II.- EL SER CONOCIDO, LA FINITUD

 

En el capítulo I hemos abordado el Ser en cuanto única realidad que todo lo inunda, es decir, en cuanto absoluto; si bien hemos aludido, de pasada, a las dos formas del ser: por un lado, al ser y el existir diferentes y propios de la finitud, y por otro lado, al Ser único y verdadero, lo infinito. Ahora toca tratar un poco más a fondo esas dos clases de ser, en cuanto a que uno sólo lo es por recepción (la finitud, lo conocido) y el otro lo es por sí mismo (la infinitud, lo desconocido).

 

La realidad conocida, la que nos consta y experimentamos, es decir, el todo universal, constituye en filosofía la llamada finitud. En su sentido etimológico, finitud es aquello que tiene fin o término, que está acabado, pero lo que viene entendiéndose en filosofía por finitud es más bien lo que es limitado; no tanto el sentido de acabamiento o finalización de algo como el de que ese algo está encerrado entre límites. Realmente, se trata de una diferencia sólo de matiz, porque los dos vienen a converger en el mismo significado: si algo se considera como acabado, esto quiere decir que ha llegado a sus límites naturales, que tiene límites, porque, de no tenerlos, resultaría imposible acabarse.

 

Toda la realidad universal, tanto la física como la espiritual, es una realidad finita, limitada.

 

Todo lo que conocemos es finitud porque todo en el universo tiene límites: la medida de un cuerpo, la capacidad psíquica de un ser vivo, la maldad moral de un acto, la perfección estética de una música,..... todo es limitado. Sin embargo, ya a la vista de estos pocos ejemplos se percibe la sensación de que el término límite encierra una cierta complejidad, porque los límites de un objeto físico nada tienen que ver con los límites del alma de un ser vivo, por ejemplo. A primera vista parece (sólo parece) que en lo físico se trata de límites puramente cuantitativos y en lo espiritual de límites puramente formales.

 

Así es. En todo lo que pertenece a la finitud física se antepone el sentido de lo cuantitativo, de lo espacio-temporal, por la razón bastante simple de que el espacio-tiempo es el “habitat” natural de la materia: tan fácil es medir lo extensivo (los metros de una pista) como lo intensivo (la frecuencia de las ondas). Pero en cuanto se trata de la realidad espiritual, que ni ocupa espacio ni tiempo, parece que las diferencias entre unas cosas y otras nada tienen que ver con lo que es magnitud y por tanto medible, sino con lo que es diversidad en las formas de ser, en las formas sustanciales: no es lo mismo un lapsus lingüe que la belleza de un paisaje, o el alma de un mamífero que las leyes de Newton.

 

Y sin embargo y aunque a primera vista no lo parezca, toda finitud responde siempre a los parámetros de ambas dimensiones, la cualitativa y la cuantitativa, independientemente de que se trate de lo espiritual o de lo físico. Lo hemos visto en el capítulo anterior: el ser (esto o aquello) y el existir (aquí o allí). Porque lo psíquico, aunque espiritual, también es pura magnitud en algún tipo de escala. El alma de un mamífero y el alma de un artrópodo, aunque almas las dos, son perfectamente valorables dentro de la escala de la complejidad y perfección de los seres vivos. Y lo físico, aunque primordialmente cuantitativo, también es pura cualidad dentro del abanico de las formas sustanciales. Un puente de madera y un puente de hierro, aunque puentes los dos, son perfectamente distinguibles dentro del campo de las propiedades esenciales de cada uno. No obstante lo cual, resulta obvio que, aunque todo magnitud, no es lo mismo medir la longitud de una pista que la maldad moral de un acto humano. Los dos son magnitud, pero en el primero se aprecia la composición de partes con cualquier instrumento y en el segundo solamente cabe la valoración subjetiva, que también es, en definitiva, una forma de medir, aunque imperfecta.

 

Toda realidad limitada, toda la finitud, sea física o sea espiritual, es cuantificable.

 

Y tan verdadera es esta máxima que indujo a Pitágoras (569 a.C) a pensar que el principio único de todas las cosas no había que buscarlo en el ámbito de lo cualitativo, como habían creído todos los filósofos anteriores a él. En la Escuela de Mileto (Tales, Anaximandro, Anaxímenes.....) habían propuesto determinadas sustancias como el origen de todo: el agua, el aire o la materia indeterminada en sí misma (llamada apeirón).

 

Pitágoras propuso que esas diferencias formales o sustanciales no son el origen de la diversidad, sino todo lo contrario, la consecuencia, ya que, según él, es precisamente la proporción, la cantidad, el número lo que informa y determina a la materia a ser lo que particularmente es en cada objeto. La armonía del universo, según Pitágoras, no se debe al equilibrio de las formas sustanciales, sino a que éstas son el resultado del equilibrio cuantitativo, el triunfo de la medida sobre lo indeterminado.

 

Sea la realidad como la imaginaban en la Escuela de Mileto, como la imaginaba Pitágoras o como la han imaginado todos los demás filósofos, en cualquier caso así es la finitud, hecha de cosas que “miden” y que producen un universo limitado..... excepto para el señor Hawking. Este eminente cerebro contemporáneo mantiene que el universo es todo lo contrario a lo que sabe la filosofía, según él es “infinito y sin fronteras”.

 

El problema insuperado (e insuperable) de una gran mayoría de científicos es que su enorme sabiduría en una ciencia determinada, junto a su indigencia en el mundo de los abstractos, constituye una mezcla explosiva que nunca se sabe qué engendro puede alumbrar, en cuanto intentan salir de la reducida parcela de su ciencia particular. Voy a limitarme a analizar tan infortunada afirmación en su doble aspecto de redundancia y de contradicción, doble reparo que da fe del desconocimiento de conceptos que, aunque elementales, resultan desconocidos para este señor tan “genial”.

 

·               Redundancia: “Infinito y sin fronteras” es la misma cosa, de manera que esa afirmación tan pintoresca del Sr. Hawking, traducida al lenguaje de la lógica, queda así:

“El universo es infinito y sin fronteras” quiere decir que “El universo es infinito y además es infinito”, o bien que “El universo no tiene fronteras y además no tiene fronteras”.

 

·               Contradicción: Si constatamos que absolutamente todas y cada una de las cosas que hay dentro del universo son magnitudes, son finitas y tienen fronteras, no se puede, acto seguido, afirmar que el conjunto o suma, el universo entero, es todo lo contrario, “infinito y sin fronteras”. Esto constituye una pura contradicción, porque una suma de magnitudes da otra magnitud mayor, pero nunca un infinito (x + x = 2x, pero nunca x + x = infinito). Esta contradicción del Sr. Hawking, traducida al lenguaje de la lógica, queda así:

“El universo es infinito y sin fronteras” quiere decir que “A pesar de ser finito, el universo es infinito”, o bien que: “A pesar de que sí que tiene fronteras, el universo no tiene fronteras”.

 

Después de comentar la genial idea del Sr. Hawking y de constatar que lo universal es una magnitud, el segundo carácter esencial que apreciamos en la finitud es que está en continuo movimiento. Cuando se habla de movimiento, el común de la gente entiende exclusivamente los cambios locativos a través del espacio, los meros cambios de lugar. También eso es movimiento, pero el genuino sentido en filosofía se refiere a los cambios de naturaleza del tipo generación-corrupción-generación (aunque esto solamente puede afectar a la finitud material, no a la espiritual) o cualquier otro en el que desaparece una forma sustancial y aparece en su lugar otra forma sustancial diferente, como ocurre, por ejemplo, en las mutaciones genéticas.

 

En cualquier caso, la suma incesante de tantos movimientos da por resultado una finitud que es muchas cosas y no es nada en concreto, nada estable o definitivo, un devenir incesante, una realidad fugaz. Antes de que pases esta página, ya habrá cambiado algo en tu cuerpo y en tu mente; pero también se habrán apagado algunas estrellas para siempre, habrán aparecido a la vida millones de nuevos seres, se habrán consumido algunos minutos en el reloj ....

 

Con esta evidente fugacidad de todo lo que existe se cegó la mirada de otro gran filósofo de la Grecia Antigua, Heráclito (V a.C.), de la Escuela de Éfeso, apodado “El Oscuro”. Él, junto a Parménides, iniciaron la auténtica filosofía, es decir, la búsqueda del principio metafísico que explique lo que hay detrás de la apariencia sensorial del mundo. Pero así como Parménides puso el foco en la verdad sustancial de fondo (el Ser), Heráclito se perdió en lo más aparente, en el movimiento incesante. Dedujo que el ser es esencialmente inestable porque todo tiene su contrario, si bien el resultado de esa permanente lucha es armonioso y no caótico porque existe una ley, el Logos, que todo lo encauza. No fue capaz de ver el ser, sino la incesante metamorfosis del ser. En honor a la verdad histórica, hay que resaltar que la famosa Dialéctica Trascendental de Hegel es esencialmente una versión tardía (24 siglos después) del devenir heracleidiano, versión nueva en la que se ha cambiado únicamente el final: la lucha armoniosa, pero sin fin, de lo contradictorio (Heráclito) por la fusión de los contendientes en la síntesis (Hegel).

 

Parménides y Heráclito, cinco siglos antes de nuestra era, descubrieron las dos caras de la finitud universal: el Ser y el Movimiento.

 

Constituyen dos caras de una única moneda, la realidad finita, porque esta moneda de la que hablamos es como la de la copla, una “falsa moneda”, algo que no es lo que parece (movimiento) ni parece lo que es (aseidad). Pero es precisamente esta falsedad de lo universal la que nos conduce a la verdad última de por qué se nos presenta así, tan inconsistente y fugaz, lo que, aún apareciendo tan versátil, consiste en lo único que jamás cambia y todo lo explica, lo definitivo, eso que nadie conocemos pero todos intuimos como cosa necesaria para que la falsa moneda deje de rodar de mano en mano:

 

·               El Ser, como ha quedado establecido en el primer capítulo, constituye la única realidad existente. Ni la nada existe ni nada es posible entre el ser y la nada.

 

·               Pero el Ser que conocemos se presenta limitado e inestable.

 

·               Tanto los límites como la inestabilidad constituyen lo contrario al ser, la pérdida del ser.

 

·               Si la finitud universal tuviera por sí misma el Ser nunca lo perdería, sería estable y sin límites.

 

·               Si tiene el Ser y lo pierde es que no lo tiene por sí misma, sino que lo tiene por haberlo recibido.

 

·               Si el Ser recibido es limitado y en continuo cambio, es porque lo recibe, instante a instante, de quién es el Ser en sí mismo.

 

La finitud, además de limitada, es fugaz, mudable. Sólo lo que no tiene el ser por sí mismo, sino porque lo recibe continuamente y continuamente lo pierde, resulta ser limitado y mudable.

 

La finitud, por tanto, tiene dos propiedades inseparables, ser limitada y ser móvil, y las dos apuntan a una misma causa: es limitada y es mudable porque el ser no es suyo, lo ha recibido. Pero hay dos formas de adquirir el ser, que es lo mismo que decir adquirir la existencia: el ser que es recibido por generación y el ser que es recibido por creación.

 

·               El ser recibido por herencia, por generación, consiste en una nueva composición de partes que ya existían, que habían sido liberadas por la descomposición de otros seres anteriores. Proviene, por tanto, de lo ya preexistente y está sujeto a las leyes de la causalidad, constituyendo una cadena de transformaciones.

 

·               El ser recibido por creación no consiste en una nueva composición de lo ya preexistente y descompuesto, sino que le es otorgado el ser desde la “nada” por la acción de un creador. Constituye, por tanto, un ser único y solamente puede cesar por aniquilación.

 

 

LA FINITUD FÍSICA

 

De las dos formas posibles de recibir el ser que, según acabamos de ver, tiene la finitud, la que corresponde al universo físico podemos comprobar todos que es la primera, la que se va transmitiendo de un ser a otro por el movimiento incesante de generación-corrupción-generación, movimiento causal que constituye una cadena y que, igual a como tuvo un principio conocido, el de la “explosión” de la Singularidad inicial hace unos quince mil millones de años, tendrá también un final inexorable.

 

Lo que tiene un origen en el tiempo no puede durar eternamente porque no es eternidad, es justamente tiempo, y la realidad tiempo no es materialmente posible si no tiene principio y fin.

 

Sin embargo, la primera impresión que producen esas dos formas de adquirir el ser inclina a pensar justamente lo contrario: que esta primera forma, la cadena causal, es la que goza de autonomía propia, puesto que la segunda forma reclama la presencia de un Creador que le otorgue entidad, y esto de un Creador por encima del mundo no está de moda. Esta impresión tan superficial es la que ha llevado a tantos pseudopensadores a suponer:

 

o              Un mundo físico inagotable, partiendo del error de presumir una cadena sin término que se pierde en lo infinito, o incluso que enlaza consigo misma y constituye una rueda sin principio ni fin.

 

A este error tan sumamente elemental se ha apuntado, por supuesto, la ciencia con aficionados al pensamiento como Hawking, antes aludido, y también con principios como el conocido “La energía ni se crea ni se destruye, únicamente se transforma”, que también lleva a deducir un mundo físico eterno, principio que los últimos descubrimientos de la física moderna ha puesto en cuarentena.

 

Antes de entrar en lo que la finitud física es, parece urgente aclarar lo que desde luego no es, es decir, lo expuesto en el párrafo anterior sobre la pretensión de un universo infinito, por parte de la ciencia y de algunos pensadores. El siguiente razonamiento será expuesto con más detalle en el capítulo sobre la existencia de lo infinito, pero se hace imprescindible una primera alusión aquí:

 

·               La finitud física constituye una cadena causal que va transmitiendo el ser de unos eslabones a otros.

 

·               Si cada eslabón de una cadena causal debe su existencia al anterior, quiere esto decir que cada eslabón existe, pero ninguno de ellos por sí mismo, sino por el anterior.

 

·               Si absolutamente todos los eslabones cumplieran esa misma condición, la cadena entera no existiría, puesto que ni uno solo de los eslabones existiría por sí mismo.

 

·               Se precisa un eslabón que no cumpla esa condición, es decir, que no deba el ser a otro eslabón anterior, para que sea el primero e inicie la cadena.

 

·               Ese primer eslabón que no ha recibido el ser de otro eslabón anterior lo ha recibido, consecuentemente, desde fuera de la propia cadena.

 

·               Una cadena causal precisa, por tanto, un agente exterior a la propia cadena que le dé el ser a un eslabón que constituya el principio de todos los demás.

 

Para la exacta comprensión de esto suele ponerse el siguiente ejemplo, que me limito a repetir porque es perfecto: cada ejemplar de geometría ha sido copiado de otro anterior, constituyendo una cadena causal. Remontándonos en el tiempo, llegamos a la primera geometría de todas, que constituye el primer eslabón que no fue causado por otra geometría anterior. Esa primera geometría fue escrita por Euclides, que es el agente exterior a la propia cadena y que le dio el ser al primer eslabón, necesario para iniciar la cadena causal.

 

Lo que resta por aducir es muy simple: lo mismo que la cadena no viene del infinito, sino que tiene un principio muy concreto (el primer eslabón), tampoco se pierde en lo infinito sin final, porque todo principio inicia una magnitud y, como toda magnitud tiene un número de partes determinado, también tiene forzosamente un final. Justamente por eso es limitado y se llama finitud. Y pensar que enlazando a la cadena sobre sí misma desaparece el problema, constituye una auténtica ingenuidad. Siempre existirá un primer eslabón, independientemente de que el autor de la cadena causal lo una al último o no lo una. Una cadena siempre es una cadena, extendida o enlazada sobre sí misma, y siempre tiene principio y final.

 

Toda cadena causal exige la existencia de un primer eslabón, no causado por otro anterior, que inicia una magnitud temporal en la cadena y que tendrá, como toda magnitud, un fin en el tiempo.

 

En cuanto a la desafortunada ayuda de la ciencia en fomentar este error de la supuesta autonomía o eternidad del mundo físico, es preciso recordar que los incesantes hallazgos de los científicos, durante el anterior siglo veinte, han puesto en precario la solidez de esos pilares que se creían inamovibles.

 

o              El primer estrepitoso fracaso fue el de la concepción de Newton de un espacio y un tiempo absolutos, ajenos a que en su interior se desarrolle o no se desarrolle lo que llamamos universo.

 

o              El culpable de este primer mentís a lo que la ciencia creía inamovible fue Einstein con su descubrimiento de un espacio-tiempo relativo al universo, propiedad del universo y no al revés.

 

o              Pero a su vez, su célebre “ecuación de ecuaciones”, E = m.c2 (energía igual a masa por el cuadrado de la velocidad de la luz), que converge en la pretendida conservación eterna de la energía, y por consiguiente del universo, también se tambalea, porque se apoya en una pretendida constancia de la velocidad de la luz que se ha demostrado no ser cierta. La velocidad de la luz va decayendo continuamente, si bien de forma tan infinitamente lenta que no es cosa fácil comprobarlo.

 

No cabe suponer ninguna finitud sin límites, es contradictorio. Un universo eterno en el tiempo y de expansión espacial indefinida es un imposible.

 

Otro vericueto ideado para salvar la pretendida eternidad del universo consiste en la tesis de que la fuerza expansiva lo conducirá hasta un límite determinado en el que, su debilitamiento progresivo, acabará en un colapso de las masas sobre sí mismas por la inextinguible fuerza gravitatoria, concebida como “atracción de masas”. Pero esta “caída” del universo nuevamente hacia su origen, esta gran contracción hacia el estado inicial de la Singularidad, producirá la repetición del fenómeno, es decir, una nueva explosión con su correspondiente nueva expansión..... y así sucesivamente, en una serie indefinida de contracciones-expansiones, una serie indefinida de universos sucesivos que apuntan, de nuevo, hacia la pretendida eternidad de la finitud.

 

Lo primero que cabe comentar sobre esto es que la gravitación por “atracción de masas” no es cierta, con lo cual se desbarata toda la teoría. Ya Einstein introdujo en el fenómeno gravitatorio un nuevo elemento, la “curvatura del espacio”. En mi libro Nueva visión del universo, demuestro que la vieja concepción de la “atracción de masa” jamás ha sido probada y no existe. La gravitación universal se produce por la combinación de los movimientos de expansión y de rotación, por lo cual, acabado todo movimiento al llegar el final de la expansión, acabará también toda gravitación y las masas jamás colapsarán sobre sí mismas en una nueva contracción. Todo lo contrario, se desintegrarán y producirán el fin al que está abocado inexorablemente el universo, su extinción.

 

No obstante y al margen de esta explicación científica, volviendo a la filosofía y en el supuesto de dar por buena la teoría de la “serie indefinida de expansiones-contracciones”, esto no es otra cosa que un nuevo y encubierto intento de eternizar al universo sumando infinitos universos sucesivos, lo cual es un imposible. Nos encontramos otra vez en la cadena de antes.

 

o              Una suma de universos sucesivos no puede perderse en lo infinito, tiene un final necesariamente, porque la suma de muchas partes finitas (eslabones) solamente puede producir una finitud mayor (cadena), pero nunca lo infinito. Lo infinito no tiene medida ni es la suma de nada.

 

Una serie de universos sucesivos por contracción-expansión constituye una suma y, por lo tanto, una magnitud mayor, no un infinito.

 

En resumen: Todo el dinamismo del universo material va extinguiéndose de forma lentísima, pero sin tregua, y esa extinción continua a todo afecta: a la desaceleración de la velocidad de la luz, a la pérdida de energía, a todo.... El problema consiste en que lo hace de una forma tan desesperantemente lenta que resulta imposible percibirlo en espacios de tiempo que no sean tan gigantescos como el propio universo.

 

Este es el problema de la ciencia: que no puede comprobarlo en unos poquitos años, como pretende. Si se estima en quince mil millones de años lo que ha invertido el universo en llegar al estado actual, es fácil suponer los millones de millones de años que precisará para llegar a desaparecer por extinción total de su movimiento; y también los miles de años necesarios para que un observador, que haya comenzado ahora, pueda comprobar ese paulatino decaimiento. Pero el final es inexorable. Se trata de una finitud.

 

Desde aquí invito al lector a que consulte mi libro Nueva visión del universo si quiere conocer todo lo relativo a este tema con más detalle. Trataré de exponerlo, de forma resumida, en el siguiente punto.

 

Escenificación: el universo espacio-temporal

 

Un buen día del año 1929, el señor Hubble descubrió algo que resultaba sorprendente: los sistemas de astros (galaxias) se alejaban continuamente unos de otros en el espacio. Y unos años más tarde, en 1965, Penzias y Wilson descubrieron en el espacio la “radiación de fondo”, algo así como un fósil, enfriado a -270º, que daba testimonio de un universo primitivo muy diferente del actual, constituido exclusivamente por fotones, es decir, por radiación. Esos dos descubrimientos iniciaron una nueva concepción del cosmos, a saber: no había sido siempre el mismo, no se trataba de una obra acabada (ni siquiera en el Génesis bíblico había sido así), sino que era una realidad evolutiva que había alcanzado la complejidad actual a partir de un origen simple en expansión continua.

 

Pero poco antes de todo esto, Einstein ya había llegado, con sus desarrollos matemáticos, a una conclusión parecida: el universo no era algo ya hecho y estable, sino que estaba en crecimiento. El problema de este hombre es que, le asustó tanto su propio descubrimiento, que introdujo una constante para que la ecuación diese un universo estable, es decir, un universo siempre igual a sí mismo, que era lo que la ciencia creía en aquel momento. De esto podemos extraer dos enseñanzas igual de valiosas:

 

o              La primera es la cerrazón y dogmatismo de la ciencia, que jamás aprende de los infinitos patinazos del pasado y cree estar en posesión de la verdad en cada momento de la historia.

 

o              La segunda, que no basta con ser sabio, para ser un auténtico genio hay que arriesgarse por encima de dogmas y tabúes, que es lo que no supo hacer Einstein. Cuando más tarde Hubble descubrió que, efectivamente, el cosmos era una obra evolutiva que se expandía, nuestro sabio tuvo que lamentar la falta de valor que le había privado de ser el primero en exponerlo.

 

Pues bien, si el universo es una expansión, retrocediendo en ese movimiento expansivo llegaremos, forzosamente, a un origen que consistiría simplemente en un “punto” casi matemático, tan irrepetible, tan prodigioso, tan singular que precisamente fue bautizado así, Singularidad. ¿Qué ocurrió para que ese punto generase este universo? Según la ciencia, ocurrió que estaba sometido a una presión y una temperatura inconcebibles (la temperatura se estima en un billón de grados), tales que su “explosión” ha generado esta expansión monumental. Suena bien, muy bien; pero claro, aquí ya surge una cuestión capital y jamás explicada, a saber:

 

o              ¿Hacia dónde, cómo y a costa de qué se expandió tanto, si resulta que fuera de la finitud universal nada existe? Parece que la ciencia se ha olvidado de pronto de Einstein y sigue profesando la fe newtoniana, del siglo diecisiete, sobre un espacio infinito, el cual envuelve por fuera al universo y puede absorber los efectos de una explosión.

 

No es posible que reproduzca aquí, ni tampoco procede, porque este libro es una filosofía, no una cosmología, la teoría expuesta, en contestación a esta pregunta, en mi libro “Nueva visión del Universo”, hacia el cual emplazo al lector. No obstante, inserto en los siguientes párrafos, en forma esquemática, los resultados de ese trabajo:

 

·               La astrofísica parte de concebir el Origen como una partícula sometido a gran presión y temperatura, pero que era interiormente estática.

 

·               Como consecuencia de esas condiciones internas de presión y temperatura se produjo la “Gran Explosión” de la partícula.

 

·               Esta pretendida explosión provocó (como todas las explosiones de lo que es estático) una proyección radial hacia fuera de sí misma, una expansión invasiva de lo exterior.

 

·               Sin embargo, fuera de la finitud universal no existe el espacio absoluto newtoniano ni nos consta ninguna otra realidad.

 

·               El modelo oficial de la Gran Explosión inicial y su expansión “hacia fuera de sí mismo”, por tanto, resulta infundado, a pesar de que los astrofísicos lo den por cierto.

 

·               No obstante, de aceptarlo, este modelo oficial, al progresar hacia fuera de sí mismo, va “creando” nuevo espacio al final del existente en cada momento.

 

·               Este nuevo espacio, una vez que el movimiento expansivo lo ha “creado” y se aleja, va dejándolo atrás como un ámbito inerte, inactivo.

 

·               En consecuencia, todo el espacio universal engendrado según este modelo vigente consiste en una naturaleza muerta, neutra, inanimada.

 

·               En un espacio de esta índole, todos los movimientos particulares que se producen dentro de su seno precisan de la existencia de fuerzas que arrastren la materia.

 

·               La consecuencia de este erróneo modelo universal se ha sustanciado en la necesaria “existencia” de cuatro fuerzas particulares (alguna nunca demostrada) y en la búsqueda infructuosa de un tronco común que las unifique, el cual sigue siendo desconocido.

 

Y frente a este modelo oficial de universo, tan imposible como gratuito, el modelo propuesto en mi libro Nueva visión del Universo consiste en:

 

·               La partícula inicial, además de las altísimas presión y temperatura que le supone la ciencia y con el mismo derecho y fundamento, cabe también suponerla con otra circunstancia física más: un violentísimo movimiento de rotación interna sobre su propio eje.

 

·               El fenómeno que se produjo, por consiguiente, no fue una “Gran Explosión” de algo que era estático y que se proyectó hacia fuera de sí mismo, sino el Gran Desencadenamiento de lo que ya estaba en movimiento interior de rotación y comenzó a desplegarse dentro de su propio seno, sin romper ninguna frontera.

 

·               La expansión universal no consiste, por tanto, en un movimiento radial e invasivo de un supuesto medio circundante que realmente no existe, sino en un movimiento interior en espiral plana que, como toda espiral, va dilatándose dentro de su propio seno.

 

·               Dicha espiral plana, además, coincide exactamente con los últimos descubrimientos de la forma plana del universo y de la curvatura del espacio. Esta última también fue observada por Einstein, pero despachada con la conocida ingenuidad de que “El espacio se curva en presencia de las masas”.

 

·               De esta manera, al no tratarse de una expansión que se genera hacia fuera, añadiendo espacio inerte, la expansión se genera por distensión dentro de su propio seno, distanciándose entre sí todos los puntos de su espacio incesantemente.

 

·               El viejo modelo del espacio universal muerto, neutro, inerte, queda sustituido por un espacio vivo, fluyente en sí mismo por estiramiento en todas sus partes, exactamente igual a cómo lo hace cualquier cuerpo elástico al ser distendido, en el cual todos sus puntos se alejan unos de otros sin cesar, arrastrando consigo todos los cuerpos.

 

·               En consecuencia, el nuevo modelo de mi teoría no precisa de la existencia de fuerzas particulares que expliquen los movimientos de la materia en su interior, sino que todo navega a favor de un espacio que fluye incesantemente por inercia natural, a partir del Gran Desencadenamiento inicial.

 

En este callejón artificioso está metida la ciencia, buscando desde siempre una salida que no encuentra. Sabe que tiene que existir una única causa de todos esos movimientos, sabe que lo universal debe tener necesariamente una única explicación, sabe que esas cuatro célebres fuerzas tienen que responder a una sola causa, pero no es capaz de hallarla. Einstein (una vez más Einstein, genial en matemáticas, pero no en la visión del espacio) rozó la solución con su Principio de Equivalencia entre la gravedad y la inercia, pero volvió una vez más a pasar de largo, a pesar de lo altamente sospechoso del hallazgo.

 

·               Einstein llegó a descubrir que la gravitación y la inercia producen un mismo e idéntico efecto. Un astronauta aislado del exterior, al experimentar la sensación de impulso de su cuerpo hacia atrás dentro de la nave, no puede saber si ese impulso es debido a una repentina aceleración de la nave (efecto inercia) o a la entrada en el campo de atracción de un astro (efecto gravitatorio).

 

·               A este hecho tan llamativo hay que unir, además, que la causa de la gravedad nunca se ha sabido a ciencia cierta. La pretendida “atracción de masas” jamás ha sido demostrada debidamente.

 

·               Einstein, sin embargo, no se planteó la posibilidad más racional, la de pensar que si los efectos son idénticos, eso se debe a que no se trata de dos fuerzas diferentes, sino una sola, inercia. Y en vez de investigar, se limitó a dar por buena esa igualdad de efectos y santificarla con la declaración de su conocido Principio de Equivalencia.

 

·               En mi obra Nueva visión del Universo, puede consultarse la explicación detallada de cómo se produce esta inercia, hasta ahora mal llamada “atracción de masa”, que está en el origen de todos los movimientos gravitatorios.

 

Es lógico suponer la escéptica sorpresa del lector, especialmente si el lector es un científico. ¿Cómo es posible esta insólita afirmación de que todos los movimientos, los rotatorios de los astros, los envolventes de los sistemas y los gravitatorios sean producidos únicamente por la inercia expansiva? Comprendo la desconfianza, pero resulta evidente que una explicación (y una demostración) tan prolija no puede ser encerrada en un solo capítulo de un libro, y menos de un libro cuyo objeto no es cosmología. Este sorprendido lector debe consultar mi libro Nueva visión del Universo para hallar la respuesta a su pregunta.

 

Toda la realidad física contenida en la Singularidad fluye, se despliega en su propio seno, distanciándose entre sí como lo hacen los puntos de cualquier cuerpo elástico, sin necesidad de crear nuevo espacio.

 

El espacio-tiempo no es un “producto” creado por el movimiento expansivo. Estaba ya contenido en la Singularidad y lo único que hace es desplegarse.

 

Es esta distensión interior del propio universo lo que engendra movimientos particulares de forma natural, sin necesidad de inventar fuerzas que arrastren.

 

Manifestación: el universo de las cosas

 

Ante nuestra incapacidad para aprehender la realidad en sí misma (que es una y única, que es el Ser), la definimos por sus modos de manifestarse. Así, decimos que finitud es aquello que se manifiesta encerrado en límites, repartido en cosas que nuestro conocimiento capta como unidades diferentes, y con el mismo fundamento (o mejor, no-fundamento) decimos que infinitud es lo que no tiene límite ninguno.

 

Cualquiera de los dos conceptos evidencia la precariedad de luz en la galería del hombre-topo, porque, en vez de conocer eso que es uno y único, el Ser, lo único que somos capaces de distinguir es lo accesorio de si se manifiesta con límites o sin ellos, de manera que en el primer caso decimos que se trata de la finitud (universo) y en el segundo que se trata de lo infinito; pero en cualquiera de los dos casos nos referimos a su mera existencia, no a su esencialidad. Nadie sabe cómo es el Ser (sustancialmente lo desconocemos, conocerlo sería conocer a Dios).

 

La realidad, pues, es un secreto, un continuo milagro. Tal es el desconocimiento, que de ella únicamente somos capaces de percibir precisamente sus límites. Las notas físicas de las cosas materiales, los accidentes, tales como dimensión, color, densidad, etc, constituyen exactamente sus límites. Lo que es blanco es que está limitado a ser blanco, ni negro ni azul, de manera que blanco es un puro límite de la cosa. ¿Pero qué es la cosa en sí? ¿Por qué tiene ese límite de la blancura? ¿Por qué se manifiesta el ser de esa forma tan particular? Nadie sabrá explicarlo. Más adelante veremos que la materia, como tal, no existe, que la realidad física consiste solamente en formas..... y decir formas es lo mismo que decir límites. La pregunta siguen en pie: ¿Por qué se manifiesta el Ser en formas o límites físicos? Silencio absoluto

 

Lo mismo ocurre con las cosas espirituales. A medida que la persona se hace mayor muestra una irrefrenable inclinación a vivir en el pasado lejano, el de la niñez y juventud, y a olvidar enteramente la realidad que le rodea y su memoria más cercana. El viejo se vuelve nostálgico, continuamente está hurgando en su pasado más lejano, y lo hace, claro, apoyándose en imágenes y situaciones concretas. Pues bien, esas diferentes vivencias no son otra cosa que los límites de un sentimiento, que no es infinito, que corresponde a una persona y una historia determinadas, y no a la de otra. Y no solamente es limitado el sentimiento por corresponder a una persona y no a otra, también es limitado entre los demás sentimientos de su mismo dueño. Pero no le pidáis a quien siente nostalgia que defina qué es lo que le pasa, porque un estado de ánimo también es un misterio. Solamente se constata como algo encerrado en los límites del alma. Más adentro de los límites, todo es misterio.

La realidad finita de todo lo universal es una realidad de la que sólo percibimos los límites, las formas. Conocerla sería conocer el Ser.

 

Cuando el filósofo se pone a pensar y habla de la “esencia de las cosas”, da la entera sensación de que ha descubierto la piedra filosofal, pero lo único que ha llegado a discernir es cuáles son los límites, si bien ahora no esta refiriéndose, como antes, a los límites o formas físicas, es decir, los de cada cosa particular, sino a los límites o formas sustanciales, que son los mismos para todas las cosas análogas. Eso es todo lo que el filósofo pretende vendernos como “esencia”. En verdad, ni sabe qué son las cosas exactamente, ni por qué las tiene delante, ni por qué existen tanto ellas como él mismo. Únicamente comprueba que cada cosa es lo que es (es decir, limitación) y existe dónde y cuándo existe (es decir, también limitación).

 

Las formas sensibles (la existencia)

 

Si te metes a indagar en filosofía sobre este tema de qué “cosa” son las “cosas”, amigo lector, te vas a dar de bruces con el omnipotente Aristóteles, aunque desapareció del mundo nada menos que cinco siglos antes de Cristo. Él fue el autor de la teoría hilemorfismo, que traducido quiere decir materia-forma, ese binomio misterioso que, según esta teoría, está en el origen de todas las cosas del universo físico.

 

Sobre la forma, además de lo que va explícito en su propio nombre (el conjunto de accidentes que individualizan e identifican a cada cosa y que dan fe del existir de tal cosa -capítulo I de este libro-), debe tenerse en cuenta también que, en filosofía, este concepto incluye también todas las formas sustanciales, es decir, el ser o esencia de las cosas.

 

Pero en cuanto a la materia, eso es algo un poco más complicado, porque el que lee este nombre se va inmediatamente al concepto que todo el mundo maneja, el de esa sustancia más o menos consistente y desde luego siempre tangible, perceptible por los sentidos, que constituye precisamente la sustancia de la que están hechas todas las cosas, es decir, el soporte o base de la formas antes citadas. Sin embargo, para la ciencia física, materia es algo más que eso:

 

o              Es, en primer término, eso otro no detectable directamente por los sentidos, sino solamente por los efectos que produce, y que ni la propia ciencia es capaz de definir porque nadie sabe en qué consiste ni de dónde procede realmente: la energía.

 

o              Dado que la energía es el origen de todo el mundo físico, el más evidente de todos sus efectos es precisamente la capacidad que tiene de acumularse en forma de materia (de lo cual da fe el inmenso desprendimiento de energía en los experimentos de desintegración), y de ahí la razón del concepto popular de lo que es materia.

 

Esto es lo que piensa la gente y lo que dice la ciencia sobre el concepto de lo físico. Pero la filosofía va más allá, busca siempre en lo más profundo de las cosas, tanto que, aunque vivió cinco siglos antes de nuestra era y nada sabía de la física ni de la energía de hoy, leyendo su célebre teoría hilemórfica, te encuentras con que el autor, Aristóteles, al hablar de lo que era para él la materia, lo que hace es una descripción perfecta de lo que es hoy día la energía.

 

o              En filosofía, materia es todo y no es nada concreto, es un algo absolutamente indeterminado que no existe por sí mismo si no es actualizado por la forma, igual a como la forma tampoco es nada si no tiene materia a la que actualizar. En definitiva, es aquello de lo que están hechas todas las cosas, pero que no existe fuera de las cosas, mientras no se una al otro coprincipio entitativo, la forma.

 

Como se ve, coincide exactamente con la descripción de lo que conocemos como energía hoy día, la cual también es un algo indeterminado, desconocido, no detectable por los sentidos de forma directa, solamente reconocible por sus efectos, entre los cuales, el más común es la capacidad de “acumularse” formando las cosas que percibimos.

 

De acuerdo.... salvo en un detalle: la materia de Aristóteles no existe si no es unida a las formas, constituyendo los objetos físicos; y la energía de la ciencia tampoco es detectable por sí misma, sino por las cosas que son sus efectos. Hasta en esto coinciden ambos conceptos. Pero lo que no se comprende muy bien es este “secretismo” de su naturaleza, eso de que nadie, ni siquiera la ciencia, sepa en qué consiste exactamente. ¿Cómo es posible?

 

·               El secretismo de la materia existe, precisamente, porque la materia no existe. Esto no se trata de ninguna broma, se trata de que su no existencia real ya fue demostrada teóricamente por la filosofía espiritualista, y científicamente por la física cuántica de Plank, a principios del siglo pasado.

 

·               De la materia únicamente dan testimonio los sentidos, los cuales también son materia, por lo que su testimonio no es válido.

 

·               El dato coincidente de que para Aristóteles la materia no exista en sí misma (sólo unida a las formas) y de que tampoco haya nada debajo de los cuantos (las unidades mínimas de la energía, en la física moderna) viene a abundar en la certeza de que la materia, efectivamente, no existe, a pesar del fenómeno de su aparición ante los sentidos (ver, más adelante, el apartado La Finitud soñada, El universo formal”).

 

Con esto hemos eliminado un quebradero de cabeza, la materia. De la realidad física, pues, nos ha quedado nada más que las puras formas de las cosas para dar fe de su existencia, formas que parece ser que no están hechas de nada que sea tangible, de nada que no sea pura apariencia, y así consta en su propio nombre, porque el término existencia procede de "existere", y viene a significar algo así como el simple “aparecer” o el simple “mostrarse”, es decir, nada que tenga que ver con la realidad del ser, lo cual resulta plenamente coherente con la naturaleza del universo. Recordemos:

 

·               En el apartado Escenificación: el universo espacio-temporal, ha quedado escrito: “El viejo modelo del espacio universal muerto, neutro, inerte, queda sustituido por un espacio vivo, fluyente ........”

 

·               Aplicando lo anterior a este caso, si el universo no es una realidad estable, sino que fluye continuamente en su seno, esto concuerda con que las cosas que navegan en él tampoco sean estables, sino que aparezcan en ese fluir continuo.

 

Al margen de este significado etimológico del término “existir”, el concepto de lo que es la existencia no ofrece duda ninguna para nadie. Aunque sean pocos los que se atrevan a definirlo, todo el mundo tiene conciencia exacta de lo que es el existir, con mucha mayor claridad, por supuesto, de lo que es el ser. Éste, el ser, solamente es accesible mediante la abstracción, mientras que el existir se apoya, de forma directa, en el dato objetivo del aparecer de la cosa ante los sentidos

 

·               Se acepte o no se acepte la existencia real de la materia, por encima de eso, la cosa muestra una forma sensible que nos da noticia de ella, la sitúa en el espacio y en el tiempo y la individualiza entre todas las demás cosas. En definitiva, la cosa nos muestra su existencia.

 

En la finitud física, obviamente es la forma sensible la que da fe del existir de cada cosa.

 

Pero de esto último escrito “la cosa nos muestra su existencia”, no debe deducirse que la cosa tiene capacidad para “mostrarse o no-mostrarse”, porque esto llevaría al error de suponer que la esencia (la cosa, en definitiva, es esencia) es independiente y anterior a su posible existencia o no-existencia, nos llevaría al error de suponer que las cosas pueden ser, aunque no existan, aunque no se muestren. Ya quedó dicho, en el capítulo I, que el ser y el existir, dentro del mundo físico, aparecen como dos manifestaciones diferentes en nuestra percepción, pero manifestaciones diferentes de una única realidad, la cosa, y se entiende que no puede darse una manifestación antes que la otra, ni la una sin la otra.

 

En el mundo físico, el ser o forma sustancial (que enseguida veremos) no tiene la privacidad del existir o forma sensible, porque, si bien el ser puede ser repetido en muchas cosas, el existir no, el existir está encuadrado entre las coordenadas espacio-temporales, de manera que es posible que dos cosas existan en el mismo espacio, pero no al mismo tiempo, y es posible que existan al mismo tiempo, pero no en el mismo espacio.

En el ámbito de la finitud física, la correspondencia entre cosa y existencia es única.

 

Las formas sustanciales (la esencia)

 

Pero cuando en filosofía se habla de “formas” no suele hacerse en referencia a las formas físicas, por las cuales cada cosa está en el espacio-tiempo individualizada, suele hacerse en referencia a las formas sustanciales, por las cuales cada cosa es lo que es esencialmente. No es lo mismo la madera de olivo que la madera de sándalo, ni mucho menos es lo mismo que la veleta del pararrayos, porque, al margen de que tengan formas sensibles distintas, las respectivas “materias” que integran esos objetos son diferentes, están diseñadas para fines diferentes y tienen, por lo tanto, propiedades diferentes. Este límite tan decisivo es llamado naturaleza, o sustancia, o más pomposa y abstractamente esencia

 

En metafísica viene concibiéndose la sustancia como “aquello”, no detectable por los sentidos, que hace de “alma” en la que residen las propiedades específicas de cada cosa y que determina que la cosa siga siendo lo que es. Esto es lo que dicen los libros. Pero salta a la vista que ese “alma” que se nombra como si fuera algo misterioso, abstruso y difícil de concretar es, por el contrario, algo bien evidente y concreto, no es otra cosa que la idea o diseño por el que la cosa es concebida para un fin determinado, por esto el que la sustancia sea un “abstracto”, y por esto el que las propiedades sean determinadas, necesarias e inseparables, pues, de tener otras, no serían las adecuadas a ese fin para el que ha sido diseñado el objeto.

 

Nada como un ejemplo para aclarar los conceptos. Todas las escaleras del mundo son diferentes. Desde la escalera de mármol de un palacio hasta la humilde escalera de tijera de un pintor, todas difieren en medidas, materiales empleados, formas, colores, etc. Todas estas características, que son tan diversas como contingentes, puesto que pueden ser cambiadas sin que afecten al resultado, son los accidentes que captan nuestros sentidos, son lo que he llamado formas físicas o sensibles, que únicamente dan fe de la existencia de cada escalera particular.

 

Pero la mente también es capaz de descubrir lo que todas las escaleras tienen en común, de manera que se atreve a unirlas a todas bajo una sola definición, que puede ser así: “Escalera es un conjunto de planos horizontales, dispuestos de tal manera que sirven para ganar o perder altura”. Esto, que resulta obvio que no es otra cosa que un concepto, una idea, y que puede ser captada por la mente del observador porque está en el objeto que observa, es lo que constituye la esencia o forma sustancial de ese objeto, por más que la filosofía al uso lo presente como si se tratara de algo arcano e imposible de concretar.

 

En la finitud física, esencia o forma sustancial es la idea que encierra todo objeto inteligible.

 

·               El objeto ha de ser inteligible, obviamente, pues de otro modo no sería propiamente un objeto, sería un absurdo. Pero coherente e inteligible es absolutamente todo en la naturaleza, lo absurdo nada más puede existir en los actos y obras del hombre por el uso de su libertad.

 

·               Lo que es inteligible y coherente es que está ordenado a un fin. No sólo los objetos creados por el hombre tienen siempre una finalidad, también todo objeto natural está ordenado a un fin: el equilibrio y conservación de la naturaleza. Todo lo inteligible está hecho necesariamente por una inteligencia, y toda inteligencia actúa con un fin.

 

·               Para cumplir ese fin, todo objeto es diseñado conforme al mismo, de manera que sus elementos constituyentes (propiedades) son exactamente los adecuados a tal fin, es decir, son determinados, necesarios e inseparables.

 

Aplicando este análisis a la definición hecha antes sobre el universal “escalera”, tenemos:

 

·               Toda escalera, independientemente de su forma sensible particular, ha sido diseñada para un mismo y único fin: ser usada como herramienta para ganar o perder altura con el movimiento personal.

 

·               Esta idea o diseño común en todas las escaleras, consiste en la disposición que sus elementos tienen entre sí en orden al fin perseguido (planos horizontales, en diferentes alturas....)

 

·               Una vez construida la escalera, obviamente, el orden o disposición de sus elementos permanece. En su momento existió en la mente del autor, pero en el objeto permanece para siempre. Si no permaneciera, no sería una escalera, sería otro objeto o sería un caos.

 

·               Toda idea de una mente es apta para ser captada por otra mente, de manera que cualquier observador, al comprobar esa disposición de los elementos en el objeto, reconoce la idea o diseño de quien lo construyó, idea a la que llamamos esencia o forma sustancial.

 

·               Por tanto, en una escalera cualquiera, además del conjunto de accidentes (formas sensibles) que evidencian la existencia de la misma, la disposición de sus elementos evidencia el diseño ordenado a un fin (forma sustancial), que es común a todas las escaleras posibles.

 

Es importante constatar que la forma de ser, la esencia, no tiene la absoluta privacidad de la existencia. Así como el existir es irrefutablemente único para cada cosa material, su forma sustancial, en cambio, nada impide que pueda ser repetida, y de hecho así resulta. Por lo pronto, la esencia se repite en todos los individuos de una misma especie. Pero es que, incluso dentro de una misma especie, pueden desaparecer las particularidades que diferencian a unos de otros, como ha sido puesto de manifiesto con la clonación, en cuyo caso ya no se repite solamente lo esencial de la forma, sino la forma entera con todos sus accidentes (al menos en teoría, en la práctica siempre existen imponderables que diferencian).

 

En el ámbito de la finitud física, la correspondencia entre cosa y esencia no es única.

 

En la finitud física, las cosas son identificables, de forma necesaria, por el existir, y sólo de forma contingente por el ser.

 

En definitiva, sean formas sustanciales o sean formas sensibles, toda la realidad física es puramente formal. Por las primeras, cada cosa es lo que es (esencia), y por las segundas, cada cosa existe dónde y cuándo existe (existencia).

 

La realidad formal de las cosas tiene una limitación espacio-temporal (existencia) y una limitación ideal (esencia).

 

Las formas ideales (los universales)

 

No todas las cosas son absolutamente diferentes entre sí. El universo no es un inmenso montón de cosas ajenas unas a otras, es un montón de cosas diferentes, pero también de cosas análogas, es decir, de cosas que, no siendo iguales, tienen en común algo, a veces incluso lo más esencial. Cuando el entendimiento descubre la forma sustancial de una cosa particular, es obvio que dicha forma no es patrimonio exclusivo de esa cosa, puesto que una idea, un diseño, vale para otros muchos singulares. Y así es. Antes he dicho que la esencia no es exclusiva de cada cosa, que puede ser repetida en otros singulares, constituyendo un grupo de “análogos”, es decir, de singulares que tienen lo esencial en común, aunque difieran en las formas físicas. Por tanto, toda forma sustancial, como idea que es, constituye por sí misma un concepto universal, independientemente de que sea única o sea repetida en otros singulares. Y puse como ejemplo el universal “escalera”.

 

Ahora bien, el problema consiste en lo siguiente: esa forma sustancial que engloba a todas las escaleras del mundo, pero que no es ninguna de ellas en concreto, puesto que carece de los accidentes que únicamente están en las escaleras singulares, ese ente es, efectivamente, una pura idea, un concepto, y como tal, existente en la mente del hombre, y si se quiere y yendo más allá de la limitación hombre, existente en el mundo de las ideas, según la doctrina platónica. Pero esta cuestión ha provocado en la filosofía agrios debates a lo largo de la historia, en el sentido siguiente:

 

·               ¿El ente escalera es solamente una idea o es algo más? ¿Habita únicamente en la mente o también fuera de ella? Es decir, ¿Es algo independiente y ya existente antes de la existencia de las singulares escaleras, o sólo se trata de una pura elaboración ideal posterior y provocada por la previa existencia de las escaleras singulares? ¿Quién fue antes y quién causó a quién, el universal a los singulares, o éstos al universal?

 

o              Que el universal es una realidad ideal resulta evidente. El concepto escalera no es ninguna escalera determinada, no existe físicamente. Pero, en el primero de los casos de la cuestión planteada, consistiría en una idea con vida propia, un patrón anterior a todos los singulares y modelo de todos ellos;

 

o              En el segundo caso, por el contrario, sigue siendo una idea también, pero sería posterior a la existencia de los singulares y elaborada por abstracción a partir de éstos.

 

o              En el primer caso es el prototipo y causa (la causa ejemplar aristotélica) y en el segundo no es ninguno de los dos, es solamente la comprensión o idealización de algo ya existente.

 

En este viejo problema metafísico, manoseado a lo largo de la historia y permanente desacuerdo entre filósofos, hay que distinguir dos supuesto básicos, en uno de los cuales la solución se presenta incuestionable y en el otro no tanto:

 

·               Una cosa es el universal creado por la inteligencia humana, y otra cosa es el universal producido por la naturaleza.

 

o              El primero de los dos casos acaba de ser contestado en estas mismas páginas. Por supuesto que el universal es una realidad anterior a la existencia de los singulares y causa de los mismos, puesto que lo que el hombre elabora lo hace en virtud de la idea previa que tiene de lo que quiere hacer.

 

o              Argumentar lo contrario, defender que la forma sustancial tiene su realidad únicamente en cada una de las escaleras particulares que hay en el mundo, una a una, de modo que, si las eliminásemos todas, nunca habríamos llegado a construir el concepto universal de escalera, no es cierto.

 

o              Es cierto únicamente para los innumerables hombres que se encuentran con las escaleras ya hechas y no han de molestarse en idearlas, en inventarlas. Mas ninguna existiría si una primera mente no hubiera creado el patrón o prototipo escalera y hubiera construido la primera de todas ellas. Y por la misma razón, además de él, todos y cada uno de los hombres habrían sido capaces de gestar ese mismo patrón si no se lo hubieran encontrado ya hecho.

 

En la actividad creadora del hombre, el universal existe como prototipo independiente, anterior y causa ejemplar de la existencia de los singulares.

 

Abandonemos las escaleras, que es una manufactura del hombre, y entremos en el segundo supuesto, el de la naturaleza. Fijémonos en cualquier especie animal. Todos los individuos que presentan una misma constitución esencial decimos que integran una especie. En este caso se trata, por tanto, de descubrir cuál es la causa de tal semejanza entre ellos, y si esta causa es la existencia previa de un prototipo o no.

 

·               La primera posibilidad a descartar es que tal semejanza entre particulares se produzca por puro azar. Sería disparatado admitir tal cosa cuando la semejanza se produce en tantos millones de individuos. No puede deberse al azar, tiene que existir una causa que la determine.

 

·               La segunda posibilidad consiste en la existencia en alguna parte (se supone que en el mundo de los ideales) de un prototipo que, de alguna manera, informa a ese conjunto de singulares de la especie. Pero tal posibilidad solamente sería aceptable en el caso de que la generación de los individuos no presentase ningún vínculo, es decir, sería aceptable tal tesis si la generación se produjese de forma espontánea. En tal caso, pensaríamos que la analogía entre muchos tiene que deberse a que existe un modelo, además de una ley natural que imponga tal modelo en la generación espontánea.

 

·               Pero es que la realidad no es así. En la realidad, todos los ejemplares o singulares correspondientes a una especie determinada, se han generado unos a otros por vía de la reproducción, no de forma espontánea.

 

El problema parece haber quedado resuelto: no se trata del azar, ni tampoco se trata de ningún prototipo, patrón o idea independiente de ellos, externa a ellos; se trata de la transmisión directa de la identidad entre los propios singulares del colectivo. En tal caso, el patrón no fue ninguna idea, fue el primer singular que surgió por mutación y, habiéndose adaptado a la realidad circundante, se afirmó y comenzó a multiplicarse en nuevos singulares por dación de sí mismo, no de ningún modelo ideal externo.

 

Sin embargo, esta conclusión aún no ha resuelto el problema del todo, porque se ha detenido en la mutación y no ha indagado qué es lo que hay detrás de toda mutación. Y aquí surge la gran polémica entre finalistas y afinalistas. Para los primeros, la evolución darwiniana, con su mutación y selección, no puede ser admitida como un proceso ciego y al azar, sino el resultado de un plan preconcebido, programado, es decir, inteligente, cuyo fin es la perfección y aparición final precisamente del hombre. Para los afinalistas, en las mutaciones no interviene nada más que el azar, la selección natural elige luego a los mejores y no existe, por tanto, ninguna planificación, sino que la perfección final es el resultado lógico de mutación-selección.

 

El problema principal del hombre en la búsqueda de la verdad estriba en que todo, la verdad y la falsedad, es defendible con argumentos. Suele ponerse la sabiduría no al servicio de la verdad, sea cuál sea, sino al servicio de una verdad subjetiva, preconcebida, voluntarista. Por mucho que los afinalistas, generalmente científicos, insistan en la “evolución ciega”, entiendo que es una posición descabellada, al menos por las siguientes cuatro razones:

 

1.      Si las mutaciones se produjeran al azar, se repartirían aproximadamente al cincuenta por ciento entre las útiles y las inútiles. Hasta que después la selección natural eliminase a estas últimas, pasaría un largo período de tiempo que, solapado con las sucesivas producciones de individuos inútiles o inadecuados, daría lugar a un universo absolutamente caótico. Y esto, la naturaleza, en perfecto equilibrio, lo contradice. Parece evidente que las mutaciones erróneas son solamente excepciones de la ley general, no el cincuenta por ciento.

 

2.      El proceso de selección natural consiste en la pervivencia de las mutaciones que mejor se adaptan al medio..... pero es que adaptación al medio no coincide necesariamente con complejidad y perfección, y son éstas y no aquella, las que rigen la evolución, puesto que son su resultado final. A menudo, especies más simples y rudimentarias aparecen mejor adaptadas al medio que otras complejas. El innegable rumbo de la evolución hacia una mayor complejidad y perfección contradice la ley de la selección natural, y la máxima prueba de esto es el éxito de la especie humana, que es precisamente la única especia no adaptada a la naturaleza, pero la más compleja y perfecta.

 

3.      Por otra parte, la selección natural debería ser indiferente ante la aparición de miembros sin finalidad ninguna, siempre que estos miembros no constituyan un obstáculo para la adaptación al medio del individuo. Según esto, en todas las especies acabarían apareciendo miembros inútiles y sin función, lo cual no es cierto en la realidad. Salvo excepcionales casos, todo miembro tiene una función determinada.

 

4.      Por último, expongo el argumento más primordial de todos, puesto que por sí solo siega por la base la fundamentación de los afinalistas, a saber: el hecho de que se repitan las mutaciones, incluso aunque fueran al azar, y que se repita la posterior selección por adecuación al medio, estas repeticiones, en sí mismas, constituyen un auténtico programa, una ley, lo cual reclama la existencia de una inteligencia que así lo haya planificado. Defender una ley de la evolución (sea del tipo que sea) y negar la existencia de un autor de esa ley, constituye una incoherencia.

 

En resumen, parece una enorme ingenuidad suponer que una obra tan monumental es puro resultado del azar. Sencillamente, parece del todo descabellado, inverosímil. El universo reclama necesariamente una inteligencia y un programa. Pero una vez instalados en el finalismo de la evolución, lo que procede es preguntarse, en relación a este tema de los universales, si el finalismo consiste en una serie de modelos o universales previos que impulsan todo el posterior proceso evolutivo. Existe un programa, pero ¿en “qué” consiste el programa?

 

En esto no puedo estar con los finalistas, en especial con el finalismo y providencialismo de las religiones, que piensan que el Creador supremo se ha entretenido en diseñarlo todo, desde los parásitos intestinales de los monos macacos hasta el hielo amónico de los anillos del planeta Saturno. Resulta ridículo pensar en un Creador entretenido en tantas nimiedades o, por decirlo más propiamente, en tantas miserias. Dios es Dios. No estableció patrones previos, y prueba de ello es que todo pasa, desaparece y es sustituido por otra realidad diferente y superior. El Creador únicamente programó la ley que rige la evolución, es decir, la ley que determina que se produzcan mutaciones y selección posterior, y que también determina que ese proceso entero de mutación-selección esté orientado hacia una incesante perfección y complejidad. Eso es todo. La naturaleza, luego, cumple esa ley a rajatabla.

 

El finalismo de la evolución es cierto, pero no consiste en patrones predefinidos, consiste en la dirección hacia la perfección, que es un camino sin final concreto.

 

En la naturaleza, por tanto, el universal no existe como modelo previo, existe sólo como mero instrumento para la causa final de la perfección.

 

Quizás algún lector se escandalice. Puede que se haya llevado las manos a la cabeza, porque esto parece apuntar a un ser humano que no es el fin de todo y que será, presumiblemente, superado por otro ser más perfecto con el paso del tiempo. No, no, en modo alguno. A lo largo de toda mi obra establezco, con insistencia tozuda, que el ser humano es ajeno al universo, es radicalmente diferente a todos los demás seres vivientes y que, por lo mismo, nada tiene que ver con la evolución, la cual solamente le afecta como mamífero, corporalmente, pero no en cuanto espíritu consciente, libre y moral, es decir, en cuanto espíritu creado al margen de la evolución.

 

La evolución sólo afecta al hombre corporalmente. Como espíritu consciente, libre y moral es creado al margen de la evolución, es un universal previo en la mente del Creador

 

LA FINITUD ESPIRITUAL

 

Aunque de forma oscura y mal delimitada, todo el mundo tiene conciencia de lo que significa espiritualidad. No sé, por tanto, si es verdaderamente necesario comenzar por determinar qué es lo que debe entenderse por espiritualidad y cuánto es lo que se esconde bajo este concepto. Y el resultado no es el mismo siempre. Si lo hacemos por la vía más simple, la vía de la eliminación, nos da el concepto más genérico y también más impreciso: Espíritu es todo aquello que no es estrictamente materia.

 

Resulta una definición absolutamente imprecisa, pero infalible. Todo lo que está por encima de la materia inerte es producto de la vida: las leyes naturales del cosmos y de la evolución, los actos de los seres vivos, la inteligencia planificadora del ser humano..... en definitiva, la dimensión creativa capaz de sacar a la materia de su ostracismo natural. Es una definición infalible por su resultado, pero inaceptable como definición, porque hacerlo por la vía de la negación es el mismo recurso que utilizamos con Dios, que ante la imposibilidad de conocerlo, nos escapamos definiéndolo por lo que no es: “El Dios infinito no es nada de lo que conocemos en el mundo de la finitud”. Pues en nuestro caso sería lo mismo, muy exacto, pero sin explicar qué cosa es la espiritualidad.

 

·               Así definida, un mundo sin espiritualidad se correspondería con la imagen de un universo paralizado, un universo exactamente igual al que conocemos, pero encerrado en una foto fija, porque ése es el estado normal de la materia si no hay vida (espíritu) que la ponga en movimiento. Realmente ni siquiera sería eso. La materia sin espíritu jamás habría llegado a ser lo que ahora vemos, de manera que sería más exactamente el caos informe del que habla el Génesis.

 

Si en vez de la vía de la negación utilizamos la vía teleológica, podemos definir lo espiritual como Aquello que tiene una dimensión escatológica, una clara proyección más allá de las fronteras de la finitud del universo al que ahora pertenece, criterio con el que restringimos mucho el vastísimo campo de la espiritualidad al eliminar cosas que evidentemente no son materia, pero que caducarán con la materia al final de los tiempos, como son todas las leyes que rigen este universo, por poner un ejemplo claro. Las leyes son cosa espiritual, desde luego, pero no van a sobrevivir al universo para el cual han sido diseñadas. Y si nos ponemos estrictos, por la vía de este criterio escatológico no quedaría más espíritu en la faz de la tierra que el del hombre, único ser que conoce el bien y el mal y es capaz de comportamiento moral, criterio éste que es el que defienden los más puristas (y que no defiende este autor, toda la Creación es eterna)

 

La definición perfecta, sin embargo, ni es la que se hace por la vía de la negación ni la que se hace por la vía teleológica, sino la que se enfrenta a la cosa misma e intenta explicarla por lo que esencialmente es. ¿En qué consiste lo espiritual? Pues realmente ya lo tenemos contestado en los párrafos anteriores: Espíritu es el principio vital que anima a la materia, que pone en marcha lo que por naturaleza es inanimado. Hemos ido a caer en el mismo resultado que cuando utilizábamos la vía de la negación y decíamos que “espíritu es todo lo que no es materia inerte”. El resultado es el mismo (como no podía ser de otra manera), pero la definición no, porque intentar explicar lo que es una cosa por la vía de eliminar todo lo que no es, consiste, realmente, en un truco. Esta nueva definición viene a decir lo mismo, pero, al menos, lo dice en positivo.

 

En sentido amplio, espíritu es todo lo que supera el puro ámbito de la materia. En sentido propio, es el principio vital que anima a la materia. En sentido estricto, espíritu es sólo la dimensión escatológica de la finitud que goza de tal dimensión.

 

El vasto mundo de lo intangible

 

No solamente en el lenguaje común, sino también en el académico, suele identificarse alma y espíritu como una misma realidad, y así es, en cuanto que el alma es la máxima expresión de la espiritualidad. Utilizar el término alma como sinónimo de espíritu, por tanto, es correcto, pero si hablamos no de espíritu, sino de espiritualidad en conjunto, este concepto engloba ya muchas más cosas que el espíritu o alma, engloba todas las obras de éste y todo lo que no sea estrictamente materia, engloba todo el mundo de lo intangible. Ahora estamos con la espiritualidad en su conjunto y dejamos el fascinante tema del alma para el apartado La finitud soñada (la finitud universal en la que sueña estar el alma).

 

Ese primer sentido amplio y laxo de espiritualidad, “espiritual es todo lo que supera el puro ámbito de la materia”, plantea serias dificultades a la hora de clasificar algunas de las complejísimas realidades existentes. En algún momento he dejado escrito que en esa definición tienen cabida las almas de todos los seres vivos, pero resulta que entre la sórdida materia y el refinado espíritu del hombre, hay una gama tan extensa de almas y grados de perfección que resulta problemático establecer qué es lo que cae de un lado y qué lo que cae del otro.

 

Puestos a acotar, parece evidente que de naturaleza espiritual será, al menos, todo aquello que carecería de sentido si desapareciese con la muerte de la materia, como es un ejemplo claro la afectividad de los animales y su íntima relación con el hombre. Si, al menos por parte del hombre, es capaz de elevarse esa afectividad a la categoría de amor consciente, no puede ser que tal amor desaparezca en la eternidad por ausencia de su objeto amado, el animal. Sería injusto y sería absurdo, y me canso de repetir, con cualquier motivo, como ahora éste, que lo absurdo no existe nada más que en la actuación humana.

 

Los sentimientos, el amor, no sólo es del hombre, luego no sólo el hombre es eterno.

 

En esto de la espiritualidad, a pesar de que lo más cercano al hombre no es su cuerpo, sino precisamente su espíritu, existe una evidente inclinación a invertir la realidad. El hombre no siente ningún empacho en aceptar su parte animal. Los sentidos son materia, y la materia se reconoce directamente a sí misma, de manera que el cuerpo que vemos y tocamos no ofrece la menor duda de su existencia. Así es que, si existe algún tipo de incompatibilidad entre una naturaleza y la otra (y existe, aunque tanto se niega), el hombre no suele mostrar remilgos en aceptar que, de no existir alguno de los dos, ése sería, en todo caso, el espíritu, al que ni ve, ni toca, ni oye. La constancia interior de eso que llamamos intimidad, conciencia, espíritu, en definitiva, el “yo”, es cosa tan etérea que siempre se presta a ser confundida con la fantasía.

 

¿Existe realmente lo espiritual como cosa diferente y en sí misma, al margen del ámbito de lo sensible? Por supuesto. Lo que pasa es que me veo obligado a ponerlo en duda para dar satisfacción al más furibundo de los materialistas que pudiera leer este libro. ¿Existe ese mundo paralelo de lo intangible como auténtica e independiente realidad? ¿Existe o es un mundo sólo imaginario? Para ser más exactos procedería, quizás, cuestionarlo de esta otra forma: ¿Lo espiritual tiene entidad propia, sea cuál sea su relación con la materia? Cualquiera con un mínimo de claridad en las ideas daría un montón de señas de identidad del espíritu, y entre ellas:

 

“No solamente existe, es que lo sé porque lo espiritual es lo más cercano que tengo, tanto, tanto, que se confunde conmigo mismo.

 

Si yo soy algo, soy precisamente mi intimidad.

 

Antes de lo que veo, lo que toco y lo que oigo, antes de ninguna sensación llegada de fuera, convivo inseparablemente con mis propias vivencias.

 

Pueden aislarme de todo estímulo exterior, pero resulta imposible que me aíslen de mí mismo.

 

¿Qué cosa soy yo, sino la máquina imparable de mis cavilaciones y sentimientos?

 

Pues eso justamente es espiritualidad. Mis manos o mis pies son una anécdota, un accidente que puedo tener o no tener, usar o no usar. Sin embargo, es inseparable de mí el juicio ininterrumpido con el que escruto cuánto me rodea, el pensamiento que me enlaza con mi pasado y me pone delante mi intransferible identidad, el pensamiento que me proyecta hacia un hipotético después para adelantarme al mismo con los actos de mi voluntad. Lo más inmediato a uno mismo no es el cuerpo, al que tanto se venera, sino esa otra realidad no física llamada identidad, intimidad, alma, espíritu…. cómo se quiera. La respuesta es rotunda: Lo espiritual no solamente existe, sino que es lo más inmediato e inconfundible, es la persona misma.

 

Lo más inmediato al hombre no es su cuerpo, es su identidad, su intimidad, es decir, su alma.

 

Si quien me lee no es nuevo en estos temas, estará pensando que acaba de pillarme en una clara contradicción al presentar el alma como una sustancia y, acto seguido, identificarla con sus meras manifestaciones, porque esto último, según algunos, constituye precisamente la negación de la sustancialidad del alma, teoría conocida como fenomenismo psicológico. Los defensores de esta teoría mantienen que “el alma no es un sujeto sustancial, sino sólo un conjunto de fenómenos y situaciones”. Leyendo cosas tan pintorescas como esta de reducir el alma solamente a sus manifestaciones, recuerdo eso tan conocido de que, por analogía, también procede entonces concebir lo que es un río no por sí mismo, sino por las zanahorias que sus aguas producen.

 

Desde Heráclito (V a.J.), la fugacidad y movimiento incesante de las cosas ha empujado al pensamiento al absurdo maximalista de concebir la realidad como lo contrario, como una no-realidad, como un simple “devenir”, lo cual implica que el devenir, por lo visto, se produce él solito, sin sujeto que “devenga”. Si la realidad deviene será, ante todo, porque la realidad existe, aunque cambie tanto y tan deprisa (recordemos: el ser de Parménides está por encima del devenir de Heráclito).

 

Resulta absurdo negar, como hace el fenomenismo, la evidencia interna de que el yo es algo permanente, por muy dinámico y cambiante que sea, y que el yo es uno solo, por muy diviso que parezca. En uno de mis poemas escribí un día que “Nunca he sabido cuál soy de todos los que hay en mí”, y efectivamente hay muchos y muy diferentes; pero se entiende que esto era una licencia del pensamiento de un poeta, porque, a pesar de tanta variedad, recuerdo haber sido solamente uno desde que tengo memoria de mí mismo. También acabo de escribir más arriba ¿Qué cosa soy yo, sino la máquina imparable de mis cavilaciones y sentimientos? Pero queda claro que no me identifico solamente con mis cavilaciones y sentimientos, sino más bien con la máquina que los produce.

 

Puede ser, amigo lector, que estés pensando en este momento que, por mucho que yo me empeñe en lo contrario, todo pensamiento se conforma a partir de la previa experiencia de los sentidos; y que puede prescindirse de manos y pies, pero no del cerebro, que es el que produce eso que digo yo ser la esencia del hombre, su intimidad. En definitiva, puede que pienses que, al final, siempre es preciso bajar de esa nube tan maravillosa y espiritual y caer de nuevo en la madre tierra, que es material y bien material.

 

Si estás pensando tal cosa, no tengo más remedio que notificarte que estás adelantándote al planteamiento del índice, y que eso será contestado un poco más adelante, cuando tratemos del “monismo materialista”. Todavía no toca. Lo que de momento toca es dejar bien sentado que el alma resulta más evidente al sujeto que su propio cuerpo. Luego ya veremos si son independientes o cuál depende de cuál.

 

No sólo la mayor y mejor parte del propio hombre es espíritu, es que además todas sus obras engruesan esa vasta realidad de lo espiritual, infinitamente mayor que la realidad física. Si lo espiritual ocupara espacio, el universo material, con sus gigantescas distancias siderales, pasaría a ser un insignificante juguete. Todo lo que materialmente sale de la mano del hombre, ha salido antes espiritualmente como idea, todo, no solamente El Quijote o el Acueducto de Segovia, hasta la más humilde de las manufacturas lleva en sí el espíritu del hombre que la ha creado, porque lo ha hecho de forma libre e intencionada, conforme a un proyecto y con un fin.

 

La materia es sólo materia, pero la idea que la modela hasta convertirla en algo inteligible es únicamente espíritu. En esta verdad se apoyó Marx para exponer sus tesis sobre la alienación del trabajador. El quehacer más rústico imaginable del último de los campesinos tiene siempre el valor de superar a la naturaleza, sometiéndola, confiriéndole un fin racional. El campesino no espera a que las espigas broten solas, como hace el animal. Ahora no hay nada más que multiplicar eso por los millones de millones de seres humanos y por todos sus actos, a lo largo de la historia, y el resultado es escalofriante.

 

Si lo espiritual ocupara espacio, el universo material, con sus gigantescas distancias siderales, pasaría a ser un insignificante juguete.

 

Tan es así lo que acabo de afirmar en la anterior máxima, que el propio universo entero, todo él con todas sus cosas dentro, no es una realidad objetiva, es solamente un fantástico sueño en el que el alma cree estar viviendo realmente..... y un sueño es un sueño, es algo absolutamente espiritual que habita en la conciencia del que sueña. Pero, como decía dos párrafos más arriba, también esto es hacerse trampas en el orden del índice de este libro, porque será abordado al explicar lo que es la finitud del universo entero visto desde fuera, en el apartado La finitud soñada. Mientras tanto, volvamos a la espiritualidad particular que comprobamos en el mundo.

 

La diferente naturaleza o ser de las cosas materiales está a la vista de todos. No es lo mismo la madera de olivo que la madera de sándalo, y puedo añadir ahora que mucho menos es igual que la luz ultravioleta o que el alzacuellos del cura párroco. Pero dentro del mundo espiritual, las diferencias son aún mayores. Antes cité el Concierto de Aranjuez como cosa espiritual, y también está a la vista que éste no es lo mismo que el alma del perro de su autor, el maestro Rodrigo (si tuvo perro), o que los celos de Otelo, a pesar de que son todas ellas cosas espirituales.

 

Espiritual es el alma, y no hay dos almas gemelas, como no hay tampoco dos situaciones idénticas en la historia del hombre, ni dos vivencias iguales en la historia de cada cual. No es lo mismo amar que odiar, ni siquiera el que ama u odia lo hace siempre de igual manera, ni anhela o sueña de igual forma. Cada cosa espiritual, por ser precisamente como es de limitada, deja de ser las demás cosas que podría ser, es decir, todas las demás infinitas cosas espirituales también limitadas. Una música es una forma limitada de ser porque, siendo música, no es todo lo demás, ni siquiera es igual a las demás formas musicales.

 

El mundo espiritual es tan inmensamente complejo, que el de la materia, a su lado, es solamente eso, lo “medible”.

 

Acabo de tomarme una tan manifiesta como perdonable licencia con el objeto de hacer comprensible la inmensidad de lo espiritual, porque, evidentemente, lo espiritual es tan medible como lo material, todo ello es finitud. Y además no habría sido necesario, porque hay otra consideración que hace mucho más patente esa enorme diferencia entre un ámbito y el otro:

 

·               En el mundo físico, todas las esencias o formas sustanciales (lo único que son, en definitiva, las cosas) se inscriben en un único ámbito, el eidético.

 

·               En el mundo del espíritu, en cambio, lo eidético constituye nada más que una de sus parcelas, junto a lo volitivo, lo emocional, lo moral..... Ya no se trata solamente de ideas, se trata del inmenso piélago de todo lo que está dotado de vida, como también del fondo inabordable de las leyes que lo rigen; se trata, en definitiva, de la Creación entera, que así era, solamente espíritu, antes de la “aparición” de la materia (olvídate del orden creativo en el Génesis, el Génesis, aunque muy inspirado, es una fábula).

 

Lo intangible y el espacio-tiempo

 

Páginas atrás, hablando de la finitud física, hablando del universo, dejé constancia del obligado escenario en el que la vida se desarrolla, el espacio-tiempo. Ahora, hablando de la finitud espiritual, resulta que el escenario se nos ha venido abajo. ¿Cómo encuadrar lo intangible en un escenario? Evidentemente, de ninguna manera, imposible, lo espiritual no ocupa espacio..... Pero lo bueno del caso es que, sin darnos cuenta, hemos caído en una verdad científica en la que quizás jamás habíamos pensado: si lo espiritual no ocupa espacio....... entonces tampoco ocupa tiempo, según nuestro sabio Einstein, ...... y si tampoco ocupa tiempo, si es ajeno al tiempo, eso quiere decir, claro, que lo espiritual es eterno por naturaleza, no sólo porque lo postulen las religiones.

 

Si lo espiritual es ajeno al espacio, también lo es al tiempo, porque espacio y tiempo no son “dos”, son una única realidad no escindible. Todo lo espiritual es eterno.

 

Aquí, ese lector avispado que siempre presumo frente a mí, buscando las posibles grietas de mi obra, me diría: “Es evidente que lo espiritual no consume espacio, pero tiempo.... El alma de todo ser vivo dura un tiempo determinado en el mundo, que ni es la nada ni es la eternidad; igual a como también dura un tiempo determinado cualquier estado de ánimo o cualquier pensamiento”. Esta objeción es lo primero que se le ocurre a cualquiera, incluido yo mismo, si hago las veces de lector. Y sin embargo no es cierta. Las cosas espirituales “aparecen” en el tiempo por su unión a la materia (es el peaje que paga lo espiritual como inquilino de la materia en el mundo), pero que “aparezcan” en el tiempo no significa que su existencia dependa del tiempo ni sea imposible sin tiempo, como ocurre con la materia.

 

Esta verdad de que las cosas espirituales son tan intemporales como inespaciales, no está únicamente avalada por la lógica, aplicada a la teoría científica de Einstein, como acabo de hacerlo, es también una verdad comprobada experimentalmente.

 

·               En los sueños del paciente, en un lapso de tiempo verdaderamente insuficiente en el minutero del reloj, puede relatar, al despertarle, que ha vivido toda una secuencia larga, compleja y llena de diferentes situaciones. En los sueños es sabido que se quiebra la relación entre el tiempo real y el tiempo soñado. Como también es sabido que, ante un peligro inminente, hay multitud de testimonios de quienes han contemplado todo su pasado en un solo instante.

 

La prueba parece definitiva, porque, la única diferencia entre lo soñado y lo vivido en vigilia consiste en que, lo soñado, sucede únicamente en la propia conciencia, que es espíritu y desarrolla lo soñado ajeno a la situación del cuerpo en ese momento; mientras que lo vivido, como es obvio, no existe si no es ejecutado físicamente dentro del escenario espacio-temporal. Esta intemporalidad de lo espiritual, aunque negada teóricamente, también es aceptada, de hecho, por el propio materialismo, cuando admite la eterna memoria de las obras del hombre. Pero lo más trascendente no es el descubrimiento en si mismo, sino la enorme trascendencia, difícilmente imaginable, que cobra lo espiritual:

 

·               Cualquier vínculo amoroso, por pasajero que haya sido en la vida del mundo, ha quedado en lo intemporal de la eternidad para siempre y, lo que es más importante aún, esa indestructibilidad lleva aparejada la permanencia de los sujetos del vínculo. No sólo el amor entre humanos, toda expresión de amor verdadero que brota de un alma hacia otra alma, garantiza la eternidad del ser amado, puesto que, sin él, ese amor sería imposible en la eternidad por ausencia de su objeto.

 

Puesto que lo espiritual es tan ajeno al tiempo como al espacio, ni la muerte física es el fin de nada ni sólo el hombre es inmortal.

 

La miopía es un trastorno de la vista que solamente enfoca bien lo próximo, lo lejano lo percibe envuelto en la bruma del “quizás”. Pues bien, los “miopes temporales” (y no estoy refiriéndome a los que padecen miopía por un tiempo, sino a los que no aciertan a ver otra cosa que no sea lo temporal que tienen delante de los ojos) han negado la eternidad de lo espiritual porque: “Su máxima expresión, el alma, no ha existido desde siempre, ha sido creada (o ha sido generada) en un momento determinado, el que corresponde a su concepción en el mundo”.

 

La eternidad no es tiempo, es otra dimensión diferente y para nosotros desconocida, quizás algo así como un “puro presente”, por intentar imaginarla de alguna manera. Al “miope temporal” le ocurre que lo eterno lo ve en esa nebulosa lejana de lo que a él, además de miope, ni siquiera le interesa, así es que recurre a la simpleza tan generalizada de imaginar lo eterno como tiempo también, aunque un tiempo que “nunca se acaba”. Esta tontería les viene muy bien para trasladar los momentos del mundo al más allá y negar que la eternidad sea realmente eterna. Pero no es así. Ningún “momento” del mundo puede ser extrapolado a un momento concreto de la eternidad, porque en la eternidad no hay “momentos”, no hay un antes y un después, no hay tiempo. En la eternidad sólo hay eternidad.

Los momentos del mundo no pueden ser extrapolados a la eternidad porque en la eternidad no hay tiempo. Las almas son creadas en la eternidad, aunque “aparezcan” (momento de la concepción) en un momento determinado del tiempo del mundo.

 

 

 

LA FINITUD UNIVERSAL

 

Ahora voy a ese otro y extraño ámbito, el llamado Universo, en el que las dos únicas finitudes existentes, la física y la espiritual, aunque tan adversas entre sí, se hermanan, aparecen cohabitando estrechamente en un gigantesco bazar de cosas “híbridas” y magistralmente ensambladas, mitad materia y mitad espíritu. La mezcolanza es llamativa y la mirada del hombre es desconfiada y es inquisidora. ¿Por qué esta mezcla tan contra natura? ¿Materia y espíritu tienen los dos el mismo valor? ¿No será uno de ellos antes del otro? Y por fin la pregunta clave ¿No habrá solamente uno, aunque vemos dos? La filosofía tiene una infatigable obsesión por hallar un origen común y único a todas las cosas, y la conciencia del hombre, aunque no sea filósofo, también añora hallar una única explicación a toda la realidad, como lo acredita la aparición de las religiones desde el primer día que abrió los ojos en el mundo.

 

Hay dos formas de contemplar la realidad universal:

 

1.             Una de ellas está reñida con toda especulación, es positivista y no atiende a más argumentos que los de la pura experiencia. Bien mirada, cabría calificarla de realista; mal mirada, de torpe e ingenua. Es la mirada que no ve otra cosa que el paisaje que tiene delante de los ojos del cuerpo, y no cree, por tanto, en más realidad que el mundo, hecho de personas y cosas que pasan y desaparecen. Todo cuánto pueda existir, incluidos los más altos sentimientos, es patrimonio de ese mundo material que rueda, aunque no se sabe por qué ni hacia dónde.

 

2.             La otra forma de contemplar la realidad, el otro tipo de hombre, es el que se niega a admitir que todo existe por casualidad, y que ese desfile de hombre y cosas por la faz de la tierra, sin sentido ninguno en sí mismo, es así porque es así y no procede preguntar nada. Es el tipo de hombre que no se conforma con el paisaje que alcanza su mirada corporal y quiere saber dónde está realmente. Bien mirado, habría que calificarlo de idealista; mal mirado, de fantasioso. Su irrenunciable empeño es buscar una causa lógica al universo, y como el universo no la tiene en sí, siempre acaba por admitir otra realidad profunda y más allá de esta aparente estupidez del mundo que vive. Este hombre, claro, no se conforma con la materia, por mucho que la viva con los sentidos.

 

Te sitúes personalmente entre los unos o entre los otros, entre los realistas o entre los idealistas, entre los simplones o entre los fantasiosos, el problema es único y con dos únicas soluciones:

 

1.             Reconocer la dualidad materia-espíritu y admitirla a regañadientes, decantándose casi siempre por la primacía de uno de los dos contendientes sobre el otro.

 

2.             Negarse a reconocer la dualidad y reducirlo todo a uno de ellos, sea la materia o sea el espíritu, con la propuesta de que ése, que es único, es fuente del otro; o que, a pesar de ser único, se manifiesta de las dos formas.

 

La unión contra natura

 

Con este abstruso problema nos han mantenido entretenidos hasta el siglo veinte. Desde el mismo Platón, con su materia y sus ideas, pasando por Descartes, con su sustancia pensante y su sustancia extensa, y desembocando en Kant, con su mundo sensible y su mundo apriorístico, el género humano ha pasado los siglos empeñado en reconciliar en uno solo un mundo que ve como dos, una realidad bicéfala en la que, normalmente, acaba por engullir una cabeza a la otra. Ahora estamos en el veintiuno, pero la comprobación científica en el siglo anterior, en el veinte, de la verdadera solución, a la sociedad no le gusta y hace como que no se ha enterado de nada. Nadie habla de ello, absolutamente nadie. Aquí, sí; aquí lo vamos a recordar en este capítulo.

 

Buscando los científicos las últimas partículas, mediante la difracción de rayos equis, que no "ven" pero "detectan" a nivel atómico, andan en medidas como el ángstrom, que es la diez millonésima del milímetro. La razón de dar este dato es para que se comprenda lo increíblemente sutil en que se transforma lo material cuando, indagando, se llega a lo más íntimo de su esencia. Además, el mundo de lo sensible comprende otras realidades que ni siquiera son materia, como las ondas, ni tiene en su base una única fuerza que explique el movimiento, sino que son cuatro. A pesar de esta opacidad en su trasfondo y a pesar de la pluralidad con que se presenta, la ciencia busca una solución única para todo lo que existe. La diversidad del ámbito físico es inquietante, es motivo de confusión y desasosiego. A la ciencia le gusta la seguridad de una fuente o causa única. ¿Cuál es el fundamento de todo? No es concebible que la realidad sea tantas y tan dispares realidades.

 

Un pensamiento, aun sin ocupar espacio, es una inmensa realidad, como todo el mundo sabe por propia experiencia. Pero un deseo, un anhelo, es una realidad aún más sutil que añade al pensamiento afecto y emoción. Pero, con todo, un acto libre de la voluntad es algo todavía más sublime, tanto que es capaz de anular a los dos, al pensamiento y al deseo, y dirigirlos por otro sendero sin causa objetiva ninguna. ¿Quién ni qué máquina, técnica o cálculo científico puede predecir el futuro de los actos libres del hombre? Y a lo anterior habría que unir el amor, el sentido de la justicia, el espíritu creativo..... Esto, unido a la desconcertante diversidad de lo físico, convierte a la realidad toda en un auténtico “montón” verdaderamente desesperante.

 

Si ahora hiciéramos esa pregunta que nos inquieta “¿Cuál es el fundamento, en definitiva, de todo lo existente?” al primero de los dos personajes, al materialista, su contestación sería que todo, desde las cosas hasta las vivencias, son formas de presentarse la sustancia material o productos de la misma. Pero resulta evidente que esta afirmación es gratuita, porque con el mismo derecho cabe pensar justamente lo contrario: que todo, desde las vivencias hasta las cosas materiales, son formas de presentarse la sustancia espiritual. ¿Cuál es el fundamento para optar por la primera de las dos soluciones posibles y no por la contraria? Sencillamente, ninguno, no existe. Aplicando la lógica al problema:

 

o              Si difícil es que lo espiritual se presente bajo forma material, igual de difícil es que lo material se presente bajo forma espiritual; si difícil es que el objeto tangible escalera sea una forma de presentarse la idea universal escalera, igual de difícil es que la idea universal escalera sea una forma de presentarse el objeto tangible escalera.

 

La solución que nos daría un científico a este problema sería que la prioridad está en la materia porque, interviniendo en el cerebro con el bisturí, se puede modificar la facultad, lo cual, según él, es prueba de que la causa está en el cerebro, y que los pensamientos, anhelos y decisiones son la consecuencia. El científico, por razón de su preparación profesional, piensa esto y no se plantea, ni por asomo, lo que se plantea un filósofo: que si se interviene en el cerebro es simplemente porque el bisturí también es materia, como el cerebro, y puede modificarlo, pero que si pudiéramos disponer de un "bisturí espiritual” y lo aplicásemos a la facultad, obtendríamos el resultado inverso, la modificación del cerebro. Esta última afirmación no es ningún absurdo ni ninguna fantasía, es una realidad. El fenómeno es reversible y los ejemplos que pueden citarse como prueba son numerosos:

 

·               El llamado en medicina “efecto placebo”, no es otra cosa que la consecución de un efecto fisiológico, es decir, una modificación de lo puramente corporal (materia) a partir de una convicción o creencia firme del sujeto, lo cual es puramente espiritual.

 

·               La neutralización del dolor mediante la segregación espontánea de endomorfinas por el organismo (materia), tan frecuente en situaciones límite, es producida precisamente por la propia situación límite, como es, por ejemplo, la convicción personal de hallarse en un gran peligro, lo cual es una vivencia espiritual.

 

·               Un deseo firme de vivir, de “agarrarse a la vida” (espíritu), se traduce con frecuencia en una curación inverosímil (materia), verdad de la cual tiene tan amplia experiencia el ámbito de la medicina.

 

En el supuesto de una única realidad, la hipótesis de que lo espiritual sea una mera manifestación de lo físico y no al contrario, es un apriorismo sin fundamento, puesto que nos consta la interrelación de los dos en paridad.

 

Esta evidencia de dos realidades tan irreconciliables, materia y espíritu, en perfecta armonía, constituye uno de los problemas matrices y nunca resueltos del pensamiento. El empeño en fundirlas en una sola cosa, a pesar del esfuerzo imaginativo del aristotelismo, de su aceptación por la teología y del auge en la sociedad racionalista moderna, sigue sin convencer a medio mundo, el medio mundo de los idealistas e inquietos, y es perfectamente lógico, porque no puede darse una oposición más frontal y absoluta entre ambas realidades.

 

·               Lo material consiste en una composición o nueva unión de elementos que ya preexistían en la naturaleza por separado. Por la corrupción, cuando la materia es orgánica, o por la desintegración, cuando es inorgánica, estos elementos son liberados de nuevo a la naturaleza, en la cual continúan su existencia, dando lugar a nuevos cuerpos físicos por composición.

 

Lo material tiene las propiedades esenciales de ser magnitud o limitación en el espacio-tiempo y estar sujeto al movimiento composición-descomposición citado, constituyendo una cadena de transformaciones sujeta a las leyes de la causalidad, que tiene un principio determinado (la explosión inicial), que está sujeta al tiempo y tendrá un fin necesariamente.

 

·               Lo espiritual no consiste en una nueva composición de lo ya preexistente y descompuesto, como es el caso de lo material. El espíritu no está construido con retazos de otros espíritus anteriores, ni sus “partes” van a parar a ningún fondo común, desde el cual puedan volver a integrarse en otros nuevos espíritus.

 

Lo espiritual constituye una unidad simple, sin partes, aunque, por ser limitada, puede manifestarse de diferentes formas (manifestaciones, no partes), unidad que, además de simple es única, no susceptible de repetición como lo material.

 

La diferencia entre una clase de ser y el otro es tan drástica que resulta insalvable. Mientras que la materia no es otra cosa que un reciclaje de lo ya existente y, una vez concluido su ciclo, regresa al fondo común de la naturaleza, lista para nuevas composiciones corporales, ni los pensamientos ni los deseos ni los recuerdos ni los actos existían antes que el propio espíritu que los crea, ni tampoco vuelven nunca a ningún fondo común desde el que “fabricar” con ellos nuevas almas.

 

Todo esto lo comprende cualquiera. Pero quizás una de esas diferencias haya dejado cierta duda en el lector. Me refiero a lo que son partes de la materia y lo que son manifestaciones del espíritu, porque suenan a cosa parecida, tan parecida que pueden inducir a pensar que también las almas son composición y, por lo mismo, sujetas a la corrupción. Pero esa duda no existe:

 

·               En cada parte de la materia no está el todo material, el objeto completo. El todo material lo integra la suma de todas sus partes.

 

·               En cada manifestación del alma, sin embargo, está el alma entera, puesto que es el sujeto único de tal acción. Nadie identifica el alma con la mera suma de sus facultades ni con la mera suma de sus actos, sino con el autor (que es siempre el mismo) de cada uno de esos actos y facultades.

 

En cada parte de la materia es obvio que no está el todo. Pero en cada manifestación del alma sí, porque es el sujeto único de todas ellas.

 

Ante esta disparidad tan irreconciliable entre las realidades materia y espíritu, parece que, a lo más que pudiéramos aspirar, es a suponer entre ambas una vinculación poco menos que inevitable; más aún, forzada. Así es asumido cuando, de forma poco menos que universal, se concibe al ser vivo como unidad sustancial, aunque de dos “principios” diferentes, cuerpo y alma. Pero todo problema al que se le dan soluciones forzadas y poco creíbles acaba por enseñar los dientes. Cuando luego se intenta dar una explicación coherente a la apetencia, también universal, de eternidad por parte del hombre, ya no se sabe qué hacer con la materia, y como prueba, ahí están las soluciones pintorescas de la “reencarnación”, o la de “resurrección de la carne”, que las religiones aportan para salir del problema.

 

Esta paradoja carne-espíritu, aunque es predicable de todo ser vivo, se manifiesta en toda su abismal profundidad en el caso del hombre, cenit de lo espiritual, frente al resto del mundo. Hace no mucho hablaba de la diferencia entre el más tosco de los hombres y el más perfecto de los animales:

 

o              Es evidente que mi perro no sabe lo que es el trabajo porque jamás ha concebido un proyecto, una previsión. Eso sí, sabe quién es su amo, dónde está su comida y por dónde se sale a la calle; pero, a pesar de tanta agudeza, no tiene ni la más remota idea de su propia identidad. Mi perro tiene la terrible limitación de poder mirar solamente desde dentro hacia fuera. Contempla el mundo, pero no se contempla a sí mismo dentro del mundo.

 

o              Únicamente el hombre tiene capacidad de desdoblarse, de situarse fuera de sí y autoobjetivarse. Y con ser esto sorprendente, más sorprendente aún es que tal derroche le viene precisamente de una carencia. Quiero decir que el hombre tiene inmensos problemas, pero el más monumental de todos es que está en la naturaleza, pero no es de la naturaleza. De esta carencia de naturalismo le viene precisamente ese derroche de ser capaz de mirarse, como en espejo, y sumirse en el sentimiento trágico unamuniano, sentimiento del que ni siquiera tiene noticia mi perro.

 

Únicamente el hombre tiene capacidad de desdoblarse, situarse fuera del mundo y contemplarse a sí mismo dentro de él. Mayor autonomía espiritual, imposible

 

Y como eso que acabo de escribir sobre el ser humano: “está en la naturaleza, pero no es de la naturaleza”, puede sonar aventurado, mejor aclararlo. Que está en el mundo no ofrece dudas. Su morada es ésta, es inquilino aquí. Pero que no es del mundo también resulta evidente. El hombre es el único ciudadano del planeta que se salta las leyes naturales y nada contra corriente. En vez de trabajar por el orden establecido, que es el orden natural, el de los animales, se siente libre para hacer “otra cosa”, la que estime oportuna en cada momento, y trae bajo el brazo otro orden que es una ruina en cuanto a la conservación del mundo: moralidad-inmoralidad, bien-mal…. de manera que pone a la madre tierra patas arriba continuamente. Sus diferencias con el resto de lo creado son escandalosas: nace desnudo, indefenso, pasa por una larguísima niñez, carece de instintos, todo tiene que aprenderlo..... ¿Para qué seguir? El hombre está en la naturaleza, pero no es de la naturaleza y hasta está contra la naturaleza.

La causa de este “estar en el mundo, pero no ser del mundo” resulta obvio que no se debe al cuerpo, que es pura materia como el de los demás animales, ni tampoco al espíritu en cuanto principio vital que ánima al cuerpo, también semejante a las demás ánimas, sino al espíritu en cuanto superior, en cuanto quintaesencia propia sólo del hombre, el espíritu en su sentido más estricto. Si este espíritu está más allá del orden natural, que es el orden de la materia..... ¿Cómo puede ser reconciliado con ella? ¿Cómo puede intentarse, con tanto denuedo y a lo largo de tantos siglos, un maridaje tan contra natura? ¿Cuál es el punto por el que suturar lo que está tan dividido? Y aquí procede la pregunta clave: ¿No será que ese maridaje, tan antinatural, realmente no existe porque no hay dos contrayentes, sino que sólo existe uno? Esto es lo que voy a tratar en las dos soluciones que han aparecido a lo largo de la historia del pensamiento: los partidarios del “sólo materia” y los partidarios del “sólo espíritu”.

 

Monismo materialista

 

Marx, Engels y Lenin son los responsables de una teoría monista conocida como el “Diamat” o dialéctica materialista, que pretende explicar toda la realidad a partir de la pura materia como sustancia única; justamente lo contrario de las tesis espiritualistas. De forma esquemática, dice lo siguiente:

 

·               Solamente existe la materia, que es infinita y eterna (la pura materia, sin formas).

Está claro que cuando estos señores hablan de la “materia” realmente a lo que están refiriéndose es al “ser” de la metafísica. Su sectarismo no da para más. Pero añaden una precisión que es verdaderamente llamativa por la incoherencia tan monumental que encierra: la materia pura e infinita está compuesta de cosas finitas (cosas materiales), el conocimiento absoluto está compuesto de conocimientos particulares, lo infinito se conoce en lo finito.

 

·               La materia es interactiva, está constituida dialécticamente.

El idealista Hegel, con su método dialéctico tesis, antítesis y síntesis, superó el principio de contradicción, de forma que de una idea y de su contraria, aunque contradictorias, lo que surge es una verdad conciliadora y superior. Este mismo fue el método aplicado por Engels al materialismo para explicar el movimiento, tanto del mundo como del pensamiento (dialéctica objetiva y dialéctica subjetiva).

 

·               La acción de la materia sobre la materia es la “reflexión”, fenómeno que explica toda la realidad:

o       En cuanto a la materia inerte, por ejemplo, la interacción de una bola de billar sobre otra produce un efecto mecánico (reflexión).

o       En cuanto a la materia orgánica, por ejemplo, la interacción exterior de la materia (luz) provoca la interacción estructural de las células y tejidos nerviosos del ojo (reflexión física) y la copia o reflejo mental (reflexión psíquica)

 

·               El pensamiento, por tanto, sólo es una reflexión (reflejo o copia) de la realidad material, un “epifenómeno de la materia”.

Ésta constituyó la tesis primera del materialismo, la que ha sido llamada como “tradicional”. Pero, como era de prever, la lluvia de objeciones fue obligando a sus ideólogos a ir reformando su catecismo, por vericuetos a veces pintorescos. El más inmediato de los reparos fue en el sentido de que “Si lo psíquico es un puro epifenómeno de lo físico, entonces la psicología sobra, sólo existe la fisiología”. Y ante esta verdad, el pensamiento materialista se vio forzado a improvisar su primer salto en el vacío:

 

1.   La materia es una, pero tiene dos caras: lo físico y lo psíquico, es decir, dos efectos diferentes cualitativamente dentro de esa única realidad. Esto no significa que haya alma, significa que dentro de la materia hay también lo psíquico o subjetivo.

 

La contrarréplica no se hizo esperar: “Pero si lo real y lo psíquico son dos procesos paralelos, dos caras de una única realidad, si la dialéctica subjetiva es isomorfa con la dialéctica objetiva, entonces solamente puede existir la verdad, nunca el error o la falsedad”. ¡Problema! Los pensadores materialistas se vieron obligados a realizar un segundo salto tan audaz como el primero, que dice así:

 

2.   Debido a la creciente complejidad evolutiva de la materia, aunque la reflexión sea perfecta siempre, eso posibilita errores en el lado subjetivo

 

He empleado la mayor de las concisiones en la exposición de lo esencial de la teoría materialista, y voy a emplear la misma brevedad en el comentario de ella, porque entiendo que algo tan insostenible no merece más. Ni siquiera es comprensible que el resto del pensamiento occidental haya perdido nunca el tiempo (como yo mismo estoy haciéndolo ahora) en el estudio de algo así. Un sistema filosófico que se edifica sobre un postulado tan imposible como el aquí expuesto, no merece realmente atención ninguna. Políticamente, sentimentalmente, el materialismo dialéctico puede merecer todas las adhesiones que se quiera, cuya crítica no es el objeto de este libro; pero en cuanto teoría o sistema filosófico, no puede arrancar de mayor ignorancia de la que arranca:

 

Refutación del materialismo

 

·               Comienza por evidenciar confusionismo cuando distingue entre “infinito” y “eterno”, puesto que los cita como si se tratara de dos cosas diferentes. Decir de algo que es infinito y además también es eterno, es lo mismo que afirmar que ese algo es infinito y, además de infinito, es infinito. La eternidad no es otra cosa que una forma de la infinitud, por referencia al tiempo del mundo. Lo infinito lleva incluido forzosamente lo eterno.

 

·               Arranca toda la teoría de una supuesta “verdad básica”, en la que se afirma que “La materia es infinita”; y esto, sencillamente, es arrancar de una profunda contradicción que invalida la teoría entera. La materia es una magnitud, es algo cuantitativo, algo compuesto de partes y, por lo mismo, con un principio y un fin; y justamente lo infinito es todo lo contrario, es lo que no es magnitud, lo que no esta compuesto de partes, lo que no tiene principio ni fin. Para que se aprecie mejor el disparate, el enunciado “La materia es infinita” puede ser reemplazado (porque tiene el mismísimo significado) por este otro: “La finitud es infinita”

 

·               Y para remachar este sangrante clavo, todo seguido, afirma sin rubor que “La materia infinita está compuesta de cosas finitas”. ¿Cómo puede lo infinito estar compuesto de nada si, por definición, lo infinito no tiene partes, no es composición? Una composición sólo puede ser de cosas finitas y sólo puede dar por resultado más finitud. Pero la pregunta que acabo de hacer con tanta extrañeza debería ser más bien ésta otra: ¿Cómo es posible que el pensamiento occidental haya discutido, y haya elevado a la categoría de idea, algo tan profundamente infundado y gratuito?

 

El materialismo desconoce las verdades más básicas del pensamiento, confunde los conceptos de finitud e infinitud.

 

Al margen de este desafortunado planteamiento teórico de Marx y Engels, existen otros tipos de planteamientos, más concretos y realistas, que suscitan mayores dudas y merecen mayor atención. Uno de ellos es la firmeza con la que los materialistas se aferran a las “evidencias” prácticas, del tipo de las defendidas por el neurólogo que cito en los tres primeros párrafos de este libro, para el cual el único “sujeto” existente es el conjunto de neuronas del cerebro. “No existe mente, sólo existe cerebro”, aseguró en su conferencia. Si nuestro neurólogo hubiera gozado de un mínimo de lógica filosófica en su empecinado cerebro, seguro que habría cambiado su discurso de esta manera:

 

·               Toda organización, interdependencia y coordinación entre las partes diferenciadas de un todo exige, forzosamente, una dirección central del todo respecto de sus partes, confiriendo unidad al conjunto. En otro caso, no habría un todo unitario, habría un caos.

 

·               El cerebro es una organización de ese tipo, es un conjunto complejísimo de interrelaciones entre sus partes físicas, que no son homogéneas. Constituyen una estructura diferenciada, en la que cada región de su mapa rige y controla una función concreta del individuo, de manera que una lesión localizada produce la pérdida de una facultad determinada (vista, oído, memoria, etc), pero puede no afectar al resto. Por otra parte, el hipotálamo y el bulbo raquídeo controlan la vida vegetativa, de manera que pueden perderse todas las facultades y continuar la vida en estado inconsciente.

 

·               Aplicando al cerebro la verdad del primer punto, la organización, interdependencia y coordinación entre las partes somáticas y funcionales del cerebro exige la existencia de una dirección central, es decir, de un “algo” diferente y superior a las propias facultades y capaz de gobernarlas, confiriendo unidad al todo. No puede mantenerse, en modo alguno, que el sujeto, el yo, sea la pura suma de todas esas interrelaciones, cada una funcionando por su cuenta, porque una suma pura y dura da un todo arbitrario, no una unidad funcional.

 

·               Sin embargo, se produce un hecho capital que la ciencia se ve obligada a admitir: nadie ha sido capaz de localizar ese supremo director en ningún punto concreto de la masa cerebral.

 

·               Si el director necesariamente existe, pero resulta que no es material, puesto que no tiene localización ninguna en el mapa cerebral, no cabe más opción que admitir que es espíritu.

 

En el mapa del cerebro no hay punto ninguno que explique la perfecta coordinación entre todas sus partes. Todo lo que es materia tiene una localización. Luego la dirección del conjunto no es materia, es espíritu.

 

Monismo espiritualista

 

En el problema materia-espíritu, la filosofía ofrece corrientes muy diversas. Una es la que defiende que la única sustancia existente es la espiritual, llamada monismo espiritual, y defendida por pensadores como Leibniz. Otra es la que afirma que lo que captan los sentidos no son "cosas" sustanciales ni materiales, sino que son solamente fenómenos, llamada empirismo fenomenista y defendida, entre otros, por Hume. Y aún cabe encontrar otros pensadores que participan tanto del espiritualismo como del empirismo, con su "espíritu que percibe fenómenos, pero no materia", como es el caso de Berkeley. Aunque sobre presupuestos muy dispares, todas esas corrientes filosóficas tienen un aspecto parcial en común: "la materia no existe como sustancia", unas porque niegan su existencia abiertamente (espiritualismo) y otras no porque la nieguen, pero sí porque rechazan la certidumbre de su existencia (fenomenismo).

 

Para la experiencia de cualquiera, por supuesto, el universo material no es ninguna apariencia, es toda una realidad. Pero el problema consiste en que la experiencia solamente da fe de un fenómeno sensorial, nada más. Y como los sentidos, autores de la percepción, son, a su vez, parte de esa misma realidad que perciben, es decir, son también materia, al final nos queda que la realidad material no es percibida desde fuera de sí por un observador diferente, sino que se percibe a sí misma.

 

La conclusión, por tanto, es desalentadora (para los materialistas), a pesar del testimonio de los sentidos. Para certificar la existencia de algo, se precisa la doble realidad de un sujeto observador y de un objeto observado, requisito científico que en la experiencia sensible del hombre no se da, puesto que observador y observado, sentidos y cosas, son la misma realidad. Este fallo es definitivo en sí mismo. No niega la existencia de lo material, pero tampoco certifica que exista, simplemente la deja en el limbo de lo no constatable.

 

La existencia de la materia solamente es percibida por los sentidos. Siendo los sentidos también materia, su testimonio no es válido.

 

No obstante, demos por buenos los datos sensoriales y veamos qué ocurre. ¿En qué consiste exactamente la materia? En cuanto sustancia genérica, todo el mundo la concibe como una realidad continua, como un todo uniforme, sin partes definidas, que constituye la base que da “cuerpo” a las cosas. La primera advertencia a tener en cuenta es que, a pesar de este aspecto de “continuo más o menos macizo e inerte”, la física ha puesto de relieve que se trata de una realidad prácticamente hueca y sometida a movimiento y fuerzas, es decir, una realidad en la línea del dinamismo, no del atomismo. Pero esto no nos hurta de tratar de desentrañar el problema de esa aparente continuidad de la materia, que tanto influyó en el pensamiento de uno de los grandes filósofos, Descartes. ¿En qué consiste exactamente ese aspecto continuo de la materia?

 

Para tratar de saberlo, lo procedente es desandar el camino. Para desentrañar lo que ha llegado a constituirse en “continuidad” habrá que deshacer esa continuidad, volviendo hacia atrás en búsqueda del origen. Pero no es preciso que acometamos tal tarea, porque la ciencia ya lo ha hecho por nosotros, reiteradamente, y ha ido hallando diversas unidades mínimas, cada vez menores a medida de que ha ido perfeccionando los instrumentos de observación y las técnicas. Según esto, la materia resulta que no es en modo alguno un “continuo”, sino un agregado de unidades mínimas, una composición de partes, las cuales participan de las dos antiguas teorías: por un lado, son unidades mínimas (atomismo), y por otro, esas unidades son huecas y dinámicas (dinamismo).

 

El atomismo es bastante más antiguo que Demócrito (V a.C.), aunque pase éste por ser su iniciador, puesto que, varios siglos antes, ya se creía, en oriente, que la esencia de todo cuerpo físico era la existencia de pequeñísimas partículas unidas por determinadas fuerzas. La visión de la realidad, desde el enfoque atomista, es que consiste en un agregado de partículas sólidas que tienen dos características esenciales: ser indivisibles y estar en movimiento. De la primera proviene el nombre griego átomo (a-temno, “no cortar”, es decir, indivisible). Con estas dos propiedades puede ser construida cualquier realidad física, basta con la forma de unirse dichas partículas entre sí. Para el atomismo, por tanto, solamente existe materia (átomos), pero no existen formas en sí mismas, puesto que éstas son solamente el resultado de la unión accidental de los átomos.

Dejando a un lado teorías filosóficas, la primera forma en que concibió la ciencia esa porción elemental mínima, llamada átomo, consistía en lo que era “uno, macizo y estático”, como bien corresponde a una unidad mínima, y que además era diferente de unas sustancias a otras. Luego se comprobó que nada más lejos de la realidad. La ciencia siempre acaba descubriendo que antes estaba equivocada. El átomo resultó ser una estructura prácticamente hueca, no maciza, y además en movimiento interior, no estática, al estilo de un diminuto sistema planetario, en el que los planetas (electrones) giran sin cesar alrededor de una estrella central (núcleo); es decir, una reproducción del propio universo, pero a una escala casi ilusoria por lo pequeña.

 

Los datos que se han ido conociendo después sobre esta “inconsistencia” del mundo físico son estremecedores, hay que echarles una enorme imaginación para tener un pensamiento aproximado de su grandiosidad. Por ejemplo: a un núcleo hipotético de un centímetro de diámetro le corresponderían electrones situados a cinco kilómetros de distancia. Más datos: si núcleo y electrones se precipitaran en el centro, la pérdida de volumen y aumento de densidad del mundo físico sería del orden de mil billones. ¿En qué quedaría nuestro planeta Tierra si fuera reducido mil billones de veces? Definitivamente, esto que nos parece tan compacto resulta ser una inmensa “oquedad”.

 

Un inciso: esta estructura hueca de la materia y las fuerzas que mantienen el movimiento interior de los electrones en torno al núcleo de cada átomo, ha venido a coincidir, en lo esencial, con la línea filosófica defendida por Leibniz y Wolff, a la que ya antes he aludido como dinamismo. Esta teoría, que nació como reacción frente al mecanicismo o materia extensa de Descartes, considera lo extenso como una verdadera ilusión, puesto que concibe a los cuerpos solamente como conjuntos de fuerzas, energías o principios activos, y postula que es la resistencia de éstos a la percepción sensorial lo que produce el efecto engañoso de tratarse de algo verdaderamente tangible, macizo.

 

Volviendo a la ciencia, lo habitual en ella es que, cada vez que cree haber alcanzado meta, resulta que ésta se desplaza inexorablemente un poco más allá, lo cual es signo de que jamás llegará a conocer la verdad entera. Superada la fase del microscopio electrónico, cuyo alcance no rebasa el nivel de lo molecular, la ciencia mide ahora el alucinante mundo de lo subatómico con otras técnicas, como la difracción de rayos equis, que no ven, pero detectan, y que son capaces de reconocer unidades como el ángstrom, que es la diez millonésima del milímetro. Y se supone que esta carrera de nuevos hallazgos, dentro de los anteriores hallazgos, continuará. ¿Dónde el final para la ciencia?

 

Bien. Mientras ese final científico llega (o mejor, no llega, nunca llegará), retornemos al pensamiento. Lo sorprendente de esta cuestión atomismo-dinamismo es que, al final, cualquier intento de dividir la materia para resolver el problema de su constitución es ajeno a la naturaleza de dichas unidades mínimas, si son macizas o son huecas y dinámicas, porque, en todo caso, se trata de unidades de la finitud física que ocupan un espacio-tiempo. Y esta es la cuestión a resolver para poder contestar a la pregunta anterior ¿En qué consiste exactamente la materia?

 

Contestación: Pues consiste en lo mismo que consiste el espacio-tiempo y, en resumen, toda la finitud física en su conjunto, una pura composición de partes que habrá que desmembrar, dividir, porque no hay otro medio para saber lo que es una composición que descomponerla, someterla a división hasta:

 

·               Comprobar si las partes obtenidas son un número limitado de unidades mínimas y cuál es su naturaleza.

·               Comprobar si no hay tal número limitado de unidades mínimas porque la finitud física puede ser dividida indefinidamente, en cuyo caso siempre será igual a sí misma.

 

Y a ello vamos...... Pero, por supuesto, olvidando las matemáticas, porque la matemática es una ciencia puramente teórica y parte del presupuesto de que las operaciones con su objeto (la magnitud) son siempre posibles, incluso cuando el objeto se haya agotado ya en la realidad. A este respecto, recuerda la prueba “Aquiles y la tortuga”, de Zenón de Elea.

 

División limitada y unidades mínimas.

 

·               Finitud física, por definición, consiste en la limitación (finitud) del mundo sensorial que percibimos, constituido por la materia-energía (física). En abstracto, por tanto, se refiere a lo que es pura limitación cuantitativa, pura magnitud por composición de partes (frente a la limitación cualitativa de la finitud espiritual).

 

·               Pero, también por definición, el número de partes que integran una composición finita no puede ser infinito, porque una suma infinita de partes nunca podría dar por resultado una finitud.

 

·               La materia-energía, por consiguiente, está compuesta por un número limitado de partes, a las que podemos llamar mínimas, y que deben ser, en teoría, indivisibles.

 

·               Pero si el número de estas partes mínimas es limitado y da por suma una magnitud (la materia), forzosamente cada una de esas partes mínimas es también magnitud.

 

·               Lo que es magnitud puede ser dividido siempre.

 

·               Luego, aunque dividiendo hayamos llegado a las partes mínimas de la materia, como dichas partes son magnitud en sí mismas, pueden ser nuevamente divididas.

 

·               Mas, al efectuar esa última división posible de las partes mínimas, las nuevas partes resultantes ya no son materia, puesto que las mínimas eran las únicas capaces de constituir la composición material.

 

·               Si lo obtenido en la última división posible no es materia ni ninguna otra realidad, la conclusión final es que, en la base de la materia-energía, no hay sustancia ninguna.

 

·               La finitud física, la materia-energía, por tanto, no se trata de una sustancia o entidad real, se trata sólo de una “apariencia” suministrada por los sentidos (los cuales no son neutrales, son también parte del engaño material).

 

Es indiferente cuál propiedad de la magnitud llamada materia consideremos, siempre se llega al mismo resultado. Si la consideramos como extensión (que es lo que acabamos de hacer), el resultado obtenido ha sido que los elementos más simples, constitutivos del continuo conocido como extensión, no son extensos, no son nada. Pero a idéntica conclusión llegaremos si, en vez de atenernos a la extensión, consideramos cualquier otra propiedad de la materia, como la masa, por ejemplo. Dividiendo ésta, llegaremos a obtener, en la última de las divisiones posibles, unas partes simples que no tendrán masa ninguna.

 

·               El resultado es siempre el mismo: la reunión de “partes” que ni son extensas ni tienen masa ni ninguna otra entidad, es decir, que no son materia en sí mismas ni son ninguna otra realidad, produce ese fenómeno sensible, por el cual, la materia (sentidos) se percibe a sí misma (objetos percibidos).

 

La finitud material está compuesta por un número limitado de partes reales. Sin embargo, dividiéndolas (puesto que son magnitud) se obtienen meras “partes virtuales” que ya no son materia. Bajo la materia no hay sustancia ni realidad ninguna.

 

Las argumentaciones lógicas, correctamente construidas, son tan fiables como las operaciones matemáticas, por muy descabellado que parezca el resultado. Ésta ha desembocado en que la realidad física no puede ser dividida indefinidamente, y que, por debajo de la última de las divisiones posibles, no hay entidad o sustancia ninguna, es decir, que se trata de un simple fenómeno de percepción de los sentidos que no corresponde a realidad objetiva ninguna. Y en defensa de esta conclusión, aparentemente tan disparatada, cabe añadir dos hechos que la avalan:

 

ü       Tal fenómeno de percepción, que no corresponde a ninguna realidad objetiva, es explicable si se tiene en cuenta que los órganos que llevan a cabo la “percepción” son de la misma naturaleza que lo “percibido”. Dicho de otra manera, sólo la propia materia se percibe a sí misma, no existe un observador neutral que garantice la veracidad del fenómeno (el sujeto que observa no es neutral, es la víctima de sus propios sentidos).

 

ü       El final a que conduce esta argumentación lógica podría parecer descabellado en tiempos pasados. Hace ya un siglo (nada menos que un siglo, aunque nadie habla de ello) que la física cuántica ha desembocado en el mismo resultado en lo esencial, como luego se verá.

 

Teoría de la parte y el todo.

 

Aristóteles, en su metafísica (libro séptimo), entra a analizar este problema del “todo y sus partes” y, como de costumbre en este filósofo, procede a enfocarlo desde tantos ángulos o puntos de vista posibles que acaba cayendo en la maraña de la relatividad de los propios enfoques, y perdiendo de vista el enfoque principal, a saber: para determinar quién es anterior, si las partes o el todo, hay que prescindir de todos los posibles supuestos de Aristóteles y centrarse en los conceptos puros y aislados de lo que es “parte” y lo que es “todo”. Haciéndolo así, el resultado no se hace esperar:

 

·               La parte es, evidentemente, un “algo”, es una entidad en sí misma, puesto que existe, entre o no entre a integrar, junto con otras partes, un todo.

 

·               El todo, sin embargo, es imposible sin la previa existencia de las partes que lo integran.

 

·               La parte, por tanto, es anterior al todo.

 

Considerar que el todo es anterior porque de su división resultan las partes consiste en una vulneración intencionada del orden causal, ya que la división es posible, precisamente, porque las partes ya existen previamente en el todo, y no al contrario. Aplicando esta verdad al caso de la finitud material, se obtiene el mismo resultado del razonamiento anterior:

 

·               La materia es un todo divisible en partes.

 

·               Si la parte siempre es anterior al todo, lo material ha de comenzar necesariamente en “partes”, no en “todos”.

 

·               Si lo material comienza en partes, es que estas partes elementales son indivisibles, pues si se pudieran dividir serían también “todos”, no “partes”.

 

·               Si estas partes elementales en las que comienza la materia son indivisibles, es que no son materia en sí mismas, pues si lo fueran serían divisibles.

 

·               No cabe suponer que estas partes elementales sean energía. Según la ciencia física, la energía no es parte constitutiva de nada, es una pura potencia o capacidad de producir trabajo.

 

·               Luego las últimas partes elementales de la materia, si no son materia en sí mismas ni existe ninguna otra realidad dentro de la finitud física, es que no existen como sustancia.

 

División infinita

 

Las dos argumentaciones anteriores son impecables y además confluyen en un mismo resultado final. Pero, a pesar de su correcta construcción, las dos pasan por una pretendida verdad que constituye un punto de polémica, y así lo ha entendido la mitad de los filósofos (y probablemente también el lector). Me estoy refiriendo a esa afirmación de que “... en la última división posible se obtienen partes que ya no son materia”. Surge inevitablemente la polémica porque de ahí se puede también argumentar lo contrario:

 

·               Esas partes o unidades mínimas de cuya unión resulta la materia, por muy mínimas que sean, son magnitud.

 

·               Toda magnitud es nuevamente divisible, dando, a su vez, nuevas partes que volverán a tener cierta magnitud y serán otra vez divisibles.

 

·               El proceso se repite indefinidamente sin llegar nunca a producir partes que no puedan dividirse por no ser magnitud. La serie de divisiones se pierde en el infinito y nunca acaba de hallar un principio que sea la “nada”, como antes hemos obtenido.

 

La clave de la aparente contradicción

 

Los tres planteamientos teóricos anteriores parecen por igual verdaderos, pero conducen a una contradicción manifiesta entre los dos primeros y el tercero. La filosofía ha discutido, a lo largo de los siglos, este problema, echándose en cara estos tres argumentos, según la filiación del filósofo de turno, como si los tres fuesen igual de verdaderos. Mas, si hay contradicción entre ellos es que, necesariamente, hay alguna falsedad dentro de ellos, conforme al conocido “Principio de no contradicción” que rige en lógica. Y así es. Y la clave para localizar dónde reside la falsedad, origen de la contradicción, consiste en poner el foco en el carácter puramente teórico de la ciencia matemática, la cual algunos filósofos utilizan como si se tratara de ciencia empírica.

 

Clave: Todas las operaciones matemáticas parten de la presunción de existencia de lo que es cuantificable, de magnitud. Con lo contrario de la magnitud, con el cero, es con lo único que no puede hacerse operación matemática ninguna.

 

Como se sabe, “ordalía” o “Juicio de Dios” era la prueba in extremis a la que se sometía al reo, en la Edad Media, para resolver si era o no culpable cuando no había certeza. Consistía en recurrir a una esfera de decisión ajena a la naturaleza del delito cometido, confiando en que una prueba de carácter mágico, milagroso o más o menos esotérico, fuera capaz de desentrañar lo que el juicio humano no podía. También en este humilde caso parece oportuno recurrir al juicio in extremis de la ordalía, si bien sustituyendo el carácter de lo mágico o milagroso, claro, por el carácter teórico de las matemáticas..... que también es capaz de hacer “milagros”, como comprobarás enseguida.

 

·               La matemática no es una ciencia empírica que se ciña a la realidad demostrable, es una ciencia puramente teórica.

 

·               Como tal, parte siempre de la presunción de que existe una magnitud sobre la que operar, aunque en la práctica real esa magnitud ya no exista. Dicho de otro modo, a la matemática no le interesa si una magnitud se ha agotado o no como cosa real, porque la enfoca desde el plano puramente teórico de sujeto de operaciones, así es que no tiene remilgos en dividirla en infinidad de partes, a pesar de que toda finitud, por definición, es imposible que las contenga en la realidad.

 

Recordar el carácter teórico de las matemáticas, nos ha servido para caer en la cuenta de que la argumentación lógica última de las tres, apoyada por los materialistas para defender una materia infinita, que rezaba “Esas partes o unidades mínimas de cuya unión resulta la materia, por muy mínimas que sean, son magnitud, y toda magnitud es nuevamente divisible”, constituye una pura “virtualidad matemática”. Para cualquier purista de la metafísica tradicional, esto constituye una aplicación paralela de la teoría aristotélica potencia-acto, de esta manera: la posibilidad teórica de una división indefinida es un “ser en potencia”, y la limitación a un número máximo de divisiones en la práctica es un “ser en acto”. Pero es preciso recordar algo absolutamente revelador: la potencia aristotélica constituye una pura virtualidad, mientras que el acto aristotélico representa la realidad.

 

La tesis de que toda división de la materia arroja partes que son también materia y, por tanto, nuevamente divisibles hasta lo infinito (materia infinita) es sólo una virtualidad matemática, no una realidad.

 

¿En qué me baso para afirmar esto de la virtualidad matemática? Pues en que esto de una materia indefinidamente divisible, veremos enseguida como Planck, con su descubrimiento de los “cuantos” o unidades mínimas, ha venido a desmentir de forma experimental. Pero tampoco es imprescindible recurrir a la física de Planck. La comprobación práctica de esta falsedad está al alcance de cualquiera, y concretamente la filosofía lo puso de relieve, no en el siglo veinte, como Planck, sino desde siempre. Es célebre el Aquiles y la tortuga, del sabio griego Zenón de Elea (V a.C.). Aquí lo expondré con un ejemplo más a mano, pero idéntico en el fondo conceptual:

 

·               Si una distancia (u otra magnitud cualquiera, como la materia), pudiera dividirse indefinidamente (como pretenden los que defienden una materia infinita), jamás podríamos alcanzar la puerta de la habitación, pues, por mucho que nos desplazásemos en dirección a ella, si lo que nos falta en cada momento para alcanzarla siempre fuera nuevamente divisible, jamás se acabaría esa distancia y nunca alcanzaríamos la puerta...... lo cual sabemos, por pura e irrefutable experiencia, que no es cierto, por mucho que la matemática diga lo contrario como ciencia solamente teórica, y por mucho que los interesados en tal cosa lo arguyan.

 

Adelanté que se trataba de una cuestión trascendental y espero no haber defraudado al lector. No obstante, ha quedado pendiente una inquietante pregunta: ¿Dónde situar esa frontera de convivencia entre lo físico y la “nada física” que subyace debajo? ¿Dónde el umbral en el que, de la única realidad existente, el mundo inmaterial, surge de pronto la utopía de la materia?

 

La metafísica no lo sabe y la ciencia tampoco, como veremos a continuación con la relatividad y la física cuántica. Y tenemos un dato para pensar que ese umbral, ese punto en el que aparece lo utópico desde la nada, jamás será descubierto, un dato para pensar que entra de lleno en el ámbito de lo inexplicable, de lo milagroso. Ese dato consiste en lo que acabamos de ver, en el hecho de que la matemática se pierde, de forma indefinida, en cocientes con decimales al dividir una magnitud por más partes de las reales que contiene. Esa serie indefinida de decimales parece indicar que nunca se llegará a la frontera entre el cero y lo que es magnitud

 

La frontera entre la “nada material” que subyace y la materia que percibimos, está más profunda cuánto más se investiga.

 

El arbitraje de la ciencia

 

Hay un principio físico, sobradamente conocido, que asegura que la energía ni se crea ni se destruye, solamente se transforma (aunque últimamente parece que esto no es cierto del todo, debido a que no es cierta la constancia de la velocidad de la luz. Las tenidas como verdades inamovibles de la ciencia se desmoronan). Así, por ejemplo, la energía consumida en elevar un cuerpo en el espacio no se ha perdido, continúa transformada en energía potencial dentro del cuerpo, la cual se desarrolla nuevamente, como energía cinética, al dejar caer dicho cuerpo a su posición inicial; o lo que es lo mismo, el trabajo consumido para elevarlo, es devuelto por el cuerpo, al caer, en nuevo trabajo que puede ser aprovechado con otros fines. Ni tenemos más ni menos energía que antes, la tenemos simplemente transformada.

 

Sin embargo y a pesar de este trascendental descubrimiento, uno de los más grandes, la física sigue hoy sin saber qué cosa es exactamente la energía. Se manifiesta de múltiples maneras (cinética, térmica, eléctrica, nuclear, etc), pero nadie ha sido capaz de fijar su naturaleza, nadie ha podido definirla, la ciencia no la conoce, sólo la detecta, sólo conoce su existencia a partir de los efectos que produce; es decir, vemos que se producen efectos y deducimos que son producidos por algo, a lo que bautizamos como energía. Y de ello, a su vez, no tenemos más constancia que la de los sentidos. Resumiendo: la energía no es nada concreto, es una pura capacidad, una pura potencia, un puro poder de producir efectos observables. Este concepto, o casi mejor "no concepto", debe quedar bien claro

 

Por otra parte, también dice la ciencia física que la materia no es otra cosa que una acumulación de energía, lo cual queda probado en el inmenso desprendimiento de ésta cuando se desintegra la materia en los experimentos nucleares. Podríamos decir que la materia no es otra cosa que la energía "hecha visible". Así es que mirando nuestro planeta, con sus inmensos océanos y continentes, y mirando luego al gigantesco universo, plagado de astros organizados en galaxias, y éstas en cúmulos, etc, no estamos contemplando otra cosa que la primitiva y concentrada energía de la Singularidad inicial (Big Bang), que se ha desplegado y se ha hecho tangible.

 

Bien. Tenemos que, a pesar de que la materia podemos tocarla y verla, no es otra cosa que energía acumulada, pero también hemos quedado en que la energía no es nada sustancial y determinado, es únicamente una capacidad de producir efectos físicos, entre ellos, precisamente, el de acumularse bajo la forma de materia. Entonces, a los ojos de un pensador (no a los ojos de un científico, claro) ¿A dónde nos ha conducido realmente la ciencia? ¿En qué se nos ha quedado, a fin de cuentas, el universo material? En nada que sea un soporte, que sea un substrato, que sea una sustancia o naturaleza determinada, se nos ha quedado en una pura "capacidad de producir efectos sensibles". Por de pronto, decir que es una "capacidad" es no decir nada, pero si encima esa capacidad es para producir efectos sensibles únicamente, la oscuridad es total, ya que lo sensible acredita sólo que existe para los sentidos, no acredita que exista realmente fuera del ámbito de los sentidos.

 

Una interpretación estricta de lo que la ciencia dice que es la materia-energía, no conduce a definirla como nada sustantivo, sólo como “La capacidad de producir efectos sensibles”. Por tanto, la percepción que tenemos del universo no acredita que el universo exista realmente, acredita sólo que es un puro fenómeno sensible.

 

La Relatividad.

 

El primer antecedente de la relatividad se remonta, nada menos, que a Galileo, y lo hizo con el siguiente planteamiento: supuesta una nave a velocidad y rumbo uniformes, en el camarote interior de la nave pueden realizarse todo tipo de movimientos, tales como andar o saltar en cualquier sentido, sin que los mismos sean modificados o influidos por la velocidad y dirección del desplazamiento que, con la propia nave, realiza el personaje del supuesto a través del océano. Es evidente que dicho personaje está sometido a dos movimientos diferentes y simultáneos: el de la nave con la que viaja en relación a la Tierra, y el que realiza por su cuenta dentro de la nave y en relación a la nave misma; y sin embargo, el primero no afecta al segundo.

 

La explicación está en que este segundo movimiento se verifica en relación a un sistema de referencia determinado, la nave, y es ajeno al resultado que pueda tener (y lo tiene, evidentemente) respecto del otro sistema, el del centro de la Tierra (en relación al centro de la Tierra, la trayectoria de un navegante inmóvil en su camarote es la misma que la de la nave, mientras que la trayectoria del navegante que se mueve es la resultante de combinar ambos movimientos). El resultado final de la relatividad es uno, aunque podemos desgranarlo en dos, a cual más trascendental:

 

·      El movimiento no es algo absoluto, es algo relativo según a cuál punto de referencia.

·      Si no hay observador (punto de referencia) no hay movimiento.

 

Se supone que el problema queda claro para el lector, pero se puede detallar algo más. Si dado un objeto determinado no existiese absolutamente nada además de él, es decir, en el caso hipotético de que pudiéramos hacer desaparecer el universo a su alrededor, jamás cabría hablar de si ese objeto estaría en reposo o en movimiento, puesto que no habría ningún otro punto de referencia para constatar tal cosa. Si el lector está pensando en que lo único que se necesita para moverse es espacio, debe darse cuenta de que precisamente el espacio es un conjunto de infinitos puntos de referencia. Si no hay referencias es que no hay espacio, y si no hay espacio es que no hay movimiento.

Un ejemplo, conocido de todos, es el efecto que se tiene desde el interior de la ventanilla de un tren estacionado junto a otro. Al arrancar cualquiera de los dos, y si no se cuenta con otros datos adicionales, el observador sentado en su vagón no puede precisar cuál es el tren que se ha puesto en marcha, si el suyo o el de la vía inmediata. Para el observador que está en la ventanilla no hay un tren que se mueve y otro parado, hay un movimiento de relación recíproca entre los dos trenes. Y así efectivamente es. Solamente podremos establecer que no se mueven los dos, que uno se mueve y el otro está parado, si tomamos otra referencia distinta, como puede ser la mirada al andén, o la repercusión del movimiento a través del asiento.

 

Galileo únicamente se fijó en la mecánica del movimiento. Pero Einstein extendió la relatividad a toda la realidad, y postuló que no solamente el movimiento, sino que la entidad misma de las cosas aparece en función de la referencia; es decir, lo que hasta ahora se tenían como cualidades intrínsecas de los objetos (dimensiones, masa, etc), no son tales, sino valores en función del sistema desde el que se los observa. Un objeto ya no es un objeto, sino un objeto desde un observador determinado.

 

Sin embargo, no queda más remedio que poner en guardia al lector frente a este "hallazgo" de Einstein. Su relatividad, aunque muy correcta matemáticamente, ha desembocado en una serie de paradojas, de problemas sin solución, que han suscitado el rechazo de algunos científicos, y sobre todo, de librepensadores, hasta el extremo de haber sido calificado por alguno como el mayor fraude científico del siglo veinte. La llamada paradoja de los relojes, la de los gemelos, o el caso de las plataformas rotatorias, son algunos de esos problemas sin solución en los que no procede extenderse aquí.

 

No obstante, ha sido muy recientemente cuando un grupo de científicos australianos, liderados por el físico teórico Paul Davies, de la Universidad Macquarie de Sydney, en base a los datos suministrados por el astrónomo John Webb, de la Universidad de Nueva Gales del Sur, ha llegado a la conclusión de que la velocidad de la luz ha ido decayendo durante miles de millones de años. La trascendencia de tal noticia es de tal envergadura como para echar abajo gran parte del entramado de la física actual.

 

Concretamente y en cuanto a Einstein, la demolición de la constancia de la velocidad de la luz conlleva la demolición de toda su relatividad, puesto que la misma está construida sobre el postulado sagrado de suponer dicha constancia. Y no solamente esto, sino que en la llamada "fórmula del siglo XX", la conocida E=mc2 (energía igual a masa por el cuadrado de la velocidad de la luz), también de Einstein, si ahora resulta no ser constante el último de los factores (el cuadrado de la velocidad de la luz) quedaría demolido el celebérrimo principio de proporcionalidad constante entre masa y energía.

 

La enseñanza a sacar de todo esto es que, el hecho de que determinadas leyes, como en este caso las de la relatividad, sean adecuadas para resolver problemas físicos, eso no prueba que los fundamentos de que parten y en los que se apoyan, es decir, el fondo teórico de dichas leyes, sea verdadero. Es la misma enseñanza que se sacó respecto a la física clásica de Newton, que partiendo de una base errónea, la de suponer un espacio y tiempo absolutos, elaboró leyes que aún son válidas, y partiendo de la suposición de que existe una "atracción de masas" (inexistente y jamás probada, consultar mi libro "Nueva visión del universo") descubrió la ley que rige los fenómenos gravitatorios. Una ley puede dar con la clave de "cómo" se produce en la práctica un fenómeno, pero eso no conlleva que el fondo teórico o postulado del que ha partido el investigador sea cierto.

 

En definitiva, independientemente de que en el futuro, a la vista de los nuevos datos sobre la velocidad de la luz, se consolide o no la teoría de Einstein, es incuestionable que el fondo conceptual de lo "relativo", tomado en su sentido general y amplio, es una certeza.

 

·               Es una certeza por el simple hecho de que el universo es una entidad finita, limitada, que consiste en el movimiento y transitoriedad de todas las cosas, por lo que, al faltar la referencia exterior (no hay un espacio-tiempo absoluto fuera), la realidad material no es otra cosa que pura relación interior. Y esto es lo que aquí nos interesa, que el mundo físico es una realidad sólo para sí mismo.

Con la relatividad de Einstein, todo lo que integra el mundo físico ha dejado de ser algo en sí mismo para pasar a ser solamente algo “en relación a”. Si se suprime la relación, el mundo físico desaparece.

 

La Física Cuántica

 

En el primer cuarto del reciente siglo veinte, no solamente surgió Einstein con su relatividad, describiendo el macrocosmo del espacio-tiempo, también una pléyade de grandes físicos, por los que se puede hacer un tan esquemático como apasionante recorrido en cuanto a sus descubrimientos sobre la física cuántica, que es la que describe el microcosmo del interior de cada átomo.

 

La física clásica consideraba al átomo como el elemento más simple de la materia, es decir, indivisible, y además macizo y estático. Luego se ha descubierto que nada más erróneo. El átomo es como un sistema planetario en miniatura, con su estrella central, el núcleo, y sus planetas girando alrededor, los electrones. Pero, igual a como ocurre en el macrocosmo de los astros, en este microcosmo del átomo las distancias son enormes en relación a las dimensiones de núcleo y electrones, constituyendo una estructura prácticamente hueca.

Por otro lado, se tenía la convicción de que la energía se propagaba como una onda, es decir, de forma regular y continua. Planck descubrió que los átomos de un cuerpo incandescente, al liberar energía en la radiación, no lo hacen de forma continua, lo hacen de forma intermitente, como si la radiación estuviera constituida por pequeñas partículas, al estilo de los átomos de la materia. Con ello, al bautizar a esos pequeños corpúsculos, esas mínimas unidades de acción de la energía con el nombre de cuantos, nació la física cuántica.

 

Einstein, aplicando la teoría cuántica de Planck a la energía luminosa, descubrió esas unidades o cuantos de la luz, los fotones. Para probar su existencia, se realizó el experimento de hacer chocar rayos luminosos con electrones, y se comprobó que ambos, fotones y electrones, desviaban sus trayectorias, como ocurre en cualquier colisión entre cuerpos sólidos. Pero surge un problema. Si colocamos detectores de partículas, la luz se comporta como acabamos de ver, como un haz de fotones, pero al mismo tiempo sigue produciendo las difracciones y refracciones propias de un haz de ondas de diferentes longitudes. La gran pregunta: ¿Qué es entonces la energía, partículas u ondas?

 

De Broglie, a la vista de que las radiaciones tienen esa doble naturaleza de ser a la vez partículas y ondas, se preguntó si no ocurriría el mismo fenómeno, pero inverso, en la materia, y descubrió que las últimas partículas materiales también presentan esa dualidad de ser a la vez ondas, iniciando así la mecánica ondulatoria. Este fenómeno de que la materia sea un conjunto de ondas puede parecernos verdaderamente extraño, pero no tanto si consideramos que se trata de ondas con unas longitudes tan pequeñísimas que caen fuera del ámbito de percepción de nuestros sentidos. La mayor y más importante lección que cabe extraer de esto es la ignorancia e ingenuidad de quienes fían la realidad a lo que perciben sus sentidos. Si el acero es un haz de ondas y es hueco ¿Por qué los materialistas se escandalizan por la existencia del espíritu?

 

La materia que tocamos y que nos parece algo sólido e inerte, realmente es todo lo contrario, se trata de algo hueco y en movimiento ondular.

 

Ya tenemos, pues, que las radiaciones son a la vez ondas y corpúsculos, y que la materia es a la vez corpúsculos y ondas. Pero realmente, la física reconoce que, más que ser las dos cosas al mismo tiempo, lo que sucede es que no es ninguna de las dos: se comporta como onda si se la observa con los medios adecuados para detectar ondas, pero se comporta como materia si se la observa con los medios adecuados para detectar partículas. Lo físico, pues, no se trata de algo que "es", sino de algo que "parece" o se "muestra", sólo si existe un observador y sólo bajo la forma adecuada al medio de observación empleado, da igual cuál sea éste. ¿En qué consiste entonces? Parece claro que en nada, en un puro fenómeno, no en una sustancia.

 

La física clásica consideraba a la realidad material como objetiva y determinista. Quiere esto decir que se consideraba a las cosas como verdaderos objetos con propiedades estables, existentes por sí mismas e independientes de un posible observador, y que por lo mismo, conocida su situación y estado en un momento determinado, se podía, aplicando las leyes de la física, determinar con exactitud cuál sería su futuro (determinismo). Así era el universo de Newton. Pero Newton estaba equivocado, según se acaba de ver con todo lo anterior.

 

Heisenberg, con su descubrimiento del Principio de Incertidumbre, o Indeterminación, ha echado abajo toda esa concepción secular de la ciencia física. Observado un electrón, se ha comprobado que no pueden conocerse dos de sus variables conjugadas a la vez. Puede determinarse su situación o puede determinarse su velocidad, pero nunca las dos a la vez. En la misma medida en que se determina una de dichas variables, desaparece la otra, lo que, traducido al castellano, quiere decir que su futuro es indeterminado. Y no cabe pensar que ello se deba a deficiencias en las técnicas de medición, porque los diferentes resultados obtenidos, perfectos en sí mismos, resultan, sin embargo, incompatibles con un estado global y determinado. Se trata, por tanto, de una característica intrínseca de las propias partículas. En un haz de luz proyectado sobre un vidrio, unos fotones lo atraviesan y otros no, otros se reflejan, sin que exista causa alguna para el diferente comportamiento de unos y otros.

 

Wheeler, sobre la base de que todo lo universal tiene que obedecer a un único proceso, se ha trasladado desde el microuniverso de la estructura de los átomos al macrouniverso de la estructura del cosmos mismo, y extrapolando a éste los principios de la física cuántica, ha formulado una nueva versión del Principio Antrópico, llamada Participatoria. Según el Principio Antrópico tradicional, todo lo universal ha sido producido con el exclusivo objeto de que apareciese al final de la evolución el hombre. Es la tesis Finalista, defendida por muchos pensadores, frente a la Afinalista que todo lo confía al puro azar.

 

Según la versión Participatoria de Wheeler, no sólo el universo ha sido producido para el hombre, sino que va mucho más allá: el propio universo ni siquiera existe como algo independiente del hombre y si no es observado por el hombre. Como se ve, esta teoría científica de Wheeler coincide plenamente con la teoría filosófica expuesta por mí de que el mundo es sólo un sueño en el que cree vivir el hombre.

 

Todo lo expuesto puede resumirse en unos pocos modelos de la realidad elaborados por ese conjunto de renombrados físicos, de los que traemos aquí los tres más aceptados por la comunidad científica:

 

1.      "En el mundo físico, no existe una realidad profunda".

Representada por Niels Bohr. Este físico no niega la evidencia del mundo percibido por los sentidos, pero mantiene que esa realidad "flota" sobre algo que no es real.

2.      "La realidad material no existe. Es creada por el acto de observar".

Esta posición ya ha sido suficientemente explicada en las páginas precedentes.

 

3.      "La realidad es un todo indivisible".

El sujeto cognitivo (el hombre), no es exterior a la realidad física, y por tanto no la crea al observarla. Es un todo indivisible con ella, sea real o no.

 

Pero la conclusión que puede extraerse de los tres modelos es una sola, y además coincide plenamente con lo que la filosofía defendía páginas atrás. El modelo 1, con esa materia flotante sin realidad ninguna debajo, y el 2, con esa materia que solamente existe para el observador, son exactamente lo que la filosofía nos decía en las primeras máximas de este capítulo: “Lo material consiste en una percepción sin correspondencia con sustancia real ninguna, consiste en un puro fenómeno”. Y el modelo 3, incluyendo al observador en el propio fenómeno, es lo mismo que la filosofía nos advertía sobre que, los sentidos que perciben a la materia, no merecen crédito, puesto que son materia también.

 

Con la física cuántica de Planck, la realidad física ha dejado de ser una sustancia determinada. Solamente existe en función del medio de observación empleado.

 

Relatividad y física cuántica coinciden en el resultado final: existir sólo “en relación a...” y existir sólo “en función del medio de observación empleado” es la misma cosa, es, sencillamente, no existir.

 

LA FINITUD SOÑADA

 

En el apartado “La unión contra natura”, dentro de este mismo capítulo, estábamos todavía en las “evidencias” de lo material y lo espiritual, y en el empeño de llevar al altar a estas dos realidades tan irreconciliables en sí mismas, hasta que Aristóteles ideó la fórmula sacerdotal mágica que hizo posible esa boda contra natura (según él). Todo parecía solucionado con su invento de la materia-forma (hilemorfismo), que es lo mismo que decir materia-espíritu en perfecta unión (a este nuevo hallazgo aristotélico le dedicaremos el capítulo VI). Sin embargo, parece que ninguno de los dos contrayentes estaban tan seguros del éxito y comenzaron un pleito familiar que ha durado siglos.

 

Al fin y con inmenso retraso, como siempre, la ciencia se ha metido a juez y ha sentenciado contra la materia por “incomparecencia”. Parece ser que nadie da con su paradero, nadie sabe dónde está, más que nada porque la Física Cuántica y el Principio de Incertidumbre de Heisemberg no han sido capaces de identificar su DNI. La propia ciencia está sorprendida y confusa con su hallazgo. Hasta que a alguien se le ocurre una pregunta un tanto descabellada, pero necesaria: De acuerdo, la materia no existe, pero las cosas ahí siguen. ¿No será que nos hallemos en un universo puramente formal?

 

El de la pregunta descabellada he sido yo mismo, el autor de este libro, con el fin de no dejar ni un solo cabo suelto en esta búsqueda del fantasma llamado materia, muy fantasmagórico él, pero al que todo el género humano adora sin medida. Las culturas antiguas, por ejemplo, creían ya en la vida de ultratumba, pero, por supuesto, una ultratumba absolutamente carnal. La tradición judeo-cristiana sigue manteniendo en sus credos religiosos la “resurrección de la carne” y la vuelta del Paraíso inicial en la tierra. El hinduísmo y otras doctrinas orientales mantiene la pervivencia eterna de la materia mediante las reencarnaciones. Y de la sociedad moderna, para qué vamos a decir nada: viven por, para y en la deificación de la materia. Aquí ya no se habla de otra cosa que no sea del buen vivir y de los derechos humanos (de los deberes humanos nadie habla).

 

El universo formal

 

Al tratar sobre la Finitud Física, en el apartado “Manifestación: El universo de las cosas”, me referí a éstas tal y como las percibimos, pero contando con la existencia de la materia, y ya entonces hice alusión a la no realidad de ésta última. Y efectivamente, ahora, en las páginas anteriores a ésta, la filosofía ha desmenuzado eso que tan “consistente” nos parece hasta no quedar absolutamente nada entre los dedos. Las pruebas de la filosofía son puramente lógicas, como es obvio, pero si están bien construidas no dejan lugar a dudas. No obstante, para los positivistas, para los refractarios a basar la verdad sólo en razonamientos, también acabo de exponer que, hace ya un siglo, la relatividad y la ciencia cuántica han segado la hierba bajo los pies de ese monumental mito llamado “materia”.

 

A pesar de todo, más de un lector estará pensando, con un desdeñoso movimiento de cabeza, que es sencillamente imposible que tanta realidad física que nos rodea sea únicamente un invento de nuestra apreciación. Estará pensando que lo que percibimos por los sentidos es tanto y tan agobiante que resulta descabellado siquiera suponer que no exista. Y tiene toda la razón. Vamos a suponer que existe.... pero no como el lector lo piensa. Vamos a suponer que no se trata de que el mundo físico sea un puro espejismo todo él entero, vamos a suponer que se trata de que, quizás, sea un espejismo solamente aquello en lo cual todos pensamos que consiste el mundo, la “materia”, y vamos a dejar en pie la posibilidad de que se trate de un mundo sólo de formas, aunque formas sin materia.

 

Si se le pregunta a cualquiera en qué consiste esa realidad que nos rodea, nos dirá que en un conjunto inmenso de cosas; pero si le forzamos a que concrete más, acabará diciendo que, en definitiva, la realidad es materia, aunque vestida de infinitas y diferentes formas. Pues no, mire usted, la materia acaba de ser defenestrada por la propia ciencia, ahora vamos a suponer que es justamente al contrario, que la realidad no consiste en materia vestida de diferentes formas, sino al revés, que este descomunal universo que percibimos, atiborrado de formas, quizás se trate de “formas puras”, formas hechas de “nada”, no de materia. Al fin y al cabo, hasta la cultura y las propias religiones han admitido la presencia en el mundo de formas sobrenaturales, puras formas inmateriales.

 

Desde luego que la materia tiene “masa”, y además da testimonio de sí misma en multitud de experiencias: en la báscula, en las reacciones químicas, en los efectos físicos, etc, etc. Pero cuando recordamos eso tan obvio de que “la materia no es otra cosa que energía acumulada”, a ese miope dique de lo pragmático le comienzan a aparecer grietas por todas partes. Porque si la materia es energía acumulada, entonces la pregunta es ¿Y qué es la energía? Y la ciencia, entonces, se encoge de hombros. Saberlo, saberlo, no lo sabe, sólo la detecta por los fenómenos que produce.

 

Demos por bueno, entonces, que esa realidad únicamente formal que nos abruma existe, y que lo que no existe es eso otro que nos empeñamos que constituye su “materia prima”, eso “consistente” de lo cual todo está hecho. El supuesto no es en absoluto descabellado, porque pensar que las cosas están hechas de nada, que no están “rellenas” de nada, es suponer que las cosas son, en sí mismas, exactamente igual a lo que son en nuestra mente cuando las pensamos: puras imágenes, puras impresiones, puras formas. ¿Y qué materia tienen esas cosas en nuestra mente? Ninguna, son solamente formas, precisamente por eso somos capaces de apresarlas. Supongamos, por tanto, que las cosas existen realmente, lo que pasa es que hechas de nada, no de materia, supongamos que son meras formas.

 

Un ingenuo, sin embargo, pensará que sí que están hechas de materia las cosas, porque hay experiencias tan sencillas como abrirlas, cortarlas y comprobar que dentro no están huecas, hay algo, eso que llamamos materia. Es lo que se encuentran los cirujanos todos los días, al abrir los cuerpos en la mesa de operaciones. Pero, efectivamente, esto es una ingenuidad. Nos revela que, esa persona que así piensa, olvida que todo lo que va descubriendo el cirujano dentro de la forma “cuerpo”, no dejan de ser, a su vez, también formas, porque, de no serlo, no las percibirían los sentidos. Y olvida que, aunque siga diseccionando cada uno de esos órganos hasta tropezar con la masa continua que los constituye, también eso es una forma, de manera que, por mucho que se desmenuce, siempre tropezará nuestra vista con una “forma material”...... Porque materia, materia, a secas, por sí misma y sin forma ninguna, nadie la ha visto nunca (de ahí que Aristóteles la conciba como pura potencia, no como cosa efectiva).

 

·               La materia en cuanto materia propiamente dicha (no la materia indeterminada o potencial de Aristóteles, que es un puro concepto), la materia perceptible, apta para construir con ella cuerpos físicos de toda índole, esa materia no existe, según la filosofía espiritualista, según la física cuántica y según lo siguiente:

 

o     Lo que llamamos materia es sólo una forma de manifestarse la energía. Pero es que la energía, en sí misma, en cuanto sustancia, tampoco es nada, puesto que es desconocida, tanto para nuestros sentidos como para la ciencia. Hay efectos que suponemos causados por algo, a lo cual llamamos “energía”.

 

La realidad física que nos circunda, por tanto, podemos suponer que sí existe, pero que está constituida únicamente por formas inmateriales; y si son inmateriales son idénticas a las que se forman en nuestro conocimiento y que podemos luego repetir en la memoria (imágenes, sonidos, impresiones táctiles) Todo esto parece muy posible........ Pero es que se trata sólo de una suposición, y una suposición conduce únicamente a eso, a un mundo de suposiciones.

 

·               Pensar que fuera de nuestra conciencia pudiera ser que exista algo, lo cual, además de mera hipótesis, resulta que su realidad no supera en nada ni añade nada a la realidad de dentro de nuestra conciencia, pensar eso solamente nos conduce a lo que sucede en los sueños: que la única realidad es la de dentro, y lo de fuera no pasa de ser lo soñado.

 

Nuestro empeño en buscar una justificación al universo tan espectacular que tenemos delante, acaba de fracasar. Ni siquiera como entidad solamente formal es posible. El balance es de escalofrío. Todo lo que se ha desplegado desde que el mundo es mundo, consiste en una pura entelequia que creemos percibir por los sentidos, pero que no tiene existencia objetiva. Fuera de las conciencias no hay ningún mundo físico, lo que hay es una película colectiva en el interior de las conciencias, una vivencia espiritual idéntica a la que se vive en los sueños. Al final se han impuesto las voces espiritualistas frente al ruido de la materia.

 

El agotamiento de toda finitud física por división desemboca en un universo percibido, pero no real. Ni siquiera como universo formal, exento de materia, es posible.

 

La simbiosis alma-cuerpo

 

El alma es la vida en sí misma, puesto que sólo en su conciencia se desarrollan los acontecimientos que llenan nuestra existencia, desde que nacemos hasta que morimos, sólo en su conciencia, no fuera. Aunque nos parezca tan sumamente real lo que vivimos en este universo fastuoso, al final, dicho universo ha resultado ser una burla de los sentidos, diseñada, quizás, para ser prueba del alma, atrapada entre el bien y el mal, eso tan enigmático que únicamente el hombre es capaz de distinguir. El Génesis no pasa de ser un bello cuento oriental; pero, aún así, no cabe dudar de su profunda inspiración: allí, en medio del Paraíso, ya estaban plantados el bien y el mal.

 

Sin darme cuenta, acabo de deslizarme por la vertiente teológica, y esto no es teología, esto es filosofía. Pues bien, el primer problema filosófico es que el mayor astro de la espiritualidad, el alma, resulta que no aparece libre y rutilante, como cabría esperar de tan excelsa cosa, sino que aparece inseparablemente unida a una mezquindad más de las que perciben los sentidos, el cuerpo. Sin embargo, para el lector que haya entendido todo lo anterior y esté de acuerdo con lo leído, aquí no hay problema ninguno, lo material no existe, así es que el pretendido cuerpo es eso en lo que creemos estar enfundados, pero que, al final, se extinguirá, se descompondrá y retornará a donde ya estaba desde antes, a la naturaleza, en forma de un montón de minerales y gases. ¿Y el alma? ¿Qué es del alma?

 

Como esto no es un libro de teología, únicamente cabe contestar a la pregunta en puros términos filosóficos: Si es una entidad simple, con ella no va lo de la “descomposición”, no hay partes que separar y restituir a su almacén común, la naturaleza, esperando un nuevo reciclaje, como ocurre con el cuerpo. Con el alma no hay reciclajes, no hay almacén de reciclajes, no está hecha con retales de otras almas, de manera que, siendo ajena a las descomposiciones, el alma sigue estando ahí (aunque no sabemos dónde, porque esto es una filosofía, no una teología). Y de hecho, como ya dijimos páginas atrás, si es ajena al espacio, también lo es al tiempo, de manera que tiene asegurada, por naturaleza, la pervivencia.

 

El universo físico es un espejismo y pasa. El alma es el soñador que contempla atónito el paso y sigue vivo después de que el desfile ha concluido.

 

No cabe pensar, por tanto, mayor disparate que la pretendida unión de lo que es (el alma) con lo que no es (el cuerpo). Pero antes de la filosofía espiritualista y de las conclusiones de la física cuántica, todo “era”, tanto el alma como el cuerpo, y los dos se presentaban ante la mirada del hombre en una simbiosis perfecta, tan perfecta que el pensamiento se resistía a contemplar divorcio ninguno entre ellos. Para las culturas mas antiguas, y entre ellas la cultura bíblica, lo espiritual y lo corporal eran solamente “dimensiones” de una realidad única, el ser humano, que es la misma convicción a la que se ha acabado llegando en la sociedad y en la Iglesia de hoy, sordas y ciegas a los descubrimientos de la física moderna.

 

En este tema de la simbiosis entre dos realidades tan contrarias, como de la evidencia material del cuerpo nadie se siente capaz de dudar, en el empeño de unir lo que es imposible de unir, espíritu-cuerpo, se ha intentado de todo, desde fabricar almas a la medida, hasta lo contrario, negarlas (fenomenismo), e incluso negar la esencialidad de cada uno de los dos por separado, cuerpo y alma (hilemorfismo). Un levísimo paso de puntillas por lo que el pensamiento ha creído ver, a lo largo de la historia, sobre lo que es el alma y su íntima unión al cuerpo (la sorprendente simbiosis alma-cuerpo) encierra tal cúmulo de contradicciones que pone de relieve lo inverosímil de tal unión:

 

o        Prehistoria.- Ya el Hombre del Neardental descubre la existencia de lo trascendente, como lo acreditan sus enterramientos, ofrendas, etc, quizás como una vaga inmortalidad de tipo terrenal.

o        Animismo.- Los pueblos primitivos y las reliquias que aún subsisten de aquellas culturas primitivas (África, Amazonia) extienden la espiritualidad sobre toda materia. Detrás de todas las cosas, incluso las inanimadas, y sobre todo detrás de los fenómenos naturales (ciclo diario de la luz, lluvia, viento, terremotos, erupciones....) ven espíritus que los producen y los gobiernan. Detrás del mundo sensible ven otro mundo invisible como fuente.

o        Veda.- De la cultura más antigua y ya desaparecida de la India, la Védica, se conservan textos, escritos en sánscrito, en los que aparece un dualismo esencial alma-cuerpo. El alma es el Ser mismo, de naturaleza eterna y poseedora de conciencia propia.

o        Hinduismo.- Creen en un Alma o Todo universal (Brahman) y en su expresión individual en cada cosa o ser vivo (Atman), y creen también en el Samsara o Rueda de la Vida, que consiste en las reencarnaciones sucesivas del atman en otros seres, hasta lograr la purificación y salida de la Rueda para su disolución o anonadamiento final en el Todo.

o        Budismo.- Nacido del Hinduismo, conserva los mismos principios: la creencia en el “yo” es el origen de todos los sufrimientos humanos y la causa de las reencarnaciones, hasta la disolución en el Todo universal.

o        Gnosticismo.- En su origen indo-iraní está presidido por la creencia en la dualidad alma-cuerpo, y ésta como expresión de la dualidad general del bien y del mal, ambos provenientes del mismo y único Dios (el mal iniciado por la rebelión del eón Sabiduría contra Dios).

o        Biblia.- No hay dualismo. Presenta al hombre como una unidad sustancial, aunque con dos dimensiones: la corporal y la espiritual.

o        Grecia primitiva.- El Orfismo religioso, surgido de la mítica figura de Orfeo, es dualista: el alma es de origen divino, preexiste al cuerpo, entra en la cárcel del cuerpo y es inmortal, pero tiene que purificarse mediante la trasmigración.

En la literatura (Homero, Hesíodo, siglo VIII a.C) también se distingue el alma (soplo, psique) que da vida y el cuerpo inanimado (soma). Al morir, el cuerpo se corrompe, pero el alma vive por sí misma, se escapa del cuerpo y va al Hades, donde sigue existiendo como un recuerdo inmaterial del hombre que fue antes.

o        Presocráticos.- En el VI a.C, sin embargo, aparece el monismo, la sustancia única (el Arché o Arjé) de la que están hechas todas las cosas. Este arjé fue sucesivamente considerado como la tierra, el aire, el fuego y el agua. Por tanto, alma y cuerpo no son dos sustancias tan incompatibles, puesto que las dos provienen del arjé.

o        Platón.- Retorna al dualismo más radical. El alma pertenece al mundo de lo eidético (eternidad) y el cuerpo al mundo de lo sensible (materia y corrupción), y ve la simbiosis alma-cuerpo como una unión puramente accidental.

o        Aristóteles.- Se inspira en su maestro Platón, pero baja el dualismo desde el plano general (mundo material - mundo ideal) al plano interior de cada cosa, convirtiendo lo que antes eran sustancias individuales y unidas (alma-cuerpo) en meros coprincipios (materia-forma) de una sola sustancia resultante por la unión (hilemorfismo). Ni el alma ni el cuerpo pueden tener, por tanto, existencia por separado.

o        Mazdeísmo.- Zoroastro (o Zaratustra), Persia siglo VI a.C, es radicalmente dualista. Concibe la existencia como la lucha perpetua entre el espíritu del Bien (Ahura Mazda) y el del Mal (Ahriman), cada uno de los cuales gobierna una parte de la naturaleza, excepto al hombre, que es libre de elegir.

o        Maniqueísmo.- Manes, Persia siglo III, también predica el dualismo, representado por la Luz y las Tinieblas. Concibe al ser humano como espíritu, de origen divino, atrapado en un cuerpo, de origen demoníaco.

o        Iglesia.- Haciendo sincretismo entre la tradición bíblica y el hilemorfismo de Aristóteles (pasado por Sto Tomás), fuerza la lógica racional para presentar al individuo como una sola unidad sustancial, la sustancia “hombre”, en el que alma y cuerpo ya no son dos sustancias unidas, sino dos simples coprincipios; pero con la incongruencia de que al alma la considera creación directa de Dios e inmortal, mientras que el otro coprincipio, el cuerpo, no..... pero resucitará.

o        Descartes.- Restituye el dualismo nuevamente con su “res cogitans” (cosa pensante, alma) y su “res extensa” (cosa extensa, materia). Con su célebre “Pienso, luego existo” encierra el principio de toda realidad en la base de las ideas, por lo que es considerado el Padre del Idealismo, a pesar de que esta sentencia no era de él, sino de San Agustín.

o        Kierkegaard.- Este filósofo va más allá, es trialista, no sólo reconoce la heterogeneidad de alma y cuerpo, sino que les niega toda afinidad hasta el extremo de ser un tercero, el espíritu, el que posibilita la unión.

o        Klages.- También es trialista, defiende el alma y el cuerpo como soporte de la vida, pero con la particularidad de que el espíritu, por ser enemigo de la vida, imposibilita que haya un auténtico ensamblaje o estructura esencial.

 

Como puedes ver, amigo lector, sobre el problema alma-cuerpo había, en tiempos pasados, soluciones para todos los gustos, y casi la práctica totalidad de ellas pasaban por reconocer la sustancialidad del alma, como no puede ser de otra manera. Pero es signo de los tiempos que el hombre vaya perdiendo vínculos con lo trascendente y vaya auto erigiéndose en el propio mesías, capaz de aclarar las cosas del mundo...... a pesar de que sigue sin saber por qué y para qué está en el susodicho mundo, que ha surgido de la “nada” por simple “azar” (según él mismo).

 

Ahora ya no hay alma (creación divina) y cuerpo (creación diabólica), ahora solamente hay “hombre”, mandamás de lo único existente, el universo.

 

(Estimado lector: A partir de aquí, todo lo que sigue lo transcribo de lo que, en fechas más recientes, he escrito en mi libro Teosofía de la Verdad sobre este tema).

 

Teorías consistentes en negar la sustancialidad del alma:

 

1.     El fenomenismo psicológico defiende el extremo opuesto: el alma no es ni siquiera unidad, no es un sujeto sustancial, es sólo un conjunto de fenómenos y situaciones.

 

Esto de reducir el alma solamente a sus manifestaciones, es algo tan insólito como concebir lo que es un río no por sí mismo, sino por la energía hidráulica o por las zanahorias que sus aguas producen. Desde Heráclito (V a.J.) la fugacidad y movimiento incesante de las cosas ha empujado al pensamiento a concebir la realidad como una no-realidad, como algo de lo que únicamente tenemos noticia por sus manifestaciones o efectos.

 

Resulta absurdo negar, como hace el fenomenismo, la evidencia interna de que el yo es algo permanente, por muy dinámico y cambiante que sea, y que el yo es uno solo, por muy diviso que parezca. En uno de mis poemas escribí, un buen día, que nunca he sabido cuál soy de todos los que soy, y efectivamente soy muchos y muy diferentes; pero se entiende que esto era una licencia del pensamiento de un poeta, porque, a pesar de tanta variedad, recuerdo haber sido solamente uno desde que me acuerdo de mí.

 

También he escrito en alguna parte ¿Qué es uno, sino el montón de sus recuerdos y situaciones? Esto se parece mucho al error que acabo de señalar del fenomenismo aplicado al río (¿qué es el río, sino lo que produce?), pero se entiende que lo escribí así para conducir al lector hasta la existencia del alma como origen de esos fenómenos. Por muy dinámico y cambiante que se muestre, resulta absurdo negar la evidencia del yo como algo sustancial y permanente.

 

2.     El hilemorfismo de Aristóteles no ve el alma como sustancia, sino solamente como “forma sustancial”, es decir, como un mero coprincipio que, unido al otro coprincipio, el de la materia, conforma la unidad sustancial llamada ser vivo. Este concepto de “coprincipio” implica que se trata de algo que no tiene existencia anterior e independiente, que solamente existe en relación al otro coprincipio al que se une para formar una sola sustancia nueva. Con este ardid, el genial pensador creyó salvar el problema de cómo es posible que una sola sustancia, el ser vivo, sea, a su vez, unión de otras dos sustancias, espíritu y materia, y lo resolvió rebajando a estas dos últimas a la condición de meros coprincipios.

 

3.     Siglos después, Max Scheler ha elaborado una idea que no está tan lejana de la aristotélica y que puede resumirse así: alma y cuerpo no constituyen ninguna antítesis ontológica, sino una sola sustancia, “vida”, si bien esa unidad “vida” presenta un “ser íntimo” (alma) y un “ser para los demás” (cuerpo). Max Scheler no habla de coprincipios, pero viene a exponer cosa parecida al considerar al ser vivo como sustancia única, y luego distinguir en él dos elementos inseparables: el de la intimidad (la forma aristotélica), y el exterior (la materia aristotélica), que individualiza esa forma para los demás.

 

La consideración clave sobre este tipo de concepciones es:

 

o              Si se admite que alma y cuerpo constituyen unidos una única sustancia, el ser vivo, es forzoso que ninguno de los tres puede existir por separado.

 

o              Los coprincipios no pueden existir por sí mismos (no son sustancias) ni el ser sustancial resultante puede llegar a existir sin ellos. Si alma y cuerpo unidos llegan a ser uno solo, llamado ser vivo, la suerte de cada uno de los tres es indesligable de la suerte de los otros dos.

 

Y aquí surge el problema, porque el cese del cuerpo con la muerte nos consta, luego este invento aristotélico conduce a aceptar que, con la muerte del cuerpo, también mueren el alma y el ser vivo entero. Aplicado esto a los demás seres vivos no está mal, pero…. ¿Qué pasa entonces con el hombre? Pues pasa que ni como hombre ni como alma es inmortal, según esta teoría. Cuando se acaba el cuerpo, se acaba todo. El materialismo está encantado con las genialidades de Aristóteles.

 

El materialismo está encantado, pero la universal seguidora del aristotelismo, la Escuela, con Santo Tomás a la cabeza, jamás pudo aceptar tal cosa y, a falta de razón suficiente, pero sin querer apearse del aristotelismo, se inventó uno de esos disparates tan habituales en la filosofía, a saber: “El alma o forma es, efectivamente, sólo “coprincipio” a efectos de unirse a la materia y constituir la esencia que conocemos como hombre, pero eso no obsta para que el alma sea “sustancia completa” a efectos de subsistir sin la materia”. Y después de parir tan sorprendente conclusión, el tomismo se quedó tan a gusto. Los descalabros derivados de los inventos de Aristóteles no tienen fin, como vas comprobando y más adelante seguirás comprobando.

 

Pese a los esfuerzos por dignificar la vertiente espiritual del ser vivo, el peso del testimonio de los sentidos es aplastante. Si le preguntas a cualquiera medianamente instruido, si consultas cualquier libro, el concepto de vida aparece como un “añadido” a la materia, un añadido excelso, pero añadido al fin, una perfección que dignifica a la materia; pero en la base y ante todo, siempre la materia. Prueba de lo dicho es que el concepto secular de vida es el de “materia animada”, es decir, en la base un sustantivo, “materia”, del que se predica que está “animada”. Se parte de la realidad física, el cuerpo, aunque admitiendo que está animado por el principio vital (alma, ánima), aunque el orden prioritario debería ser el contrario. El hombre es incapaz de abdicar de su bastarda vocación carnal.

 

Esta espinosa cuestión quedaría definitivamente resuelta si de verdad uno de los dos, cuerpo o alma, no existiese realmente, como ya lo intentó el fenomenismo sin éxito. El obstáculo a salvar consiste en que te constan los dos: el espíritu porque tienes conciencia de ti, y el cuerpo porque lo ves y lo sientes. Este aparente problema, sin embargo, ya ha sido resuelto en páginas anteriores: no hay más realidad que el alma. Pero, de momento, aunque la física cuántica es una ciencia y es rigurosamente cierto lo que ha descubierto, vamos a olvidar por ahora el descubrimiento y vamos a aceptar que, además de tu alma, también eres eso que te dice el espejo, tu cuerpo.

 

Eres alma y eres cuerpo. Aceptado (de momento). Lo que ya no puedes aceptar, ni de momento ni después, es justamente lo que el pensamiento universal, salvo excepciones, viene afirmando, a partir de la teoría hilemórfica de Aristóteles, a saber: que tu alma y tu cuerpo constituyen entre los dos una “única y sola sustancia”, la sustancia llamada “hombre”. Y lo mismo se viene afirmando de todos y cada uno de los seres vivos: que alma más cuerpo constituyen una sola realidad. El fundamento para rechazar de plano tal supuesto es:

 

·               La unión absoluta, esencial, de dos sustancias provoca la aparición de una tercera y diferente sustancia y la desaparición de las dos originarias que se han unido. Sirve como ejemplo fácil, aunque en otro plano de cosas, lo que ocurre en las reacciones químicas.

 

·               Pero nada de esto sucede en la unión que se produce en el ser vivo, puesto que en él siguen advirtiéndose las existencias de las dos sustancias originarias y unidas, el cuerpo y el espíritu. El ser vivo no es una cosa diferente, producto de la fusión, en la que ya no se aprecia ninguno de los dos integrantes, como debería ocurrir. No existe ningún ser vivo sin cuerpo, ni tampoco ningún ser vivo sin alma. Siguen existiendo los dos, aunque unidos.

 

·               Este problema es el que pretendió salvar Aristóteles con su hilemorfismo, mediante el ardid de rebajar a los dos elementos integrantes de la unión, que son dos sustancias (cuerpo y alma), a la categoría de meros “principios” (materia y forma). De esta manera pretende que el resultado, el ser vivo, sea una sustancia en sí mismo y no la unión de dos sustancias que siguen existiendo dentro de la unión.

 

·               En el caso de que pudiéramos dar por posible esta teoría (que no lo es), la misma implica que, tanto la sustancia resultante (ser vivo), como los dos coprincipios que se unen (alma y cuerpo), constituyen un todo indivisible y necesario. Cada uno de los dos coprincipios no puede existir sin el otro ni sin formar un ser vivo; ni el ser vivo puede existir sin los dos coprincipios que lo integran. Ni es posible un ser vivo que no tiene ni alma ni cuerpo, ni es posible un cuerpo solo sin alma a la que unirse y formar un ser vivo; ni es posible un alma sola sin cuerpo al que unirse y formar un ser vivo.

 

·               La consecuencia, pues, del hilemorfismo es que, como nos consta la destrucción del coprincipio cuerpo después de la muerte, ha de seguirse que también se destruyen el otro coprincipio, el alma, y el ser sustancial entero (el ser vivo), y esta conclusión solamente la defiende el materialismo, pero no la inmensa mayoría de la humanidad. La posición más generalizada es que la conciencia del yo (el alma), como no es corruptible como la materia, no tiene por qué depender de la suerte del cuerpo.

 

·               Desechada esta teoría de Aristóteles y volviendo, por tanto, a la unión de cuerpo y alma como dos sustancias en sí mismas y no como meros coprincipios, ya hemos visto, en el punto primero, que su unión no es de tipo esencial, puesto que no se produce la desaparición de ninguna de las dos. Tu yo consciente sigue estando ahí y tu materia corporal también, ninguno de los dos se ha volatilizado al unirse para formarte como ser vivo.

 

·               Y aquí viene lo interesante: si la unión no es sustancial (puesto que no han desaparecido las dos sustancias integrantes alma y cuerpo), se trata, por tanto, de una unión meramente accidental y contingente. ¿Por qué? Porque no existe ninguna otra salida.

 

·               Pero en una unión accidental, como es obvio, no se produce ninguna nueva sustancia resultante de dicha unión, es decir, la unidad ser vivo que ha resultado no es una realidad sustancial, sino una simple unión accidental de dos sustancias que continúan apareciendo diferenciadas. Efectivamente, el ser vivo resultante de la unión (es decir, tú mismo) no constituye una tercera sustancia nueva y diferente a las dos que se han unido, porque en tal caso no se apreciarían ya en ti ni el cuerpo ni el alma, serías otra cosa diferente a la que eres.

 

·               La del ser vivo se trata, por tanto, de una unión meramente accidental y, como tal, reversible, por muy estrecha e íntima que se considere la unión y por mucho que quiera negarse tal tipo de unión.

 

·               Reversible porque, al ser accidental y no sustancial, es susceptible de disolverse la unión y quedar otra vez libres e independientes las dos sustancias que la integraban. Y así es. Nos consta que al disolverse la unión (muerte), la sustancia corporal inicia inmediatamente el proceso de corrupción, signo inequívoco de que ha quedado libre y abandonada a su suerte, que no es otra que la descomposición orgánica e integración de nuevo en la naturaleza, desde la cual volverá a integrarse en otros cuerpos.

 

·               Por la misma razón y aunque no podamos apreciarlo con los sentidos, la sustancia alma también queda libre e independiente, pero ajena al destino corrupto de la carne. Lo que es espíritu no puede sufrir descomposición puesto que no es composición de nada, ni consta de “partes” que vayan a parar a ningún almacén, como es la naturaleza, donde volver a reciclarse en nuevas almas.

 

·               Ambas sustancias, por tanto, quedan libres de la simbiosis que mantenían y retornan a sus orígenes: el cuerpo a la tierra y el alma...... ¿A dónde vuelve el alma? ¿Cuál es su origen? Si se lo preguntas a un panteísta oriental te dirá que vuelve al Alma universal, en la cual sí que puede “disolverse” porque es de la misma naturaleza. Si se lo preguntas a un monoteísta occidental te dirá que “vuelve a” y “sigue viviendo en” la eternidad del Dios que la creó. Y si se lo preguntas a un ateo no podrá decirte a dónde retornará, puesto que la “nada” no existe, el universo es un espejismo de los sentidos y no hay más realidades en las que recalar.

 

·               El único problema que plantea esta unión sólo accidental, es el de explicar cómo se produce una comunicación tan íntima entre dos sustancias independientes, alma y cuerpo, hasta el punto de aparecer como una perfecta unidad (problema nunca resuelto por tratarse de problema realmente inexistente, puesto que uno de los dos no existe).

 

En el caso de aceptar la realidad alma-cuerpo, la no desaparición de ninguno de los dos en la unión, su permanencia diferenciada en el ser vivo, acredita que éste, el ser vivo, constituye una unión accidental, no una unidad sustancial.

 

Esta concepción del ser vivo en la que acabo de desembocar, como unión accidental de dos sustancias diferentes que no pierden su sustancialidad individual en la unión, ni dan lugar a una nueva y diferente sustancia resultante, es clásica en la filosofía platónica. El error, por exceso, de Platón consistió en mostrarse tan radical en la “accidentalidad” de la unión que llegó a admitir, acorralado por sus críticos, que la trasmigración de las almas de unos cuerpos a otros era posible. En ese radicalismo exagerado es en lo que se equivocó, porque el hecho de que la unión sea accidental no implica, en absoluto, que haya de ser promiscua, es decir, válida para todas las almas con todos los cuerpos. Dicho de otra manera, que la trasmigración sea cosa teóricamente posible sólo quiere decir lo que dice, que es cosa posible, no que sea cosa necesaria. Por mi parte, desde luego, no la considero ni posible ni necesaria.

 

El problema final y sin resolver de cómo se puede producir una tan íntima comunicación entre dos sustancias independientes, hasta el punto de aparecer como una unidad funcional, también fue acometido por Leibniz. Lo intentó con su famosa “armonía preestablecida”, consistente, como su nombre indica, en suponer una sincronización perfecta, similar a la de dos relojes que arrancan por separado, pero a la misma hora, explicación tan ingeniosa como poco convincente. El pecado de Leibniz al tratar este supuesto problema, consistió en haber olvidado que fue él precisamente el mayor defensor de la filosofía espiritualista, es decir, de la no existencia de la materia, porque, si hubiera sido coherente, no le habría hecho falta recurrir al ardid de sincronizar dos relojes, ya que solamente existe uno, el espiritual.

 

Bien. Hemos partido del error generalizado de aceptar el realismo de los dos elementos en discordia, el alma y el cuerpo, y hemos desembocado en que, de aceptarlo, se trataría por fuerza de una unión meramente accidental, aunque estrechísima. Tal y como te vio Platón, tú serías una unión, todo lo profunda y perfecta que quieras, entre tus dos realidades que cohabitan pero son independientes, una simbiosis entre tu alma y tu cuerpo, aunque el cómo de esa tan difícil como perfecta unión nadie lo ha resuelto. La solución, sin embargo, sigue sin satisfacerte, estoy seguro, y es lógico. Tienes conciencia de ti como algo uno y único, no como algo diviso, y estás en lo cierto, porque la verdad es ésta:

 

No hay unión ninguna, ni sustancial ni accidental, no hay dos elementos que unir. La finitud es espíritu y no existe otra cosa. El cuerpo es parte del espejismo sensorial.

 

Lo sostenido secularmente por parte de la filosofía y recientemente comprobado por la física cuántica, la identificación de la materia como un mero fenómeno sensorial, no como una realidad sustancial, es la verdad que resuelve la cuestión del ser vivo y tantas otras cuestiones. El error inicial de fabricar toda realidad sobre la base de la percepción de los sentidos (consultar el apriorismo de Kant que lo desmiente, aunque aquí voy mucho más lejos que eso), confunde todo pensamiento humano y lo sume en un laberinto sin salida, como en este caso ha ocurrido con la imposibilidad de explicar la unión tan perfecta de lo que es sustancialmente heterogéneo. No hay tal unión.

 

El concepto de alma sólo como “principio vital” que alienta a la materia, organizándola en individuos corpóreos, como antes nos decían, es un concepto ingenuo y demasiado artesanal. El alma nada tiene que animar, el alma es la vida en sí misma, lo único existente.

 

Queda claro por qué he titulado este apartado como lo he titulado:“La finitud soñada”. Como ha quedado escrito en la máxima anterior, el alma no es principio vital de nada ni nada tiene que organizar porque nada existe, dentro de la finitud, que no sea tu alma y la asamblea entera de almas de la Creación. ¿Qué haces, entonces, en el mundo? Soportar una triste pesadilla, según la cual te hallas en un mundo fastuoso (visto desde lejos), pero dolorosamente cruel (visto desde cerca), esperando una explicación que solamente conocerás después de que te hayas ido....... Bueno, quiero decir cuando la pesadilla se haya acabado, porque tú no tienes que ir a ninguna parte, estás donde siempre has estado. Crees estar en el mundo, viviendo, pero no es así, solamente estás soñando. La vida la vivirás después. Ahora estás en la “Finitud soñada”

 

El alma y el tiempo

 

La creencia más común (reencarnaciones aparte) es que el espíritu no tiene preexistencia y aparece como realidad juntamente con el cuerpo, en un momento temporal determinado, el de la concepción, aunque luego sea capaz de sobrevivir más allá de la muerte física. Y en cuanto a este “sobrevivir” del espíritu, además, es admitido con ciertas restricciones. Hay corrientes de pensamiento que creen en una unidad tan inseparable de alma y cuerpo, que no admiten ese “sobrevivir” en sentido estricto, es decir, como un “no llegar a morir” del espíritu, sino que creen en la muerte integral del hombre y, más tarde, una nueva aparición o resurrección del espíritu (con o sin el cuerpo, según creencias), ya para la eternidad.

 

Este trasiego entre lo temporal y lo eterno, tan unánimemente utilizado, revela la incapacidad del hombre para intuir lo que es eternidad. En obras mías anteriores he tratado de explicar este error, tan generalizado, de suponer lo eterno también como tiempo, sólo que un tiempo que “no tiene principio ni fin”. El hombre es incapaz de desprenderse de su experiencia de la “sucesión” temporal, y lo más que acepta es que esa “sucesión de momentos” no tenga ni comienzo ni clausura, es decir, que dure para siempre, lo cual es un abultado error:

 

·               Primero, porque el tiempo, como toda finitud, consiste en algo que es medible, precisamente porque tiene un principio y un fin determinados. La única posibilidad de eludir esta naturaleza lineal del tiempo, consiste en suponerlo como una cadena de momentos que se cierra sobre sí misma, una cadena cuyo último eslabón engarza nuevamente con el primero. Entonces, ciertamente, no tendría principio ni fin..... pero conllevaría algo verdaderamente terrible, la repetición eterna de todo, como un disco que volviera al surco inicial después de acabado. El universo tiene evolución lineal, en la cual jamás se repite nada de lo anterior.

 

·               Segundo, porque el espacio-tiempo se despliega a partir del desencadenamiento inicial (Big-Bang), y la eternidad es lo contrario, lo que ha existido siempre, lo inmóvil, lo que no genera sucesión ninguna y es un eterno presente.

 

·               Una vez que hayas aceptado esto, te será fácil comprender que, entre el presente inmóvil de la eternidad y la sucesión temporal del mundo, no puede existir correspondencia ninguna, ningún momento del mundo puede ser situado en ningún “momento” de la eternidad, simplemente porque en lo eterno no existen “momentos”.

 

Esto, que parece que nos plantea un problema sin solución posible, no es problema ninguno, simplemente constituye una prueba más de que el espacio-tiempo, el movimiento y el universo entero que los alberga, todo ello junto es una pura ilusión de los sentidos sin realidad objetiva. No necesitas resolver el problema (por otra parte imposible de resolver) de dónde colocar los “momentos” del mundo en la eternidad; no es necesario porque el tiempo del mundo no es realidad, es una quimera solamente soñada.

 

Entre la eternidad y el tiempo no existe paralelismo ni relación ninguna. La eternidad no sabemos exactamente cómo es, pero sí sabemos que no es tiempo, que no hay principio, ni pasado, ni momentos, ni futuro, ni fin.

 

Sin embargo, el desconocimiento de esta verdad tan cierta como simple, el empeño en extrapolar el concepto de lo que es tiempo también a la eternidad (sólo que sin principio ni fin) ha conducido a numerosos errores, y en especial a uno muy señalado por sus implicaciones teológicas: el del supuesto momento de aparición del alma. Pensar que el espíritu nace en el tiempo, como viene creyéndose, justamente el tiempo que corresponde a la concepción del cuerpo en el vientre de la madre, es una simpleza, puesto que el mundo y su tiempo son una pura ficción.

 

·               El espíritu ni nace ni perece en el tiempo a la vez que el cuerpo, solamente cree estar vinculado al tiempo del cuerpo mientras sueña que en él habita. El momento de vinculación del alma al cuerpo (concepción) no tiene significado ninguno: ni significa que el alma haya aparecido (o haya sido creada) en ese momento, ni tampoco lo contrario, que preexistiese ya en la eternidad, desde antes de la concepción, y llegase al mundo en ese momento. En la eternidad no hay ni “momentos” ni “antes”.

 

Suponer que el alma aparece (o es creada) en un momento determinado (concepción) es una simpleza. El momento de la concepción es cosa del “mundo temporal” y no tiene correspondencia ninguna en la eternidad.

 

Aclarada esta venturosa noticia de que tu alma, o sea tú, estás destinado a ser eterno, ahora te planteas otro problema verdaderamente inquietante: ¿Cómo seré yo en la eternidad? Sin duda te habrás planteado más de una vez esta cuestión tan misteriosa, la que se deriva de tu evolución con el paso de los años en el mundo y, por ende, la evolución (aparente, como enseguida verás) de tu alma. Tu alma es una y única, por supuesto, pero el grado de conciencia y las capacidades que ha desarrollado no son ahora las mismas que cuando naciste. La cuestión de en qué estado de madurez te pillará la muerte y cómo serás cuando regreses a la eternidad es inquietante, y sugiere un montón de dudas. Pero ésta no es cuestión para tratar aquí. (La solución en el libro Teosofía de la Verdad).

 

 

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