, fuera de
la finitud universal no existe el espacio absoluto newtoniano ni nos consta
ninguna otra realidad.
·
El modelo oficial de la Gran Explosión
inicial y su expansión “hacia fuera de sí mismo”, por tanto, resulta
infundado, a pesar de que los astrofísicos lo den por cierto.
·
No obstante, de
aceptarlo, este modelo oficial, al progresar hacia fuera de sí mismo, va
“creando” nuevo espacio al final del existente en cada momento.
·
Este nuevo espacio,
una vez que el movimiento expansivo lo ha “creado” y se aleja, va dejándolo
atrás como un ámbito inerte, inactivo.
·
En consecuencia, todo
el espacio universal engendrado según este modelo vigente consiste en una
naturaleza muerta, neutra, inanimada.
·
En un espacio de esta
índole, todos los movimientos particulares que se producen dentro de su seno
precisan de la existencia de fuerzas que arrastren la materia.
·
La consecuencia de
este erróneo modelo universal se ha sustanciado en la necesaria “existencia”
de cuatro fuerzas particulares (alguna nunca demostrada) y en la búsqueda
infructuosa de un tronco común que las unifique, el cual sigue siendo
desconocido.
Y frente a este modelo oficial de universo, tan imposible como
gratuito, el modelo propuesto en mi libro Nueva
visión del Universo consiste en:
·
La partícula inicial,
además de las altísimas presión y temperatura que le supone la ciencia y con
el mismo derecho y fundamento, cabe también suponerla con otra
circunstancia física más: un violentísimo movimiento de rotación interna
sobre su propio eje.
·
El fenómeno que se
produjo, por consiguiente, no fue una “Gran Explosión” de algo que era
estático y que se proyectó hacia fuera de sí mismo, sino el Gran Desencadenamiento de lo que ya
estaba en movimiento interior de rotación y comenzó a desplegarse dentro de
su propio seno, sin romper ninguna frontera.
·
La expansión universal
no consiste, por tanto, en un movimiento radial e invasivo
de un supuesto medio circundante que realmente no existe, sino en un
movimiento interior en espiral plana que, como toda espiral, va dilatándose
dentro de su propio seno.
·
Dicha espiral plana,
además, coincide exactamente con los últimos descubrimientos de la forma
plana del universo y de la curvatura del espacio. Esta última también fue
observada por Einstein, pero despachada con la
conocida ingenuidad de que “El espacio se curva en presencia de las masas”.
·
De esta manera, al no
tratarse de una expansión que se genera hacia fuera, añadiendo espacio
inerte, la expansión se genera por distensión dentro de su propio seno,
distanciándose entre sí todos los puntos de su espacio incesantemente.
·
El viejo modelo del
espacio universal muerto, neutro, inerte, queda sustituido por un espacio
vivo, fluyente en sí mismo por estiramiento en todas sus partes, exactamente
igual a cómo lo hace cualquier cuerpo elástico al ser distendido, en el cual
todos sus puntos se alejan unos de otros sin cesar, arrastrando consigo todos
los cuerpos.
·
En consecuencia, el
nuevo modelo de mi teoría no precisa de la existencia de fuerzas particulares
que expliquen los movimientos de la materia en su interior, sino que todo
navega a favor de un espacio que fluye incesantemente por inercia natural,
a partir del Gran Desencadenamiento inicial.
En este callejón artificioso está metida la ciencia, buscando desde
siempre una salida que no encuentra. Sabe que tiene que existir una única
causa de todos esos movimientos, sabe que lo universal debe tener
necesariamente una única explicación, sabe que esas cuatro célebres fuerzas
tienen que responder a una sola causa, pero no es capaz de hallarla. Einstein (una vez más Einstein,
genial en matemáticas, pero no en la visión del espacio) rozó la solución con
su Principio de Equivalencia entre
la gravedad y la inercia, pero volvió una vez más a pasar de largo, a pesar
de lo altamente sospechoso del hallazgo.
·
Einstein llegó a descubrir que la gravitación y la inercia producen un mismo
e idéntico efecto. Un astronauta aislado del exterior, al experimentar la
sensación de impulso de su cuerpo hacia atrás dentro de la nave, no puede
saber si ese impulso es debido a una repentina aceleración de la nave (efecto
inercia) o a la entrada en el campo de atracción de un astro (efecto gravitatorio).
·
A este hecho tan
llamativo hay que unir, además, que la causa de la gravedad nunca se ha
sabido a ciencia cierta. La pretendida “atracción de masas” jamás ha sido
demostrada debidamente.
·
Einstein, sin embargo, no se planteó la posibilidad más racional, la de
pensar que si los efectos son idénticos, eso se debe a que no se trata de dos
fuerzas diferentes, sino una sola, inercia. Y en vez de investigar, se
limitó a dar por buena esa igualdad de efectos y santificarla con la
declaración de su conocido Principio de
Equivalencia.
·
En mi obra Nueva visión del Universo, puede
consultarse la explicación detallada de cómo se produce esta inercia, hasta
ahora mal llamada “atracción de masa”, que está en el origen de todos los
movimientos gravitatorios.
Es lógico suponer la escéptica sorpresa del lector, especialmente si
el lector es un científico. ¿Cómo es posible esta insólita afirmación de que
todos los movimientos, los rotatorios de los astros, los envolventes de los
sistemas y los gravitatorios sean producidos únicamente por la inercia
expansiva? Comprendo la desconfianza, pero resulta evidente que una
explicación (y una demostración) tan prolija no puede ser encerrada en un
solo capítulo de un libro, y menos de un libro cuyo objeto no es cosmología.
Este sorprendido lector debe consultar mi libro Nueva visión del Universo para hallar la respuesta a su pregunta.
Toda
la realidad física contenida en la Singularidad fluye, se despliega en su
propio seno, distanciándose entre sí como lo hacen los puntos de
cualquier cuerpo elástico, sin necesidad de crear nuevo espacio.
El
espacio-tiempo no es un “producto” creado por el movimiento expansivo. Estaba
ya contenido en la
Singularidad y lo único que hace es desplegarse.
Es
esta distensión interior del propio universo lo que engendra movimientos
particulares de forma natural, sin necesidad de inventar fuerzas que
arrastren.
Manifestación: el universo de las cosas
Ante nuestra incapacidad para aprehender la realidad en sí misma
(que es una y única, que es el Ser),
la definimos por sus modos de manifestarse. Así, decimos que finitud es
aquello que se manifiesta encerrado en límites, repartido en cosas que nuestro
conocimiento capta como unidades diferentes, y con el mismo fundamento (o
mejor, no-fundamento) decimos que infinitud es lo que no tiene límite
ninguno.
Cualquiera de los dos conceptos evidencia la precariedad de luz en
la galería del hombre-topo, porque, en vez de conocer eso que es uno y único,
el Ser, lo único que somos capaces
de distinguir es lo accesorio de si se manifiesta con límites o sin ellos, de
manera que en el primer caso decimos que se trata de la finitud (universo) y
en el segundo que se trata de lo infinito; pero en cualquiera de los dos
casos nos referimos a su mera existencia, no a su esencialidad. Nadie sabe
cómo es el Ser
(sustancialmente lo desconocemos, conocerlo sería conocer a Dios).
La realidad, pues, es un secreto, un continuo milagro. Tal es el
desconocimiento, que de ella únicamente somos capaces de percibir
precisamente sus límites. Las notas físicas de las cosas materiales, los
accidentes, tales como dimensión, color, densidad, etc,
constituyen exactamente sus límites. Lo que es blanco es que está limitado a
ser blanco, ni negro ni azul, de manera que blanco es un puro límite de la
cosa. ¿Pero qué es la cosa en sí? ¿Por qué tiene ese límite de la blancura?
¿Por qué se manifiesta el ser de esa forma tan particular? Nadie sabrá
explicarlo. Más adelante veremos que la materia, como tal, no existe, que la
realidad física consiste solamente en formas..... y decir formas es lo mismo
que decir límites. La pregunta siguen en pie: ¿Por qué se manifiesta el Ser en formas o límites físicos?
Silencio absoluto
Lo mismo ocurre con las cosas espirituales. A medida que la persona
se hace mayor muestra una irrefrenable inclinación a vivir en el pasado
lejano, el de la niñez y juventud, y a olvidar enteramente la realidad que le
rodea y su memoria más cercana. El viejo se vuelve nostálgico, continuamente
está hurgando en su pasado más lejano, y lo hace, claro, apoyándose en
imágenes y situaciones concretas. Pues bien, esas diferentes vivencias no son
otra cosa que los límites de un sentimiento, que no es infinito, que
corresponde a una persona y una historia determinadas, y no a la de otra. Y
no solamente es limitado el sentimiento por corresponder a una persona y no a
otra, también es limitado entre los demás sentimientos de su mismo dueño. Pero
no le pidáis a quien siente nostalgia que defina qué es lo que le pasa,
porque un estado de ánimo también es un misterio. Solamente se constata como
algo encerrado en los límites del alma. Más adentro de los límites, todo es
misterio.
La
realidad finita de todo lo universal es una realidad de la que sólo
percibimos los límites, las formas. Conocerla sería conocer el Ser.
Cuando el filósofo se pone a pensar y habla de la “esencia de las
cosas”, da la entera sensación de que ha descubierto la piedra filosofal,
pero lo único que ha llegado a discernir es cuáles son los límites, si bien
ahora no esta refiriéndose, como antes, a los límites o formas físicas, es
decir, los de cada cosa particular, sino a los límites o formas sustanciales,
que son los mismos para todas las cosas análogas. Eso es todo lo que el
filósofo pretende vendernos como “esencia”. En verdad, ni sabe qué son las
cosas exactamente, ni por qué las tiene delante, ni por qué existen tanto
ellas como él mismo. Únicamente comprueba que cada cosa es lo que es (es
decir, limitación) y existe dónde y cuándo existe (es decir, también
limitación).
Las formas sensibles (la existencia)
Si te metes a indagar en filosofía sobre este tema de qué “cosa” son
las “cosas”, amigo lector, te vas a dar de bruces con el omnipotente
Aristóteles, aunque desapareció del mundo nada menos que cinco siglos antes
de Cristo. Él fue el autor de la teoría hilemorfismo,
que traducido quiere decir materia-forma,
ese binomio misterioso que, según esta teoría, está en el origen de todas las
cosas del universo físico.
Sobre la forma, además de lo que va explícito en su propio
nombre (el conjunto de accidentes que individualizan e identifican a cada
cosa y que dan fe del existir de tal cosa -capítulo I de este libro-),
debe tenerse en cuenta también que, en filosofía, este concepto incluye
también todas las formas sustanciales, es decir, el ser o esencia de las
cosas.
Pero en cuanto a la materia, eso es algo un poco más
complicado, porque el que lee este nombre se va inmediatamente al concepto
que todo el mundo maneja, el de esa sustancia más o menos consistente y desde
luego siempre tangible, perceptible por los sentidos, que constituye
precisamente la sustancia de la que están hechas todas las cosas, es decir,
el soporte o base de la formas antes citadas. Sin embargo, para la ciencia
física, materia es algo más que eso:
o
Es, en primer término,
eso otro no detectable directamente por los sentidos, sino solamente por los
efectos que produce, y que ni la propia ciencia es capaz de definir porque
nadie sabe en qué consiste ni de dónde procede realmente: la energía.
o
Dado que la energía es
el origen de todo el mundo físico, el más evidente de todos sus efectos es
precisamente la capacidad que tiene de acumularse en forma de materia
(de lo cual da fe el inmenso desprendimiento de energía en los experimentos
de desintegración), y de ahí la razón del concepto popular de lo que es
materia.
Esto es lo que piensa la gente y lo que dice la ciencia sobre el
concepto de lo físico. Pero la filosofía va más allá, busca siempre en lo más
profundo de las cosas, tanto que, aunque vivió cinco siglos antes de nuestra
era y nada sabía de la física ni de la energía de hoy, leyendo su célebre
teoría hilemórfica, te encuentras con que el autor,
Aristóteles, al hablar de lo que era para él la materia, lo que hace es una descripción perfecta de lo que
es hoy día la energía.
o
En filosofía, materia
es todo y no es nada concreto, es un algo absolutamente indeterminado
que no existe por sí mismo si no es actualizado por la forma, igual a como la
forma tampoco es nada si no tiene materia a la que actualizar. En definitiva,
es aquello de lo que están hechas todas las cosas, pero que no existe fuera
de las cosas, mientras no se una al otro coprincipio
entitativo, la forma.
Como se ve, coincide exactamente con la descripción de lo que
conocemos como energía hoy día, la cual también es un algo indeterminado,
desconocido, no detectable por los sentidos de forma directa, solamente
reconocible por sus efectos, entre los cuales, el más común es la capacidad
de “acumularse” formando las cosas que percibimos.
De acuerdo.... salvo en un detalle: la materia de Aristóteles no
existe si no es unida a las formas, constituyendo los objetos físicos; y la
energía de la ciencia tampoco es detectable por sí misma, sino por las cosas
que son sus efectos. Hasta en esto coinciden ambos conceptos. Pero lo que no
se comprende muy bien es este “secretismo” de su naturaleza, eso de que
nadie, ni siquiera la ciencia, sepa en qué consiste exactamente. ¿Cómo es
posible?
·
El secretismo de la
materia existe, precisamente, porque la materia no existe. Esto no se trata de ninguna broma, se trata de que su no
existencia real ya fue demostrada teóricamente por la filosofía
espiritualista, y científicamente por la física cuántica de Plank, a principios del siglo pasado.
·
De la materia
únicamente dan testimonio los sentidos, los cuales también son materia, por
lo que su testimonio no es válido.
·
El dato coincidente de
que para Aristóteles la materia no exista en sí misma (sólo unida a las
formas) y de que tampoco haya nada debajo de los cuantos (las
unidades mínimas de la energía, en la física moderna) viene a abundar en la
certeza de que la materia, efectivamente, no existe, a pesar del fenómeno de su
aparición ante los sentidos (ver, más adelante, el apartado “La Finitud soñada, El universo formal”).
Con esto hemos eliminado un quebradero de cabeza, la materia. De la
realidad física, pues, nos ha quedado nada más que las puras formas de las
cosas para dar fe de su existencia, formas que parece ser que no están
hechas de nada que sea tangible, de nada que no sea pura apariencia, y así
consta en su propio nombre, porque el término existencia procede de "existere", y viene a significar algo así como el
simple “aparecer” o el simple “mostrarse”, es decir, nada que tenga que ver
con la realidad del ser, lo cual resulta plenamente coherente con la
naturaleza del universo. Recordemos:
·
En el apartado Escenificación: el universo espacio-temporal, ha
quedado escrito: “El viejo modelo del
espacio universal muerto, neutro, inerte, queda sustituido por un espacio
vivo, fluyente ........”
·
Aplicando lo anterior
a este caso, si el universo no es una realidad estable, sino que fluye
continuamente en su seno, esto concuerda con que las cosas que navegan en él
tampoco sean estables, sino que aparezcan en ese fluir
continuo.
Al margen de este significado etimológico del término “existir”, el
concepto de lo que es la existencia
no ofrece duda ninguna para nadie. Aunque sean pocos los que se atrevan a
definirlo, todo el mundo tiene conciencia exacta de lo que es el existir, con
mucha mayor claridad, por supuesto, de lo que es el ser. Éste, el ser,
solamente es accesible mediante la abstracción, mientras que el existir se
apoya, de forma directa, en el dato objetivo del aparecer de la cosa ante los
sentidos
·
Se acepte o no se
acepte la existencia real de la materia, por encima de eso, la cosa muestra
una forma sensible que nos da noticia de ella, la sitúa en el espacio
y en el tiempo y la individualiza entre todas las demás cosas. En definitiva,
la cosa nos muestra su existencia.
En
la finitud física, obviamente es la forma sensible la que da fe del existir
de cada cosa.
Pero de esto último escrito “la cosa nos muestra su existencia”, no
debe deducirse que la cosa tiene capacidad para “mostrarse o no-mostrarse”,
porque esto llevaría al error de suponer que la esencia (la cosa, en
definitiva, es esencia) es independiente y anterior a su posible existencia o
no-existencia, nos llevaría al error de suponer que las cosas pueden ser,
aunque no existan, aunque no se muestren. Ya quedó dicho, en el capítulo I,
que el ser y el existir, dentro del mundo físico, aparecen como dos
manifestaciones diferentes en nuestra percepción, pero manifestaciones
diferentes de una única realidad, la cosa, y se entiende que no puede darse
una manifestación antes que la otra, ni la una sin la otra.
En el mundo físico, el ser o forma sustancial (que enseguida
veremos) no tiene la privacidad del existir o forma sensible, porque, si bien
el ser puede ser repetido en muchas cosas, el existir no, el existir está
encuadrado entre las coordenadas espacio-temporales, de manera que es posible
que dos cosas existan en el mismo espacio, pero no al mismo tiempo, y es
posible que existan al mismo tiempo, pero no en el mismo espacio.
En
el ámbito de la finitud física, la correspondencia entre cosa y existencia es
única.
Las formas sustanciales (la esencia)
Pero cuando en filosofía se habla de “formas” no suele hacerse en
referencia a las formas físicas, por las cuales cada cosa está en el
espacio-tiempo individualizada, suele hacerse en referencia a las formas sustanciales, por las cuales
cada cosa es lo que es esencialmente. No es lo mismo la madera de olivo que
la madera de sándalo, ni mucho menos es lo mismo que la veleta del
pararrayos, porque, al margen de que tengan formas sensibles distintas, las
respectivas “materias” que integran esos objetos son diferentes, están
diseñadas para fines diferentes y tienen, por lo tanto, propiedades
diferentes. Este límite tan decisivo es llamado naturaleza, o sustancia,
o más pomposa y abstractamente esencia
En metafísica viene concibiéndose la sustancia como “aquello”, no
detectable por los sentidos, que hace de “alma” en la que residen las
propiedades específicas de cada cosa y que determina que la cosa siga siendo
lo que es. Esto es lo que dicen los libros. Pero salta a la vista que ese
“alma” que se nombra como si fuera algo misterioso, abstruso y difícil de
concretar es, por el contrario, algo bien evidente y concreto, no es otra
cosa que la idea o diseño por el que la cosa es concebida para un fin
determinado, por esto el que la sustancia sea un “abstracto”, y por esto el
que las propiedades sean determinadas, necesarias e inseparables, pues, de
tener otras, no serían las adecuadas a ese fin para el que ha sido diseñado
el objeto.
Nada como un ejemplo para aclarar los conceptos. Todas las escaleras
del mundo son diferentes. Desde la escalera de mármol de un palacio hasta la
humilde escalera de tijera de un pintor, todas difieren en medidas,
materiales empleados, formas, colores, etc. Todas estas características, que
son tan diversas como contingentes, puesto que pueden ser cambiadas sin que
afecten al resultado, son los accidentes
que captan nuestros sentidos, son lo que he llamado formas físicas o sensibles, que únicamente dan fe de la
existencia de cada escalera particular.
Pero la mente también es capaz de descubrir lo que todas las
escaleras tienen en común, de manera que se atreve a unirlas a todas bajo una
sola definición, que puede ser así: “Escalera es un conjunto de planos
horizontales, dispuestos de tal manera que sirven para ganar o perder
altura”. Esto, que resulta obvio que no es otra cosa que un concepto, una
idea, y que puede ser captada por la mente del observador porque está en el
objeto que observa, es lo que constituye la esencia o forma sustancial de ese objeto, por más que la
filosofía al uso lo presente como si se tratara de algo arcano e imposible de
concretar.
En
la finitud física, esencia o forma sustancial es la idea que encierra todo
objeto inteligible.
·
El objeto ha de ser
inteligible, obviamente, pues de otro modo no sería propiamente un objeto,
sería un absurdo. Pero coherente e inteligible es absolutamente todo en la
naturaleza, lo absurdo nada más puede existir en los actos y obras del hombre
por el uso de su libertad.
·
Lo que es inteligible
y coherente es que está ordenado a un fin. No sólo los objetos creados por el
hombre tienen siempre una finalidad, también todo objeto natural está
ordenado a un fin: el equilibrio y conservación de la naturaleza. Todo lo
inteligible está hecho necesariamente por una inteligencia, y toda
inteligencia actúa con un fin.
·
Para cumplir ese fin,
todo objeto es diseñado conforme al mismo, de manera que sus elementos
constituyentes (propiedades) son exactamente los adecuados a tal fin, es
decir, son determinados, necesarios e inseparables.
Aplicando este análisis a la definición hecha antes sobre el
universal “escalera”, tenemos:
·
Toda escalera,
independientemente de su forma sensible particular, ha sido diseñada para un
mismo y único fin: ser usada como herramienta para ganar o perder altura con
el movimiento personal.
·
Esta idea o diseño
común en todas las escaleras, consiste en la disposición que sus elementos
tienen entre sí en orden al fin perseguido (planos horizontales, en
diferentes alturas....)
·
Una vez construida la
escalera, obviamente, el orden o disposición de sus elementos permanece. En
su momento existió en la mente del autor, pero en el objeto permanece para
siempre. Si no permaneciera, no sería una escalera, sería otro objeto o sería
un caos.
·
Toda idea de una mente
es apta para ser captada por otra mente, de manera que cualquier observador,
al comprobar esa disposición de los elementos en el objeto, reconoce la idea
o diseño de quien lo construyó, idea a la que llamamos esencia o forma
sustancial.
·
Por tanto, en una
escalera cualquiera, además del conjunto de accidentes (formas sensibles) que
evidencian la existencia de la misma, la disposición de sus elementos
evidencia el diseño ordenado a un fin (forma sustancial), que es común
a todas las escaleras posibles.
Es importante constatar
que la forma de ser, la esencia, no tiene la absoluta privacidad de la
existencia. Así como el existir es irrefutablemente único para cada cosa
material, su forma sustancial, en cambio, nada impide que pueda ser repetida,
y de hecho así resulta. Por lo pronto, la esencia se repite en todos los
individuos de una misma especie. Pero es que, incluso dentro de una misma
especie, pueden desaparecer las particularidades que diferencian a unos de
otros, como ha sido puesto de manifiesto con la clonación, en cuyo caso ya no
se repite solamente lo esencial de la forma, sino la forma entera con todos
sus accidentes (al menos en teoría, en la práctica siempre existen
imponderables que diferencian).
En
el ámbito de la finitud física, la correspondencia entre cosa y esencia no es
única.
En
la finitud física, las cosas son identificables, de forma necesaria, por el
existir, y sólo de forma contingente por el ser.
En definitiva, sean formas sustanciales o sean formas sensibles,
toda la realidad física es puramente formal. Por las primeras, cada cosa es
lo que es (esencia), y por las segundas, cada cosa existe dónde y cuándo
existe (existencia).
La
realidad formal de las cosas tiene una limitación espacio-temporal
(existencia) y una limitación ideal (esencia).
Las formas ideales (los universales)
No todas las cosas son absolutamente diferentes entre sí. El
universo no es un inmenso montón de cosas ajenas unas a otras, es un montón
de cosas diferentes, pero también de cosas análogas, es decir, de cosas que,
no siendo iguales, tienen en común algo, a veces incluso lo más esencial.
Cuando el entendimiento descubre la forma sustancial de una cosa particular,
es obvio que dicha forma no es patrimonio exclusivo de esa cosa, puesto que
una idea, un diseño, vale para otros muchos singulares. Y así es. Antes he
dicho que la esencia no es exclusiva de cada cosa, que puede ser repetida en
otros singulares, constituyendo un grupo de “análogos”, es decir, de
singulares que tienen lo esencial en común, aunque difieran en las formas
físicas. Por tanto, toda forma sustancial, como idea que es, constituye
por sí misma un concepto universal,
independientemente de que sea única o sea repetida en otros singulares. Y
puse como ejemplo el universal “escalera”.
Ahora bien, el problema consiste en lo siguiente: esa forma
sustancial que engloba a todas las escaleras del mundo, pero que no es
ninguna de ellas en concreto, puesto que carece de los accidentes que
únicamente están en las escaleras singulares, ese ente es, efectivamente, una
pura idea, un concepto, y como tal, existente en la mente del hombre, y si se
quiere y yendo más allá de la limitación hombre, existente en el mundo de las
ideas, según la doctrina platónica. Pero esta cuestión ha provocado en la
filosofía agrios debates a lo largo de la historia, en el sentido siguiente:
·
¿El ente escalera es
solamente una idea o es algo más? ¿Habita únicamente en la mente o también
fuera de ella? Es decir, ¿Es algo independiente y ya existente antes de la
existencia de las singulares escaleras, o sólo se trata de una pura
elaboración ideal posterior y provocada por la previa existencia de las
escaleras singulares? ¿Quién fue antes y quién causó a quién, el universal a
los singulares, o éstos al universal?
o
Que el universal es
una realidad ideal resulta evidente. El concepto escalera no es ninguna
escalera determinada, no existe físicamente. Pero, en el primero de los casos
de la cuestión planteada, consistiría en una idea con vida propia, un patrón
anterior a todos los singulares y modelo de todos ellos;
o
En el segundo caso,
por el contrario, sigue siendo una idea también, pero sería posterior a la
existencia de los singulares y elaborada por abstracción a partir de éstos.
o
En el primer caso es
el prototipo y causa (la causa ejemplar aristotélica) y en el segundo no es
ninguno de los dos, es solamente la comprensión o idealización de algo ya
existente.
En este viejo problema metafísico, manoseado a lo largo de la
historia y permanente desacuerdo entre filósofos, hay que distinguir dos
supuesto básicos, en uno de los cuales la solución se presenta incuestionable
y en el otro no tanto:
·
Una cosa es el
universal creado por la inteligencia humana, y otra cosa es el
universal producido por la naturaleza.
o
El primero de los dos
casos acaba de ser contestado en estas mismas páginas. Por supuesto que el
universal es una realidad anterior a la existencia de los singulares y causa
de los mismos, puesto que lo que el hombre elabora lo hace en virtud de la
idea previa que tiene de lo que quiere hacer.
o
Argumentar lo
contrario, defender que la forma sustancial tiene su realidad únicamente en
cada una de las escaleras particulares que hay en el mundo, una a una, de
modo que, si las eliminásemos todas, nunca habríamos llegado a construir el
concepto universal de escalera, no es cierto.
o
Es cierto únicamente
para los innumerables hombres que se encuentran con las escaleras ya hechas y
no han de molestarse en idearlas, en inventarlas. Mas ninguna existiría si
una primera mente no hubiera creado el patrón o prototipo escalera y hubiera
construido la primera de todas ellas. Y por la misma razón, además de él,
todos y cada uno de los hombres habrían sido capaces de gestar ese mismo
patrón si no se lo hubieran encontrado ya hecho.
En
la actividad creadora del hombre, el universal existe como prototipo
independiente, anterior y causa
ejemplar de la existencia de los singulares.
Abandonemos las escaleras, que es una manufactura del hombre, y
entremos en el segundo supuesto, el de la naturaleza. Fijémonos en cualquier
especie animal. Todos los individuos que presentan una misma constitución
esencial decimos que integran una especie. En este caso se trata, por tanto,
de descubrir cuál es la causa de tal semejanza entre ellos, y si esta causa
es la existencia previa de un prototipo o no.
·
La primera posibilidad
a descartar es que tal semejanza entre particulares se produzca por puro
azar. Sería disparatado admitir tal cosa cuando la semejanza se produce en
tantos millones de individuos. No puede deberse al azar, tiene que existir
una causa que la determine.
·
La segunda posibilidad
consiste en la existencia en alguna parte (se supone que en el mundo de los
ideales) de un prototipo que, de alguna manera, informa a ese conjunto de
singulares de la especie. Pero tal posibilidad solamente sería aceptable en
el caso de que la generación de los individuos no presentase ningún vínculo,
es decir, sería aceptable tal tesis si la generación se produjese de forma
espontánea. En tal caso, pensaríamos que la analogía entre muchos tiene que
deberse a que existe un modelo, además de una ley natural que imponga tal
modelo en la generación espontánea.
·
Pero es que la
realidad no es así. En la realidad, todos los ejemplares o singulares
correspondientes a una especie determinada, se han generado unos a otros por
vía de la reproducción, no de forma espontánea.
El problema parece haber quedado resuelto: no se trata del azar, ni
tampoco se trata de ningún prototipo, patrón o idea independiente de ellos,
externa a ellos; se trata de la
transmisión directa de la identidad entre los propios singulares del
colectivo. En tal caso, el patrón no fue ninguna idea, fue el primer singular
que surgió por mutación y, habiéndose adaptado a la realidad circundante, se
afirmó y comenzó a multiplicarse en nuevos singulares por dación de sí mismo,
no de ningún modelo ideal externo.
Sin embargo, esta conclusión aún no ha resuelto el problema del
todo, porque se ha detenido en la mutación y no ha indagado qué es lo que hay
detrás de toda mutación. Y aquí surge la gran polémica entre finalistas y afinalistas. Para los primeros, la evolución darwiniana, con su mutación y selección, no puede ser
admitida como un proceso ciego y al azar, sino el resultado de un plan
preconcebido, programado, es decir, inteligente, cuyo fin es la perfección y
aparición final precisamente del hombre. Para los afinalistas,
en las mutaciones no interviene nada más que el azar, la selección natural
elige luego a los mejores y no existe, por tanto, ninguna planificación, sino
que la perfección final es el resultado lógico de mutación-selección.
El problema principal del hombre en la búsqueda de la verdad estriba
en que todo, la verdad y la falsedad, es defendible con argumentos. Suele
ponerse la sabiduría no al servicio de la verdad, sea cuál sea, sino al
servicio de una verdad subjetiva, preconcebida, voluntarista.
Por mucho que los afinalistas, generalmente
científicos, insistan en la “evolución ciega”, entiendo que es una posición
descabellada, al menos por las siguientes cuatro razones:
1.
Si las mutaciones se
produjeran al azar, se repartirían aproximadamente al cincuenta por ciento
entre las útiles y las inútiles. Hasta que después la selección natural
eliminase a estas últimas, pasaría un largo período de tiempo que, solapado
con las sucesivas producciones de individuos inútiles o inadecuados, daría
lugar a un universo absolutamente caótico. Y esto, la naturaleza, en perfecto
equilibrio, lo contradice. Parece evidente que las mutaciones erróneas son
solamente excepciones de la ley general, no el cincuenta por ciento.
2.
El proceso de
selección natural consiste en la pervivencia de las mutaciones que mejor se
adaptan al medio..... pero es que adaptación al medio no coincide
necesariamente con complejidad y perfección, y son éstas y no aquella,
las que rigen la evolución, puesto que son su resultado final. A menudo,
especies más simples y rudimentarias aparecen mejor adaptadas al medio que
otras complejas. El innegable rumbo de la evolución hacia una mayor
complejidad y perfección contradice la ley de la selección natural, y la
máxima prueba de esto es el éxito de la especie humana, que es precisamente
la única especia no adaptada a la naturaleza, pero la más compleja y
perfecta.
3.
Por otra parte, la
selección natural debería ser indiferente ante la aparición de miembros sin
finalidad ninguna, siempre que estos miembros no constituyan un obstáculo
para la adaptación al medio del individuo. Según esto, en todas las especies
acabarían apareciendo miembros inútiles y sin función, lo cual no es
cierto en la realidad. Salvo excepcionales casos, todo miembro tiene una
función determinada.
4.
Por último, expongo el
argumento más primordial de todos, puesto que por sí solo siega por la base
la fundamentación de los afinalistas,
a saber: el hecho de que se repitan las mutaciones, incluso aunque fueran al
azar, y que se repita la posterior selección por adecuación al medio, estas repeticiones,
en sí mismas, constituyen un auténtico programa, una ley, lo cual reclama la
existencia de una inteligencia que así lo haya planificado. Defender una ley
de la evolución (sea del tipo que sea) y negar la existencia de un autor de
esa ley, constituye una incoherencia.
En resumen, parece una enorme ingenuidad suponer que una obra tan
monumental es puro resultado del azar. Sencillamente, parece del todo
descabellado, inverosímil. El universo reclama necesariamente una
inteligencia y un programa. Pero una vez instalados en el finalismo de la
evolución, lo que procede es preguntarse, en relación a este tema de los
universales, si el finalismo consiste en una serie de modelos o universales
previos que impulsan todo el posterior proceso evolutivo. Existe un programa,
pero ¿en “qué” consiste el programa?
En esto no puedo estar con los finalistas, en especial con el
finalismo y providencialismo de las religiones, que piensan que el Creador supremo
se ha entretenido en diseñarlo todo, desde los parásitos intestinales de los
monos macacos hasta el hielo amónico de los anillos del planeta Saturno.
Resulta ridículo pensar en un Creador entretenido en tantas nimiedades o, por
decirlo más propiamente, en tantas miserias. Dios es Dios. No estableció
patrones previos, y prueba de ello es que todo pasa, desaparece y es
sustituido por otra realidad diferente y superior. El Creador únicamente
programó la ley que rige la evolución, es decir, la ley que determina
que se produzcan mutaciones y selección posterior, y que también
determina que ese proceso entero de mutación-selección esté orientado hacia
una incesante perfección y complejidad. Eso es todo. La naturaleza,
luego, cumple esa ley a rajatabla.
El
finalismo de la evolución es cierto, pero no consiste en patrones
predefinidos, consiste en la dirección hacia la perfección, que es un
camino sin final concreto.
En
la naturaleza, por tanto, el universal no existe como modelo previo, existe
sólo como mero instrumento para la causa final de la perfección.
Quizás algún lector se escandalice. Puede que se haya llevado las
manos a la cabeza, porque esto parece apuntar a un ser humano que no es el
fin de todo y que será, presumiblemente, superado por otro ser más perfecto
con el paso del tiempo. No, no, en modo alguno. A lo largo de toda mi obra
establezco, con insistencia tozuda, que el ser humano es ajeno al universo,
es radicalmente diferente a todos los demás seres vivientes y que, por lo
mismo, nada tiene que ver con la evolución, la cual solamente le afecta como
mamífero, corporalmente, pero no en cuanto espíritu consciente, libre y
moral, es decir, en cuanto espíritu creado al margen de la evolución.
La
evolución sólo afecta al hombre corporalmente. Como espíritu consciente,
libre y moral es creado al margen de la evolución, es un universal previo en
la mente del Creador
LA
FINITUD ESPIRITUAL
Aunque de forma oscura y mal delimitada, todo el mundo tiene
conciencia de lo que significa espiritualidad.
No sé, por tanto, si es verdaderamente necesario comenzar por determinar qué
es lo que debe entenderse por espiritualidad y cuánto es lo que se esconde
bajo este concepto. Y el resultado no es el mismo siempre. Si lo hacemos por
la vía más simple, la vía de la eliminación, nos da el concepto más genérico
y también más impreciso: Espíritu es todo aquello que no es estrictamente
materia.
Resulta una definición absolutamente imprecisa, pero infalible. Todo
lo que está por encima de la materia inerte es producto de la vida: las leyes
naturales del cosmos y de la evolución, los actos de los seres vivos, la
inteligencia planificadora del ser humano..... en definitiva, la dimensión
creativa capaz de sacar a la materia de su ostracismo natural. Es una
definición infalible por su resultado, pero inaceptable como definición,
porque hacerlo por la vía de la negación es el mismo recurso que utilizamos
con Dios, que ante la imposibilidad de conocerlo, nos escapamos definiéndolo
por lo que no es: “El Dios infinito no es nada de lo que conocemos en el
mundo de la finitud”. Pues en nuestro caso sería lo mismo, muy exacto, pero
sin explicar qué cosa es la espiritualidad.
·
Así definida, un mundo
sin espiritualidad se correspondería con la imagen de un universo
paralizado, un universo exactamente igual al que conocemos, pero
encerrado en una foto fija, porque ése es el estado normal de la materia si
no hay vida (espíritu) que la ponga en movimiento. Realmente ni siquiera
sería eso. La materia sin espíritu jamás habría llegado a ser lo que ahora
vemos, de manera que sería más exactamente el caos informe del que habla el
Génesis.
Si en vez de la vía de la negación utilizamos la vía teleológica,
podemos definir lo espiritual como Aquello
que tiene una dimensión escatológica, una clara proyección más allá de
las fronteras de la finitud del universo al que ahora pertenece, criterio con
el que restringimos mucho el vastísimo campo de la espiritualidad al eliminar
cosas que evidentemente no son materia, pero que caducarán con la materia al
final de los tiempos, como son todas las leyes que rigen este universo, por
poner un ejemplo claro. Las leyes son cosa espiritual, desde luego, pero no
van a sobrevivir al universo para el cual han sido diseñadas. Y si nos
ponemos estrictos, por la vía de este criterio escatológico no quedaría más
espíritu en la faz de la tierra que el del hombre, único ser que conoce el
bien y el mal y es capaz de comportamiento moral, criterio éste que es el que
defienden los más puristas (y que no defiende este autor, toda la Creación es
eterna)
La definición perfecta, sin embargo, ni es la que se hace por la vía
de la negación ni la que se hace por la vía teleológica, sino la que se
enfrenta a la cosa misma e intenta explicarla por lo que esencialmente es.
¿En qué consiste lo espiritual? Pues realmente ya lo tenemos contestado en
los párrafos anteriores: Espíritu es el
principio vital que anima a la materia, que pone en
marcha lo que por naturaleza es inanimado. Hemos ido a caer en el mismo
resultado que cuando utilizábamos la vía de la negación y decíamos que
“espíritu es todo lo que no es materia inerte”. El resultado es el mismo
(como no podía ser de otra manera), pero la definición no, porque intentar
explicar lo que es una cosa por la vía de eliminar todo lo que no es,
consiste, realmente, en un truco. Esta nueva definición viene a decir lo
mismo, pero, al menos, lo dice en positivo.
En
sentido amplio, espíritu es todo lo que supera el puro ámbito de la materia.
En sentido propio, es el principio vital que anima a la materia. En sentido
estricto, espíritu es sólo la dimensión escatológica de la finitud que goza
de tal dimensión.
El vasto mundo
de lo intangible
No solamente en el lenguaje común, sino también en el académico,
suele identificarse alma y espíritu como una misma realidad, y así es, en
cuanto que el alma es la máxima expresión de la espiritualidad. Utilizar el
término alma como sinónimo de espíritu, por tanto, es correcto, pero si
hablamos no de espíritu, sino de espiritualidad en conjunto, este
concepto engloba ya muchas más cosas que el espíritu o alma, engloba todas
las obras de éste y todo lo que no sea estrictamente materia, engloba todo el
mundo de lo intangible. Ahora
estamos con la espiritualidad en su conjunto y dejamos el fascinante tema del
alma para el apartado La finitud soñada
(la finitud universal en la que sueña estar el alma).
Ese primer sentido amplio y laxo de espiritualidad, “espiritual es
todo lo que supera el puro ámbito de la materia”, plantea serias dificultades
a la hora de clasificar algunas de las complejísimas realidades existentes.
En algún momento he dejado escrito que en esa definición tienen cabida las
almas de todos los seres vivos, pero resulta que entre la sórdida materia y
el refinado espíritu del hombre, hay una gama tan extensa de almas y grados
de perfección que resulta problemático establecer qué es lo que cae de un
lado y qué lo que cae del otro.
Puestos a acotar, parece evidente que de naturaleza espiritual será,
al menos, todo aquello que carecería de sentido si desapareciese con la
muerte de la materia, como es un ejemplo claro la afectividad de los animales
y su íntima relación con el hombre. Si, al menos por parte del hombre, es
capaz de elevarse esa afectividad a la categoría de amor consciente, no puede
ser que tal amor desaparezca en la eternidad por ausencia de su objeto amado,
el animal. Sería injusto y sería absurdo, y me canso de repetir, con
cualquier motivo, como ahora éste, que lo absurdo no existe nada más que en
la actuación humana.
Los
sentimientos, el amor, no sólo es del hombre, luego no sólo el hombre es
eterno.
En esto de la espiritualidad, a pesar de que lo más cercano al
hombre no es su cuerpo, sino precisamente su espíritu, existe una evidente
inclinación a invertir la realidad. El hombre no siente ningún empacho en
aceptar su parte animal. Los sentidos son materia, y la materia se reconoce
directamente a sí misma, de manera que el cuerpo que vemos y tocamos no
ofrece la menor duda de su existencia. Así es que, si existe algún tipo de
incompatibilidad entre una naturaleza y la otra (y existe, aunque tanto se
niega), el hombre no suele mostrar remilgos en aceptar que, de no existir
alguno de los dos, ése sería, en todo caso, el espíritu, al que ni ve, ni
toca, ni oye. La constancia interior de eso que llamamos intimidad,
conciencia, espíritu, en definitiva, el “yo”, es cosa tan etérea que siempre
se presta a ser confundida con la fantasía.
¿Existe realmente lo
espiritual como cosa diferente y en sí misma, al margen del ámbito de lo
sensible? Por supuesto. Lo que pasa es que
me veo obligado a ponerlo en duda para dar satisfacción al más furibundo de
los materialistas que pudiera leer este libro. ¿Existe ese mundo paralelo de lo intangible como auténtica e
independiente realidad? ¿Existe o es un mundo sólo imaginario? Para ser
más exactos procedería, quizás, cuestionarlo de esta otra forma: ¿Lo espiritual tiene entidad propia, sea
cuál sea su relación con la materia? Cualquiera con un mínimo de claridad
en las ideas daría un montón de señas de identidad del espíritu, y entre
ellas:
“No
solamente existe, es que lo sé porque lo espiritual es lo más cercano que
tengo, tanto, tanto, que se confunde conmigo mismo.
Si
yo soy algo, soy precisamente mi intimidad.
Antes
de lo que veo, lo que toco y lo que oigo, antes de ninguna sensación llegada
de fuera, convivo inseparablemente con mis propias vivencias.
Pueden
aislarme de todo estímulo exterior, pero resulta imposible que me aíslen de
mí mismo.
¿Qué
cosa soy yo, sino la máquina imparable de mis cavilaciones y sentimientos?
Pues eso justamente es espiritualidad. Mis manos o mis pies son una
anécdota, un accidente que puedo tener o no tener, usar o no usar. Sin
embargo, es inseparable de mí el juicio ininterrumpido con el que escruto
cuánto me rodea, el pensamiento que me enlaza con mi pasado y me pone delante
mi intransferible identidad, el pensamiento que me proyecta hacia un
hipotético después para adelantarme al mismo con los actos de mi voluntad. Lo
más inmediato a uno mismo no es el cuerpo, al que tanto se venera, sino esa
otra realidad no física llamada identidad, intimidad, alma, espíritu…. cómo
se quiera. La respuesta es rotunda: Lo
espiritual no solamente existe, sino que es lo más inmediato e inconfundible,
es la persona misma.
Lo
más inmediato al hombre no es su cuerpo, es su identidad, su intimidad, es
decir, su alma.
Si quien me lee no es nuevo en estos temas, estará pensando que
acaba de pillarme en una clara contradicción al presentar el alma como una
sustancia y, acto seguido, identificarla con sus meras manifestaciones,
porque esto último, según algunos, constituye precisamente la negación de la sustancialidad del alma, teoría conocida como fenomenismo psicológico. Los
defensores de esta teoría mantienen que “el alma no es un sujeto sustancial,
sino sólo un conjunto de fenómenos y situaciones”. Leyendo cosas tan
pintorescas como esta de reducir el alma solamente a sus manifestaciones,
recuerdo eso tan conocido de que, por analogía, también procede entonces
concebir lo que es un río no por sí mismo, sino por las zanahorias que sus
aguas producen.
Desde Heráclito (V a.J.),
la fugacidad y movimiento incesante de las cosas ha empujado al pensamiento
al absurdo maximalista de concebir la realidad como lo contrario, como una
no-realidad, como un simple “devenir”, lo cual implica que el devenir, por lo
visto, se produce él solito, sin sujeto que “devenga”. Si la realidad deviene
será, ante todo, porque la realidad existe, aunque cambie tanto y tan deprisa
(recordemos: el ser de Parménides está por encima
del devenir de Heráclito).
Resulta absurdo negar, como hace el fenomenismo, la evidencia
interna de que el yo es algo
permanente, por muy dinámico y cambiante que sea, y que el yo es uno solo, por muy diviso que
parezca. En uno de mis poemas escribí un día que “Nunca he sabido cuál soy de todos los que hay en mí”, y
efectivamente hay muchos y muy diferentes; pero se entiende que esto era una
licencia del pensamiento de un poeta, porque, a pesar de tanta variedad,
recuerdo haber sido solamente uno desde que tengo memoria de mí mismo.
También acabo de escribir más arriba ¿Qué
cosa soy yo, sino la máquina imparable de mis cavilaciones y sentimientos?
Pero queda claro que no me identifico solamente con mis cavilaciones y
sentimientos, sino más bien con la máquina que los produce.
Puede ser, amigo lector, que estés pensando en este momento que, por
mucho que yo me empeñe en lo contrario, todo pensamiento se conforma a partir
de la previa experiencia de los sentidos; y que puede prescindirse de manos y
pies, pero no del cerebro, que es el que produce eso que digo yo ser la
esencia del hombre, su intimidad. En definitiva, puede que pienses que, al
final, siempre es preciso bajar de esa nube tan maravillosa y espiritual y
caer de nuevo en la madre tierra, que es material y bien material.
Si estás pensando tal cosa, no tengo más remedio que notificarte que
estás adelantándote al planteamiento del índice, y que eso será contestado un
poco más adelante, cuando tratemos del “monismo materialista”. Todavía no
toca. Lo que de momento toca es dejar bien sentado que el alma resulta más
evidente al sujeto que su propio cuerpo. Luego ya veremos si son
independientes o cuál depende de cuál.
No sólo la mayor y mejor parte del propio hombre es espíritu, es que
además todas sus obras engruesan esa vasta realidad de lo espiritual,
infinitamente mayor que la realidad física. Si lo espiritual ocupara espacio,
el universo material, con sus gigantescas distancias siderales, pasaría a ser
un insignificante juguete. Todo lo que materialmente sale de la mano del
hombre, ha salido antes espiritualmente como idea, todo, no solamente El
Quijote o el Acueducto de Segovia, hasta la más humilde de las manufacturas
lleva en sí el espíritu del hombre que la ha creado, porque lo ha hecho de
forma libre e intencionada, conforme a un proyecto y con un fin.
La materia es sólo materia, pero la idea que la modela hasta
convertirla en algo inteligible es únicamente espíritu. En esta verdad se
apoyó Marx para exponer sus tesis sobre la alienación
del trabajador. El quehacer más rústico imaginable del último de los
campesinos tiene siempre el valor de superar a la naturaleza, sometiéndola,
confiriéndole un fin racional. El campesino no espera a que las espigas
broten solas, como hace el animal. Ahora no hay nada más que multiplicar eso
por los millones de millones de seres humanos y por todos sus actos, a lo
largo de la historia, y el resultado es escalofriante.
Si
lo espiritual ocupara espacio, el universo material, con sus gigantescas distancias
siderales, pasaría a ser un insignificante juguete.
Tan es así lo que acabo de afirmar en la anterior máxima, que el
propio universo entero, todo él con todas sus cosas dentro, no es una
realidad objetiva, es solamente un fantástico sueño en el que el alma cree
estar viviendo realmente..... y un sueño es un sueño, es algo
absolutamente espiritual que habita en la conciencia del que sueña. Pero,
como decía dos párrafos más arriba, también esto es hacerse trampas en el
orden del índice de este libro, porque será abordado al explicar lo que es la
finitud del universo entero visto desde fuera, en el apartado La finitud soñada. Mientras tanto,
volvamos a la espiritualidad particular que comprobamos en el mundo.
La diferente naturaleza o ser de las cosas materiales está a la
vista de todos. No es lo mismo la madera de olivo que la madera de sándalo, y
puedo añadir ahora que mucho menos es igual que la luz ultravioleta o que el
alzacuellos del cura párroco. Pero dentro del mundo espiritual, las diferencias
son aún mayores. Antes cité el Concierto de Aranjuez
como cosa espiritual, y también está a la vista que éste no es lo mismo que
el alma del perro de su autor, el maestro Rodrigo (si tuvo perro), o que los
celos de Otelo, a pesar de que son todas ellas cosas espirituales.
Espiritual es el alma, y no hay dos almas gemelas, como no hay
tampoco dos situaciones idénticas en la historia del hombre, ni dos vivencias
iguales en la historia de cada cual. No es lo mismo amar que odiar, ni
siquiera el que ama u odia lo hace siempre de igual manera, ni anhela o sueña
de igual forma. Cada cosa espiritual, por ser precisamente como es de
limitada, deja de ser las demás cosas que podría ser, es decir, todas las
demás infinitas cosas espirituales también limitadas. Una música es una forma
limitada de ser porque, siendo música, no es todo lo demás, ni siquiera es
igual a las demás formas musicales.
El
mundo espiritual es tan inmensamente complejo, que el de la materia, a su
lado, es solamente eso, lo “medible”.
Acabo de tomarme una tan manifiesta como perdonable licencia con el
objeto de hacer comprensible la inmensidad de lo espiritual, porque,
evidentemente, lo espiritual es tan medible como lo
material, todo ello es finitud. Y además no habría sido necesario, porque hay
otra consideración que hace mucho más patente esa enorme diferencia entre un
ámbito y el otro:
·
En el mundo físico,
todas las esencias o formas sustanciales (lo único que son, en definitiva,
las cosas) se inscriben en un único ámbito, el eidético.
·
En el mundo del
espíritu, en cambio, lo eidético constituye nada más que una de sus parcelas,
junto a lo volitivo, lo emocional, lo moral..... Ya no se trata solamente de
ideas, se trata del inmenso piélago de todo lo que está dotado de vida, como
también del fondo inabordable de las leyes que lo rigen; se trata, en
definitiva, de la Creación
entera, que así era, solamente espíritu, antes de la “aparición” de la
materia (olvídate del orden creativo en el Génesis, el Génesis, aunque muy
inspirado, es una fábula).
Lo intangible y
el espacio-tiempo
Páginas atrás, hablando de la finitud física, hablando del universo,
dejé constancia del obligado escenario en el que la vida se desarrolla, el
espacio-tiempo. Ahora, hablando de la finitud espiritual, resulta que el
escenario se nos ha venido abajo. ¿Cómo
encuadrar lo intangible en un escenario? Evidentemente, de ninguna
manera, imposible, lo espiritual no ocupa espacio..... Pero lo bueno del caso
es que, sin darnos cuenta, hemos caído en una verdad científica en la que
quizás jamás habíamos pensado: si lo espiritual no ocupa espacio.......
entonces tampoco ocupa tiempo, según nuestro sabio Einstein,
...... y si tampoco ocupa tiempo, si es ajeno al tiempo, eso quiere decir,
claro, que lo espiritual es eterno por naturaleza, no sólo porque lo
postulen las religiones.
Si lo espiritual es ajeno al espacio, también lo
es al tiempo, porque espacio y tiempo no son “dos”, son una única realidad no
escindible. Todo lo espiritual es eterno.
Aquí, ese lector avispado que siempre presumo frente a mí, buscando
las posibles grietas de mi obra, me diría: “Es evidente que lo espiritual no consume espacio, pero tiempo.... El
alma de todo ser vivo dura un tiempo determinado en el mundo, que ni es la
nada ni es la eternidad; igual a como también dura un tiempo determinado
cualquier estado de ánimo o cualquier pensamiento”. Esta objeción es lo
primero que se le ocurre a cualquiera, incluido yo mismo, si hago las veces
de lector. Y sin embargo no es cierta. Las cosas espirituales “aparecen” en
el tiempo por su unión a la materia (es el peaje que paga lo espiritual como
inquilino de la materia en el mundo), pero que “aparezcan” en el tiempo no
significa que su existencia dependa del tiempo ni sea imposible sin tiempo,
como ocurre con la materia.
Esta verdad de que las cosas espirituales son tan intemporales como inespaciales, no está únicamente avalada por la lógica,
aplicada a la teoría científica de Einstein, como
acabo de hacerlo, es también una verdad comprobada experimentalmente.
·
En los sueños del
paciente, en un lapso de tiempo verdaderamente insuficiente en el minutero
del reloj, puede relatar, al despertarle, que ha vivido toda una secuencia
larga, compleja y llena de diferentes situaciones. En los sueños es sabido
que se quiebra la relación entre el tiempo real y el tiempo soñado. Como
también es sabido que, ante un peligro inminente, hay multitud de testimonios
de quienes han contemplado todo su pasado en un solo instante.
La prueba parece definitiva, porque, la única diferencia entre lo
soñado y lo vivido en vigilia consiste en que, lo soñado, sucede únicamente
en la propia conciencia, que es espíritu y desarrolla lo soñado ajeno a la
situación del cuerpo en ese momento; mientras que lo vivido, como es obvio,
no existe si no es ejecutado físicamente dentro del escenario
espacio-temporal. Esta intemporalidad de lo espiritual, aunque negada
teóricamente, también es aceptada, de hecho, por el propio materialismo,
cuando admite la eterna memoria de las obras del hombre. Pero lo más
trascendente no es el descubrimiento en si mismo, sino la enorme
trascendencia, difícilmente imaginable, que cobra lo espiritual:
·
Cualquier vínculo
amoroso, por pasajero que haya sido en la vida del mundo, ha quedado en lo
intemporal de la eternidad para siempre y, lo que es más importante aún, esa
indestructibilidad lleva aparejada la permanencia de los sujetos del
vínculo. No sólo el amor entre humanos, toda expresión de amor verdadero
que brota de un alma hacia otra alma, garantiza la eternidad del ser amado,
puesto que, sin él, ese amor sería imposible en la eternidad por ausencia de
su objeto.
Puesto
que lo espiritual es tan ajeno al tiempo como al espacio, ni la muerte física
es el fin de nada ni sólo el hombre es inmortal.
La miopía es un trastorno de la vista que solamente enfoca bien lo
próximo, lo lejano lo percibe envuelto en la bruma del “quizás”. Pues bien,
los “miopes temporales” (y no estoy refiriéndome a los que padecen miopía por
un tiempo, sino a los que no aciertan a ver otra cosa que no sea lo temporal
que tienen delante de los ojos) han negado la eternidad de lo espiritual
porque: “Su máxima expresión, el alma,
no ha existido desde siempre, ha sido
creada (o ha sido generada) en un momento determinado, el que corresponde a
su concepción en el mundo”.
La eternidad no es tiempo, es otra dimensión diferente y para
nosotros desconocida, quizás algo así como un “puro presente”, por intentar
imaginarla de alguna manera. Al “miope temporal” le ocurre que lo eterno lo
ve en esa nebulosa lejana de lo que a él, además de miope, ni siquiera le
interesa, así es que recurre a la simpleza tan generalizada de imaginar lo
eterno como tiempo también, aunque un tiempo que “nunca se acaba”. Esta
tontería les viene muy bien para trasladar los momentos del mundo al más allá
y negar que la eternidad sea realmente eterna. Pero no es así. Ningún
“momento” del mundo puede ser extrapolado a un momento concreto de la
eternidad, porque en la eternidad no hay “momentos”, no hay un antes y un
después, no hay tiempo. En la eternidad sólo hay eternidad.
Los
momentos del mundo no pueden ser extrapolados a la eternidad porque en la
eternidad no hay tiempo. Las almas son creadas en la eternidad, aunque
“aparezcan” (momento de la concepción) en un momento determinado del tiempo
del mundo.
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LA FINITUD UNIVERSAL
Ahora voy a ese otro y extraño ámbito, el llamado Universo, en el que las dos únicas
finitudes existentes, la física y la espiritual, aunque tan adversas entre
sí, se hermanan, aparecen cohabitando estrechamente en un gigantesco bazar de
cosas “híbridas” y magistralmente ensambladas, mitad materia y mitad
espíritu. La mezcolanza es llamativa y la mirada del hombre es desconfiada y
es inquisidora. ¿Por qué esta mezcla
tan contra natura? ¿Materia y espíritu tienen los dos el mismo valor? ¿No
será uno de ellos antes del otro? Y por fin la pregunta clave ¿No habrá solamente uno, aunque vemos dos?
La filosofía tiene una infatigable obsesión por hallar un origen común y
único a todas las cosas, y la conciencia del hombre, aunque no sea filósofo,
también añora hallar una única explicación a toda la realidad, como lo
acredita la aparición de las religiones desde el primer día que abrió los
ojos en el mundo.
Hay dos formas de contemplar la realidad universal:
1.
Una de ellas está
reñida con toda especulación, es positivista y no atiende a más argumentos
que los de la pura experiencia. Bien mirada, cabría calificarla de realista;
mal mirada, de torpe e ingenua. Es la mirada que no ve otra cosa que el
paisaje que tiene delante de los ojos del cuerpo, y no cree, por tanto, en
más realidad que el mundo, hecho de personas y cosas que pasan y desaparecen.
Todo cuánto pueda existir, incluidos los más altos sentimientos, es
patrimonio de ese mundo material que rueda, aunque no se sabe por qué ni
hacia dónde.
2.
La otra forma de
contemplar la realidad, el otro tipo de hombre, es el que se niega a admitir
que todo existe por casualidad, y que ese desfile de hombre y cosas por la
faz de la tierra, sin sentido ninguno en sí mismo, es así porque es así y no
procede preguntar nada. Es el tipo de hombre que no se conforma con el
paisaje que alcanza su mirada corporal y quiere saber dónde está realmente.
Bien mirado, habría que calificarlo de idealista; mal mirado, de fantasioso.
Su irrenunciable empeño es buscar una causa lógica al universo, y como el
universo no la tiene en sí, siempre acaba por admitir otra realidad profunda
y más allá de esta aparente estupidez del mundo que vive. Este hombre, claro,
no se conforma con la materia, por mucho que la viva con los sentidos.
Te sitúes personalmente entre los unos o entre los otros, entre los
realistas o entre los idealistas, entre los simplones o entre los
fantasiosos, el problema es único y con dos únicas soluciones:
1.
Reconocer la dualidad
materia-espíritu y admitirla a regañadientes, decantándose casi siempre por
la primacía de uno de los dos contendientes sobre el otro.
2.
Negarse a reconocer la
dualidad y reducirlo todo a uno de ellos, sea la materia o sea el espíritu,
con la propuesta de que ése, que es único, es fuente del otro; o que, a pesar
de ser único, se manifiesta de las dos formas.
La unión contra
natura
Con este abstruso problema nos han mantenido entretenidos hasta el
siglo veinte. Desde el mismo Platón, con su materia y sus ideas,
pasando por Descartes, con su sustancia
pensante y su sustancia extensa,
y desembocando en Kant, con su mundo sensible y su mundo
apriorístico, el género humano ha pasado los siglos empeñado en
reconciliar en uno solo un mundo que ve como dos, una realidad bicéfala en la
que, normalmente, acaba por engullir una cabeza a la otra. Ahora estamos en
el veintiuno, pero la comprobación científica en el siglo anterior, en el
veinte, de la verdadera solución, a la sociedad no le gusta y hace como que
no se ha enterado de nada. Nadie habla de ello, absolutamente nadie. Aquí,
sí; aquí lo vamos a recordar en este capítulo.
Buscando los científicos las últimas partículas, mediante la
difracción de rayos equis, que no "ven" pero "detectan" a nivel atómico, andan en medidas como
el ángstrom, que es la diez millonésima del milímetro. La razón de dar este
dato es para que se comprenda lo increíblemente sutil en que se transforma lo
material cuando, indagando, se llega a lo más íntimo de su esencia. Además,
el mundo de lo sensible comprende otras realidades que ni siquiera son
materia, como las ondas, ni tiene en su base una única fuerza que explique el
movimiento, sino que son cuatro. A pesar de esta opacidad en su trasfondo y a
pesar de la pluralidad con que se presenta, la ciencia busca una solución
única para todo lo que existe. La diversidad del ámbito físico es
inquietante, es motivo de confusión y desasosiego. A la ciencia le gusta la
seguridad de una fuente o causa única. ¿Cuál
es el fundamento de todo? No es concebible que la realidad sea tantas y
tan dispares realidades.
Un pensamiento, aun sin ocupar espacio, es una inmensa realidad,
como todo el mundo sabe por propia experiencia. Pero un deseo, un anhelo, es
una realidad aún más sutil que añade al pensamiento afecto y emoción. Pero,
con todo, un acto libre de la voluntad es algo todavía más sublime, tanto que
es capaz de anular a los dos, al pensamiento y al deseo, y dirigirlos por
otro sendero sin causa objetiva ninguna. ¿Quién
ni qué máquina, técnica o cálculo científico puede predecir el futuro de los
actos libres del hombre? Y a lo anterior habría que unir el amor, el
sentido de la justicia, el espíritu creativo..... Esto, unido a la
desconcertante diversidad de lo físico, convierte a la realidad toda en un
auténtico “montón” verdaderamente desesperante.
Si ahora hiciéramos esa pregunta que nos inquieta “¿Cuál es el fundamento, en definitiva, de
todo lo existente?” al primero de los dos personajes, al materialista, su
contestación sería que todo, desde las cosas hasta las vivencias, son formas
de presentarse la sustancia material o productos de la misma. Pero resulta
evidente que esta afirmación es gratuita, porque con el mismo derecho cabe
pensar justamente lo contrario: que todo, desde las vivencias hasta las cosas
materiales, son formas de presentarse la sustancia espiritual. ¿Cuál es el fundamento para optar por la
primera de las dos soluciones posibles y no por la contraria?
Sencillamente, ninguno, no existe. Aplicando la lógica al problema:
o
Si difícil es que lo
espiritual se presente bajo forma material, igual de difícil es que lo
material se presente bajo forma espiritual; si difícil es que el objeto
tangible escalera sea una forma de presentarse la idea universal escalera,
igual de difícil es que la idea universal escalera sea una forma de
presentarse el objeto tangible escalera.
La solución que nos daría un científico a este problema sería que la
prioridad está en la materia porque, interviniendo en el cerebro con el
bisturí, se puede modificar la facultad, lo cual, según él, es prueba de que
la causa está en el cerebro, y que los pensamientos, anhelos y decisiones son
la consecuencia. El científico, por razón de su preparación profesional,
piensa esto y no se plantea, ni por asomo, lo que se plantea un filósofo: que
si se interviene en el cerebro es simplemente porque el bisturí también es
materia, como el cerebro, y puede modificarlo, pero que si pudiéramos
disponer de un "bisturí
espiritual” y lo aplicásemos a la facultad, obtendríamos el resultado
inverso, la modificación del cerebro. Esta última afirmación no es ningún
absurdo ni ninguna fantasía, es una realidad. El fenómeno es reversible y los
ejemplos que pueden citarse como prueba son numerosos:
·
El llamado en medicina
“efecto placebo”, no es otra cosa que la consecución de un efecto
fisiológico, es decir, una modificación de lo puramente corporal (materia) a
partir de una convicción o creencia firme del sujeto, lo cual es puramente
espiritual.
·
La neutralización del
dolor mediante la segregación espontánea de endomorfinas
por el organismo (materia), tan frecuente en situaciones límite, es producida
precisamente por la propia situación límite, como es, por ejemplo, la
convicción personal de hallarse en un gran peligro, lo cual es una vivencia
espiritual.
·
Un deseo firme de
vivir, de “agarrarse a la vida” (espíritu), se traduce con frecuencia en una
curación inverosímil (materia), verdad de la cual tiene tan amplia
experiencia el ámbito de la medicina.
En
el supuesto de una única realidad, la hipótesis de que lo espiritual sea una
mera manifestación de lo físico y no al contrario, es un apriorismo sin
fundamento, puesto que nos consta la interrelación de los dos en paridad.
Esta evidencia de dos realidades tan irreconciliables, materia y
espíritu, en perfecta armonía, constituye uno de los problemas matrices y
nunca resueltos del pensamiento. El empeño en fundirlas en una sola cosa, a
pesar del esfuerzo imaginativo del aristotelismo, de su aceptación por la
teología y del auge en la sociedad racionalista moderna, sigue sin convencer
a medio mundo, el medio mundo de los idealistas e inquietos, y es
perfectamente lógico, porque no puede darse una oposición más frontal y
absoluta entre ambas realidades.
·
Lo material consiste
en una composición o nueva unión de
elementos que ya preexistían en la naturaleza por separado. Por la
corrupción, cuando la materia es orgánica, o por la desintegración, cuando es
inorgánica, estos elementos son liberados de nuevo a la naturaleza, en la
cual continúan su existencia, dando lugar a nuevos cuerpos físicos por
composición.
Lo material tiene las propiedades esenciales de
ser magnitud o limitación en el espacio-tiempo y estar sujeto al movimiento
composición-descomposición citado, constituyendo una cadena de transformaciones
sujeta a las leyes de la causalidad, que tiene un principio determinado (la
explosión inicial), que está sujeta al tiempo y tendrá un fin necesariamente.
·
Lo espiritual no
consiste en una nueva composición de lo ya preexistente y descompuesto, como
es el caso de lo material. El espíritu no está construido con retazos de
otros espíritus anteriores, ni sus “partes” van a parar a ningún fondo común,
desde el cual puedan volver a integrarse en otros nuevos espíritus.
Lo espiritual constituye una unidad simple, sin
partes, aunque, por ser limitada, puede manifestarse de diferentes formas
(manifestaciones, no partes), unidad que, además de simple es única, no
susceptible de repetición como lo material.
La diferencia entre una clase de ser y el otro es tan drástica que
resulta insalvable. Mientras que la materia no es otra cosa que un reciclaje
de lo ya existente y, una vez concluido su ciclo, regresa al fondo común de
la naturaleza, lista para nuevas composiciones corporales, ni los pensamientos ni los deseos ni los
recuerdos ni los actos existían antes que el propio espíritu que los crea, ni
tampoco vuelven nunca a ningún fondo común desde el que “fabricar” con ellos
nuevas almas.
Todo esto lo comprende cualquiera. Pero quizás una de esas diferencias
haya dejado cierta duda en el lector. Me refiero a lo que son partes de la materia y lo que son manifestaciones del espíritu, porque
suenan a cosa parecida, tan parecida que pueden inducir a pensar que también
las almas son composición y, por lo mismo, sujetas a la corrupción. Pero esa
duda no existe:
·
En cada parte de la
materia no está el todo material, el objeto completo. El todo material lo
integra la suma de todas sus partes.
·
En cada manifestación
del alma, sin embargo, está el alma entera, puesto que es el sujeto único
de tal acción. Nadie identifica el alma con la mera suma de sus
facultades ni con la mera suma de sus actos, sino con el autor (que es
siempre el mismo) de cada uno de esos actos y facultades.
En
cada parte de la materia es obvio que no está el todo. Pero en cada
manifestación del alma sí, porque es el sujeto único de todas ellas.
Ante esta disparidad tan irreconciliable entre las realidades
materia y espíritu, parece que, a lo más que pudiéramos aspirar, es a suponer
entre ambas una vinculación poco menos que inevitable; más aún, forzada. Así
es asumido cuando, de forma poco menos que universal, se concibe al ser vivo
como unidad sustancial, aunque de dos “principios” diferentes, cuerpo y alma.
Pero todo problema al que se le dan soluciones forzadas y poco creíbles acaba
por enseñar los dientes. Cuando luego se intenta dar una explicación
coherente a la apetencia, también universal, de eternidad por parte del
hombre, ya no se sabe qué hacer con la materia, y como prueba, ahí están las
soluciones pintorescas de la “reencarnación”, o la de “resurrección de la
carne”, que las religiones aportan para salir del problema.
Esta paradoja carne-espíritu, aunque es predicable de todo ser vivo,
se manifiesta en toda su abismal profundidad en el caso del hombre, cenit de
lo espiritual, frente al resto del mundo. Hace no mucho hablaba de la
diferencia entre el más tosco de los hombres y el más perfecto de los
animales:
o
Es evidente que mi
perro no sabe lo que es el trabajo porque jamás ha concebido un proyecto, una
previsión. Eso sí, sabe quién es su amo, dónde está su comida y por dónde se
sale a la calle; pero, a pesar de tanta agudeza, no tiene ni la más remota
idea de su propia identidad. Mi perro tiene la terrible limitación de poder
mirar solamente desde dentro hacia fuera. Contempla el mundo, pero no se
contempla a sí mismo dentro del mundo.
o
Únicamente el hombre
tiene capacidad de desdoblarse, de situarse fuera de sí y autoobjetivarse.
Y con ser esto sorprendente, más sorprendente aún es que tal derroche le
viene precisamente de una carencia. Quiero decir que el hombre tiene inmensos
problemas, pero el más monumental de todos es que está en la
naturaleza, pero no es de la naturaleza. De esta carencia de
naturalismo le viene precisamente ese derroche de ser capaz de mirarse, como
en espejo, y sumirse en el sentimiento trágico unamuniano,
sentimiento del que ni siquiera tiene noticia mi perro.
Únicamente
el hombre tiene capacidad de desdoblarse, situarse fuera del mundo y
contemplarse a sí mismo dentro de él. Mayor autonomía espiritual, imposible
Y como eso que acabo de escribir sobre el ser humano: “está en la naturaleza, pero no es de la
naturaleza”, puede sonar aventurado, mejor aclararlo. Que está en el
mundo no ofrece dudas. Su morada es ésta, es inquilino aquí. Pero que no es
del mundo también resulta evidente. El hombre es el único ciudadano del
planeta que se salta las leyes naturales y nada contra corriente. En vez de
trabajar por el orden establecido, que es el orden natural, el de los
animales, se siente libre para hacer “otra cosa”, la que estime oportuna en
cada momento, y trae bajo el brazo otro orden que es una ruina en cuanto a la
conservación del mundo: moralidad-inmoralidad, bien-mal…. de manera que pone
a la madre tierra patas arriba continuamente. Sus diferencias con el resto de
lo creado son escandalosas: nace desnudo, indefenso, pasa por una larguísima niñez, carece de instintos, todo tiene que
aprenderlo..... ¿Para qué seguir? El hombre está en la naturaleza, pero no es
de la naturaleza y hasta está contra la naturaleza.
La causa de este “estar en el mundo, pero no ser del mundo” resulta
obvio que no se debe al cuerpo, que es pura materia como el de los demás
animales, ni tampoco al espíritu en cuanto principio vital que ánima al cuerpo, también semejante a las
demás ánimas, sino al espíritu en cuanto superior, en cuanto quintaesencia
propia sólo del hombre, el espíritu en su sentido más estricto. Si este
espíritu está más allá del orden natural, que es el orden de la materia..... ¿Cómo puede ser reconciliado con ella?
¿Cómo puede intentarse, con tanto denuedo y a lo largo de tantos siglos, un
maridaje tan contra natura? ¿Cuál es el punto por el que suturar lo que está
tan dividido? Y aquí procede la pregunta clave: ¿No será que ese maridaje, tan antinatural, realmente no existe
porque no hay dos contrayentes, sino que sólo existe uno? Esto es lo que
voy a tratar en las dos soluciones que han aparecido a lo largo de la
historia del pensamiento: los partidarios del “sólo materia” y los
partidarios del “sólo espíritu”.
Monismo
materialista
Marx,
Engels y Lenin son los
responsables de una teoría monista conocida como el “Diamat”
o dialéctica materialista, que pretende explicar toda la
realidad a partir de la pura materia como sustancia única; justamente lo
contrario de las tesis espiritualistas. De forma esquemática, dice lo
siguiente:
·
Solamente existe la
materia, que es infinita y eterna (la pura materia, sin formas).
Está claro que cuando estos señores hablan de la
“materia” realmente a lo que están refiriéndose es al “ser” de la metafísica.
Su sectarismo no da para más. Pero añaden una precisión que es verdaderamente
llamativa por la incoherencia tan monumental que encierra: la materia pura e
infinita está compuesta de cosas finitas (cosas materiales), el conocimiento
absoluto está compuesto de conocimientos particulares, lo infinito se conoce
en lo finito.
·
La materia es
interactiva, está constituida dialécticamente.
El idealista Hegel, con
su método dialéctico tesis, antítesis y
síntesis, superó el principio de contradicción, de forma que de una idea
y de su contraria, aunque contradictorias, lo que surge es una verdad
conciliadora y superior. Este mismo fue el método aplicado por Engels al materialismo para explicar el movimiento, tanto
del mundo como del pensamiento (dialéctica objetiva y dialéctica subjetiva).
·
La acción de la
materia sobre la materia es la “reflexión”, fenómeno que explica toda la
realidad:
o
En cuanto a la materia
inerte, por ejemplo, la interacción de una bola de billar sobre otra produce
un efecto mecánico (reflexión).
o
En cuanto a la materia
orgánica, por ejemplo, la interacción exterior de la materia (luz) provoca la
interacción estructural de las células y tejidos nerviosos del ojo (reflexión
física) y la copia o reflejo mental (reflexión psíquica)
·
El pensamiento, por
tanto, sólo es una reflexión (reflejo o copia) de la realidad material, un
“epifenómeno de la materia”.
Ésta constituyó la tesis primera del materialismo,
la que ha sido llamada como “tradicional”. Pero, como era de prever, la
lluvia de objeciones fue obligando a sus ideólogos a ir reformando su
catecismo, por vericuetos a veces pintorescos. El más inmediato de los
reparos fue en el sentido de que “Si lo psíquico es un puro epifenómeno de lo
físico, entonces la psicología sobra, sólo existe la fisiología”. Y ante esta
verdad, el pensamiento materialista se vio forzado a improvisar su primer
salto en el vacío:
1.
La materia es una,
pero tiene dos caras: lo físico y lo psíquico, es decir, dos efectos
diferentes cualitativamente dentro de esa única realidad. Esto no significa
que haya alma, significa que dentro de la materia hay también lo psíquico o
subjetivo.
La contrarréplica no se hizo esperar: “Pero si lo
real y lo psíquico son dos procesos paralelos, dos caras de una única
realidad, si la dialéctica subjetiva es isomorfa con la dialéctica objetiva,
entonces solamente puede existir la verdad, nunca el error o la falsedad”.
¡Problema! Los pensadores materialistas se vieron obligados a realizar un
segundo salto tan audaz como el primero, que dice así:
2.
Debido a la creciente
complejidad evolutiva de la materia, aunque la reflexión sea perfecta
siempre, eso posibilita errores en el lado subjetivo
He empleado la mayor de las concisiones en la exposición de lo
esencial de la teoría materialista, y voy a emplear la misma brevedad en el
comentario de ella, porque entiendo que algo tan insostenible no merece más.
Ni siquiera es comprensible que el resto del pensamiento occidental haya
perdido nunca el tiempo (como yo mismo estoy haciéndolo ahora) en el estudio
de algo así. Un sistema filosófico que se edifica sobre un postulado tan
imposible como el aquí expuesto, no merece realmente atención ninguna.
Políticamente, sentimentalmente, el materialismo dialéctico puede merecer
todas las adhesiones que se quiera, cuya crítica no es el objeto de este
libro; pero en cuanto teoría o sistema filosófico, no puede arrancar de mayor
ignorancia de la que arranca:
Refutación del materialismo
·
Comienza por evidenciar
confusionismo cuando distingue entre “infinito” y “eterno”, puesto que los
cita como si se tratara de dos cosas diferentes. Decir de algo que es
infinito y además también es eterno, es lo mismo que afirmar que ese algo es
infinito y, además de infinito, es infinito. La eternidad no es otra cosa que
una forma de la infinitud, por referencia al tiempo del mundo. Lo infinito
lleva incluido forzosamente lo eterno.
·
Arranca toda la teoría
de una supuesta “verdad básica”, en la
que se afirma que “La materia es infinita”; y esto, sencillamente, es
arrancar de una profunda contradicción que invalida la teoría entera. La
materia es una magnitud, es algo cuantitativo, algo compuesto de partes y,
por lo mismo, con un principio y un fin; y justamente lo infinito es todo lo
contrario, es lo que no es magnitud, lo que no esta compuesto de partes, lo
que no tiene principio ni fin. Para que se aprecie mejor el disparate, el
enunciado “La materia es infinita” puede ser reemplazado (porque tiene el
mismísimo significado) por este otro: “La finitud es infinita”
·
Y para remachar este
sangrante clavo, todo seguido, afirma sin rubor que “La materia infinita está
compuesta de cosas finitas”. ¿Cómo puede lo infinito estar compuesto de nada
si, por definición, lo infinito no tiene partes, no es composición? Una
composición sólo puede ser de cosas finitas y sólo puede dar por resultado
más finitud. Pero la pregunta que acabo de hacer con tanta extrañeza debería
ser más bien ésta otra: ¿Cómo es posible que el pensamiento occidental haya
discutido, y haya elevado a la categoría de idea, algo tan profundamente
infundado y gratuito?
El
materialismo desconoce las verdades más básicas del pensamiento, confunde los
conceptos de finitud e infinitud.
Al margen de este desafortunado planteamiento teórico de Marx y Engels, existen otros
tipos de planteamientos, más concretos y realistas, que suscitan mayores
dudas y merecen mayor atención. Uno de ellos es la firmeza con la que los
materialistas se aferran a las “evidencias” prácticas, del tipo de las
defendidas por el neurólogo que cito en los tres primeros párrafos de este
libro, para el cual el único “sujeto” existente es el conjunto de neuronas
del cerebro. “No existe mente, sólo
existe cerebro”, aseguró en su conferencia. Si nuestro neurólogo hubiera
gozado de un mínimo de lógica filosófica en su empecinado cerebro, seguro que
habría cambiado su discurso de esta manera:
·
Toda organización,
interdependencia y coordinación entre las partes diferenciadas de un todo
exige, forzosamente, una dirección central del todo respecto de sus
partes, confiriendo unidad al conjunto. En otro caso, no habría un todo
unitario, habría un caos.
·
El cerebro es una
organización de ese tipo, es un conjunto complejísimo de interrelaciones
entre sus partes físicas, que no son homogéneas. Constituyen una estructura
diferenciada, en la que cada región de su mapa rige y controla una
función concreta del individuo, de manera que una lesión localizada produce
la pérdida de una facultad determinada (vista, oído, memoria, etc), pero puede no afectar al resto. Por otra parte, el
hipotálamo y el bulbo raquídeo controlan la vida vegetativa, de manera que
pueden perderse todas las facultades y continuar la vida en estado
inconsciente.
·
Aplicando al cerebro
la verdad del primer punto, la organización, interdependencia y coordinación
entre las partes somáticas y funcionales del cerebro exige la existencia de
una dirección central, es decir, de un “algo” diferente y superior a las
propias facultades y capaz de gobernarlas, confiriendo unidad al todo. No
puede mantenerse, en modo alguno, que el sujeto, el yo, sea la pura suma de
todas esas interrelaciones, cada una funcionando por su cuenta, porque una
suma pura y dura da un todo arbitrario,
no una unidad funcional.
·
Sin embargo, se
produce un hecho capital que la ciencia se ve obligada a admitir: nadie ha
sido capaz de localizar ese supremo director en ningún punto concreto de
la masa cerebral.
·
Si el director
necesariamente existe, pero resulta que no es material, puesto que no tiene
localización ninguna en el mapa cerebral, no cabe más opción que admitir
que es espíritu.
En
el mapa del cerebro no hay punto ninguno que explique la perfecta
coordinación entre todas sus partes. Todo lo que es materia tiene una
localización. Luego la dirección del conjunto no es materia, es espíritu.
Monismo
espiritualista
En el problema materia-espíritu, la filosofía ofrece corrientes muy
diversas. Una es la que defiende que la única sustancia existente es la
espiritual, llamada monismo espiritual,
y defendida por pensadores como Leibniz. Otra es la
que afirma que lo que captan los sentidos no son "cosas"
sustanciales ni materiales, sino que son solamente fenómenos, llamada empirismo fenomenista
y defendida, entre otros, por Hume. Y aún cabe
encontrar otros pensadores que participan tanto del espiritualismo como del
empirismo, con su "espíritu que
percibe fenómenos, pero no materia", como es el caso de Berkeley. Aunque sobre presupuestos muy dispares, todas
esas corrientes filosóficas tienen un aspecto parcial en común: "la materia no existe como
sustancia", unas porque niegan su existencia abiertamente
(espiritualismo) y otras no porque la nieguen, pero sí porque rechazan la
certidumbre de su existencia (fenomenismo).
Para la experiencia de cualquiera, por supuesto, el universo
material no es ninguna apariencia, es toda una realidad. Pero el problema
consiste en que la experiencia solamente da fe de un fenómeno sensorial, nada
más. Y como los sentidos, autores de la percepción, son, a su vez, parte de
esa misma realidad que perciben, es decir, son también materia, al final nos
queda que la realidad material no es percibida desde fuera de sí por un
observador diferente, sino que se percibe a sí misma.
La conclusión, por tanto, es desalentadora (para los materialistas),
a pesar del testimonio de los sentidos. Para certificar la existencia de
algo, se precisa la doble realidad de un sujeto observador y de un objeto
observado, requisito científico que en la experiencia sensible del hombre no
se da, puesto que observador y observado, sentidos y cosas, son la misma
realidad. Este fallo es definitivo en sí mismo. No niega la existencia de
lo material, pero tampoco certifica que exista, simplemente la deja en el
limbo de lo no constatable.
La
existencia de la materia solamente es percibida por los sentidos. Siendo los
sentidos también materia, su testimonio no es válido.
No obstante, demos por buenos los datos sensoriales y veamos qué
ocurre. ¿En qué consiste exactamente la
materia? En cuanto sustancia genérica, todo el mundo la concibe como una
realidad continua, como un todo uniforme, sin partes definidas, que
constituye la base que da “cuerpo” a las cosas. La primera advertencia a
tener en cuenta es que, a pesar de este aspecto de “continuo más o menos macizo
e inerte”, la física ha puesto de relieve que se trata de una realidad
prácticamente hueca y sometida a movimiento y fuerzas, es decir, una
realidad en la línea del dinamismo, no del atomismo. Pero esto no nos hurta
de tratar de desentrañar el problema de esa aparente continuidad de la
materia, que tanto influyó en el pensamiento de uno de los grandes filósofos,
Descartes. ¿En qué consiste exactamente
ese aspecto continuo de la materia?
Para tratar de saberlo, lo procedente es desandar el camino. Para
desentrañar lo que ha llegado a constituirse en “continuidad” habrá que
deshacer esa continuidad, volviendo hacia atrás en búsqueda del origen. Pero
no es preciso que acometamos tal tarea, porque la ciencia ya lo ha hecho por
nosotros, reiteradamente, y ha ido hallando diversas unidades mínimas, cada
vez menores a medida de que ha ido perfeccionando los instrumentos de
observación y las técnicas. Según esto, la materia resulta que no es en modo
alguno un “continuo”, sino un agregado de unidades mínimas, una composición
de partes, las cuales participan de las dos antiguas teorías: por un lado,
son unidades mínimas (atomismo), y por otro, esas unidades son huecas y
dinámicas (dinamismo).
El atomismo es bastante
más antiguo que Demócrito (V a.C.), aunque pase
éste por ser su iniciador, puesto que, varios siglos antes, ya se creía, en
oriente, que la esencia de todo cuerpo físico era la existencia de
pequeñísimas partículas unidas por determinadas fuerzas. La visión de la
realidad, desde el enfoque atomista, es que consiste en un agregado de
partículas sólidas que tienen dos características esenciales: ser
indivisibles y estar en movimiento. De la primera proviene el nombre griego
átomo (a-temno, “no cortar”, es decir,
indivisible). Con estas dos propiedades puede ser construida cualquier
realidad física, basta con la forma de unirse dichas partículas entre sí. Para
el atomismo, por tanto, solamente existe materia (átomos), pero no existen
formas en sí mismas, puesto que éstas son solamente el resultado de la unión
accidental de los átomos.
Dejando a un lado teorías filosóficas, la primera forma en que
concibió la ciencia esa porción elemental mínima, llamada átomo, consistía en
lo que era “uno, macizo y estático”, como bien corresponde a una unidad
mínima, y que además era diferente de unas sustancias a otras. Luego se
comprobó que nada más lejos de la realidad. La ciencia siempre acaba
descubriendo que antes estaba equivocada. El átomo resultó ser una estructura
prácticamente hueca, no maciza, y además en movimiento interior, no estática,
al estilo de un diminuto sistema planetario, en el que los planetas
(electrones) giran sin cesar alrededor de una estrella central (núcleo);
es decir, una reproducción del propio universo, pero a una escala casi
ilusoria por lo pequeña.
Los datos que se han ido conociendo después sobre esta
“inconsistencia” del mundo físico son estremecedores, hay que echarles una
enorme imaginación para tener un pensamiento aproximado de su grandiosidad.
Por ejemplo: a un núcleo hipotético de un centímetro de diámetro le
corresponderían electrones situados a cinco kilómetros de distancia. Más
datos: si núcleo y electrones se precipitaran en el centro, la pérdida de
volumen y aumento de densidad del mundo físico sería del orden de mil billones.
¿En qué quedaría nuestro planeta Tierra si fuera reducido mil billones de
veces? Definitivamente, esto que nos parece tan compacto resulta ser una
inmensa “oquedad”.
Un inciso: esta estructura hueca de la materia y las fuerzas que
mantienen el movimiento interior de los electrones en torno al núcleo de cada
átomo, ha venido a coincidir, en lo esencial, con la línea filosófica
defendida por Leibniz y Wolff,
a la que ya antes he aludido como dinamismo.
Esta teoría, que nació como reacción frente al mecanicismo o materia extensa
de Descartes, considera lo extenso como una verdadera ilusión, puesto
que concibe a los cuerpos solamente como conjuntos de fuerzas, energías o
principios activos, y postula que es la resistencia de éstos a la percepción
sensorial lo que produce el efecto engañoso de tratarse de algo
verdaderamente tangible, macizo.
Volviendo a la ciencia, lo habitual en ella es que, cada vez que
cree haber alcanzado meta, resulta que ésta se desplaza inexorablemente un
poco más allá, lo cual es signo de que jamás llegará a conocer la verdad
entera. Superada la fase del microscopio electrónico, cuyo alcance no rebasa
el nivel de lo molecular, la ciencia mide ahora el alucinante mundo de lo
subatómico con otras técnicas, como la difracción de rayos equis, que no ven,
pero detectan, y que son capaces de reconocer unidades como el ángstrom, que
es la diez millonésima del milímetro. Y se supone que esta carrera de nuevos
hallazgos, dentro de los anteriores hallazgos, continuará. ¿Dónde el final para la ciencia?
Bien. Mientras ese final científico llega (o mejor, no llega, nunca
llegará), retornemos al pensamiento. Lo sorprendente de esta cuestión
atomismo-dinamismo es que, al final, cualquier intento de dividir la materia para resolver
el problema de su constitución es ajeno a la naturaleza de dichas unidades
mínimas, si son macizas o son huecas y dinámicas, porque, en todo caso, se
trata de unidades de la finitud física que ocupan un espacio-tiempo. Y
esta es la cuestión a resolver para poder contestar a la pregunta anterior ¿En qué consiste exactamente la materia?
Contestación: Pues consiste en lo mismo que consiste el
espacio-tiempo y, en resumen, toda la finitud física en su conjunto, una pura
composición de partes que habrá que desmembrar, dividir, porque no hay
otro medio para saber lo que es una composición que descomponerla, someterla
a división hasta:
·
Comprobar si las
partes obtenidas son un número limitado de unidades mínimas y cuál es su
naturaleza.
·
Comprobar si no hay
tal número limitado de unidades mínimas porque la finitud física puede ser
dividida indefinidamente, en cuyo caso siempre será igual a sí misma.
Y a ello vamos...... Pero, por supuesto, olvidando las matemáticas,
porque la matemática es una ciencia puramente teórica y parte del presupuesto
de que las operaciones con su objeto (la magnitud) son siempre posibles,
incluso cuando el objeto se haya agotado ya en la realidad. A este respecto,
recuerda la prueba “Aquiles y la
tortuga”, de Zenón de Elea.
División limitada y unidades mínimas.
·
Finitud física, por definición, consiste en la limitación (finitud) del mundo
sensorial que percibimos, constituido por la materia-energía (física). En
abstracto, por tanto, se refiere a lo que es pura limitación cuantitativa,
pura magnitud por composición de partes (frente a la limitación
cualitativa de la finitud espiritual).
·
Pero, también por
definición, el número de partes que integran una composición finita no
puede ser infinito, porque una suma infinita de partes nunca podría dar
por resultado una finitud.
·
La materia-energía,
por consiguiente, está compuesta por un número limitado de partes, a
las que podemos llamar mínimas, y que deben ser, en teoría, indivisibles.
·
Pero si el número de
estas partes mínimas es limitado y da por suma una magnitud (la materia),
forzosamente cada una de esas partes mínimas es también magnitud.
·
Lo que es magnitud
puede ser dividido siempre.
·
Luego, aunque
dividiendo hayamos llegado a las partes mínimas de la materia, como dichas
partes son magnitud en sí mismas, pueden ser nuevamente divididas.
·
Mas, al efectuar esa
última división posible de las partes mínimas, las nuevas partes resultantes
ya no son materia, puesto que las mínimas eran las únicas capaces de
constituir la composición material.
·
Si lo obtenido en la
última división posible no es materia ni ninguna otra realidad, la conclusión
final es que, en la base de la materia-energía, no hay sustancia ninguna.
·
La finitud física, la
materia-energía, por tanto, no se trata de una sustancia o entidad real, se trata
sólo de una “apariencia” suministrada por los sentidos (los cuales no
son neutrales, son también parte del engaño material).
Es indiferente cuál propiedad de la magnitud llamada materia
consideremos, siempre se llega al mismo resultado. Si la consideramos como
extensión (que es lo que acabamos de hacer), el resultado obtenido ha sido
que los elementos más simples, constitutivos del continuo conocido como
extensión, no son extensos, no son nada. Pero a idéntica conclusión
llegaremos si, en vez de atenernos a la extensión, consideramos cualquier
otra propiedad de la materia, como la masa, por ejemplo. Dividiendo ésta,
llegaremos a obtener, en la última de las divisiones posibles, unas partes
simples que no tendrán masa ninguna.
·
El resultado es
siempre el mismo: la reunión de “partes” que ni son extensas ni tienen masa
ni ninguna otra entidad, es decir, que no son materia en sí mismas ni son
ninguna otra realidad, produce ese fenómeno sensible, por el cual, la materia
(sentidos) se percibe a sí misma (objetos percibidos).
La
finitud material está compuesta por un número limitado de partes reales. Sin
embargo, dividiéndolas (puesto que son magnitud) se obtienen meras “partes
virtuales” que ya no son materia. Bajo la materia no hay sustancia ni
realidad ninguna.
Las argumentaciones lógicas, correctamente construidas, son tan
fiables como las operaciones matemáticas, por muy descabellado que parezca el
resultado. Ésta ha desembocado en que la realidad física no puede ser
dividida indefinidamente, y que, por debajo de la última de las divisiones
posibles, no hay entidad o sustancia ninguna, es decir, que se trata de un
simple fenómeno de percepción de los sentidos que no corresponde a
realidad objetiva ninguna. Y en defensa de esta conclusión, aparentemente
tan disparatada, cabe añadir dos hechos que la avalan:
ü Tal fenómeno de percepción, que no corresponde a ninguna realidad
objetiva, es explicable si se tiene en cuenta que los órganos que llevan a
cabo la “percepción” son de la misma naturaleza que lo “percibido”. Dicho de
otra manera, sólo la propia materia se percibe a sí misma, no existe un
observador neutral que garantice la veracidad del fenómeno (el sujeto que
observa no es neutral, es la víctima de sus propios sentidos).
ü El final a que conduce esta argumentación lógica podría parecer
descabellado en tiempos pasados. Hace ya un siglo (nada menos que un siglo,
aunque nadie habla de ello) que la física cuántica ha desembocado en el
mismo resultado en lo esencial, como luego se verá.
Teoría de la parte y el todo.
Aristóteles, en su metafísica (libro séptimo), entra a analizar este
problema del “todo y sus partes” y, como de costumbre en este filósofo,
procede a enfocarlo desde tantos ángulos o puntos de vista posibles que acaba
cayendo en la maraña de la relatividad de los propios enfoques, y perdiendo
de vista el enfoque principal, a saber: para determinar quién es anterior,
si las partes o el todo, hay que prescindir de todos los posibles supuestos
de Aristóteles y centrarse en los conceptos puros y aislados de lo que es
“parte” y lo que es “todo”. Haciéndolo así, el resultado no se hace esperar:
·
La parte es,
evidentemente, un “algo”, es una entidad en sí misma, puesto que existe,
entre o no entre a integrar, junto con otras partes, un todo.
·
El todo, sin embargo,
es imposible sin la previa existencia de las partes que lo integran.
·
La parte, por tanto,
es anterior al todo.
Considerar que el todo es anterior porque de su división resultan
las partes consiste en una vulneración intencionada del orden causal,
ya que la división es posible, precisamente, porque las partes ya existen
previamente en el todo, y no al contrario. Aplicando esta verdad al caso de
la finitud material, se obtiene el mismo resultado del razonamiento anterior:
·
La materia es un todo
divisible en partes.
·
Si la parte siempre es
anterior al todo, lo material ha de comenzar necesariamente en “partes”,
no en “todos”.
·
Si lo material
comienza en partes, es que estas partes elementales son indivisibles,
pues si se pudieran dividir serían también “todos”, no “partes”.
·
Si estas partes
elementales en las que comienza la materia son indivisibles, es que no son
materia en sí mismas, pues si lo fueran serían divisibles.
·
No cabe suponer que
estas partes elementales sean energía. Según la ciencia física, la energía
no es parte constitutiva de nada, es una pura potencia o capacidad de
producir trabajo.
·
Luego las últimas
partes elementales de la materia, si no son materia en sí mismas ni existe
ninguna otra realidad dentro de la finitud física, es que no existen como
sustancia.
División infinita
Las dos argumentaciones anteriores son impecables
y además confluyen en un mismo resultado final. Pero, a pesar de su correcta
construcción, las dos pasan por una pretendida verdad que constituye un punto
de polémica, y así lo ha entendido la mitad de los filósofos (y probablemente
también el lector). Me estoy refiriendo a esa afirmación de que “... en la última división posible se
obtienen partes que ya no son materia”. Surge inevitablemente la polémica
porque de ahí se puede también argumentar lo contrario:
·
Esas partes o unidades
mínimas de cuya unión resulta la materia, por muy mínimas que sean, son magnitud.
·
Toda magnitud es
nuevamente divisible, dando, a su vez,
nuevas partes que volverán a tener cierta magnitud y serán otra vez
divisibles.
·
El proceso se repite
indefinidamente sin llegar nunca a producir partes que no puedan dividirse
por no ser magnitud. La serie de divisiones se pierde en el infinito y
nunca acaba de hallar un principio que sea la “nada”, como antes hemos
obtenido.
La clave de
la aparente contradicción
Los tres planteamientos teóricos anteriores parecen por igual
verdaderos, pero conducen a una contradicción manifiesta entre los dos
primeros y el tercero. La filosofía ha discutido, a lo largo de los siglos,
este problema, echándose en cara estos tres argumentos, según la filiación
del filósofo de turno, como si los tres fuesen igual de verdaderos. Mas, si
hay contradicción entre ellos es que, necesariamente, hay alguna falsedad
dentro de ellos, conforme al conocido “Principio de no contradicción” que
rige en lógica. Y así es. Y la clave para localizar dónde reside la falsedad,
origen de la contradicción, consiste en poner el foco en el carácter
puramente teórico de la ciencia matemática, la cual algunos filósofos
utilizan como si se tratara de ciencia empírica.
Clave:
Todas las operaciones matemáticas parten de la presunción de
existencia de lo que es cuantificable, de magnitud. Con lo contrario de la
magnitud, con el cero, es con lo único que no puede hacerse operación
matemática ninguna.
Como se sabe, “ordalía” o “Juicio de Dios” era la
prueba in extremis a la que se sometía al reo, en la Edad Media, para
resolver si era o no culpable cuando no había certeza. Consistía en recurrir
a una esfera de decisión ajena a la naturaleza del delito cometido, confiando
en que una prueba de carácter mágico, milagroso o más o menos esotérico,
fuera capaz de desentrañar lo que el juicio humano no podía. También en este
humilde caso parece oportuno recurrir al juicio in extremis
de la ordalía, si bien sustituyendo el carácter de lo mágico o milagroso,
claro, por el carácter teórico de las matemáticas..... que también es
capaz de hacer “milagros”, como comprobarás enseguida.
·
La matemática no es
una ciencia empírica que se ciña a la realidad demostrable, es una
ciencia puramente teórica.
·
Como tal, parte
siempre de la presunción de que existe una magnitud sobre la que operar,
aunque en la práctica real esa magnitud ya no exista. Dicho de otro modo, a
la matemática no le interesa si una magnitud se ha agotado o no como cosa
real, porque la enfoca desde el plano puramente teórico de sujeto de
operaciones, así es que no tiene remilgos en dividirla en infinidad de
partes, a pesar de que toda finitud, por definición, es imposible que las
contenga en la realidad.
Recordar el carácter teórico de las matemáticas,
nos ha servido para caer en la cuenta de que la argumentación lógica última
de las tres, apoyada por los materialistas para defender una materia
infinita, que rezaba “Esas partes o
unidades mínimas de cuya unión resulta la materia, por muy mínimas que sean,
son magnitud, y toda magnitud es nuevamente divisible”, constituye una
pura “virtualidad matemática”. Para cualquier purista de la metafísica
tradicional, esto constituye una aplicación paralela de la teoría
aristotélica potencia-acto, de esta manera: la posibilidad teórica de una
división indefinida es un “ser en potencia”, y la limitación a un número
máximo de divisiones en la práctica es un “ser en acto”. Pero es preciso
recordar algo absolutamente revelador: la potencia aristotélica constituye
una pura virtualidad, mientras que el
acto aristotélico representa la realidad.
La
tesis de que toda división de la materia arroja partes que son también
materia y, por tanto, nuevamente divisibles hasta lo infinito (materia
infinita) es sólo una virtualidad matemática, no una realidad.
¿En qué me baso para afirmar esto de la virtualidad matemática? Pues
en que esto de una materia indefinidamente divisible, veremos enseguida como Planck, con su descubrimiento de los “cuantos” o
unidades mínimas, ha venido a desmentir de forma experimental. Pero tampoco
es imprescindible recurrir a la física de Planck.
La comprobación práctica de esta falsedad está al alcance de cualquiera, y
concretamente la filosofía lo puso de relieve, no en el siglo veinte, como Planck, sino desde siempre. Es célebre el Aquiles y la tortuga, del sabio griego
Zenón de Elea (V a.C.). Aquí lo expondré con un
ejemplo más a mano, pero idéntico en el fondo conceptual:
·
Si una distancia (u
otra magnitud cualquiera, como la materia), pudiera dividirse indefinidamente
(como pretenden los que defienden una materia infinita), jamás podríamos
alcanzar la puerta de la habitación, pues, por mucho que nos desplazásemos en
dirección a ella, si lo que nos falta en cada momento para alcanzarla siempre
fuera nuevamente divisible, jamás se acabaría esa distancia y nunca
alcanzaríamos la puerta...... lo cual sabemos, por pura e irrefutable
experiencia, que no es cierto, por mucho que la matemática diga lo contrario
como ciencia solamente teórica, y por mucho que los interesados en tal cosa
lo arguyan.
Adelanté que se trataba de una cuestión
trascendental y espero no haber defraudado al lector. No obstante, ha quedado
pendiente una inquietante pregunta: ¿Dónde
situar esa frontera de convivencia entre lo físico y la “nada física” que
subyace debajo? ¿Dónde el umbral en el que, de la única realidad existente,
el mundo inmaterial, surge de pronto la utopía de la materia?
La metafísica no lo sabe y la ciencia tampoco,
como veremos a continuación con la relatividad y la física cuántica. Y
tenemos un dato para pensar que ese umbral, ese punto en el que aparece lo
utópico desde la nada, jamás será descubierto, un dato para pensar que entra
de lleno en el ámbito de lo inexplicable, de lo milagroso. Ese dato consiste
en lo que acabamos de ver, en el hecho de que la matemática se pierde, de
forma indefinida, en cocientes con decimales al dividir una magnitud por más
partes de las reales que contiene. Esa serie indefinida de decimales parece
indicar que nunca se llegará a la frontera entre el cero y lo que es magnitud
La frontera entre la
“nada material” que subyace y la materia que percibimos, está más profunda
cuánto más se investiga.
El arbitraje de
la ciencia
Hay un principio físico, sobradamente conocido, que asegura que la
energía ni se crea ni se destruye, solamente se transforma (aunque
últimamente parece que esto no es cierto del todo, debido a que no es cierta
la constancia de la velocidad de la luz. Las tenidas como verdades
inamovibles de la ciencia se desmoronan). Así, por ejemplo, la energía
consumida en elevar un cuerpo en el espacio no se ha perdido, continúa
transformada en energía potencial dentro del cuerpo, la cual se desarrolla
nuevamente, como energía cinética, al dejar caer dicho cuerpo a su posición
inicial; o lo que es lo mismo, el trabajo consumido para elevarlo, es
devuelto por el cuerpo, al caer, en nuevo trabajo que puede ser aprovechado con
otros fines. Ni tenemos más ni menos energía que antes, la tenemos
simplemente transformada.
Sin embargo y a pesar de este trascendental descubrimiento, uno de
los más grandes, la física sigue hoy sin saber qué cosa es exactamente la
energía. Se manifiesta de múltiples maneras (cinética, térmica, eléctrica,
nuclear, etc), pero nadie ha sido capaz de fijar su
naturaleza, nadie ha podido definirla, la ciencia no la conoce, sólo la
detecta, sólo conoce su existencia a partir de los efectos que produce; es
decir, vemos que se producen efectos y deducimos que son producidos por algo,
a lo que bautizamos como energía. Y de ello, a su vez, no tenemos más
constancia que la de los sentidos. Resumiendo: la energía no es nada
concreto, es una pura capacidad, una pura potencia, un puro poder de producir
efectos observables. Este concepto, o casi mejor "no concepto",
debe quedar bien claro
Por otra parte, también dice la ciencia física que la materia no es
otra cosa que una acumulación de energía, lo cual queda probado en el inmenso
desprendimiento de ésta cuando se desintegra la materia en los experimentos
nucleares. Podríamos decir que la materia no es otra cosa que la energía
"hecha visible". Así es que mirando nuestro planeta, con sus
inmensos océanos y continentes, y mirando luego al gigantesco universo,
plagado de astros organizados en galaxias, y éstas en cúmulos, etc, no estamos contemplando otra cosa que la primitiva y
concentrada energía de la
Singularidad inicial (Big Bang), que se ha desplegado y se ha hecho tangible.
Bien. Tenemos que, a pesar de que la materia podemos tocarla y
verla, no es otra cosa que energía acumulada, pero también hemos quedado en
que la energía no es nada sustancial y determinado, es únicamente una
capacidad de producir efectos físicos, entre ellos, precisamente, el de
acumularse bajo la forma de materia. Entonces, a los ojos de un pensador (no
a los ojos de un científico, claro) ¿A
dónde nos ha conducido realmente la ciencia? ¿En qué se nos ha quedado, a fin
de cuentas, el universo material? En nada que sea un soporte, que sea un
substrato, que sea una sustancia o naturaleza determinada, se nos ha quedado
en una pura "capacidad de producir efectos sensibles". Por de
pronto, decir que es una "capacidad" es no decir nada, pero si encima
esa capacidad es para producir efectos sensibles únicamente, la oscuridad es
total, ya que lo sensible acredita sólo que existe para los sentidos, no
acredita que exista realmente fuera del ámbito de los sentidos.
Una
interpretación estricta de lo que la ciencia dice que es la materia-energía,
no conduce a definirla como nada sustantivo, sólo como “La capacidad de
producir efectos sensibles”. Por tanto, la percepción que tenemos del
universo no acredita que el universo exista realmente, acredita sólo que es
un puro fenómeno sensible.
La
Relatividad.
El primer antecedente de la relatividad se remonta, nada menos, que
a Galileo, y lo hizo con el siguiente planteamiento: supuesta una nave a
velocidad y rumbo uniformes, en el camarote interior de la nave pueden
realizarse todo tipo de movimientos, tales como andar o saltar en cualquier
sentido, sin que los mismos sean modificados o influidos por la velocidad y
dirección del desplazamiento que, con la propia nave, realiza el personaje
del supuesto a través del océano. Es evidente que dicho personaje está
sometido a dos movimientos diferentes y simultáneos: el de la nave con la que
viaja en relación a la Tierra,
y el que realiza por su cuenta dentro de la nave y en relación a la nave
misma; y sin embargo, el primero no afecta al segundo.
La explicación está en que este segundo movimiento se verifica en
relación a un sistema de referencia determinado, la nave, y es ajeno al
resultado que pueda tener (y lo tiene, evidentemente) respecto del otro
sistema, el del centro de la
Tierra (en relación al centro de la Tierra, la trayectoria de
un navegante inmóvil en su camarote es la misma que la de la nave, mientras
que la trayectoria del navegante que se mueve es la resultante de combinar
ambos movimientos). El resultado final de la relatividad es uno, aunque
podemos desgranarlo en dos, a cual más trascendental:
· El movimiento no es algo absoluto, es algo relativo según a cuál
punto de referencia.
· Si no hay observador (punto de
referencia) no hay movimiento.
Se supone que el problema queda claro para el lector, pero se puede
detallar algo más. Si dado un objeto determinado no existiese absolutamente
nada además de él, es decir, en el caso hipotético de que pudiéramos hacer
desaparecer el universo a su alrededor, jamás cabría hablar de si ese objeto
estaría en reposo o en movimiento, puesto que no habría ningún otro punto de
referencia para constatar tal cosa. Si el lector está pensando en que lo
único que se necesita para moverse es espacio, debe darse cuenta de que
precisamente el espacio es un conjunto de infinitos puntos de referencia. Si
no hay referencias es que no hay espacio, y si no hay espacio es que no hay
movimiento.
Un ejemplo, conocido de todos, es el efecto que se tiene desde el
interior de la ventanilla de un tren estacionado junto a otro. Al arrancar
cualquiera de los dos, y si no se cuenta con otros datos adicionales, el
observador sentado en su vagón no puede precisar cuál es el tren que se ha
puesto en marcha, si el suyo o el de la vía inmediata. Para el observador que
está en la ventanilla no hay un tren que se mueve y otro parado, hay un
movimiento de relación recíproca entre los dos trenes. Y así efectivamente
es. Solamente podremos establecer que no se mueven los dos, que uno se mueve
y el otro está parado, si tomamos otra referencia distinta, como puede ser la
mirada al andén, o la repercusión del movimiento a través del asiento.
Galileo únicamente se fijó en la mecánica del movimiento. Pero Einstein extendió la relatividad a toda la realidad, y
postuló que no solamente el movimiento, sino que la entidad misma de las
cosas aparece en función de la referencia; es decir, lo que hasta ahora se
tenían como cualidades intrínsecas de los objetos (dimensiones, masa, etc), no son tales, sino valores en función del sistema
desde el que se los observa. Un objeto ya no es un objeto, sino un objeto
desde un observador determinado.
Sin embargo, no queda más remedio que poner en guardia al lector
frente a este "hallazgo" de Einstein. Su
relatividad, aunque muy correcta matemáticamente, ha desembocado en una serie
de paradojas, de problemas sin solución, que han suscitado el rechazo de
algunos científicos, y sobre todo, de librepensadores, hasta el extremo de
haber sido calificado por alguno como el mayor fraude científico del siglo
veinte. La llamada paradoja de los relojes, la de los gemelos, o el caso de
las plataformas rotatorias, son algunos de esos problemas sin solución en los
que no procede extenderse aquí.
No obstante, ha sido muy recientemente cuando un grupo de
científicos australianos, liderados por el físico teórico Paul
Davies, de la Universidad Macquarie de Sydney, en base a los
datos suministrados por el astrónomo John Webb, de la Universidad de Nueva Gales del Sur, ha llegado
a la conclusión de que la velocidad de la luz ha ido decayendo durante miles
de millones de años. La trascendencia de tal noticia es de tal envergadura
como para echar abajo gran parte del entramado de la física actual.
Concretamente y en cuanto a Einstein, la
demolición de la constancia de la velocidad de la luz conlleva la demolición
de toda su relatividad, puesto que la misma está construida sobre el
postulado sagrado de suponer dicha constancia. Y no solamente esto, sino que
en la llamada "fórmula del siglo XX", la
conocida E=mc2 (energía igual a masa por el
cuadrado de la velocidad de la luz), también de Einstein,
si ahora resulta no ser constante el último de los factores (el cuadrado de
la velocidad de la luz) quedaría demolido el celebérrimo principio de
proporcionalidad constante entre masa y energía.
La enseñanza a sacar de todo esto es que, el hecho de que
determinadas leyes, como en este caso las de la relatividad, sean adecuadas
para resolver problemas físicos, eso no prueba que los fundamentos de que
parten y en los que se apoyan, es decir, el fondo teórico de dichas leyes,
sea verdadero. Es la misma enseñanza que se sacó respecto a la física clásica
de Newton, que partiendo de una base errónea, la de suponer un espacio y
tiempo absolutos, elaboró leyes que aún son válidas, y partiendo de la
suposición de que existe una "atracción de masas" (inexistente y
jamás probada, consultar mi libro "Nueva
visión del universo") descubrió la ley que rige los fenómenos
gravitatorios. Una ley puede dar con la clave de "cómo" se
produce en la práctica un fenómeno, pero eso no conlleva que el fondo teórico
o postulado del que ha partido el investigador sea cierto.
En definitiva, independientemente de que en el futuro, a la vista de
los nuevos datos sobre la velocidad de la luz, se consolide o no la teoría de
Einstein, es incuestionable que el fondo conceptual
de lo "relativo", tomado en su sentido general y amplio, es una
certeza.
·
Es una certeza por el
simple hecho de que el universo es una entidad finita, limitada, que consiste
en el movimiento y transitoriedad de todas las cosas, por lo que, al faltar
la referencia exterior (no hay un espacio-tiempo absoluto fuera), la realidad
material no es otra cosa que pura relación interior. Y esto es lo que aquí
nos interesa, que el mundo físico es una realidad sólo para sí mismo.
Con
la relatividad de Einstein, todo lo que integra el
mundo físico ha dejado de ser algo en sí mismo para pasar a ser solamente
algo “en relación a”. Si se suprime la relación, el mundo físico desaparece.
La
Física Cuántica
En el primer cuarto del reciente siglo veinte, no solamente surgió Einstein con su relatividad, describiendo el macrocosmo
del espacio-tiempo, también una pléyade de grandes físicos, por los que se
puede hacer un tan esquemático como apasionante recorrido en cuanto a sus
descubrimientos sobre la física cuántica, que es la que describe el
microcosmo del interior de cada átomo.
La física clásica consideraba al átomo como el elemento más simple
de la materia, es decir, indivisible, y además macizo y estático. Luego se ha
descubierto que nada más erróneo. El átomo es como un sistema planetario en
miniatura, con su estrella central, el núcleo, y sus planetas girando
alrededor, los electrones. Pero, igual a como ocurre en el macrocosmo de los astros,
en este microcosmo del átomo las distancias son enormes en relación a las
dimensiones de núcleo y electrones, constituyendo una estructura
prácticamente hueca.
Por otro lado, se tenía la convicción de que la energía se propagaba
como una onda, es decir, de forma regular y continua. Planck
descubrió que los átomos de un cuerpo incandescente, al liberar energía en la
radiación, no lo hacen de forma continua, lo hacen de forma intermitente,
como si la radiación estuviera constituida por pequeñas partículas, al estilo
de los átomos de la materia. Con ello, al bautizar a esos pequeños
corpúsculos, esas mínimas unidades de acción de la energía con el nombre de cuantos, nació la física cuántica.
Einstein, aplicando la teoría cuántica de Planck a
la energía luminosa, descubrió esas unidades o cuantos de la luz, los fotones. Para probar su existencia, se
realizó el experimento de hacer chocar rayos luminosos con electrones, y se
comprobó que ambos, fotones y electrones, desviaban sus trayectorias, como
ocurre en cualquier colisión entre cuerpos sólidos. Pero surge un problema.
Si colocamos detectores de partículas, la luz se comporta como acabamos de
ver, como un haz de fotones, pero al mismo tiempo sigue produciendo las
difracciones y refracciones propias de un haz de ondas de diferentes
longitudes. La gran pregunta: ¿Qué es
entonces la energía, partículas u ondas?
De Broglie, a la vista de que las
radiaciones tienen esa doble naturaleza de ser a la vez partículas y ondas,
se preguntó si no ocurriría el mismo fenómeno, pero inverso, en la materia, y
descubrió que las últimas partículas materiales también presentan esa
dualidad de ser a la vez ondas, iniciando así la mecánica ondulatoria. Este fenómeno de que la materia sea un
conjunto de ondas puede parecernos verdaderamente extraño, pero no tanto si
consideramos que se trata de ondas con unas longitudes tan pequeñísimas que
caen fuera del ámbito de percepción de nuestros sentidos. La mayor y más
importante lección que cabe extraer de esto es la ignorancia e ingenuidad de
quienes fían la realidad a lo que perciben sus sentidos. Si el acero es un
haz de ondas y es hueco ¿Por qué los materialistas se escandalizan por la
existencia del espíritu?
La
materia que tocamos y que nos parece algo sólido e inerte, realmente es todo
lo contrario, se trata de algo hueco y en movimiento ondular.
Ya tenemos, pues, que las radiaciones son a la vez ondas y
corpúsculos, y que la materia es a la vez corpúsculos y ondas. Pero
realmente, la física reconoce que, más que ser las dos cosas al mismo tiempo,
lo que sucede es que no es ninguna de las dos: se comporta como onda si se la
observa con los medios adecuados para detectar ondas, pero se comporta como
materia si se la observa con los medios adecuados para detectar partículas. Lo
físico, pues, no se trata de algo que "es", sino de algo que
"parece" o se "muestra", sólo si existe un observador y
sólo bajo la forma adecuada al medio de observación empleado, da igual cuál
sea éste. ¿En qué consiste entonces? Parece claro que en nada, en un puro
fenómeno, no en una sustancia.
La física clásica consideraba a la realidad material como objetiva y
determinista. Quiere esto decir que se consideraba a las cosas como
verdaderos objetos con propiedades estables, existentes por sí mismas e independientes
de un posible observador, y que por lo mismo, conocida su situación y estado
en un momento determinado, se podía, aplicando las leyes de la física,
determinar con exactitud cuál sería su futuro (determinismo). Así era el
universo de Newton. Pero Newton estaba equivocado, según se acaba de ver con
todo lo anterior.
Heisenberg, con su descubrimiento del Principio de Incertidumbre, o
Indeterminación, ha echado abajo toda esa concepción secular de la ciencia
física. Observado un electrón, se ha comprobado que no pueden conocerse dos
de sus variables conjugadas a la vez. Puede determinarse su situación o puede
determinarse su velocidad, pero nunca las dos a la vez. En la misma medida en
que se determina una de dichas variables, desaparece la otra, lo que,
traducido al castellano, quiere decir que su futuro es indeterminado. Y no
cabe pensar que ello se deba a deficiencias en las técnicas de medición,
porque los diferentes resultados obtenidos, perfectos en sí mismos, resultan,
sin embargo, incompatibles con un estado global y determinado. Se trata, por
tanto, de una característica intrínseca de las propias partículas. En un haz
de luz proyectado sobre un vidrio, unos fotones lo atraviesan y otros no,
otros se reflejan, sin que exista causa alguna para el diferente
comportamiento de unos y otros.
Wheeler, sobre la base de que todo lo universal tiene que obedecer a un
único proceso, se ha trasladado desde el microuniverso
de la estructura de los átomos al macrouniverso de
la estructura del cosmos mismo, y extrapolando a éste los principios de la
física cuántica, ha formulado una nueva versión del Principio Antrópico, llamada Participatoria.
Según el Principio Antrópico tradicional, todo lo
universal ha sido producido con el exclusivo objeto de que apareciese al
final de la evolución el hombre. Es la tesis Finalista, defendida por muchos pensadores, frente a la Afinalista
que todo lo confía al puro azar.
Según la versión Participatoria de Wheeler, no sólo el universo ha sido producido para el
hombre, sino que va mucho más allá: el propio universo ni siquiera existe
como algo independiente del hombre y si no es observado por el hombre. Como
se ve, esta teoría científica de Wheeler coincide
plenamente con la teoría filosófica expuesta por mí de que el mundo es sólo
un sueño en el que cree vivir el hombre.
Todo lo expuesto puede resumirse en unos pocos modelos de la
realidad elaborados por ese conjunto de renombrados físicos, de los que
traemos aquí los tres más aceptados por la comunidad científica:
1.
"En el mundo físico, no existe una realidad profunda".
Representada por Niels Bohr. Este físico no niega la evidencia del mundo
percibido por los sentidos, pero mantiene que esa realidad "flota"
sobre algo que no es real.
2.
"La realidad material no existe. Es creada por el acto de
observar".
Esta posición ya ha sido suficientemente explicada
en las páginas precedentes.
3.
"La realidad es un todo indivisible".
El sujeto cognitivo (el hombre), no es exterior a
la realidad física, y por tanto no la crea al observarla. Es un todo
indivisible con ella, sea real o no.
Pero la conclusión que puede extraerse de los tres modelos es una
sola, y además coincide plenamente con lo que la filosofía defendía páginas
atrás. El modelo 1, con esa materia flotante sin realidad ninguna debajo, y
el 2, con esa materia que solamente existe para el observador, son
exactamente lo que la filosofía nos decía en las primeras máximas de este
capítulo: “Lo material consiste en una
percepción sin correspondencia con sustancia real ninguna, consiste en un
puro fenómeno”. Y el modelo 3, incluyendo al observador en el propio
fenómeno, es lo mismo que la filosofía nos advertía sobre que, los sentidos
que perciben a la materia, no merecen crédito, puesto que son materia
también.
Con
la física cuántica de Planck, la realidad física ha
dejado de ser una sustancia determinada. Solamente existe en función del medio de observación
empleado.
Relatividad
y física cuántica coinciden en el resultado final: existir sólo “en relación
a...” y existir sólo “en función del medio de observación empleado” es la
misma cosa, es, sencillamente, no existir.
|
LA FINITUD SOÑADA
En el apartado “La unión
contra natura”, dentro de este mismo capítulo, estábamos todavía en las
“evidencias” de lo material y lo espiritual, y en el empeño de llevar al
altar a estas dos realidades tan irreconciliables en sí mismas, hasta que
Aristóteles ideó la fórmula sacerdotal mágica que hizo posible esa boda
contra natura (según él). Todo parecía solucionado con su invento de la
materia-forma (hilemorfismo), que es lo mismo que decir materia-espíritu en
perfecta unión (a este nuevo hallazgo aristotélico le dedicaremos el capítulo
VI). Sin embargo, parece que ninguno de los dos
contrayentes estaban tan seguros del éxito y comenzaron un pleito familiar
que ha durado siglos.
Al fin y con inmenso retraso, como siempre, la ciencia se ha metido
a juez y ha sentenciado contra la materia por “incomparecencia”. Parece ser
que nadie da con su paradero, nadie sabe dónde está, más que nada porque la Física Cuántica
y el Principio de Incertidumbre de Heisemberg no
han sido capaces de identificar su DNI. La propia ciencia está sorprendida y
confusa con su hallazgo. Hasta que a alguien se le ocurre una pregunta un
tanto descabellada, pero necesaria: De
acuerdo, la materia no existe, pero las cosas ahí siguen. ¿No será que nos
hallemos en un universo puramente formal?
El de la pregunta descabellada he sido yo mismo, el autor de este
libro, con el fin de no dejar ni un solo cabo suelto en esta búsqueda del fantasma
llamado materia, muy fantasmagórico él, pero al que todo el género humano
adora sin medida. Las culturas antiguas, por ejemplo, creían ya en la vida de
ultratumba, pero, por supuesto, una ultratumba absolutamente carnal. La
tradición judeo-cristiana sigue manteniendo en sus
credos religiosos la “resurrección de la carne” y la vuelta del Paraíso
inicial en la tierra. El hinduísmo y otras
doctrinas orientales mantiene la pervivencia eterna de la materia mediante
las reencarnaciones. Y de la sociedad moderna, para qué vamos a decir nada: viven
por, para y en la deificación de la materia. Aquí ya no se habla de otra
cosa que no sea del buen vivir y de los derechos humanos (de los deberes
humanos nadie habla).
El universo
formal
Al tratar sobre la Finitud Física, en el apartado “Manifestación: El universo de las cosas”,
me referí a éstas tal y como las percibimos, pero contando con la existencia
de la materia, y ya entonces hice alusión a la no realidad de ésta última. Y
efectivamente, ahora, en las páginas anteriores a ésta, la filosofía ha
desmenuzado eso que tan “consistente” nos parece hasta no quedar
absolutamente nada entre los dedos. Las pruebas de la filosofía son puramente
lógicas, como es obvio, pero si están bien construidas no dejan lugar a dudas.
No obstante, para los positivistas, para los refractarios a basar la verdad
sólo en razonamientos, también acabo de exponer que, hace ya un siglo, la
relatividad y la ciencia cuántica han segado la hierba bajo los pies de ese
monumental mito llamado “materia”.
A pesar de todo, más de un lector estará pensando, con un desdeñoso
movimiento de cabeza, que es sencillamente imposible que tanta realidad
física que nos rodea sea únicamente un invento de nuestra apreciación. Estará
pensando que lo que percibimos por los sentidos es tanto y tan agobiante que
resulta descabellado siquiera suponer que no exista. Y tiene toda la razón.
Vamos a suponer que existe.... pero no como el lector lo piensa. Vamos a
suponer que no se trata de que el mundo físico sea un puro espejismo todo él
entero, vamos a suponer que se trata de que, quizás, sea un espejismo
solamente aquello en lo cual todos pensamos que consiste el mundo, la
“materia”, y vamos a dejar en pie la posibilidad de que se trate de un mundo
sólo de formas, aunque formas sin materia.
Si se le pregunta a cualquiera en qué consiste esa realidad que nos
rodea, nos dirá que en un conjunto inmenso de cosas; pero si le forzamos a
que concrete más, acabará diciendo que, en definitiva, la realidad es
materia, aunque vestida de infinitas y diferentes formas. Pues no, mire
usted, la materia acaba de ser defenestrada por la propia ciencia, ahora
vamos a suponer que es justamente al contrario, que la realidad no consiste
en materia vestida de diferentes formas, sino al revés, que este descomunal
universo que percibimos, atiborrado de formas, quizás se trate de “formas
puras”, formas hechas de “nada”, no de materia. Al fin y al cabo, hasta la
cultura y las propias religiones han admitido la presencia en el mundo de
formas sobrenaturales, puras formas inmateriales.
Desde luego que la materia tiene “masa”, y además da testimonio de
sí misma en multitud de experiencias: en la báscula, en las reacciones
químicas, en los efectos físicos, etc, etc. Pero
cuando recordamos eso tan obvio de que “la materia no es otra cosa que
energía acumulada”, a ese miope dique de lo pragmático le comienzan a
aparecer grietas por todas partes. Porque si la materia es energía acumulada,
entonces la pregunta es ¿Y qué es la
energía? Y la ciencia, entonces, se encoge de hombros. Saberlo, saberlo,
no lo sabe, sólo la detecta por los fenómenos que produce.
Demos por bueno, entonces, que esa realidad únicamente formal que
nos abruma existe, y que lo que no existe es eso otro que nos empeñamos que
constituye su “materia prima”, eso “consistente” de lo cual todo está hecho.
El supuesto no es en absoluto descabellado, porque pensar que las cosas están
hechas de nada, que no están “rellenas” de nada, es suponer que las cosas
son, en sí mismas, exactamente igual a lo que son en nuestra mente cuando las
pensamos: puras imágenes, puras impresiones, puras formas. ¿Y qué materia
tienen esas cosas en nuestra mente? Ninguna, son solamente formas,
precisamente por eso somos capaces de apresarlas. Supongamos, por tanto, que
las cosas existen realmente, lo que pasa es que hechas de nada, no de
materia, supongamos que son meras formas.
Un ingenuo, sin embargo,
pensará que sí que están hechas de materia las cosas, porque hay
experiencias tan sencillas como abrirlas, cortarlas y comprobar que dentro no
están huecas, hay algo, eso que llamamos materia. Es lo que se encuentran los
cirujanos todos los días, al abrir los cuerpos en la mesa de operaciones.
Pero, efectivamente, esto es una ingenuidad. Nos revela que, esa persona que
así piensa, olvida que todo lo que va descubriendo el cirujano dentro de la
forma “cuerpo”, no dejan de ser, a su vez, también formas, porque, de no
serlo, no las percibirían los sentidos. Y olvida que, aunque siga
diseccionando cada uno de esos órganos hasta tropezar con la masa continua
que los constituye, también eso es una forma, de manera que, por mucho que se
desmenuce, siempre tropezará nuestra vista con una “forma material”......
Porque materia, materia, a secas, por sí misma y sin forma ninguna, nadie la
ha visto nunca (de ahí que Aristóteles la conciba como pura potencia, no como
cosa efectiva).
·
La materia en cuanto
materia propiamente dicha (no la materia indeterminada o potencial de
Aristóteles, que es un puro concepto), la materia perceptible, apta para
construir con ella cuerpos físicos de toda índole, esa materia no existe,
según la filosofía espiritualista, según la física cuántica y según lo
siguiente:
o
Lo que llamamos
materia es sólo una forma de manifestarse la energía. Pero es que la energía,
en sí misma, en cuanto sustancia, tampoco es nada, puesto que es
desconocida, tanto para nuestros sentidos como para la ciencia. Hay efectos
que suponemos causados por algo, a lo cual llamamos “energía”.
La realidad física que nos circunda, por tanto, podemos suponer
que sí existe, pero que está constituida únicamente por formas inmateriales; y si son inmateriales son idénticas a
las que se forman en nuestro conocimiento y que podemos luego repetir en la
memoria (imágenes, sonidos, impresiones táctiles) Todo esto parece muy
posible........ Pero es que se trata sólo de una suposición, y una suposición
conduce únicamente a eso, a un mundo de suposiciones.
·
Pensar que fuera de
nuestra conciencia pudiera ser que exista algo, lo cual, además de
mera hipótesis, resulta que su realidad no supera en nada ni añade nada a la
realidad de dentro de nuestra conciencia, pensar eso solamente nos conduce a
lo que sucede en los sueños: que la única realidad es la de dentro, y lo
de fuera no pasa de ser lo soñado.
Nuestro
empeño en buscar una justificación al universo tan espectacular que tenemos
delante, acaba de fracasar. Ni siquiera como entidad solamente formal es
posible. El balance es de escalofrío. Todo lo que se ha desplegado desde que
el mundo es mundo, consiste en una pura entelequia que creemos percibir por
los sentidos, pero que no tiene existencia objetiva. Fuera de las conciencias
no hay ningún mundo físico, lo que hay es una película colectiva en el
interior de las conciencias, una vivencia espiritual idéntica a la que
se vive en los sueños. Al final se han impuesto las voces espiritualistas
frente al ruido de la materia.
El agotamiento de toda finitud física por
división desemboca en un universo percibido, pero no real. Ni siquiera como
universo formal, exento de materia, es posible.
La simbiosis
alma-cuerpo
El alma es la vida en sí
misma, puesto que sólo en su conciencia se desarrollan los acontecimientos
que llenan nuestra existencia, desde que nacemos hasta que morimos, sólo en
su conciencia, no fuera. Aunque nos parezca tan sumamente real lo que vivimos
en este universo fastuoso, al final, dicho universo ha resultado ser una burla
de los sentidos, diseñada, quizás, para ser prueba del alma, atrapada
entre el bien y el mal, eso tan enigmático que únicamente el hombre es capaz
de distinguir. El Génesis no pasa de ser un bello cuento oriental; pero, aún
así, no cabe dudar de su profunda inspiración: allí, en medio del Paraíso, ya estaban plantados el bien y el mal.
Sin darme cuenta, acabo
de deslizarme por la vertiente teológica, y esto no es teología, esto es
filosofía. Pues bien, el primer problema filosófico es que el mayor astro de
la espiritualidad, el alma, resulta que no aparece libre y rutilante, como
cabría esperar de tan excelsa cosa, sino que aparece inseparablemente unida a
una mezquindad más de las que perciben los sentidos, el cuerpo. Sin embargo,
para el lector que haya entendido todo lo anterior y esté de acuerdo con lo
leído, aquí no hay problema ninguno, lo material no existe, así es que el
pretendido cuerpo es eso en lo que creemos estar enfundados, pero que, al
final, se extinguirá, se descompondrá y retornará a donde ya estaba desde
antes, a la naturaleza, en forma de un montón de minerales y gases. ¿Y el alma? ¿Qué es del alma?
Como esto no es un libro
de teología, únicamente cabe contestar a la pregunta en puros términos
filosóficos: Si es una entidad simple,
con ella no va lo de la “descomposición”, no hay partes que separar y
restituir a su almacén común, la naturaleza, esperando un nuevo reciclaje,
como ocurre con el cuerpo. Con el alma no hay reciclajes, no hay almacén
de reciclajes, no está hecha con retales de otras almas, de manera que,
siendo ajena a las descomposiciones, el alma sigue estando ahí (aunque no
sabemos dónde, porque esto es una filosofía, no una teología). Y de hecho,
como ya dijimos páginas atrás, si es ajena al espacio, también lo es al
tiempo, de manera que tiene asegurada, por naturaleza, la pervivencia.
El universo físico es un espejismo y pasa. El alma
es el soñador que contempla atónito el paso y sigue vivo después de que el
desfile ha concluido.
No cabe pensar, por tanto, mayor disparate que la pretendida unión
de lo que es (el alma) con
lo que no es (el cuerpo).
Pero antes de la filosofía espiritualista y de las conclusiones de la física
cuántica, todo “era”, tanto el alma como el cuerpo, y los dos se presentaban
ante la mirada del hombre en una simbiosis perfecta, tan perfecta que el
pensamiento se resistía a contemplar divorcio ninguno entre ellos. Para las
culturas mas antiguas, y entre ellas la cultura bíblica, lo espiritual y lo
corporal eran solamente “dimensiones” de una realidad única, el ser humano,
que es la misma convicción a la que se ha acabado llegando en la sociedad y
en la Iglesia
de hoy, sordas y ciegas a los descubrimientos de la física moderna.
En este tema de la simbiosis entre dos realidades tan contrarias,
como de la evidencia material del cuerpo nadie se siente capaz de dudar, en
el empeño de unir lo que es imposible de unir, espíritu-cuerpo, se ha
intentado de todo, desde fabricar almas a la medida, hasta lo contrario,
negarlas (fenomenismo), e incluso negar la esencialidad de cada uno de los
dos por separado, cuerpo y alma (hilemorfismo). Un levísimo paso de puntillas
por lo que el pensamiento ha creído ver, a lo largo de la historia, sobre lo
que es el alma y su íntima unión al cuerpo (la sorprendente simbiosis
alma-cuerpo) encierra tal cúmulo de contradicciones que pone de relieve lo
inverosímil de tal unión:
o
Prehistoria.- Ya el Hombre del Neardental
descubre la existencia de lo trascendente, como lo acreditan sus
enterramientos, ofrendas, etc, quizás como una vaga
inmortalidad de tipo terrenal.
o
Animismo.- Los pueblos primitivos y las
reliquias que aún subsisten de aquellas culturas primitivas (África,
Amazonia) extienden la espiritualidad sobre toda materia. Detrás de todas las
cosas, incluso las inanimadas, y sobre todo detrás de los fenómenos naturales
(ciclo diario de la luz, lluvia, viento, terremotos, erupciones....) ven
espíritus que los producen y los gobiernan. Detrás del mundo sensible ven
otro mundo invisible como fuente.
o
Veda.- De la cultura más antigua y ya desaparecida de la India, la Védica, se
conservan textos, escritos en sánscrito, en los que aparece un dualismo
esencial alma-cuerpo. El alma es el Ser mismo, de naturaleza eterna y
poseedora de conciencia propia.
o
Hinduismo.- Creen en un Alma o Todo universal (Brahman) y en su expresión individual en cada cosa o ser
vivo (Atman), y creen también en el Samsara o Rueda de la Vida, que consiste en las reencarnaciones
sucesivas del atman en otros seres, hasta lograr la
purificación y salida de la
Rueda para su disolución o anonadamiento final en el Todo.
o
Budismo.- Nacido del Hinduismo, conserva los mismos principios: la
creencia en el “yo” es el origen de todos los sufrimientos humanos y la causa
de las reencarnaciones, hasta la disolución en el Todo universal.
o
Gnosticismo.- En su origen indo-iraní está presidido por la
creencia en la dualidad alma-cuerpo, y ésta como expresión de la dualidad
general del bien y del mal, ambos provenientes del mismo y único Dios (el mal
iniciado por la rebelión del eón Sabiduría contra
Dios).
o
Biblia.- No hay dualismo. Presenta al hombre como una unidad
sustancial, aunque con dos dimensiones: la corporal y la espiritual.
o
Grecia primitiva.- El Orfismo religioso, surgido de la mítica
figura de Orfeo, es dualista: el alma es de origen divino, preexiste al
cuerpo, entra en la cárcel del cuerpo y es inmortal, pero tiene que
purificarse mediante la trasmigración.
En la literatura
(Homero, Hesíodo, siglo VIII
a.C) también se distingue el alma (soplo, psique)
que da vida y el cuerpo inanimado (soma). Al morir, el cuerpo se corrompe,
pero el alma vive por sí misma, se escapa del cuerpo y va al Hades, donde
sigue existiendo como un recuerdo inmaterial del hombre que fue antes.
o
Presocráticos.- En el VI a.C, sin
embargo, aparece el monismo, la sustancia única (el Arché
o Arjé) de la que están hechas todas las cosas.
Este arjé fue sucesivamente considerado como la
tierra, el aire, el fuego y el agua. Por tanto, alma y cuerpo no son dos
sustancias tan incompatibles, puesto que las dos provienen del arjé.
o
Platón.- Retorna al dualismo más radical. El alma pertenece al
mundo de lo eidético (eternidad) y el cuerpo al mundo de lo sensible (materia
y corrupción), y ve la simbiosis alma-cuerpo como una unión puramente
accidental.
o
Aristóteles.- Se inspira en su maestro Platón, pero baja el
dualismo desde el plano general (mundo material - mundo ideal) al plano
interior de cada cosa, convirtiendo lo que antes eran sustancias individuales
y unidas (alma-cuerpo) en meros coprincipios
(materia-forma) de una sola sustancia resultante por la unión
(hilemorfismo). Ni el alma ni el
cuerpo pueden tener, por tanto, existencia por separado.
o
Mazdeísmo.- Zoroastro (o Zaratustra),
Persia siglo VI a.C, es radicalmente dualista.
Concibe la existencia como la lucha perpetua entre el espíritu del Bien (Ahura Mazda) y el del Mal (Ahriman), cada uno de los cuales gobierna una parte de la
naturaleza, excepto al hombre, que es libre de elegir.
o
Maniqueísmo.- Manes, Persia siglo III,
también predica el dualismo, representado por la Luz y las Tinieblas. Concibe
al ser humano como espíritu, de origen divino, atrapado en un cuerpo, de
origen demoníaco.
o
Iglesia.- Haciendo sincretismo entre la tradición bíblica y el
hilemorfismo de Aristóteles (pasado por Sto Tomás),
fuerza la lógica racional para presentar al individuo como una sola unidad
sustancial, la sustancia “hombre”, en el que alma y cuerpo ya no son dos
sustancias unidas, sino dos simples coprincipios; pero con la incongruencia de que
al alma la considera creación directa de Dios e inmortal, mientras que el
otro coprincipio, el cuerpo, no..... pero
resucitará.
o
Descartes.- Restituye el dualismo nuevamente con su “res cogitans” (cosa pensante, alma) y su “res extensa” (cosa
extensa, materia). Con su célebre “Pienso, luego existo” encierra el
principio de toda realidad en la base de las ideas, por lo que es considerado
el Padre del Idealismo, a pesar de que esta sentencia no era de él, sino de
San Agustín.
o
Kierkegaard.- Este filósofo va más allá, es trialista,
no sólo reconoce la heterogeneidad de alma y cuerpo, sino que les niega toda
afinidad hasta el extremo de ser un tercero, el espíritu, el que posibilita
la unión.
o
Klages.- También es trialista, defiende el alma
y el cuerpo como soporte de la vida, pero con la particularidad de que el
espíritu, por ser enemigo de la vida, imposibilita que haya un auténtico
ensamblaje o estructura esencial.
Como puedes ver, amigo lector, sobre el problema alma-cuerpo había,
en tiempos pasados, soluciones para todos los gustos, y casi la práctica
totalidad de ellas pasaban por reconocer la sustancialidad
del alma, como no puede ser de otra manera. Pero es signo de los tiempos que
el hombre vaya perdiendo vínculos con lo trascendente y vaya auto erigiéndose
en el propio mesías, capaz de aclarar las cosas del
mundo...... a pesar de que sigue sin saber por qué y para qué está en el
susodicho mundo, que ha surgido de la “nada” por simple “azar” (según él
mismo).
Ahora
ya no hay alma (creación divina) y cuerpo (creación diabólica), ahora
solamente hay “hombre”, mandamás de lo único existente, el universo.
(Estimado lector: A partir de aquí, todo lo que sigue lo transcribo
de lo que, en fechas más recientes, he escrito en mi libro Teosofía de la Verdad sobre este
tema).
Teorías consistentes en negar la sustancialidad
del alma:
1.
El fenomenismo psicológico defiende el
extremo opuesto: el alma no es ni siquiera unidad, no es un sujeto
sustancial, es sólo un conjunto de fenómenos y situaciones.
Esto de reducir el alma solamente a sus
manifestaciones, es algo tan insólito como concebir lo que es un río no por
sí mismo, sino por la energía hidráulica o por las zanahorias que sus aguas
producen. Desde Heráclito (V a.J.)
la fugacidad y movimiento incesante de las cosas ha empujado al pensamiento a
concebir la realidad como una no-realidad, como algo de lo que únicamente
tenemos noticia por sus manifestaciones o efectos.
Resulta absurdo negar, como hace el fenomenismo,
la evidencia interna de que el yo
es algo permanente, por muy dinámico y cambiante que sea, y que el yo es uno solo, por muy diviso que
parezca. En uno de mis poemas escribí, un buen día, que nunca he sabido cuál soy de todos los que soy, y efectivamente
soy muchos y muy diferentes; pero se entiende que esto era una licencia del
pensamiento de un poeta, porque, a pesar de tanta variedad, recuerdo haber
sido solamente uno desde que me acuerdo de mí.
También he escrito en alguna parte ¿Qué es uno, sino el montón de sus
recuerdos y situaciones? Esto se parece mucho al error que acabo de
señalar del fenomenismo aplicado al río (¿qué es el río, sino lo que
produce?), pero se entiende que lo escribí así para conducir al lector hasta
la existencia del alma como origen de esos fenómenos. Por muy dinámico y
cambiante que se muestre, resulta absurdo negar la evidencia del yo como algo sustancial y permanente.
2.
El hilemorfismo de Aristóteles no ve el
alma como sustancia, sino solamente como “forma sustancial”, es decir, como
un mero coprincipio que, unido al otro coprincipio, el de la materia, conforma la unidad
sustancial llamada ser vivo. Este
concepto de “coprincipio” implica que se trata de
algo que no tiene existencia anterior e independiente, que solamente existe
en relación al otro coprincipio al que se une para
formar una sola sustancia nueva. Con este ardid, el genial pensador creyó
salvar el problema de cómo es posible que una sola sustancia, el ser vivo,
sea, a su vez, unión de otras dos sustancias, espíritu y materia, y lo
resolvió rebajando a estas dos últimas a la condición de meros coprincipios.
3.
Siglos después, Max Scheler ha elaborado una
idea que no está tan lejana de la aristotélica y que puede resumirse así:
alma y cuerpo no constituyen ninguna antítesis ontológica, sino una sola
sustancia, “vida”, si bien esa
unidad “vida” presenta un “ser íntimo” (alma) y un “ser para los demás” (cuerpo). Max Scheler no habla de coprincipios, pero viene a exponer cosa parecida al
considerar al ser vivo como sustancia única, y luego distinguir en él dos
elementos inseparables: el de la intimidad (la forma aristotélica), y el
exterior (la materia aristotélica), que individualiza esa forma para los
demás.
La consideración clave sobre este tipo de concepciones es:
o
Si se admite que alma
y cuerpo constituyen unidos una única sustancia, el ser vivo, es forzoso que ninguno de los tres puede existir por
separado.
o
Los coprincipios no pueden existir por sí mismos (no son
sustancias) ni el ser sustancial resultante puede llegar a existir sin ellos.
Si alma y cuerpo unidos llegan a ser uno solo, llamado ser vivo, la suerte de
cada uno de los tres es indesligable de la suerte
de los otros dos.
Y aquí surge el problema, porque el cese del cuerpo con la muerte
nos consta, luego este invento aristotélico conduce a aceptar que, con la
muerte del cuerpo, también mueren el alma y el ser vivo entero. Aplicado esto
a los demás seres vivos no está mal,
pero…. ¿Qué pasa entonces con el
hombre? Pues pasa que ni como hombre ni como alma es inmortal, según esta
teoría. Cuando se acaba el cuerpo, se acaba todo. El materialismo está
encantado con las genialidades de Aristóteles.
El materialismo está encantado, pero la universal seguidora del
aristotelismo, la Escuela,
con Santo Tomás a la cabeza, jamás pudo aceptar tal cosa y, a falta de razón
suficiente, pero sin querer apearse del aristotelismo, se inventó uno de esos
disparates tan habituales en la filosofía, a saber: “El alma o forma es, efectivamente, sólo “coprincipio”
a efectos de unirse a la materia y constituir la esencia que conocemos como
hombre, pero eso no obsta para que el alma sea “sustancia completa” a efectos
de subsistir sin la materia”. Y después de parir tan sorprendente
conclusión, el tomismo se quedó tan a gusto. Los descalabros derivados de los
inventos de Aristóteles no tienen fin, como vas comprobando y más adelante
seguirás comprobando.
Pese a los esfuerzos por dignificar la vertiente espiritual del ser
vivo, el peso del testimonio de los sentidos es aplastante. Si le preguntas a
cualquiera medianamente instruido, si consultas cualquier libro, el concepto
de vida aparece como un “añadido” a la materia, un añadido excelso, pero
añadido al fin, una perfección que dignifica a la materia; pero en la base y
ante todo, siempre la materia. Prueba de lo dicho es que el concepto secular
de vida es el de “materia animada”, es decir, en la base un sustantivo,
“materia”, del que se predica que está “animada”. Se parte de la realidad
física, el cuerpo, aunque admitiendo que está animado por el principio vital
(alma, ánima), aunque el orden prioritario debería ser el contrario. El
hombre es incapaz de abdicar de su bastarda vocación carnal.
Esta espinosa cuestión quedaría definitivamente resuelta si de
verdad uno de los dos, cuerpo o alma, no existiese realmente, como ya lo
intentó el fenomenismo sin éxito. El obstáculo a salvar consiste en que te
constan los dos: el espíritu porque tienes conciencia de ti, y el cuerpo
porque lo ves y lo sientes. Este aparente problema, sin embargo, ya ha sido
resuelto en páginas anteriores: no hay más realidad que el alma. Pero, de
momento, aunque la física cuántica es una ciencia y es rigurosamente cierto
lo que ha descubierto, vamos a olvidar por ahora el descubrimiento y vamos a
aceptar que, además de tu alma, también eres eso que te dice el espejo, tu
cuerpo.
Eres alma y eres cuerpo. Aceptado (de momento). Lo que ya no puedes
aceptar, ni de momento ni después, es justamente lo que el pensamiento
universal, salvo excepciones, viene afirmando, a partir de la teoría hilemórfica de Aristóteles, a saber: que tu alma y tu
cuerpo constituyen entre los dos una “única y sola sustancia”, la
sustancia llamada “hombre”. Y lo mismo se viene afirmando de todos y cada uno
de los seres vivos: que alma más cuerpo constituyen una sola realidad. El
fundamento para rechazar de plano tal supuesto es:
·
La unión absoluta,
esencial, de dos sustancias provoca la aparición de una tercera y diferente
sustancia y la desaparición de las dos originarias que se han unido.
Sirve como ejemplo fácil, aunque en otro plano de cosas, lo que ocurre en las
reacciones químicas.
·
Pero nada de esto
sucede en la unión que se produce en el ser vivo, puesto que en él siguen
advirtiéndose las existencias de las dos sustancias originarias y unidas, el
cuerpo y el espíritu. El ser vivo no es una cosa diferente, producto de
la fusión, en la que ya no se aprecia ninguno de los dos integrantes, como
debería ocurrir. No existe ningún ser vivo sin cuerpo, ni tampoco ningún ser
vivo sin alma. Siguen existiendo los dos, aunque unidos.
·
Este problema es el
que pretendió salvar Aristóteles con su hilemorfismo, mediante el ardid de rebajar
a los dos elementos integrantes de la unión, que son dos sustancias (cuerpo y
alma), a la categoría de meros “principios” (materia y forma). De esta
manera pretende que el resultado, el ser vivo, sea una sustancia en sí mismo
y no la unión de dos sustancias que siguen existiendo dentro de la unión.
·
En el caso de que
pudiéramos dar por posible esta teoría (que no lo es), la misma implica que,
tanto la sustancia resultante (ser vivo), como los dos coprincipios
que se unen (alma y cuerpo), constituyen un todo indivisible y necesario.
Cada uno de los dos coprincipios no puede existir
sin el otro ni sin formar un ser vivo; ni el ser vivo puede existir sin los
dos coprincipios que lo integran. Ni es posible un
ser vivo que no tiene ni alma ni cuerpo, ni es posible un cuerpo solo sin
alma a la que unirse y formar un ser vivo; ni es posible un alma sola sin
cuerpo al que unirse y formar un ser vivo.
·
La consecuencia, pues,
del hilemorfismo es que, como nos consta la destrucción del coprincipio cuerpo después de la muerte, ha de seguirse
que también se destruyen el otro coprincipio, el
alma, y el ser sustancial entero (el ser vivo), y esta conclusión
solamente la defiende el materialismo, pero no la inmensa mayoría de la
humanidad. La posición más generalizada es que la conciencia del yo (el
alma), como no es corruptible como la materia, no tiene por qué depender de
la suerte del cuerpo.
·
Desechada esta teoría
de Aristóteles y volviendo, por tanto, a la unión de cuerpo y alma como dos
sustancias en sí mismas y no como meros coprincipios,
ya hemos visto, en el punto primero, que su unión no es de tipo esencial,
puesto que no se produce la desaparición de ninguna de las dos. Tu yo
consciente sigue estando ahí y tu materia corporal también, ninguno de los
dos se ha volatilizado al unirse para formarte como ser vivo.
·
Y aquí viene lo
interesante: si la unión no es sustancial (puesto que no han desaparecido las
dos sustancias integrantes alma y cuerpo), se trata, por tanto, de una
unión meramente accidental y contingente. ¿Por qué? Porque no existe
ninguna otra salida.
·
Pero en una unión
accidental, como es obvio, no se produce ninguna nueva sustancia resultante
de dicha unión, es decir, la unidad ser
vivo que ha resultado no es una realidad
sustancial, sino una simple unión
accidental de dos sustancias que continúan apareciendo diferenciadas.
Efectivamente, el ser vivo resultante de la unión (es decir, tú mismo) no
constituye una tercera sustancia nueva y diferente a las dos que se han
unido, porque en tal caso no se apreciarían ya en ti ni el cuerpo ni el alma,
serías otra cosa diferente a la que eres.
·
La del ser vivo se
trata, por tanto, de una unión meramente accidental y, como tal, reversible,
por muy estrecha e íntima que se considere la unión y por mucho que quiera
negarse tal tipo de unión.
·
Reversible porque, al
ser accidental y no sustancial, es susceptible de disolverse la unión y
quedar otra vez libres e independientes las dos sustancias que la integraban.
Y así es. Nos consta que al disolverse la unión (muerte), la sustancia
corporal inicia inmediatamente el proceso de corrupción, signo inequívoco de
que ha quedado libre y abandonada a su suerte, que no es otra que la
descomposición orgánica e integración de nuevo en la naturaleza, desde la
cual volverá a integrarse en otros cuerpos.
·
Por la misma razón y
aunque no podamos apreciarlo con los sentidos, la sustancia alma también
queda libre e independiente, pero ajena al destino corrupto de la carne. Lo
que es espíritu no puede sufrir descomposición puesto que no es composición
de nada, ni consta de “partes” que vayan a parar a ningún almacén, como
es la naturaleza, donde volver a reciclarse en nuevas almas.
·
Ambas sustancias, por
tanto, quedan libres de la simbiosis que mantenían y retornan a sus orígenes:
el cuerpo a la tierra y el alma...... ¿A
dónde vuelve el alma? ¿Cuál es su origen? Si se lo preguntas a un
panteísta oriental te dirá que vuelve al Alma universal, en la cual sí que
puede “disolverse” porque es de la misma naturaleza. Si se lo preguntas a un
monoteísta occidental te dirá que “vuelve a” y “sigue viviendo en” la eternidad
del Dios que la creó. Y si se lo preguntas a un ateo no podrá decirte a dónde
retornará, puesto que la “nada” no existe, el universo es un espejismo de los
sentidos y no hay más realidades en las que recalar.
·
El único problema que
plantea esta unión sólo accidental, es el de explicar cómo se produce una
comunicación tan íntima entre dos sustancias independientes, alma y cuerpo,
hasta el punto de aparecer como una perfecta unidad (problema nunca resuelto
por tratarse de problema realmente inexistente, puesto que uno de los dos no
existe).
En
el caso de aceptar la realidad alma-cuerpo, la no desaparición de ninguno de
los dos en la unión, su permanencia diferenciada en el ser vivo, acredita que
éste, el ser vivo, constituye una unión accidental, no una unidad sustancial.
Esta concepción del ser vivo en la que acabo de desembocar, como
unión accidental de dos sustancias diferentes que no pierden su sustancialidad individual en la unión, ni dan lugar a una
nueva y diferente sustancia resultante, es clásica en la filosofía platónica.
El error, por exceso, de Platón consistió en mostrarse tan radical en la
“accidentalidad” de la unión que llegó a admitir, acorralado por sus
críticos, que la trasmigración de las almas de unos cuerpos a otros era posible.
En ese radicalismo exagerado es en lo que se equivocó, porque el hecho de que
la unión sea accidental no implica, en absoluto, que haya de ser promiscua,
es decir, válida para todas las almas con todos los cuerpos. Dicho de otra
manera, que la trasmigración sea cosa teóricamente posible sólo quiere decir
lo que dice, que es cosa posible, no que sea cosa necesaria.
Por mi parte, desde luego, no la considero ni posible ni necesaria.
El problema final y sin resolver de cómo se puede producir una tan
íntima comunicación entre dos sustancias independientes, hasta el punto de
aparecer como una unidad funcional, también fue acometido por Leibniz. Lo intentó con su famosa “armonía
preestablecida”, consistente, como su nombre indica, en suponer una
sincronización perfecta, similar a la de dos relojes que arrancan por
separado, pero a la misma hora, explicación tan ingeniosa como poco
convincente. El pecado de Leibniz al tratar este
supuesto problema, consistió en haber olvidado que fue él precisamente el
mayor defensor de la filosofía espiritualista, es decir, de la no existencia
de la materia, porque, si hubiera sido coherente, no le habría hecho falta
recurrir al ardid de sincronizar dos relojes, ya que solamente existe uno, el
espiritual.
Bien. Hemos partido del error generalizado de aceptar el realismo de
los dos elementos en discordia, el alma y el cuerpo, y hemos desembocado en
que, de aceptarlo, se trataría por fuerza de una unión meramente accidental,
aunque estrechísima. Tal y como te vio Platón, tú serías una unión, todo lo
profunda y perfecta que quieras, entre tus dos realidades que cohabitan pero
son independientes, una simbiosis entre tu alma y tu cuerpo, aunque el cómo de esa tan difícil como perfecta
unión nadie lo ha resuelto. La solución, sin embargo, sigue sin satisfacerte,
estoy seguro, y es lógico. Tienes conciencia de ti como algo uno y único, no
como algo diviso, y estás en lo cierto, porque la verdad es ésta:
No
hay unión ninguna, ni sustancial ni accidental, no hay dos elementos que
unir. La finitud es espíritu y no existe otra cosa. El cuerpo es parte del
espejismo sensorial.
Lo sostenido secularmente por parte de la filosofía y recientemente
comprobado por la física cuántica, la identificación de la materia como un
mero fenómeno sensorial, no como una realidad sustancial, es la verdad que
resuelve la cuestión del ser vivo y tantas otras cuestiones. El error inicial
de fabricar toda realidad sobre la base de la percepción de los sentidos
(consultar el apriorismo de Kant que lo desmiente, aunque aquí voy mucho más lejos
que eso), confunde todo pensamiento humano y lo sume en un laberinto sin
salida, como en este caso ha ocurrido con la imposibilidad de explicar la
unión tan perfecta de lo que es sustancialmente heterogéneo. No hay tal
unión.
El concepto de alma sólo como “principio vital”
que alienta a la materia, organizándola en individuos corpóreos, como antes
nos decían, es un concepto ingenuo y demasiado artesanal. El alma nada tiene
que animar, el alma es la vida en sí misma, lo único existente.
Queda claro
por qué he titulado este apartado como lo he titulado:“La finitud soñada”. Como ha quedado escrito en la máxima
anterior, el alma no es principio vital de nada ni nada tiene que organizar
porque nada existe, dentro de la finitud, que no sea tu alma y la asamblea
entera de almas de la
Creación. ¿Qué haces,
entonces, en el mundo? Soportar una triste pesadilla, según la cual te
hallas en un mundo fastuoso (visto desde lejos), pero dolorosamente cruel
(visto desde cerca), esperando una explicación que solamente conocerás
después de que te hayas ido....... Bueno, quiero decir cuando la pesadilla se
haya acabado, porque tú no tienes que ir a ninguna parte, estás donde siempre
has estado. Crees estar en el mundo, viviendo, pero no es así, solamente
estás soñando. La vida la vivirás después. Ahora estás en la “Finitud soñada”
El alma y el
tiempo
La creencia más común (reencarnaciones aparte) es que el espíritu no
tiene preexistencia y aparece como realidad juntamente con el cuerpo, en un
momento temporal determinado, el de la concepción, aunque luego sea capaz de
sobrevivir más allá de la muerte física. Y en cuanto a este “sobrevivir” del
espíritu, además, es admitido con ciertas restricciones. Hay corrientes de
pensamiento que creen en una unidad tan inseparable de alma y cuerpo, que no
admiten ese “sobrevivir” en sentido estricto, es decir, como un “no llegar a
morir” del espíritu, sino que creen en la muerte integral del hombre y, más
tarde, una nueva aparición o resurrección del espíritu (con o sin el cuerpo,
según creencias), ya para la eternidad.
Este trasiego entre lo temporal y lo eterno, tan unánimemente
utilizado, revela la incapacidad del hombre para intuir lo que es eternidad. En obras mías anteriores he
tratado de explicar este error, tan generalizado, de suponer lo eterno
también como tiempo, sólo que un tiempo que “no tiene principio ni fin”. El
hombre es incapaz de desprenderse de su experiencia de la “sucesión”
temporal, y lo más que acepta es que esa “sucesión de momentos” no tenga ni
comienzo ni clausura, es decir, que dure para siempre, lo cual es un abultado
error:
·
Primero, porque el
tiempo, como toda finitud, consiste en algo que es medible,
precisamente porque tiene un principio y un fin determinados. La única
posibilidad de eludir esta naturaleza lineal del tiempo, consiste en
suponerlo como una cadena de momentos que se cierra sobre sí misma, una
cadena cuyo último eslabón engarza nuevamente con el primero. Entonces,
ciertamente, no tendría principio ni fin..... pero conllevaría algo
verdaderamente terrible, la repetición eterna de todo, como un disco que
volviera al surco inicial después de acabado. El universo tiene evolución
lineal, en la cual jamás se repite nada de lo anterior.
·
Segundo, porque el
espacio-tiempo se despliega a partir del desencadenamiento inicial (Big-Bang), y la eternidad es lo
contrario, lo que ha existido siempre, lo inmóvil, lo que no genera sucesión
ninguna y es un eterno presente.
·
Una vez que hayas
aceptado esto, te será fácil comprender que, entre el presente inmóvil de la
eternidad y la sucesión temporal del mundo, no puede existir correspondencia
ninguna, ningún momento del mundo puede ser situado en ningún “momento” de
la eternidad, simplemente porque en lo eterno no existen “momentos”.
Esto, que parece que nos plantea un problema sin solución posible,
no es problema ninguno, simplemente constituye una prueba más de que
el espacio-tiempo, el movimiento y el universo entero que los alberga, todo
ello junto es una pura ilusión de los sentidos sin realidad objetiva. No
necesitas resolver el problema (por otra parte imposible de resolver) de
dónde colocar los “momentos” del mundo en la eternidad; no es necesario
porque el tiempo del mundo no es realidad, es una quimera solamente soñada.
Entre
la eternidad y el tiempo no existe paralelismo ni relación ninguna. La
eternidad no sabemos exactamente cómo es, pero sí sabemos que no es tiempo,
que no hay principio, ni pasado, ni momentos, ni futuro, ni fin.
Sin embargo, el desconocimiento de esta verdad tan cierta como
simple, el empeño en extrapolar el concepto de lo que es tiempo también a la
eternidad (sólo que sin principio ni
fin) ha conducido a numerosos errores, y en especial a uno muy señalado por
sus implicaciones teológicas: el del supuesto momento de aparición del alma.
Pensar que el espíritu nace en el tiempo, como viene creyéndose, justamente
el tiempo que corresponde a la concepción del cuerpo en el vientre de la
madre, es una simpleza, puesto que el mundo y su tiempo son una pura ficción.
·
El espíritu ni nace ni
perece en el tiempo a la vez que el cuerpo, solamente cree estar vinculado al
tiempo del cuerpo mientras sueña que en él habita. El momento de vinculación
del alma al cuerpo (concepción) no tiene significado ninguno: ni significa
que el alma haya aparecido (o haya sido creada) en ese momento, ni tampoco lo
contrario, que preexistiese ya en la eternidad, desde antes de la concepción,
y llegase al mundo en ese momento. En la eternidad no hay ni “momentos” ni
“antes”.
Suponer
que el alma aparece (o es creada) en un momento determinado (concepción) es
una simpleza. El momento de la concepción es cosa del “mundo temporal” y no
tiene correspondencia ninguna en la eternidad.
Aclarada esta venturosa noticia de que tu alma, o sea tú, estás
destinado a ser eterno, ahora te planteas otro problema verdaderamente
inquietante: ¿Cómo seré yo en la
eternidad? Sin duda te habrás planteado más de una vez esta cuestión tan
misteriosa, la que se deriva de tu evolución con el paso de los años en el mundo
y, por ende, la evolución (aparente, como enseguida verás) de tu alma. Tu
alma es una y única, por supuesto, pero el grado de conciencia y las
capacidades que ha desarrollado no son ahora las mismas que cuando naciste.
La cuestión de en qué estado de madurez te pillará la muerte y cómo serás
cuando regreses a la eternidad es inquietante, y sugiere un montón de dudas.
Pero ésta no es cuestión para tratar aquí. (La solución en el libro Teosofía de la Verdad).
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Gregorio Corrales.
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